El beso de la finitud

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Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo trascendente; las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia. La primera arranca del sitio que yo ocupo en el mundo sensible externo, y ensancha el enlace en que yo estoy hacia lo inmensamente grande con mundos y más mundos y sistemas de sistemas, y además su principio y duración hacia los tiempos ilimitados de su movimiento periódico. La segunda arranca de mi yo invisible, de mi personalidad y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero sólo es captable por el entendimiento, y con el cual (y, en consecuencia, al mismo tiempo también con todos los demás mundos visibles) me reconozco enlazado no de modo puramente contingente como aquél, sino universal y necesario.

La primera visión de una innumerable multitud de mundo aniquila, por así decir, mi importancia como siendo criatura animal que debe devolver al planeta (sólo un punto en el universo) la materia de donde salió después de haber estado provisto por breve tiempo de energía vital (no se sabe cómo). La segunda, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente, en virtud de mi personalidad, en la cual la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible, por lo menos en la medida en que pueda inferirse de la destinación finalista de mi existencia en virtud de esta ley, destinación que no está limitada a las condiciones y límites de esta vida.

Kant, I.: Crítica de la razón práctica, conclusión (Losada, Buenos Aires 1977, p. 171).

“The Matrix” veinte años después

Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No! , ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!

F. Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos.

Apenas recuerdo la segunda parte de The Matrix, Matrix Reloaded, sólo que aparecía Sion como una orgía primitiva y magmática y que había una suerte de Inteligencia Artificial lebniziana que calculaba todas las combinaciones de sucesos y de ahí derivaba una especie de “mejor de los simulacros posibles”, o algo similar. El resto eran peleas de inspiración japonesa, estilo La casa de las dagas plateadas, en las que la coreografía era muy artística pero nadie parece hacerse realmente nunca daño (ya sé, eso sí, que los Wachowski Bros. están en deuda con muchas ideas de animés como Ghost in the Shell). Tampoco me queda nada en la cabeza de la tercera parte, ni siquiera el título (¿Requetematrix? ¿La Matrix que me amo? ¿De Matríx al cielo?), excepto un gran duelo final en el que se venía a concluir que Bien y Mal se necesitan mutuamente y que el destino de Neo está enlazado al de su Némesis, el Agente Smith, no en vano los dos visten casi igual y lucen las mismas Rayban cool de moda sin patillas. De manera que si algún experto en el universo/Matrix lee esto, le ruego o más bien ruegolé que no sea cruel y deje en comentario las oportunas explicaciones que me ilustrarían, en vez de simplemente tacharme de ignorante alevoso y acusarme de preferir otras sagas menos sutiles y arduas para consumo y devoración de adolescentes con problemas de acné –de los anillos me quedo también sólo con la primera, las secuelas y precuelas de Star Wars me parecen puro juguete de merchandising, y de los rápidos y furiosos creo que sólo he visto una que no protagonizaba Vin Diesel ni el otro cachas moreno. Únicamente, pues, puedo hablar con la autoridad tan liquida como posmoderna de un simple aficionado de la primera Matrix, donde estaban todas las novedades visuales y argumentales importantes de la trilogía, y que se estrenó en 1999, dato que, por cierto, aporta Morfeo en la propia película, aunque sea para desenmascararlo a renglón seguido. Porque The Matrix no tiene lugar el último año antes del cambio de milenio, que es en el que cree que vive el incauto espectador, sino cien años después, casi terminado el s. XXI, lo que ocurre es que la civilización que tenemos proyectada coercitivamente en nuestros cerebros (en una cubeta…, como decía Hilary Putnam) recrea algo ya arcaico y legendario, el apogeo del Imperio Norteamericano, de igual modo que el s. XXII a. C. pudo haberlo sido del imperio egipcio, con la diferencia de que el New York de 1999 es mucho más representativo de la humanidad que, pongamos por caso, Akenatón, y por ahí quería yo empezar.

