El beso de la finitud

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La expresión clave es, para mí, la “convicción de que algo tiene sentido”. Desde luego, no puede tener sentido dejarnos llevar por el desastre mientras que tocamos como la orquesta del Titanic. La sabiduría, hoy, debe tener que ver con alentar esperanzas, pero esperanzas bien informadas, con sentido. Sencillamente porque la esperanza no es un estado del alma, sino una actividad de la persona entera. Aquel que no espera lo mejor –y no “una estrella”, en abstracto, como Heidegger–, aun a sabiendas de que su anhelo no está garantizado por nada ni nadie, tampoco hace nada para conseguirlo, y por tanto se enreda en un círculo vicioso, en una profecía autocumplida. Así resulta fácil ser sabio, incluso profeta.

Como me duele una muela, y no pienso ir al dentista, adivino que lo voy a pasar mal. Es tonto, pero además tiene poco mérito. Lo que tiene mérito es decir “sólo sé que no sé nada, como Sócrates, pero si me duele una muela lo que parece tener sentido es dejar de comer bombones y abrirme una cuenta en una clínica odontológica; no tengo seguridad de que eso vaya a eliminar el dolor, y mucho menos a hacerme feliz, pero al menos no es estúpido, y siempre es mejor haber amado y haber perdido que no haber amado jamás, como dijera Lord Tennyson” (buscadlo en el ignorante del Google si no os lo creéis...), es decir, haber intentado hacer algo, obtener alguna victoria, que quedarse cruzado de brazos. Ya se ha dicho, en fin, alguna vez, en una afortunadísima expresión: contra el estoicismo, “el futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”...

10 Aunque en realidad lleno de trampas, como he intentado hacer ver arriba. La teoría del actante-red da nuevos motivos para ello, puesto que me parece que implica dos cosas: la disolución del Sujeto y una Ontología Pluralista. El que el Sujeto moderno se diluye en un plexo inestable de referencias cruzadas –empleando un ejemplo de Latour, un avión no es un avión, ni siquiera es la compañía aérea que fleta el avión: es la tecnología que lo hace posible, la economía que permite construirlo y tasa el precio del pasaje, la extracción social de la tripulación, la calidad del catering, una crisis mundial, como vemos ahora, y un largo etc.–, lo muestra bien a las claras el hecho de que los sujetos tradicionales se han vuelto no débiles, como quería Vattimo, sino completamente estúpidos e incompetentes. El poder político de un Trump, que sembraba más caos que orden, el poder económico de un Musk, que amenaza con la facultad de dar un golpe de estado donde le apetezca, al tiempo que denuncia la cuarentena por “fascista”, la actuación antiespañola de ciertos partidos españoles, la inoperatividad completa de organismos internacionales como la OMS, la descoordinación entre estados incluso dentro de la UE, etc., todo ello hace pensar, al menos a mí, que el Sujeto hegeliano de una presunta Acción Racional no es que haya muerto, como proclamaba Foucault, es que ha caído en brazos de la estolidez total. Esta mañana he visto en YouTube un spot que, en su concisión, podría representar la estética de un mundo verdaderamente mejor y centrado en aquellas prácticas que mantienen la vida y la tornan habitable en vez de destruirla y arrasarla; pues bien, era un anuncio de una marca de cerveza. ¿Es, pues, el marketing de una cerveza el nuevo Sujeto epocal? Si hay algo más que sabiduría individual sobre la Tierra, y esto ya es de por sí muy discutible, sería algo así como el acervo, el patrimonio, el archivo, el repositorio de todo el saber de la humanidad, el nous poietikós aristotélico, en fin, y eso, en mi opinión, está muy lejos todavía de serlo ese latifundio en disputa y lleno de rastrojos y malas hierbas que es hoy en día Internet. Sin embargo, sólo eso, el Entendimiento Agente, merecería el puesto del Sujeto pospandemia, de instancia de la Razón Práctica no absoluta y en permanente reemsamblaje, pero a ver qué o quién lo encarna, visto lo visto… (Pido perdón por esta larguísima nota, pero aún me queda algo por decir. Tal vez el único pronóstico en el que Nietzsche acertó plenamente fue en el de la caracterización de “el último hombre”, aquella modalidad de humanidad crepuscular que es la más inteligente y feliz que jamás haya existido en la historia, pero a la vez la más profundamente imbécil y balbuciente…).

