El beso de la finitud

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Ahora imaginemos, que es como empezamos, que unos científicos muy listos de cualquier país que tenga dinero para experimentación (y actualmente tiene que ser mucho, mucho dinero) se encuentran ante fenómenos tan extraños a nivel grande, mediano o pequeño que elaboran una tercera opción teórica. O el escándalo sería mayúsculo, o habría que admitir el pluralismo. Nadie acusaría hoy a la actual Física escindida en relativista-macro y cuántica-micro de relativismo epistemológico. ¿Qué impide que eso pueda ocurrir cualquier día, con el grado de innovación teórica e instrumental que vamos alcanzando? El pluralismo tiene además una ventaja, pues presupone poder enjuiciar a la propia ciencia, ya que si muchos modelos son posibles y efectivos, vamos a ver bien a qué fines prácticos nos conduce cada uno de ellos. Ese juicio lo produciría la libertad pública, democrática, de escoger un determinado modo de vida, y negar esa dimensión de la libertad que implica también a la ciencia es perfectamente factible hoy, pero resulta anticuado, cerril, cuando hasta los poderosos más visibles y sospechosos del planeta se permiten el lujo de variados negacionismos. Si ellos pueden por qué nosotros no. Por eso, y para ir acabando, la inversión más consecuente y completa del platonismo, y por tanto del monologismo, es el pluralismo. No lo es el nihilismo, el nihilismo sólo constituye la negación del platonismo, pero no su solución positiva. En positivo, si afirmamos que lo que hay es la realidad que experimentamos (no por casualidad William James denominaba al pragmatismo también “empirismo radical”9), entonces los esquemas racionales con los que tratamos de explicarla no son más que modelos. Y los modelos, potencialmente, pueden ser muchos, dependen del uso coherente de nuestra imaginación. El gran Aristóteles señalaba, en los libros metafísicos, que la naturaleza es como una gran diana: raro será que quien opine sobre ella no acierte en un lugar más o menos central de su inmensa área. Cada cultura, hasta cada individuo, posee una imaginación distinta, que proviene a su vez no de la pura arbitrariedad, sino del proyecto de sentido en el que está embarcada. Ese proyecto de sentido pertenece a la propia realidad humana, no interviene ningún dualismo en esto. Si consiguiésemos hacer consciente el hecho de que ponemos un mundo inteligible cada vez que llevamos a cabo nuestro proyecto no nos llevaríamos esas decepciones tan enormes que caen como un baño de agua fría sobre la Metafísica. Aparte del pobre Frege, no habría que argumentar, por ejemplo, cosas como que es que es el “marxismo real” nunca se ha puesto en práctica, y que en realidad los dirigentes históricos de los marxismos reales no han estado a la altura del reto, etc. Sencillamente, el modelo no ha encajado bien con la realidad circunstante, y la realidad debe tener la última palabra. Quizá en otro tiempo, quizá en otras circunstancias, quizá lo que se quiera, pero lo cierto es que real ha sido muy real, y la tentación de pensar que es así precisamente cómo esa teoría se conjugaría siempre con el mundo industrial moderno (generando tiranos, corrupción, burocracia y miedo entre la población) no me parece tan censurable como a tantos.

La ciencia es una actividad humana. Decir esto tan elemental ha precisado de sacudirse mil losas puestas sobre nuestros hombros desde tiempos históricos. “Es una actividad humana” significa lo mismo que significaba para Karl Popper antes de que le diese el ataque de platonismo de su vejez, o sea, que es algo que hacemos los humanos con nombres y apellidos, en aras de obtener ciertos efectos sobre nuestro entorno, que la mayoría de las veces no lleva a ninguna parte y otras veces da lugar a súbitas transformaciones que nos liberan tanto como nos esclavizan. Probamos, la pifiamos y volvemos a probar. Decía Popper que no hay un método científico, como soñaba Descartes, lo que hay es una técnica creativa de resolver problemas, y eso es la ciencia. A cada problema su método correspondiente, el que acertemos a crearnos para la ocasión. El señor, señora o equipo mixto que se ponen a la faena no son la viva encarnación de la función transcendental kantiana, o de las proposiciones protocolarias del Círculo de Viena, o de megaentes así. Son gente que hace cosas para otra gente mediante prácticas que han aprendido de gente precedente. Por supuesto que esa gente, la comunidad científica, constituye la antítesis de las prácticas de los curas y los políticos, esa otra gente que vive del palo y la zanahoria, es decir, de cebarnos y asustarnos alternadamente (excepción hecha de nuestra querida “Fashionaria”, admirable política y ser humano). Pero si a menudo se dejan seducir y terminan por dar por válido lo que sus patrocinadores quieren que den por válido, podemos culparles, sentirnos decepcionados, pero no protestar de que han traicionado el Infalible Sacramento de la Ciencia Objetiva. Nos han traicionado a nosotros, a la humanidad a la que sirven, y punto, lo otro es una quimera peligrosa que ya usó Lysenko para sus estúpidos fines políticos. Los discípulos de Popper (Kuhn, Lakatos, Feyerabend) no hicieron más que hegelianizar al maestro, en los dos primeros casos, o nietzcheanizarlo, en el tercero. Pues no hacía ninguna falta. “¡El universo abierto!”, dijo Karl Popper, y aunque uno no tire cohetes con el resto de su obra, esa fue su más grande y valiosa aportación a la epistemología y al pensamiento en general.

