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Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate

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La transformación internacional

Otras circunstancias internacionales cambiaron completamente el panorama del período de la Guerra Fría y contribuyeron a la transformación del capitalismo en un sistema predominantemente financiero, especulativo y globalizado. Se pueden resumir en cinco: en primer lugar, la caída del Muro de Berlín y con él de los socialismos reales, como se llamó a los experimentos totalitarios amparados por la Unión Soviética. Esto dio lugar a una ola de revoluciones democráticas en la mayoría de los ex países socialistas. En segundo lugar, un proceso explosivo de reformas económicas promercado que tuvo lugar en ese mundo, principalmente de Europa Central y del Este, incluida la ex Unión Soviética, pero también en América Latina cuando se instaló el llamado “Consenso de Washington”, un programa de liberalización económica y ajustes financieros para abordar la crisis de la deuda externa de esos años. En tercer lugar, coincidiendo en el mismo sentido, el “milagro económico” de China y algunos países de su esfera de influencia socialista, como Vietnam, los cuales, en base a la incorporación de criterios de mercado en algunos segmentos de sus economías, la atracción de inversiones extranjeras y el fomento a las exportaciones, compitieron fuertemente con las economías occidentales. En cuarto lugar, la revolución informática y de las comunicaciones que provocó una nueva revolución industrial y la caída del “fordismo”, el sistema de producción en gran escala basado en el montaje de piezas y partes estandarizadas. El resultado ha sido la creciente robotización e internacionalización de la producción industrial, cuyo ícono se ha conocido como “el automóvil mundial” y, más recientemente, la inteligencia artificial. Los procesos de producción se han mundializado. Por último y como consecuencia de las circunstancias anteriores, una expansión del libre comercio internacional en base a tratados y acuerdos comerciales complementó la globalización financiera ya iniciada en las décadas anteriores.

El mundo comenzó a estructurarse ahora de un nuevo modo. Terminada la Guerra Fría, la competencia internacional se dio sobre esos nuevos ejes. Liberalización comercial, apertura financiera, prioridad en las políticas nacionales para el aumento de la productividad basado en la ciencia y la tecnología, conquista de mercados a través de la promoción de exportaciones y de inversiones extranjeras. China había entendido estos cambios con bastante antelación y, sin abandonar su régimen socialista y de partido único, empezó a abrir su economía, a permitir la inversión extranjera y la apertura comercial discriminada y a impulsar grandes inversiones en infraestructura. Logró resultados espectaculares con tasas de crecimiento anual de 10 por ciento durante muchos años, hasta tiempos recientes. Muchos países occidentales que habían sido líderes del desarrollo industrial, sufrieron una desindustrialización y debieron reasignar recursos hacia nuevos campos, especialmente en el sector de servicios. Esto ha tenido severos impactos en los empleos, los cuales han pasado a ser inestables, transitorios y precarios.

Este escenario internacional perjudicó los ritmos de crecimiento y los ingresos fiscales de muchos países desarrollados e hizo difícil mantener los Estados de Bienestar. Las clases medias que habían progresado en forma inédita en la post-guerra vieron afectadas sus expectativas y vulnerabilidades. Las democracias liberales de carácter social-demócrata sufrieron los embates políticos derivados de las nuevas circunstancias.

La Gran Recesión de 2008

La profunda desregulación en los países desarrollados y las nuevas tecnologías de la información permitieron inventar unos instrumentos financieros que fueron un paraíso para los especuladores. Los diversos títulos de deudas (bonos, acciones, pagarés, letras hipotecarias) provenientes de distintos mercados y países se pudieron integrar y formar nuevos títulos conocidos como “derivados”, y así sucesivamente, para crear formas más atractivas de inversión. Supuestamente, es una manera de controlar la relación entre rentabilidad y riesgos. Los objetos de las transacciones ya no serían las deudas originales de empresas, los bonos, o sus acciones, cuyos valores reales pueden ser relativamente bien evaluados. Son los “derivados”, paquetes de instrumentos de deudas, de las más variadas calidades, orígenes y características, que juntaron activos de riesgos muy distintos, peras con manzanas, unas buenas, otras podridas. Fue muy difícil saber el precio real de esos paquetes, por su falta de transparencia.