11 Si Voltaire fue, en el s. XVIII, el filósofo no sistemático ni metafísico al que alguien calificó de “un caos de ideas claras”, Foucault fue el Voltaire del s. XX, ese hombre ilustrado pero pesimista cuyo enemigo no fue la Iglesia, la Monarquía o la simple necedad humana, sino la forma de Estado que salió reconstituida de Mayo del 68, y un filósofo ni sistemático ni metafísico tampoco al que yo calificaría como “el orden riguroso y metódico de las ideas confusas”…

12 No confundir con la compasión colectiva representada por las cabezas visibles que vemos en los informativos estos días, o con la compasión de las ayudas al Tercer Mundo, menos aún con la de las donaciones de los milmillonarios a la americana. Mientras que la primera es pura liturgia de reafirmación del poder tras el revuelo, las segundas no son más que realizaciones varias de la máxima que dice que “cuando el mercado no tiene compasión, la compasión tiene mercado”... (Curiosamente, por cierto, el liberalismo siempre pensó que el ser humano es malo y rapaz hasta la médula, pero creó un espacio de economía política propicio a dar salida a ese egoísmo e insolidaridad –con la excepción de la filantropía eventual de los ricos–, mientras que el marxismo siempre confió en la bondad última del hombre, muy al modo anarquista, y sin embargo dio lugar a sistemas sociales donde esa generosidad y espíritu comunal eran draconianamente vigilados y controlados, por si acaso… Es por eso, en general, que ser sabio en Geología o en Astrofísica es incomparablemente más fácil que serlo en cosas humanas, ya que el hombre como tal es el tema de estudio más retorcido del universo).

¿Y si el mundo (no) fuera una simulación?

No existe sino esta vida que nos mata.

Proverbio uruguayo

Hasta en los dibujos animados para niños he visto formulada la que parece ser la pregunta metafísica por excelencia del s. XXI: ¿y si el mundo fuera todo él una enorme simulación, como en Matrix? Está tematizada en clips científicos simulados de YouTube, se la hacen filósofos simulados en el aula delante de sus alumnos o en un congreso repleto de espectadores simulados, y lo cierto es que cualquier persona simulada, sola en su cuarto y reflexionando sobre las rugosidades del techo –eso le ha ocurrido hasta al gran Joan Manuel Serrat…–, da en hacérsela a sí mismo a ver si así se libra de los problemas reales que le aguardan en cuanto cruce la puerta. Es tal el poder taumatúrgico que ha adquirido la tecnología desde que tenemos dispositivos móviles (cuando hubiese sido mucho mejor desarrollar la energía de fusión), que ya todos creemos que los chismes lo pueden todo, que no hay límite a lo que los ingenieros y los programadores podrían construir para nosotros o incluso contra nosotros. Si eso lo ensamblamos además con cierto narcisismo fracasado del individuo cableado del Primer Mundo (intentamos querernos más que nada en el mundo, como nos vende la publicidad, de verdad que lo hacemos, pero no lo conseguimos, maldita sea, y entonces nos pasamos al consumo de los placebos de la felicidad), la duda cartesiana está servida: ¿no será toda esta porquería de vida mía una gigantesca simulación por ordenador y yo el único sujeto realmente existente? ¿O estaremos todos enchufados a un Gran Bluff, como los cerebros en la cubeta de Hilary Putnam, víctimas cortazarianas de la imposibilidad estética y lírica de asomarnos al Otro Lado? Yo, que nunca me he hecho esa pregunta, siendo sincero, tal vez porque desde muy temprano tuve un hermano pequeño e incordión que tome en el acto por real, o porque tengo pocas luces, creo sin embargo que no, que es una hipótesis más que falsa, inútil, escapista y absurda, e intentaré explicar sucintamente el porqué.