Pidamos a la ciencia un mayor escrúpulo en el ejercicio de sus tareas que a otras disciplinas, pero no le pidamos la gran fantasía de ser la clave arquimédica de no se sabe qué gigantomaquias trascendentes de la especie humana, al estilo de transhumanistas y “otros alucinados del más allá”. Hora es ya de naturalizar la actividad científica, de secularizar la última de las fes de Occidente una vez que ya todas las demás surcan los cambios culturales como pueden. La pandemia del coronavirus ha puesto ante nuestras narices que la ciencia se abre paso a trompicones, como todo, y está abierta a interpretaciones y costumbres, como todo. No desaprovechemos tampoco esta oportunidad de ser welt-bilder, pues, por volver a Don Miguel de Unamuno –yo no soy unamuniano más que en esto:

Y es que el punto de partida lógico de toda especulación filosófica no es el yo, ni es la representación –Vorstellung– o el mundo tal como se nos presenta inmediatamente a los sentidos, sino que es la representación mediata o histórica, humanamente elaborada y tal como se nos da principalmente en el lenguaje por medio del cual conocemos el mundo (Ibídem, pág. 187).

2 Lo menciono porque se saca siempre a colación cuando se trata de discriminar entre la ciencia ideologizada y esa que decimos libre, sin prejuicios ni control social, y que por supuesto es siempre la que nos pilla más cerca aunque sea costosa y privada.

3 Uber Euklidische Geometrie, citado y traducido en Los lógicos, pág. 106, Jesús Mosterín, Austral.

4 “¡Y es mejor que le falte a uno razón que no el que le sobre!”, El sentimiento trágico de la vida, pág. 82, Ediciones Folio.

5 Puesto que, en efecto, sin tales formidables vehículos históricos no hubiera llegado a ninguna parte, y la idea, si es que a esta barbaridad descomunal se la puede llamar simplemente “idea”, hubiera quedado abortada y olvidada. No es descartable en absoluto que exista vida inteligente en otros planetas que sólo emplee las matemáticas para hacer cuentas.

6 Es decir, que sí, que finalmente la filosofía es locura, pero locura productiva, no nefelibata, como también la ciencia, en el sentido de Hegel, cuando dijo aquello que para la compresión común “el mundo de la filosofía es un mundo al revés”.

-Sobre la esencia de la crítica filosófica en general, y su relación con el estado actual de la filosofía en particular.

7 Esto es todavía más difícil de negar en el Antropoceno. Ya hemos visto que la matemática misma, sin la que no existiría la ciencia moderna, es ya toda una formidable mediación entre el hombre y la naturaleza (incluida esa parte de la naturaleza que es el propio hombre, por cierto, sometido a pesquisa y control computacional). Aristóteles la había rechazado porque a su juicio era puramente mental, dado que implica un operativo estrictamente sintáctico sin referentes semánticos. Dices “dos” y no dices a qué dos cosas o substancias reales te refieres, sólo dices uno más uno, por ejemplo, o raíz cuadrada de cuatro, no “dos patitos”. Pero Galileo la abrazó con gran entusiasmo, y funcionaba espléndidamente en un mundo previamente reducido a relaciones cuantificables… No obstante, la matemática misma es hoy plural, y recuerdo perfectamente haber leído a una experta en fractales que la geometría fractal es una cartografía posible de la realidad, no una realidad. El propio Einstein escogió la geometría de Riemann porque le casaba bien, simplemente.