Muchos de esos activos originales eran conocidos como “activos tóxicos” o “bonos basura”, es decir, títulos que podrían ser de alta rentabilidad pero también de muy alto riesgo. Cercanos al fraude. Un ejemplo típico fueron los préstamos hipotecarios de bancos a deudores de muy dudosa capacidad de pago. O bonos de empresas a punto de quebrar. ¿Qué valor de mercado podrían tener esos derivados, formados por muchos títulos de calidad muy heterogénea? No era claro, pero no importaba, se sostenía que el mercado sabría ponerles el precio real, el que correspondiera, porque los agentes financieros son gente inteligente e informada, que actúan racionalmente, y por lo tanto saben evaluar esos títulos. El mercado no se equivoca.

Pero las cosas no anduvieron bien. Las crisis financieras comenzaron a repetirse con mayor virulencia y frecuencia, en parte por la irresponsabilidad de algunos gobiernos y en parte por este nuevo y frágil sistema de emisiones de títulos. En los años 90, México experimentó una grave crisis financiera producto de la inundación de su economía por préstamos e inversiones extranjeras especulativas. Después en 1997, una crisis similar se produjo en Corea del Sur que se extendió a todo el sudeste asiático, a los países del milagro asiático y golpeó fuertemente a Rusia en 1998. En 2001 Argentina sufrió lo mismo. Poco después se produjo la crisis de las empresas tecnológicas en Estados Unidos.

Pero pocos creyeron que algo andaba mal en el sistema. Hasta que vino la catástrofe. Era el año 2008. Los bancos que tenían esos “paquetes tóxicos” en sus carteras de inversión se vieron en apuros. En varios países, Estados Unidos desde luego, pero también en Europa, había ocurrido lo que se llamó una “burbuja inmobiliaria”, un aumento sostenido de los precios de las viviendas estimulado por una demanda financiada por el crédito barato. Los bancos rebajaron sus estándares de exigencias de solvencia a sus clientes en el afán de ampliar sus negocios y en el convencimiento de que sus préstamos estaban garantizados por el mayor valor de las viviendas. Muchas familias de bajos ingresos se endeudaron más allá de sus posibilidades confiados en que la propiedad que adquirían seguiría subiendo de precio y eventualmente podrían hacer una ganancia al venderla. Inevitablemente, hubo deudores que no pudieron pagar sus deudas, los bancos aumentaron las exigencias para otorgar créditos, los deudores insolventes se quedaron sin sus casas y el precio de éstas comenzó a caer.

El valor de los activos bancarios cayó en picada. Muchos bancos tuvieron que dejar de prestar dinero por la pérdida del valor de sus propias inversiones. Cayeron los bancos chicos primero, pero después cayeron los grandes. Las bolsas se vinieron abajo porque esos famosos “derivados” o paquetes de activos financieros suscitaron la desconfianza general. Nadie sabía a ciencia cierta qué activos tenían componentes tóxicos o bonos basura, como suele denominárseles. Lo más sano fue dejar de invertir y dejar de prestar dinero. El gobierno de Estados Unidos y su Reserva Federal entraron en pánico y comenzaron a emitir dólares y a lanzarles salvavidas a esos bancos. Cientos de miles de millones de dólares, billones como dicen los norteamericanos, salieron a circular. Cuando le tocó el turno al banco de inversión Lehman Brothers, uno de los más grandes de ese país, al gobierno le pareció que ya era mucho. Rescatarlo sería crear un “riesgo moral”, una señal de que la irresponsabilidad financiera siempre sería perdonada y sus efectos cubiertos por el gobierno. Lo dejaron caer. Las bolsas del mundo se desplomaron más aun, en caída vertical. Los bancos que estaban en buen pie se aferraron a sus reservas y no soltaron ni un dólar en adelante. Keynes había llamado la atención a este fenómeno propio de tiempos de crisis: la “trampa de la liquidez”, consistente en una alta preferencia por retener dinero sin invertir, ante la incertidumbre generalizada. Con ello, las políticas monetarias expansivas resultan infructuosas.