Primero, porque si todo fuese una Simulación Cósmica, automática como en Matrix, u orquestada en tiempo real como en El show de Truman, habría que señalar antes que nada simulación de qué. En la película de Peter Weir está claro: se simula una correcta vida americana en una edge city, pero esto no es una simulación en el sentido de la interrogación metafísica del friki, es sencillamente una impostura, una tomadura de pelo y seguramente un delito muy grave en la persona inocente y cándida de Jim Carrey. En Matrix, lo que se simula es el Nueva York de finales del s. XX, y lo que se busca con ello es convertir nuestros cuerpos en baterías vivientes bulbosas, de un modo muy poco creíble, porque si eso pudiera hacerse ya se habría esclavizado a todos los animales y de paso a todos los desgraciados habitantes del Tercer Mundo, que soñarían vivir unos en La Arcadia y los otros en Park Avenue. Los barrios de casas sin tiendas ni plaza central de los suburbios de las ciudades norteamericanas existen, y Nueva York también, o existió, y tenía kitschies Trump Towers diseminadas por ahí (por cierto… ¿y si fue él quien planeó el 11-S para acabar con sus competidores?), así que esa no es cuestión metafísica alguna, ni está a la altura siquiera de La vida es sueño de nuestro Calderón de la Barca. La verdadera incertidumbre es, por tanto, si esta vida mía y la de mis parientes y amigos que parece tan fácil, tan rodada (en Siria nadie se ha preguntado los últimos diez años si los bombarderos son reales ontológicamente o sólo epifenoménicamente: son reales y punto…), pero a la vez tan falta de expectativas y tan poco ilusionante ya13, no será, ¡la diosa lo quiera!, una extraña simulación, simulación de nada, que tenga un oportuno interruptor de apagado, un botón de “escape”, una caída de telón o lo que fuera que nos saque de aquí14. Y eso es lo que no tiene sentido, porque una simulación que no simula nada equivale a decir una realidad, puesto que la realidad o no de algo se mide no por lo que esconde detrás, como los operadores de un teatro de guiñol, sino por lo que es capaz de hacer, por su comportamiento posible. Si la CIA, un suponer, tuviera un aparato como el de la obertura de Dune, una caja del dolor en la que metes la mano y te la abrasa, pero sólo mentalmente, eso no dejaría de ser considerado tortura por Amnistía Internacional. O si en un interrogatorio al sospechoso se le hace creer que han cogido a su hijo y le ha clavado un cigarrillo en la piel en la habitación contigua, su declaración ulterior no valdría legalmente un pimiento.

 

Es real lo que obra, decía Unamuno, no lo que es. Lo que es o no es no lo sabremos nunca a ciencia cierta, ni incierta, a decir verdad15. Como se ha señalado mil veces con otros ejemplos, de la misma manera que una hormiga es constitucionalmente ciega a lo que pueda significar coger un taxi, yo puedo no hacerme cargo en absoluto de realidades que superan por completo mi entendimiento y modo de existencia. Pero sí sé una cosa, y es que cuando yo necesito coger un taxi para llegar urgentemente al aeropuerto, o la hormiga transportar un grano de arroz al hormiguero para beneficio de la comunidad, mi creencia en que aquello que tengo entre manos existe es totalmente real, y la inercia de la hormiga en sacrificarse por el bien de sus congéneres también. No quiero decir que el curso de mi creencia sea real, pero lo creído tal vez no, a la manera de Descartes, sino justamente al revés. Que exista fehacientemente el negocio que me lleva a Texas por avión es lo que origina mi acción de coger el taxi, y que exista el procomún del hormiguero es lo que justifica el esfuerzo que se está tomando Antz. Los efectos no pueden ser más reales que sus causas, y si un científico listillo quiere convencernos de que los negocios son una convención y el bien público del hormiguero un instinto, fuera de los cuales tan sólo existen cuerpos, o procesos físicos, o el mecanismo evolutivo, o el Gen Egoísta, el que vive en la irrealidad es él, y además no ha oído hablar del emergentismo de sistemas, que es fascinante. No son los organismos, o la evolución, los que se sirven de simulacros como los negocios o el altruismo para continuar su estúpida tarea de prolongarse indefinidamente, es la lógica interna de los negocios de los hombres, o del altruismo de las hormigas, la que se vale de esa especie de leyes básicas de funcionamiento del devenir para alcanzar sus fines, a menudo torciéndolas astutamente –Newton formuló la Ley de Gravedad, pero la física de un avión se apoya en ella para despegar. De modo análogo, que el Universo sea una simulación o no importa poco, ya que sea como fuere ese trasfondo ontológico es aquello que por un motivo u otro, o por ninguno (y los humanos, en mi opinión, jamás resolveremos ese misterio, ni falta que nos hace, porque nuestro élan es crecer…), resulta imprescindible para que el asesinato de Kennedy o una novela de Faulkner puedan tener lugar.