8 Las geometrías no-euclídeas tienen sentido matemático, teórico, aunque no puedan ser construibles en la intuición (en la Imaginación Trascendental, por decirlo de nuevo con Kant).

9 Que escribió, en las charlas conocidas como Pragmatismo: “¿por qué ha de ser “el uno” más excelente que el “cuarenta y tres” o que el “dos millones diez”?” No se puede sobrestimar el valor de esta tremenda afirmación.

¡¡Google no tiene ni idea!! (la Sabiduría y la Vida, hoy)

 

La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes. Un trabajo no poco agobiante: no hay un camino suave hacia el futuro, pero le buscamos las vueltas o nos abrimos paso entre los obstáculos. Hay que seguir viviendo a pesar de que todos los firmamentos que se hayan desplomado.

El amante de Lady Chatterley, D. H. Lawrence.

Hace un cuarto de hora me ha llamado mi hijo mayor desde un lejano camping para contarme cosas de niños. Un pájaro se había caído de un nido y entre todos lo habían vuelto a subir. Luego, el pobre (los pájaros son maravillosos, y además son los únicos descendientes de los dinosaurios), se había vuelto a caer, o se había tirado, ya no se puede saber, con el resultado de una pata rota. Entonces mi hijo ha buscado en Google qué hacer con un pajarillo maltrecho y tal vez suicida. Me cuenta que en un vídeo le han dicho que no hay que alimentarlo ni meterlo en casa, de modo que han vuelto a dejarlo en el nido. Me ha parecido alucinante. O sea, como a nadie le importa nada un pajarito, excepto a cuatro conservacionistas locos que padecen el síndrome de Casandra, lo que te recomiendan en Internet es que no te ocupes de él, que va a ser peor. El porqué, naturalmente, no lo dan. Como soy profesor, le digo a mi hijo que Google no es un maestro de nada, que los maestros tienen que ser capaces de dar razón de lo que dicen, como sostenía Aristóteles con otros términos –no soy yo tan pedante para haberle soltado esto último al chaval. Pero me quedo con mi pronto iracundo: Google no tiene ni idea, Google es un buscador que como mucho entiende de índices de popularidad. Y parece que esa popularidad adultera los contenidos, si es que lo primero que ha encontrado mi hijo ha sido un llamamiento a la inacción o a la omisión de ayuda, algo que, si se tratara de un humano, sería delito, al menos en el mundo civilizado.

Así que me pregunto quién es maestro hoy, quién sabe algo más allá del mundo del Know-How y de las técnicas aplicadas, es decir, me hago la vieja pregunta por la naturaleza de la sabiduría. Porque bien puede ser que no quede nada de ello, que las viejas imágenes del sabio arquetípico hayan quedado caducas o sean una estafa de feria y estemos mejor sin ellas, supuesto que la realidad del s. XXI se haya convertido en demasiado compleja y plural para ser abrazada por una visión holística que pretenda ofrecer respuestas inequívocas acerca del fin último de nuestras acciones. La pregunta que obsesionaba a Lenin y Chernischevsky, ¿Qué hacer?, a lo mejor no tiene nunca respuesta clara, o tiene tantas respuestas como contextos o como intereses en los le quepa difractarse. Entre la Paradoja de las Consecuencias, la Ignorancia Racional, la Paradoja de Arrow, el Efecto Mariposa, el Principio de Indeterminación de Heisenberg, el Gato de Schrödinger, el Teorema de Gödel, la Ley de Murphy, las Perogrulladas de los expertos, el “No recuerdo nada” de los políticos y el “A mí que me registren” de la ciudadanía, toda certeza se ha venido abajo excepto la saturación porcentual de la muerte, siempre a un cien por cien de los casos –pero hasta eso es meramente inductivo, y falsos sabios hay que prometen recortarlo… Bruno Latour anda últimamente promocionando la idea de lo que él y otros llaman Teoría del Actor-Red, o del Actante-Rizoma, según la cual nada puede ser conocido si no es parcial y localmente a través de modelizaciones provisionales que componen escenarios intrincados en los que el elemento humano se mezcla con sus instrumentos, lo social con lo natural y con lo tecnológico, y donde lo que funciona como objeto de estudio son por tanto amalgamas reticulares abiertas en las que participan en igual rango agentes humanos, maquínicos, medioambientales, corpus normativos, estrategias discursivas, etc. Es una idea que tiene visos de ser cierta, anticipada por la Teoría de Sistemas y la Teoría de Redes, para la cual Internet, claro, ofrece hoy el paradigma oportuno10, pero da la sensación de que es inmanejable, de que nada se puede hacer realmente útil con ella más que una montaña de tesis doctorales a cargo de un equipo multidisciplinar de becarios, como sucede, a mi juicio, con la obra de Michel Foucault –a ambos proyectos les ocurre eso mismo: que son proyectos exclusivamente académicos, pretendiendo ser otra cosa, pero eso es algo muy común al pensamiento de los últimos cien años: después de todo, la Filosofía deja el mundo como está, decía en un acto de honestidad Ludwig Wittgenstein...