La crisis que comenzó como una crisis financiera, se convirtió rápidamente en una crisis de la economía real. El desempleo se disparó en Estados Unidos, de 4 por ciento a más de 10 por ciento. Los vaticinios fueron muy sombríos. Pareció que podría suceder de nuevo24. El fantasma de la Gran Depresión estaba de vuelta. Los gobiernos aplicaron sus aceleradores monetarios al máximo.

A algunos gobiernos europeos la crisis les llegó en mala forma, con la camisa de fuerza de la moneda única, el euro, que se implantó en torno al año 2000. Es una camisa de fuerza para los países más débiles, como Grecia, España, Portugal y otros, con economías que no podían competir comercialmente con Alemania o Francia, pero al no poder devaluar sus monedas que ya no existían, se vieron forzados a ajustarse por la vía recesiva. El crédito dentro de la zona euro había florecido, con los bancos de los países débiles endeudándose a ritmos acelerados con los bancos de países más ricos, como Alemania, Inglaterra, Suecia, Holanda. Su comercio se debilitó, cayeron sus ingresos fiscales, pero no así sus gastos, con lo que los deficit públicos aumentaron fuertemente. Tenían poca capacidad para expandir sus gastos e inversiones. Pero no les quedó otra posibilidad que seguir endeudándose con el Banco Central Europeo y emitir más bonos, a mayores tasas de interés, para atraer prestamistas privados. Los bancos europeos se vieron, así, doblemente afectados: primero, por los activos tóxicos de los fondos de inversión de Estados Unidos, y después, por las malas inversiones en sus propias economías.

 

Se armó el gran debate entre los expertos. Se revivieron viejas controversias que rescataron artículos y cartas de Lord Keynes, de aquellos trágicos años 30. Los seguidores de Keynes, que a estas alturas eran una minoría, sacaron voz y argumentaron que había llegado la hora de hacerle justicia al gurú25. Formulan un llamado angustioso al sentido común. Keynes ya lo había dicho: no hay cómo anticipar el futuro. Hay riesgos que se pueden evaluar, pero la incertidumbre está más allá de los riesgos calculables. Siempre habrá imponderables que nadie puede prever. Invertir es una apuesta. La prudencia es insustituible.

Sus detractores continuaron con sus elegantes teorías para demostrar que el homo economicus sigue siendo un ser “racional” hasta para imaginar el futuro. Como los mercados están formados por estos seres racionales, “nadie la gana al mercado”, ni los gobiernos. Otra consecuencia derivada de esta gran recesión fue el desprestigio de los economistas. Pocos se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo y aquellos que lo advirtieron no fueron escuchados por las autoridades. En los debates internacionales se ha cuestionado seriamente la orientación que se le ha dado a la economía como disciplina intelectual y la pretensión de muchos de convertirla en una ciencia exacta, matemática y capaz de medir todos los fenómenos económicos. Sin embargo, hay demasiados intereses creados, tanto académicos como financieros, lo que hace muy difícil esperar cambios significativos26.

El caso de Chile

A Chile esa crisis lo encontró bien parado. El precio del cobre estaba por las nubes y gracias a la prudencia de los ministros de Hacienda y sus equipos, se había ahorrado los excedentes de lo que se considera un “precio normal” del cobre y formado un fondo de estabilización para los malos tiempos. Los ingresos extraordinarios deben ahorrarse, porque nunca se sabe cuándo habría que hacer gastos extraordinarios.

Chile bajo la dictadura de Pinochet (1973-1990) fue el país que más tempranamente inició las reformas económicas destinadas a implantar el sistema neoliberal en su forma más extrema. Después del golpe militar e instaurada la dictadura, se adoptó un sistema económico que abogó por el retiro del Estado, se restauró la economía de libre mercado en su máxima expresión, se eliminaron las políticas industriales, se privatizaron las empresas estatales y también las empresas de servicios, se permitió la formación de grandes grupos económicos y se recortaron los gastos sociales. Quienes inspiraron este programa no fueron unos “manchesterianos” sino los llamados “Chicago boys”, pero eran la misma familia, la nueva generación de aquéllos. Los opositores comenzaron a hablar nuevamente de neoliberalismo, pero para referirse exactamente a lo contrario que había tenido en mente el alemán Rüstow en los años 30. A lo que antes se llamó “liberalismo manchesteriano” ahora se lo denominó “neoliberalismo” y la palabra pegó bien y entró al ambiente27.