Resulta significativa la escena en la que el Judas de este evangelio que es The Matrix, Cifra, pacta con el enemigo una vida nueva mientras saborea un trozo de carne roja. Porque en el fondo tiene razón: incluso en el papel del Faraón, sería muy poco agradable vivir en el antiguo Egipto, donde un mal resfriado te puede matar, mientras que ser rico en la Gran Manzana a fin de milenio ofrece posibilidades de lujo y placer inconcebibles en cualquier otra época de la historia. Pero es que, insisto, Judas tiene razón, aun siendo un inmoral, y eso nos lleva directos al meollo ideológico de la película. ¿Para qué escoger la pastilla roja, que, como dicen bien claro Morfeo, tan sólo te ofrece la verdad, si luego llevas una vida penosa, vistiendo monos ásperos y comiendo puré de avena? ¿Acaso por librar la batalla por la independencia de la humanidad, que han sido convertidos en pilas vivientes, en fuentes de energía esclavas o en mentes disociadas de sus cuerpos como en el San Junipero de Black Mirror? ¿Por qué lo que en aquel episodio era una bendición en The Matrix es una condena, si casi podríamos apostar el cuello a que el 99’999 por 100 de la población mundial (y no digamos del Tercer Mundo…) preferiría Matrix a esa gruta atávica o afgana de cuerpos sudorosos que parece ser Sion? De hecho, Morfeo, Neo, Trinity y los demás en absoluto renuncian a Matrix. Todo lo contrario: aprovechan todo lo que pueden sus ventajas, y son, en Matrix, una versión muy mejorada de sí mismos. Y, de hecho, eso mismo que hacen los protagonistas con naturalidad es lo que hacemos ya todos entrado el s. XXI, es decir, justo después de ver con complacencia The Matrix hace ya veinte años. Neo no ha elegido la pastilla roja y no la azul, se ha quedado con las dos, de ese modo puede saber la verdad y abandonar la esclavitud, pero sin dejar de entrar y salir de Matrix cuando se le antoje. El Judas en cambio sí que elige, más honestamente en mi opinión: elige la pastilla azul, que simboliza el olvido, quizá porque piensa que qué le importa a él después de todo la servidumbre de su cuerpo si su mente goza libre por las autopistas de la sensación que le ofrece Matrix. Eso, creo yo, es muy parecido a lo que hace la mayor parte de la humanidad en la actualidad, si gobiernos y corporaciones se lo permiten. Ya nadie se plantea esos dilemas desgarradores propios de la filosofía occidental, desde la caverna de Platón hasta la “reificación” de la Escuela de Frankfurt, dilemas tremendos entre la realización o no de la Libertad de la Esencia Humana en la Historia. Uno simplemente nace (“se nos cultiva”, se dice en la película, lo cual está a muy pocos años de ocurrir…), ve qué panorama le ha caído en suerte, calcula si le compensa entregar la mayor parte de su energía a cambio de ocasionales bocados de carne roja de mentirijillas y toma su decisión. Es una decisión pragmática, en ella no tiene ninguna cabida la consideración por las venerables Verdad o Libertad. A Neo la verdad y la libertad le convienen mucho, porque él es el Elegido, y adquiere superpoderes asombrosos dentro de la arquitectura interactiva de Matrix, pero a Cifra eso no le sirve de nada, para él la verdad y la libertad no consisten más que en reclutar nuevos voluntarios en la guerra de lo feo contra lo bello, de la mala vida contra la buena vida, del tosco Sion frente al moderno New York. Un inmigrante, hoy, así mismo, no se pregunta por la emancipación general del hombre o por las raíces de su patria chica, sencillamente sale por patas de su país en cuanto tiene ocasión, pero no porque no sea un intelectual o un buen patriota, sino porque lo que nos importa ahora a todos antes que nada es vivir bien, es poder cuidar a nuestros hijos, es poder tener una casa y un coche y si eso jugar a los bolos el fin de semana con los vecinos pseudo-clónicos de la urbanización.