Pero si Google en el fondo no sabe nada, sino que más bien da gato por liebre en la mayoría de los casos, a quién o a qué podemos recurrir. Lo que entendemos por Inteligencia Artificial, aunque ya insertada con o sin permiso en nuestras vidas, todavía está en mantillas. Y aunque no lo estuviese, yo personalmente no delegaría mis decisiones más arriesgadas o comprometidas en una maraña de circuitos que para colmo no he programado yo (y si alguien comparte la visión de Yuval Harari11 de que la libertad es una ilusión es que jamás ha sentido el vértigo dramático de un sí o de un no, y por tanto no ha vivido o ignora que ha vivido, que todavía es peor). Tampoco podemos responder a la manera protagórea, señalando que cada uno tiene su propia respuesta, y que el individuo, o la cultura a la que pertenece, es la medida de todas las cosas. No podemos porque atravesamos una emergencia inédita, con los pies al borde de un precipicio, o en medio de la tormenta perfecta, entre la pandemia, el cambio climático, una recesión económica y los populismos de derechas. Justamente la pandemia ha venido a mostrar, a fortiori, que la ciencia es ya tecnociencia, y como tal dependiente de sus fuentes de financiación, de factores ideológicos (Bolsonaro y Trump se pueden permitir acusar a sectores enteros de la ciencia de izquierdistas: dan por sentada pues la ciencia como discurso), de negociaciones concretas con la verdad, como ya pregona Latour, y, a fin de cuentas, mucho menos efectiva de lo que creíamos. La covid-19, pese a todo, es una enfermedad muy benigna, de no haberlo sido hubiésemos sucumbido todos en la espera incierta de la vacuna. Ahora que es la hora de la economía, comprobaremos también, por desgracia, como los economistas, esos material boys in a material world, tampoco dominan ciencia alguna, excepto si por ciencia entendemos un relato a posteriori. La pandemia ha sido, en efecto, la prueba de estrés de la fortaleza de la tecnociencia, y el resultado es que se ha mostrado impotente para detener hasta hoy lo que seguramente ella misma ha desencadenado. Estos últimos meses hemos descubierto con pavor que se nos da mucho mejor encender fuegos que apagarlos, como a los bomberos inversos de Ray Bradbury...