En un período de cinco años la economía chilena se transformó en un ejemplo de texto de un sistema económico neoliberal, con resultados mixtos que en promedio a lo largo del período fueron más bien mediocres28.

El diagnóstico que propusieron para el caso de Chile fue que las causas de los desequilibrios financieros tan agudos que había hacia fines de 1973 eran el estatismo y nacionalización de empresas que había realizado el gobierno de Allende, el Estado de Bienestar, los déficit públicos, las políticas industriales y las regulaciones que se habían impuesto en las décadas anteriores. La prescripción fue recortar los gastos estatales, privatizar las empresas públicas, liberalizar el comercio exterior para permitir la competencia externa, eliminar los controles de precios y las regulaciones industriales, financieras y bancarias, que les impedían a los bancos comerciales participar en el mercado financiero, a la manera de los bancos de inversión.

Este experimento a la Chicago tuvo un alto costo social, que ha sido suficientemente detallado en la literatura29. Debió enfrentar dos grandes crisis económicas, en 1975-76 y en 1982-84. Por cierto, nunca se aplicó el neoliberalismo puro30. Sólo en el período 1979-1982 se intentó llegar a un sistema de ajustes automáticos, cuando se fijó la paridad del peso con el dólar y una amplia libertad para movilizar capitales desde y hacia el país, en un intento de emular el antiguo sistema del patrón oro. Chile se endeudó a niveles insospechados, bajo la mirada pasiva de las autoridades que confiaron en que al ser un endeudamiento del sector privado, sería éste el que debería sufrir las consecuencias.

No fue así. El gobierno tuvo que avalar al sector privado para evitar consecuencias peores, asumir mucha de esa deuda y sacar a la venta las empresas estatales en el mercado internacional. Un nuevo equipo económico adoptó medidas más pragmáticas, que supusieron intervenciones estatales en diversos ámbitos. A partir de 1984 se establecieron nuevas regulaciones bancarias y refinanciamiento de los bancos por el Banco Central. De hecho, el Estado tuvo que intervenir y hacerse cargo de varios bancos que estaban quebrados. Se intensificó la venta de empresas estatales que no habían sido privatizadas y se estimuló la entrada de capitales extranjeros para la compra de aquéllas. A partir de 1986 se inició una recuperación económica y del empleo bastante intensa, gracias a las señales que el Estado transmitió de que se preservaría el sistema de libre mercado, que las intervenciones estatales serían transitorias y habría fuertes estímulos al ingreso de capitales extranjeros. Fue un neoliberalismo pragmático, que aceptó el intervencionismo estatal bajo las muy particulares circunstancias de una grave crisis financiera.

Sin embargo, a lo largo de los diecisiete años de la dictadura militar chilena, el crecimiento económico en promedio fue muy modesto, del orden del 3 por ciento anual, incluso inferior al ritmo histórico desde la post-guerra. Hacia 1990 los niveles de pobreza alcanzaban casi a la mitad de la población y la desigualdad económica anotó una intensidad record31. Las promesas de un óptimo social y económico no pasaron de ahí, de ser una promesa con resultados muy inferiores a los esperados.

La transición democrática chilena

Los nuevos gobiernos democráticos iniciados en 1990 en Chile asumieron como un dato ese panorama internacional, con sus ventajas y riesgos, del cual era difícil sustraerse. La experiencia argentina del presidente Alfonsín que siguió a la dictadura militar de ese país pesó fuertemente. Ese gobierno intentó reiniciar el camino del desarrollo protegido de los años 60, con pésimos resultados económicos. Sus desequilibrios se intensificaron llegando a la hiperinflación y el gobierno ni siquiera pudo terminar su período, debiendo entregarlo a su sucesor Carlos Menem.