Tal vez existan los dioses, y palpen el tejido de lo real. Pero si tú eres un simple mortal, y al pedirle salir a alguien te responde que no podría decidirlo, porque lo mismo estamos viviendo una simulación global, no es que sea un espíritu soñador o perplejo, es que te está dando unas calabazas como unos panes de grandes. La hormiga no puede pensar, entendiendo por pensar la forzosidad de tener que gestionar futuros alternativos, que es el fastidio eterno, y a la vez el privilegio magnífico, del Dasein. No obstante, todos esos futuros que se nos abren a cada paso son tan simulados como reales, reales en tanto simulados, simulados en tanto reales. “-¡Mamá, quiero ser artista!”; “-Hijo, tú lo flipas…”: tanto él hijo como la madre tienen razón a la vez. El hijo se ha inventado ese futuro mirándose al espejo disfrazado de Lizza Minnelli, o sea que es cierto que lo flipa, pero ese flipe es mejor que fliparse de que vas a ser Pablo Escobar, de manera que sí, puestos en la tesitura prefiere ser artista. La gran pregunta metafísica del s. XXI, con los problemas verdaderamente apocalípticos que tenemos encima, debería ser entonces “¿y si el mundo no fuera de ningún modo una simulación?” Porque en tal caso habría que salir de habitación, olvidarse de la metafísica de salón, sacar la basura previamente separada, no pensar que el tío durmiendo en un portal es un perdedor, encaminarse a una ONG o lo que sea a ver en qué se puede ayudar, despedirse del saltamontes del parque no vaya a ser que se extinga mañana, dejar de tomarse en serio las superproducciones americanas y desengañarse un poco de las ideologías circulantes leyendo por ejemplo a René Girard, cuando escribe, en Mentira romántica y verdad novelesca (de 1961)…

El novelista, por su parte, desconfía de las deducciones lógicas. Mira a su alrededor y se mira a sí mismo. No descubre nada que anuncie la famosa reconciliación. La vanidad stendhaliana, el esnobismo proustiano y el subterráneo dostoyevskiano son la nueva forma que adopta la lucha de las conciencias en un universo de no-violencia física y, si es necesario, de no-violencia económica. La fuerza no es más que el arma más grosera para unas conciencias enfrentadas entre sí y corroídas por su propia nada. Privadas de esta arma, nos dice Stendhal, fabricarán otras nuevas que los siglos pasados no han sabido prever. Elegirán nuevos terrenos de combate, al igual que esos jugadores empedernidos a los que una legislación paternalista es incapaz de proteger de ellos mismos pues, a cada prohibición, inventan nuevas maneras de perder su dinero. Sea cual fuere el sistema político y social que se consiga imponerles, los hombres no alcanzarán la felicidad y la paz con la que sueñan los revolucionarios, ni la armonía balante que horroriza a los reaccionarios. Siempre se entenderán lo suficiente como para no entenderse nunca. Se adaptarán a las circunstancias que parecen menos propicias a la discordia e inventarán incansablemente nuevas formas de conflicto.

Pues eso es la realidad empírica: lo que obra, lo que opera, lo que tiene lugar, siempre e incansablemente atravesando “nuevas formas de conflicto”. Tanto es así, que todas las modalidades de simulación que hemos proyectado aposta los hombres también implican su propia problemática, o nadie se hubiera interesado en ellas ni las hubiese engendrado –nos encanta complicarnos la vida, que nadie se haga el disimulado. Únicamente se pueden calificar de completa simulación los paraísos sin fin ni dificultades que te venden desde la religión, la política, el amor romántico, el aprender/divirtiéndose o el marketing; de esos sí que hay que salir huyendo, como si fueran demogorgons…

13 En El Topo de John Le Carré lo dice el malo, el agente doble, Colin Firth en la película: a ver si es que estamos permitiendo que el mundo occidental se nos esté volviendo tan feo y desesperanzado como lo fue el bloque soviético…

14 ¿Y cómo podríamos saber jamás que efectivamente hemos “salido de aquí”? Como ocurre en Origen de Nolan, a una capa de sueño podría seguirle otra, y las matriuskas continuar ilimitadamente. Neo es un poco ingenuo, si después toda una vida en Matrix da por hecho que Morféo y Sion no son otra simulación. Por eso los filósofos pre-modernos, que son mucho más inteligentes de lo que los modernos nos han querido hacer creer –yo los tengo por muy superiores–, hacían notar que un proceso explicativo no puede retornar al infinito, y que si, por ejemplo, un reflejo de luz llega hasta la pantalla de mi ordenador, es posible que a su vez provenga de otro reflejo, pero ese encadenamiento no puede llevarse al infinito. Si en mi pantalla hay un reflejo, es que con toda seguridad existe una fuente de luz que por su parte no es un reflejo, y de ahí la Filosofía Primera y la Física de Aristóteles, así como las Cinco Vías de Santo Tomás. Una imitación precisa de un modelo originario para serlo, diga lo que diga Jacques Derrida.