Los primeros sabios de Occidente fueron legisladores, como Solón y Licurgo, y sus conciudadanos les estuvieron agradecidos y les honraron durante generaciones. Sólo Simón Bolívar recibe hoy un culto semejante en el Cono Sur, y ese tributo es ridiculizado por el mundo desarrollado. Los physiologoi fueron los sabios de la naturaleza, aquello que se mueve por sí mismo, y hoy tendrían el crédito de los ecologistas o de los geólogos del Antropo-obsceno, poco por el momento. Sócrates sí, Sócrates es un sabio incuestionable, pero únicamente en círculos culturales. El Sócrates histórico probablemente fuera un pícaro, pero en todo caso echó a la historia las ideas de la no-violencia, de la mutua conversión entre conocimiento y virtud y la performance misma de su ejemplo personal, que fertilizó muchas escuelas y proporcionó el icono del sapiente guasón, anciano y desastrado, a lo Gandalf. Ni Zenón, ni Pirrón ni Diógenes ni Epicuro están a la altura simbólica y mitopoiética de Sócrates, del que son hijos putativos, y encima Sócrates –él mismo o su ventrílocuo Platón– construyó semejante modelo de sabiduría a la escala de la polis griega, mientras que su progenie espiritual pocas veces fue capaz de salir siquiera de su casa. Por esa razón, el único personaje del imaginario de la sapiencia que rivaliza con Sócrates, sacrificio de su vida incluido, es Jesús de Nazaret. El Jesús de los Evangelios es menos amoroso de lo que nos han contado, más exigente y con mayor espíritu de secta, pero aporta con respecto a la ironía socrática una entrega personal a su misión que San Pablo extendió a una universalidad virtual. Jesús debió ser una persona impresionante, como Sócrates, pero creo que Sócrates no suscribiría en su literalidad el Sermón de la Montaña. Ningún antiguo grecorromano desearía sentirse manso, pobre, perseguido por la justicia y miserable hasta la médula, ni siquiera los estoicos, aunque con ello se ganase las recompensas de ultratumba que también imaginara Platón. El caso de Aristóteles es distinto, él fue el sabio del estudio, el razonamiento y la contemplación, con Aristóteles se piensa, no se predica ni se enfervoriza a nadie...

He mencionado al estoicismo. Esa sí que es la escuela que amamanta sin cesar y sin merma por el paso del tiempo a todos los que se han querido sabios en Occidente. Hay estoicos en todas las épocas, estoicos son poetas, políticos, científicos, filósofos e incluso antifilósofos como Nietzsche o Foucault. Llamas a las puertas de una secta actual, pongamos la Cienciología, y el único núcleo decente de sus doctrinas es netamente estoico. Preguntas a la gente por la calle y si das con alguien muy joven será vagamente epicúreo, pero si das con alguien muy mayor será rigurosamente estoico. El estoicismo es la filosofía del dominio radical de las pasiones, y por tanto del individualismo extremo no economicista. Es verdad que algunos estoicos han sido hábiles en política, y que diseñaron una Física de la interrelación de todo con todo –como Latour, por cierto–, pero en último término el sabio estoico cumple con su deber individualmente, y si los demás no son capaces de controlarse pues peor para ellos. Spinoza llega a decir que el sabio es como si fuese de una especie biológica distinta a la del resto de sus congéneres, bestias sin duda inferiores, y Nietzsche opina igual bajo su intuición del Superhombre –el hombre tal como lo conocemos ha de perecer para que sea posible el Superhombre, nada más y nada menos. Estar apegado al destino, Amor Fati, eso que de todos modos va a suceder, es la forma más común y exitosa de la sabiduría en nuestra historia, aunque para alcanzarla haya que matar las emociones como se mata un nervio en el dentista: ajo y agua. Dionysos y el Crucificado son extremos que se tocan en ese punto: no eres quién para resistir lo inevitable, haz de la necesidad virtud y aprende a amar aquello que te supera descomunalmente, sea el Logos Cósmico, Dios, la Substancia o el Eterno Retorno... También Foucault, aunque pregona algo así como la guerra de guerrillas perpetua al poder –sin explicar jamás el porqué de esa valoración negativa del tegumento social–, cree imposible que esas escaramuzas lleguen nunca más allá de su propio ejercicio, y Nietzsche, uno de sus mentores, afirma en el Zaratustra que toda sabiduría es vana, que después de todo más nos valdría dejar de pensar tanto y forjar una paideía en la que el hombre se forme para guerrero y la mujer para solaz del guerrero. Occidente es, en mi opinión, mucho más espartano/estoica que cristiano/agustinista en la concepción de la ética del sabio, por mucho que haya mucho despistado psicoanalista refiriéndose machaconamente a eso de la “rémora judeo-cristiana”...