Se cita mucho la secuencia de la Vida de Brian en la que los cuatro perroflautas del Partido de Liberación Judaico reniegan de otros partidos disidentes que son idénticos a ellos, pero es igual de genial y se olvida a veces esa otra escena en la que los mismos personajes examinan lo que deben al dominio romano. Sin querer hacen una lista y les sale muy favorable al aborrecido imperio, y ridícula respecto de lo que son capaces de hacer por ellos mismos. La pandilla de Morfeo podría haber hecho esa misma comparativa, para terminar apoyando la decisión escandalosa por conservadora de Cifra, pero no lo hacen porque ellos no tienen al pobre Brian en sus filas, sino al mismísimo Cristo en la figura de Keanu Reeves. No obstante, Neo en su apoteosis no viene a acabar con el mundo aparente en nombre del mundo verdadero, no es el Elegido porque vaya a destruir Matrix. Es el Elegido, ojo, porque va a conseguir una alianza ventajosa con Matrix de tal manera que ya no exista una distinción entre mundo verdadero y mundo aparente, entre diversión y trabajo, entre el puré de avena y la chuleta de buey, entre saber karate y bailar, entre tu voluntad y el entorno, o entre una lluvia de caracteres verdes sobre fondo negro y el cuerpo grácil y futurista de Trinity. Me parece que la película The Matrix, al filo del s. XXI, trataba de eso, de forma consciente o inconsciente. Trataba de hacernos creer que no debemos sentir vergüenza de que exista la ciudad New York a la vez que existe el país de Sierra Leona, porque todo es una ilusión que podemos modificar a nuestro deseo. El ser humano no está en ningún sentido “alienado” por sus propias producciones materiales y sociales, el ser humano tiene la fuerza suficiente como para liberarse de la peor de las tiranías, siempre que su rebelión coincida estrictamente con su integración. Es una idea difícil, pero que sin embargo damos por hecha un poco todos en la práctica diaria: este mundo que habitamos jamás será un paraíso sin mácula (el agente Smith dice que Matrix se diseñó en un primer momento como una utopía y la humanidad lo rechazó), pero tampoco un infierno sin remisión, hay que amoldarse a él haciendo a la vez que él se amolde a nosotros. The Matrix, la película, fue estéticamente rompedora, pero en realidad no acierta en nada. Hay teléfonos fijos, cabinas, móviles que parecen walkie-talkies e Internet ni se divisa. Eso se mezcla con cosas mágicas o vetustas como la vieja oráculo, que realmente no pinta nada aunque actúe bien, o la habitación donde se desarrolla la primera e impresionante conversación de Morfeo con Neo, que es como de otro siglo, más amplio, más oscuro y más noble –las zonas de transición entre la realidad y Matrix suelen estar en penumbra. Pero todo ello produce un resultado inquietante, muy americano (en el sentido de que parecen entender que la libertad consiste en esclavizarse a sí mismos), y muy característico también de las ensoñaciones del movimiento trashumanista actual: no hay distinción real, tampoco, entre la libertad y la esclavitud del hombre, o dicho de otra manera, esa distinción es obsoleta, santurrona, metafísica, a mí qué me importa que comercien con mis datos, por ejemplo, o que el coltán se extraiga con sangre, mientras que pueda bajarme un montón de aplicaciones fantásticas…

 

Si alguna vez has pensado así, en esta y muchas otras cuestiones semejantes, o sencillamente lo has dejado correr, no te culpes a ti mismo, no es más que un signo de los tiempos, un cambio imperceptible pero brutal de mentalidad, una forma de cinismo o de hedonismo compartido; a veces te molesta, sientes que algo falla, que no todo está en su sitio, pero es que, quieras o no, 20 años después, the Matrix has you…

La Inteligencia Artificial y el Mago de Oz

En una democracia, el pueblo puede hace cualquier cosa y debe saber que no debe hacer cualquier cosa. La democracia es el régimen de la autolimitación y es, pues, también el régimen del riesgo histórico –otra manera de decir que es el régimen de la libertad– y un régimen trágico.