15 Antonio Escohotado solía decir, muy leibnizianamente, que real es todo aquello cuyo infinito, inagotable detalle concreto es imposible de reproducir o simular. Es muy bonito, pero eso es precisamente lo que los tecnólogos están tratando de subsanar mediante sus famosos algoritmos. Un algoritmo no es más que una “instrucción” cibernética, pero queda mejor decir “algoritmo”, para impresionar a la gente lega. No es impensable un algoritmo de diseño que detalle infinitamente un objeto virtual, sería como el Cálculo Infinitesimal de Leibniz aplicado a una realidad artificial: no se da toda su inagotable concreción en acto, pero la función puede estipular cada infinitésimo particular, que es como el Dios de Leibniz calculó el cualitativamente infinito mundo creado y también todos los infinitos mundos posibles e inexauribles que descartó…

Coronavirus global y darwinismo amañado

Las grandes cosas son cumplidas por hombres que no sienten la impotencia del hombre. Esta insensibilidad es preciosa.

Paul Valéry

La ciencia jamás se ha construido con “evidencias empíricas”. Lo empíricamente evidente es, por ejemplo, que las piedras caen, pero el humo sube, de manera que a partir de eso es imposible deducir la Ley de Gravedad de Newton. La ciencia consiste en imaginarse una situación hipotética, y después tratar de verificarla mediante un operativo matemático. Así fue, sin ir más lejos, como Einstein llegó primero hasta la formulación especial y luego hasta la ampliación general de la Relatividad, a través de dos actos de su imaginación que nos ha descrito honestamente. Por lo visto, ni siquiera era un gran matemático, Einstein. Si los que le precedieron, como Maxwell y Lorentz, no vieron lo que él vio, pese a ser mejores científicos que él y no trabajar de chupatintas en Berna es por eso: porque no lo “vieron”, sin más. Y para verlo había que imaginarlo. Si quieres ser científico y para ello crees que tu deber principal es acumular evidencias empíricas, llegarás a ser un gran coleccionista, como Don Giovanni, o un gran taxonomista, como Linneo, pero nunca pasarás de la epagogé, es decir, de la “inducción” aristotélica. Con la epagogé en la mano se es un estudioso honrado, que no fuerza a la naturaleza a confesar leyes generales que no la corresponden, pero nunca llegarás a nada, nadie conocerá tu nombre y no recibirás ningún gran premio.

Charles Darwin se vio en esa misma tesitura. La teoría de la evolución ya había sido concebida por otros antes que él, incluido su propio abuelo. Y Charles tenía en su poder una colección de observaciones de las Islas Galápagos realmente excepcional, con las que algo tenía que hacer. En un principio, escribió El origen de las especies aplicando sobre tal asombroso material un vago evolucionismo que, de todas formas, ya estaba en el aire de su tiempo. Pero entonces comenzó a cartearse con un economista liberal, británico como él, Herbert Spencer, al que todo ese pack teórico-empírico, como decimos ahora, le venía que ni pintado. Enseguida se dio cuenta de que si ponía a Darwin de su lado, con ello ponía de parte del liberalismo nada menos que a la Naturaleza entera. La “naturaleza”, como concepto –como realidad nunca sabremos lo que es, entre otras cosas porque nos subsume–, siempre ha sido una chica fácil, que se ha terminado yendo con unos y con otros, con los de un bando y con los del contrario. Si tienes la garantía de “La Naturaleza” ya has vencido, puesto que nada hay fuera de ella, y por tanto nadie te puede refutar...