El cristianismo, que originariamente es una religión y no una escuela de sabiduría, tampoco ha hecho tanto daño, en mi opinión. Es cierto que ha creado la Inquisición, que el clero es constitucionalmente repugnante, y que en España se ha cebado con la educación y varias áreas más, pero en su matriz abrigaba el perdón, la compasión12, la abolición de las clases sociales, el amor hacia la Creación entera desde el de Asís y la renuncia al dinero y a las vanidades del mundo en los monasterios o las ordenes mendicantes. ¿Quién es sabio para la religión cristiana? Pues cualquiera que, sin necesitar siquiera saber leer o escribir, ponga su vida al servicio del entorno externo a sí mismo. La adoración a Dios es lo primero, por supuesto, pero el siguiente escalón es el interés por la prosperidad y mejoramiento de Sus Obras y Designios en este mundo –así lo dice Leibniz y me parece que no es por quedar bien. Como no hay ironía socrática en nada de esto, y el alcance de su propósito es absoluto, es natural que el cristianismo produzca historias de entusiastas “buenos” –santos– tanto como de entusiastas malos –fanáticos–, grandes redenciones y grandes masacres, pero no otra cosa sucede con el marxismo. Frente a esto, la erudición y el arte renacentistas, o la forzosidad de romper con el pasado de los modernos son sin duda ideales de sabiduría más urbanizados, más sosegados, pero también más tibios y mundanos. Se ha querido siempre ver en Descartes el pionero del pensamiento moderno, y lo es tanto porque simboliza el giro subjetivista del saber como porque su gesto principal es negativo: se trata de deshacerse de las tradiciones. Aquí ya divisamos nuestro mundo, dijo Hegel. Si la Filosofía continúa siendo hoy, aun de modo ya muy crepuscular, el lugar clásico y prestigioso de la sabiduría, es en cuanto que pone en crítica implacable el peso del pasado e invita al discípulo a pensar por sí mismo. Eso es, al menos, lo que te dirá cualquier profesor del ramo, cualquiera de sus alumnos e incluso un diputado de un Parlamento. El sabio como aquel que se queda voluntariamente desnudo sin perspectiva alguna de llegar a vestir el traje de una nueva fe jamás, y mucho menos el traje nuevo del emperador... Atrévete a saber, dice con vehemencia el gran Kant: no se aprende Filosofía sino que se aprende a filosofar...

 

Pero no es cierto del todo, y esta es, sin duda, la máscara del sabio más equívoca, más ambigua, que además tiene la enorme documentación de las cuatro últimas centurias en su contra. El hombre barroco, y luego ilustrado, que presume de ir desnudo de prejuicios, en realidad lo que esconde es algo sencillo de enunciar, pero difícil de desentrañar: ya no cargo prejuicios relativos a una interpretación de la naturaleza o de la divinidad porque ahora yo defino mis propios conocimientos y mis propias normas morales, y ello con el mismo carácter de necesidad y universalidad que emanaba de la Naturaleza o de Dios. Por eso Kant formulaba ese sapere aude con tanto vigor. Atrévete que encontrarás, y lo que encontrarás está más cerca de ti de lo que crees, más aún: eres tú, adecuadamente purificado –la sabiduría siempre resulta de una purificación, desde Empédocles y Pitágoras en adelante. El propio Kant se sometió a sí mismo en cierto momento a un conjunto de máximas vitales estrictas que hicieran posible “un nuevo Kant”, y a este proceso lo denominó palingénesis, volver a nacer. El sabio moderno, ilustrado, no duda de todo, no se queda en pelota viva como nos quiere hacer creer, sino que vuelve a nacer –una conversio no por casualidad semejante a la cristiana–, y con ello se inviste de un orden epistémico tan rígido o más como el del estoicismo o la teología. Sólo que ahora, quién traicione o subvierta las Categorías del Entendimiento o el Imperativo Categórico, traiciona a la Humanidad entera en el interior de sí mismo (en cierto sentido es mucho peor que la Iglesia, porque si mi vecino ofende a Dios, no tiene por qué ser asunto mío, allá él, sobre todo si soy protestante, pues que haga penitencia, pero si nos ofende a todos se hace con ello inhumano, inaceptable en la comunidad de los vivos... Fin de la Inquisición; Incipit Monsieur Guillotin...) No obstante, me parece que esa cristalización del sabio como hombre sumamente recto y que conoce los límites inviolables pero positivos del ser humano que nos brinda Kant es de lo mejor que tenemos hoy. ¿Qué, si no? ¿El señor que dice “ir hacia una estrella, sólo eso”, y que “sólo un dios puede salvarnos”, mientras él espera la caída de los higos chumbos, inspirándose en Hölderlin o Rilke? ¿El propio Wittgenstein, un hombre religioso atormentado y terriblemente perfeccionista? ¿Steve Jobs, que encarna la sabiduría estilo Disney de alcanzar tus sueños a toda costa aunque te descalabres o pises cuellos ajenos por el camino? ¿La sabiduría rústica y ruin de un Benjamín Franklin, que enseña al hombre hecho a sí mismo a ahorrar, ser frugal, mirar por el futuro y construir un imperio “tacita o tacita”? ¿O, por el contrario, el epicúreo contemporáneo, desatado, que se gasta una fortuna en sus caprichos sin parar mientes en el destrozo que deja a su paso –aunque lo sabe y sufre algo por ello, sobre todo en lo que toca a su propio destrozo: “Epicuro de Esparta”, cantaba Joaquín Sabina–, al tiempo que deja caer sentencias a sus allegados acerca de lo efímero de la vida y lo necesario de exprimirla a tope? Richard Rorty fue el último, hasta donde yo sé, que formuló un ideal de sabiduría individual y colectivo, al que denominó “ironista liberal”. Un ironista liberal está infinitamente más cómodo con la vida que le ha tocado que Kant, tanto que se puede permitir ponerla en cuestión en la teoría, siempre que no se la toquen en la práctica. El ironista liberal sabe que lo que sabe no es más que una concreción histórica de la sabiduría como hay tantas, de manera que hasta se siente un poco artista, ya que es capaz de moverse a otros lugares mentales en los que ser otra cosa, pensar y sentir de otro modo. Eso sí, las instituciones que protegen esa libertad, aunque meramente pragmáticas, se justifican por sí solas, de modo que Rorty llamará a la policía si pones un pie en su propiedad en nombre del ironismo relativista. Rorty propone, en fin, algo así como el Sócrates insatisfecho y el cerdo satisfecho de Stuart Mill fundidos en un solo molde de sabio mantenido con en un equilibrio precario.