Cornelius Castoriadis, Los dominios del hombre.

El relato de legitimación típico de una tiranía no puede ser más simple: “o yo (/nosotros) o el caos”. Es casi lo que decía Hobbes, fundador del pensamiento político moderno, para justificar su Leviatán, y lo mismo que le dice un padre a su hijo o un cónyuge a otro para retener desde el victimismo su derecho a dictar las normas domésticas. Chumy Chúmez hizo hace décadas –pero podría ser hoy, podría ser lo que está dibujando esta misma tarde El Roto– una viñeta genial sobre eso: cuando el draculíneo dictador enuncia esa dicotomía desde una tribuna, la masa le responde “¡El caos! ¡el caos!”. Con el caos termina V de vendetta, el cómic, en la idea, de tradición milenarista, de un caos purificador, de un desorden que desde el fondo del crimen y del grado cero de la Ley restaurase una sociabilidad inocente, prístina como la del jardín del Edén. Pero no existe, en realidad, la posibilidad de un caos absoluto, que siempre estará atravesado de nuevos enlaces, de amagos de pactos, de simbiosis concretas e inestables, como no existe la posibilidad del orden absoluto, que siempre estará horadado de organizaciones mafiosas, de prácticas para-legales, de corrupciones toleradas y asimiladas. Entre esos dos extremos tenemos que movernos, los seres humanos, a la hora de organizar una siempre difícil convivencia. Es decir, que no es que la Utopía no sea tristemente posible porque el hombre particular siempre termina dejándose arrastrar por sus peores pasiones (todas las utopías y cacotopías escritas que conocemos lo primero que han hecho es justamente diseñar cuál sería la nueva fontanería armoniosa de las pasiones humanas…), sino que, al contrario, la Utopía es felizmente imposible porque la sociedad humana no es como la sociedad perfecta de las hormigas, las termitas o las abejas –la trilogía excelsa de Maurice Maeterlinck–, dado que está abierta a la interpretación, al disenso y a la diferencia. Quién se lamente de que los seres humanos no seamos pozos cristalinos de virtud, y no funcionemos en comunidad como maquinitas solidarias, que sepa que debería disminuir considerablemente de tamaño, expulsar su esqueleto hacia fuera como una coraza, perder la facultad de hablar y desarrollar un par de antenas. Pero no creo que los avances de la ingeniería genética, aunque asombrosos, jamás vayan a dar para tanto… (ni la fórmula magistral de Michel Douglas en las dos películas Marvel de Ant-Man).

Sin embargo, parece que el sueño occidental de la trama racional total sin merma –o, lo que es más descabellado, como expresión de– de la libertad más acendrada vuelve en nuestros días de tecnolatría histérica (hay que ver lo que nos han impactado cosas tan tontas como subir nuestras fotos instantáneamente al ciberespacio, acabo de leer que existe gente que hasta se alquila falsos amigos de verano para lucirlos en Instagram…) bajo la figura de la Inteligencia Artificial. Yo la IA la imagino haciéndonos el servicio que nos han hecho los animales durante milenios: o bien poniendo la fuerza y la paciencia necesarias para los trabajos pesados, como los bueyes, los caballos o los elefantes, o bien poniendo su habilidad en tareas finas y delicadas, como polinizar las flores en el caso de las mencionadas abejas, a las cuales, por cierto, ya andamos exterminando a base de pesticidas desde hace tiempo. Sería, esa, una gran contribución al progreso, el que máquinas hiciesen lo que nadie querría hacer en su lugar, exonerando con ello a los animales, a los contables, a los controladores aéreos, a los estibadores, a las prostitutas (en Japón ya tienen interfaces para todo…), etc., que son seres sensitivos cuya primera misión biológica y existencial en este universo que muchos dicen absurdo es amar y sentirse amados el mucho o poco tiempo que les toque vivir –y la segunda, ya si acaso, el decidir, si pueden y les dejan, en qué condiciones ambientales y sociales van a llevarlo a cabo con la suficiente o al menos alguna satisfacción.