Según parece, conforme Darwin intercambiaba impresiones con Spencer, su posición se fue endureciendo. Y no solamente había evolución en sentido lato, sino evolución hacia los más aptos, “selección de los más fuertes”, exactamente igual que el plano político-social de la economía victoriana, que abarcaba tres cuartas partes del globo, y así lo fue introduciendo Charles en sucesivas ediciones de su obra. Qué demonios signifique “los más fuertes” nadie lo sabrá jamás, tampoco (otro ejemplo bien gráfico: cae un meteorito y extermina a todos los Tyrannosaurus Rex del planeta, que ahora dicen que hasta tenían alas, liquidando también al genial Marc Bolan, pero respeta a su presas, esos mamíferos ratoniles diminutos que estaban escondidos en su madrigueras para que no les cazase el Rex; pues ahora, conforme al darwinismo genuino de Darwin, esos bichos temblorosos y sin alas pasan a ser los más adaptados, y, conforme al oportunista Spencer, por tanto “los más fuertes”...), pero eso no importa, si non e vero e ben trovato, es decir, suena ideológicamente justo como Spencer desea que suene y como sigue sonando hasta hoy entre los más ruines y malnacidos de la Tierra. Y suena a algo como esto: los pobres, y los débiles, al paro o al hoyo, es Ley de Vida, que ya lo dijo el mayor naturalista de todos los tiempos16. Hoy está ocurriendo algo parecido, tengo la sensación. Esta mañana me doy un pequeñísimo paseo por Madrid, barrio de Arganzuela, con objeto de recoger unas gafas –que me otorgan ventaja adaptativa, pero no sexual, paradoja que ya atribuló al propio Darwin–, ciudad y distrito que presuntamente están en fase 0,5, y compruebo una vez más sin sorpresa que todos los mamíferos ratoniles hemos salido tranquilamente de nuestras madrigueras como si todo hubiera vuelto al fin a la normalidad. No a la “Nueva Normalidad”, que suena a eslogan hipster para vender ropa casual, sino a la normalidad/normal, la de toda la vida, pero en modalidad inclusiva, con el único peaje inédito de la mascarilla de la que pronto protestarán los fabricantes de carmín o los del muy digno Club de los Mostachudos. Hemos sobrevivido, una vez más, los más fuertes. Los que tenían trabajo precario, fuera, los ancianos con pocas perras, fuera, los negocios pequeños, fuera, los autónomos, fuera, los sin-techo, esos ya estaban fuera, los maestros, veremos cómo los recortamos, y los sanitarios vocacionales, esos que se han sacrificado por la “felicidad del mayor número” –los evolucionistas cognitivistas/neurocientíficos actuales también son utilitaristas, aunque no lo sepan–, convertidos en mártires de la pública o en contraejemplos de la privada. El darwinismo social de Galton, o de Spencer, exigía una lucha por la supervivencia en igualdad de condiciones, lo que en términos de mercado se conoce como “competencia perfecta”. El problema es que jamás ha existido la competencia perfecta, ni en la naturaleza ni en el ecosistema humano, y menos ahora, que el segundo engloba ya enteramente al primero – y es a eso a lo que denominamos “Antropoceno”. Si el hombre come vacas, pues cría vacas, y le son indiferentes los delfines, que allá se las compongan con el plástico de los océanos. Y si China mata a trabajar a sus súbditos aún más que EEUU, que ya es decir, pues gana irremediablemente la partida global, y ni una cosa, ni la otra, ni la sustracción de las vacas de la Sexta Extinción Masiva, ni el hecho de que el capitalismo de Estado sea más eficaz que el libertarismo, han sido naturales, ni más “fuertes” ni más “aptas”, digan lo que digan Spencer, Tort, Wilson y toda la actual Alt-Right supremacista blanca.

 