Nada de lo dicho, pues, nos sirve para la emergencia que habitamos hoy y habitaremos tal vez para siempre. Estamos encerrados en esta bola sin duda maravillosa pero que se va a pique, y lo único que está claro es que la supervivencia digna será asunto de colaboración colectiva, de actantes en red como dice Latour. El viejo ideal del sabio se ha tornado en orteguiano, de modo que el sabio será el sabio y sus circunstancias, y si no las salva a ellas no se salvará a sí mismo. El estoicismo profundo de nuestro esqueleto occidental nos ha impuesto desde siempre la manía desarraigable de que el hombre de verdad es, primero varón, y luego autosuficiente. La autarquía, el valerse uno únicamente de uno mismo, moral y cognoscitivamente, es el secreto de la moral en Occidente, y lo que sabemos de Oriente no parece que sea muy distinto –por eso, por cierto, los sabios han de aparecer viejos, incluso el propio Dios: resulta más fácil al hombre marchito y cada vez más ensimismado en sus recuerdos sujetar sus pasiones... Pues bien, esto es lo que ya no puede ser, no porque se haya quedado obsoleto sin más, o porque, como apunta el feminismo, sea agresivo y triste, sino porque es una manera de ser (una forma de subjetivación, una tecnología del yo, que diría Foucault) que nos introduce más a fondo en la tormenta perfecta, en vez de sacarnos o por lo menos bandearnos en ella. Yo no sé lo que hay que hacer, o si no el sabio sería yo, y no tengo ni la edad, ni la preparación ni la posición social ni los redaños necesarios. Pero me gusta mucho este famoso pasaje de un discurso de Václav Havel, ex presidente de la República Checa fallecido en 2011, que pese a ser un genuino animal político consiguió, como Nelson Mandela, no dejar del todo de ser un ser humano –y hasta un escritor, un dramaturgo y un filósofo...¿tal vez un sabio…?:

La esperanza no es un pronóstico (...) Siento que sus raíces más profundas están (...) en las raíces de la responsabilidad humana (...) La esperanza, en su sentido profundo y poderoso, no es lo mismo que la alegría de que las cosas vayan bien o la voluntad de invertir en iniciativas que, obviamente, se dirigen a un éxito temprano, sino más bien la capacidad de trabajar por algo porque es bueno, no sólo porque tiene una oportunidad de éxito. Cuanto más poco prometedora es la situación en la que demostramos esperanza, más profunda es esta. La esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo va a salir bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte (...) Es también esta esperanza, sobre todo, la que nos da la fuerza para vivir y probar continuamente cosas nuevas, incluso en condiciones que parecen tan desesperadas como las nuestras, aquí y ahora.