Sin embargo, tenemos noticia casi diaria de visionarios actuales con trajes caros y empresas tecnológicas a sus espaldas que creen que no, que la IA debe ir mucho más allá, que debe adquirir conciencia –en este punto siempre sacan a colación a Skynet, para subrayar inmediatamente que no se trata de eso– y ocupar puestos directivos, tomando decisiones por nosotros y empleando su gran capacidad de cálculo en acertar milimétricamente con nuestras necesidades y deseos de cada momento. La IA, pues, como mente/colmena, como el mayordomo infalible de la humanidad, como la Ley del Padre de Freud abrazando el Ello, como estaliniana ingeniera colectiva de almas, como la Gran Hermana positiva del homólogo de Orwell y como Morgan Freeman vestido de blanco en Como Dios… O sea, que de verdad entienden que “Inteligencia Artificial” significa que vamos a crear una supercomputadora en la que se centralicen todas las funciones mentales, materiales y libidinales de una población humana o, lanzados a delirar, de toda la humanidad en su conjunto, y desde ella conseguir la felicidad integral heterodirigida, dado que tal supercomputadora bienhechora no tendrá sentimientos y por tanto se regirá por el más puro e implacable ejercicio de administración sin atención a favoritismos o mamandurrias. Recuerdo, al menos, un relato corto de Isaac Asimov sobre esto, en el que, además, algo salía mal, o no habría habido historia (y es que algo tendrá que salir mal también con una IA así, o pereceríamos de tedio). Pues bien, a mí eso me recuerda más bien a El mago de Oz, ese cuento de hadas con que los norteamericanos que iban apoderándose del mundo trataron de rivalizar con la rica tradición cuentística europea y árabe que parasitaba Disney, y que convirtieron en película hace exactamente ochenta años.

El mago de Oz, como la IA que sueñan los visionarios techies, en principio parece una entidad superpoderosa que va a solucionar todos los problemas, pero al final de la película descubrimos que es un señor normal y patético valiéndose de un teatrillo de guiñol. El tipo huye y deja al cargo de todo al hombre de hojalata, al espantapájaros y al león cobarde, a los que ha seducido con un vulgar placebo. Luego en su fuga pierde a Dorothy, la cual se da cuenta finalmente de que la fantasía debe acabar y de que “no hay nada como el hogar”. Me parece que si una inmensa IA tratase, como María Cristina, de gobernarnos, sucedería algo muy parecido. Al principio infundiría respeto, como un oráculo repleto de sabios algoritmos, y dejaríamos la mayor parte de nuestros asuntos en sus manos, por miedo a nosotros mismos y a nuestra humana falibilidad. Pero enseguida algo fallaría, y vendríamos a intuir que tras la voz tonante del Destino no hay más que un débil hombrecillo aún más falible que nosotros, que es el que ha programado la cosa e incardinado en ella su ideología e intereses particulares haciéndolos pasar por generales, universales y de validez científica intemporal. El camino de baldosas amarillas que conducía a Oz habría sido bonito y esperanzador, de eso no cabe duda, pero ahora sabríamos, espero que no demasiado tarde, que no se derrota con HAL 9000 a la Malvada Bruja del Oeste, que la bruja sobrevive siempre bajo diferentes disfraces, que son ficciones distintas y que después de todo no hay nada como el hogar. Y el verdadero hogar a la medida del hombre es, como he insinuado antes, la apertura a la interpretación, el disenso y la diferencia, es decir, el uso regulado pero no restringido de la palabra en un contexto democrático. O, como escribía Karl Popper en su obra más política (¿publicarán dentro de unos años un libro de teoría política cibernética? ¿lo concebirá y escribirá la propia IA arquetípica?):