Y es que, pensándolo, hasta la expresión “selección natural”, rubricada finalmente por el propio Darwin, a quién tantos adoran (yo también, pero cuando estudiaba orquídeas; ahora prefiero adorar a Stephen Jay Gould) induce a equívoco. Remite a la selección artificial, en la que él estaba pensando realmente, donde, en efecto, la selección se produce conforme a la finalidad del criador, como en el caso de las vacas. Sin embargo, por lo que el darwinismo fue tan revolucionario no fue por eso. Fue porque eliminaba toda idea de finalidad en la naturaleza, que ya Kant había convertido en un postulado estético en la Crítica del Juicio. Lo que implica el viejo darwinismo, antes de la intervención de Spencer... ¿cómo me lo explicaría a mí mismo y al lector? Echemos mano de un experimento mental, como hacía Einstein, mutatis mutandi. Supongamos que tengo una ametralladora, y veinte enemigos delante, como en la Gran Guerra. Pero soy un novato, y estoy muerto de miedo. Aprieto el gatillo y disparo sin mirar. Tengo tanta suerte –es un decir…– que diecinueve mueren y sólo uno sobrevive. Sería una falacia de manual decir que ha sobrevivido “el más apto”. El que ha sobrevivido no puede ni creérselo, todavía se está pellizcando, ha sido pura chiripa. Pues lo mismo ocurre con la naturaleza tal como la concibe el primer Darwin, y por eso resulta una visión tan terrible y los cristianos se le echaron de esa manera encima. La naturaleza acribilla a los organismos con dificultades ambientales, depredadores, catástrofes inesperadas y amenazas de todo tipo. La especie, o el individuo que sobrevive no es el o la mejor preparada, menudo disparate, ¿preparado para qué exactamente? ¿y preparado mediante qué providencia natural?, sino el que por pura casualidad tenía la alteración que encajó. Es como si yo estoy tan loco que salgo todos los días con paraguas en Sevilla, hasta que cae una lluvia ácida de esas de las que nos hablaban antes, y entonces el único loco de la ciudad salva el pellejo. Así, según el verdadero Darwin, un Darwin pre-político, sólo el taradete del paraguas transmitirá sus genes taradetes, en perjuicio del futuro. Todo lo que no sea este esquema explicativo, y entienda que la evolución es un progreso, es en realidad lamarckiano. Sin embargo, por aquí y por allí todos los poco instruidos que escriben o dan charlas sobre neurociencias y esas cosas mantienen ese mismo concepto positivo de “evolución”. Un concepto muy empresarial, claro, muy de ideología del “prepárate para las transformaciones inminentes que te van a cambiar la vida te guste o no, pero es que además te van a gustar, te tienen que gustar, si no quieres ser un fósil…” De hecho, escuché en la radio que los milmillonarios, los muy zorros, ya se están agenciando las zonas ecológicamente protegidas del planeta, para cuando aumente la temperatura a 2 grados o más. El dinero, ese sí, hace la función, el órgano y lo que sea menester...

Pero el darwinismo no era eso. Para el darwinismo original no hay algo así como “evolución”, no como agente ni tampoco como resultado. Lo que hay es matanza sistemática, y suertudos que se libran. Malthusianismo exagerado, masacrófilo, otro economista liberal inglés. En el mundo real de los humanos los suertudos se buscan su chance intencionadamente, como esos privilegiados que se compran grandes terrenos agraciados por un clima adecuado por lo que pueda pasar. Por eso yo personalmente prefiero el neolamarckismo, puesto que al volver a creer en las finalidades inmanentes a los procesos naturales espera más, mucho más de una naturaleza que ya hemos reequilibrado en nuestra contra. Si fuésemos darwinistas puros no tendríamos muchos motivos para defender a esa madrastra parricida, y con eso me refiero tanto a la naturaleza como a la prótesis tecnológica con la que ya, de hecho, la tenemos envuelta y proveyéndonos de todos nuestros caprichos. Desde el viejo punto de vista del darwinismo social, una ideología que ha atravesado exitosamente todo el s. XX hasta hoy (inventando el IQ para discriminar a los negros norteamericanos, luego el coaching y otras lindezas parecidas que ya están de nuevo al cabo de la calle), es cierto que vamos a salir mejores de esta crisis sanitaria. Pero “mejores” en el sentido trampeado, amañado, no natural sino artificial, del darwinismo social, ese que indica que los que han sobrevivido lo han hecho con una ayudita venida de fuera, y no por sus propios medios. Si llega a ser por nuestros propios medios, el hoy llamado “sinfinamiento” hubiera durado dos días, y al tercero todos de vuelta al yugo pero tosiendo y con una extraña fiebre. Y si llega a ser por nuestros propios medios, Florentino Pérez estaba tan tieso como cualquier víctima de una residencia administrada con fondos buitre, esas lobas con piel de corderas. Aquellos, pues, países o individuos que vayamos superando las siguientes oleadas y rebrotes del Destino (Azar y Destino coinciden en estar más allá del control humano), seremos más aptos, más fuertes, sin duda, pero en una acepción muy concreta que ni es darwinista de Charles ni es nada agradable o mínimamente moral.