Nunca podemos volver a la presunta inocencia y belleza de la sociedad cerrada. Nuestro sueño de Cielo no puede ser alcanzado en la tierra. Una vez comenzamos a confiar en nuestra razón y a usar nuestras capacidades críticas, una vez sentimos la llamada de las responsabilidades personales y, con ello, la responsabilidad de avanzar en el conocimiento, no podemos volver a un estado de sumisión implícita a la magia tribal. Para esos que han comido del árbol del conocimiento, el paraíso está perdido. Empezando con la supresión de la razón y la verdad, deberíamos terminar con la destrucción más brutal y violenta de todo lo que es humano. No hay vuelta a un estado armonioso de naturaleza. Si volvemos a él, debemos volver a las bestias. Pero, si deseamos seguir siendo humanos, entonces sólo hay un camino, el camino de la sociedad abierta.

En una sociedad abierta y autocrítica no hay lugar para leyes científicas de la conducta humana individual y colectiva. Lo que es útil para medir y predecir el movimiento de un fotón no sirve para la maraña de deseos, angustias y prejuicios que es una psique humana. Vamos a tomarnos en serio eso de que el cerebro humano es el aparato más complejo del universo. Existen ya máquinas capaces de aprender a innovar jugadas de ajedrez o de Go, pero su capacidad sigue siendo incomparable con lo que un cerebro es capaz de recoger de su simple experiencia. La riqueza de la experiencia, y no la esquematicidad del cálculo, debe ser el dispositivo rector de la acción humana; una máquina, por sofisticada que sea, no alcanzará jamás, en mi opinión, la comprensión multitarea de un niño de ocho años. Sólo para pillar un chiste ya haría falta que Skynet hubiera vivido tanto como un niño de ocho años, en su colegio, con sus padres, con sus sensaciones corporales, con sus frustraciones y con el movimiento parabólico de un balón en el aire, entre un billón de cosas trabadas entre sí y difíciles de desbrozar. Y un chiste no es una certeza de ningún tipo, como la carga de un fotón, es un mero juego del lenguaje –sólo eso, pero no hay chistes en el resto del universo, y fotones a montones. Al hombre lo que es del hombre y a la Inteligencia Artificial lo que es de la Inteligencia Artificial. Implementemos en el futuro la tecnología todo lo que podamos, pero quedando siempre claro que el ámbito de la decisión es nuestro, o lo será del farsante que se esconde entre bambalinas tirando de los cables de la máquina. José Ortega y Gasset escribía, en su famosa Rebelión de las masas, un libro bastante elitista por otra parte…

 

La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a última ratio (…) La forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de la acción indirecta. El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo –conviene hoy recordar esto– es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la minoría y es, por lo tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo: más aún, con el enemigo débil.

Quizá soy muy ignorante, pero no veo en qué podría ayudarnos en esto una IA, excepto en realizar pronósticos y contar los votos. O en engañarnos por las redes, como sucedió con el Brexit, para que se vea bien que lo del pseudo-deus ex maquina es ya posible. Es cierto que toda democracia se combina con elementos oligárquicos, como ya decía Aristóteles hace mucho tiempo. En caso contrario, pensaba el filósofo, la democracia sería la tiranía de los pobres sobre los ricos, lo cual no le gustaba. La verdad es que casi toda la filosofía occidental ha sido elitista, desde los presocráticos y Platón hasta Nietzsche y el propio Ortega. Eran, también, ellos o el caos. Sería ya el colmo que permitiésemos que una elite oscura y secreta dirigiese nuestras vidas bajo el decorado de una máquina perfecta consciente de sí misma que vendría a salvarnos de nosotros mismos. Eso ya tenía truco incluso somewhere over the rainbow…

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