Con esta experiencia tan cercana y una lectura actualizada de las nuevas circunstancias mundiales, el primer gobierno democrático chileno decidió incluso reforzar la incorporación del país a este escenario. Diversificar los destinos de las exportaciones chilenas al máximo posible de países. Cuando el presidente de Estados Unidos George Bush ofreció tratados de libre comercio con el país que quisiera, el gobierno chileno aceptó el desafío y se puso a trabajar para llegar a un acuerdo. Luego seguirían muchos otros tratados de libre comercio que, si bien abrieron ampliamente la economía nacional a las importaciones, también permitieron el acceso a una gran cantidad de mercados externos para nuestras exportaciones. Fue una diferencia con el modelo que venía de la dictadura, el cual se caracterizó por la apertura comercial gratuita, es decir, sin reciprocidad ni acuerdos pre-establecidos. Al mismo tiempo, se siguió una política macroeconómica rigurosa, basada en la responsabilidad fiscal y un Banco Central autónomo y muy profesional, que aplicó una política monetaria flexible a través del manejo de la tasa de interés y del tipo de cambio, con la meta de disminuir la inflación gradualmente. Esta política evitó desajustes incompatibles con una economía abierta y permitió bajar la inflación a niveles internacionales, dándole credibilidad a la política macroeconómica y bajos niveles de riesgo.

Chile tuvo buenos resultados con su política económica y de transición democrática durante los años 90, mientras construía una nueva variante del liberalismo económico, más cercano a un liberalismo social. Fue una combinación de mercados libres negociados para el comercio exterior junto a una recuperación y fortalecimiento de lo que podría ser un Estado Social de nueva generación: un conjunto de programas sociales y subsidios financiados con aumentos de impuestos y focalizados en los sectores más pobres, complementado con otro conjunto de programas estatales de apoyo a las pequeñas y medianas empresas destinados a los sectores medios32. Fue una síntesis entre algunos rasgos liberales con enfoques de nueva generación de un Estado Social33. Una “síntesis concertacionista” que a muchos les disgustó, pero una gran mayoría valoró, reeligiendo estos gobiernos durante cuatro períodos. No poco importante fue la apertura al diálogo y la búsqueda de acuerdos para construir la nueva institucionalidad democrática, en el entendido que la solidez de ésta no dependía sólo de mayorías numéricas sino también de la deliberación y la inclusión política.

Los gobiernos chilenos pudieron defenderse relativamente bien de los avatares internacionales con su “síntesis concertacionista”. Primero, a mediados de los años 90 dispuso un sistema de impuestos a los llamados “capitales golondrinas” para desincentivarlos. Son inversiones de corto plazo que se mueven por el mundo en busca de altas rentabilidades transitorias, pero generan gran inestabilidad cuando esas rentabilidades caen y las inversiones especulativas se van rápidamente del país. Fueron impuestos transitorios que no se mantuvieron en el tiempo, lo cual provocó fuertes controversias al interior de la coalición34.

Sin duda, la principal herramienta fue una política fiscal prudente y rigurosa, como se dijo, que evitó la irresponsabilidad en los gastos públicos y aún más, estableció una política de ahorros públicos que permitieran amortiguar los shocks internacionales, una política fundamental en una economía tan abierta como la chilena. En efecto, después del 2000 se instaló el concepto del “presupuesto estructural”, el cual define parámetros de largo plazo para proyectar la evolución futura de los ingresos fiscales. En base a esas proyecciones se fijaron anualmente los gastos y un ahorro o desahorro definido de acuerdo a las circunstancias de corto plazo. Esto permitió acumular un fondo de estabilización que en tiempos de bonanza creció con los ahorros públicos y en tiempos recesivos disminuyó para paliar los menores ingresos y permitir una tendencia relativamente estable del gasto público, sin afectar demasiado los presupuestos anuales. Estos mecanismos permitieron que las crisis internacionales de los años 90 y del siglo XXI no afectaran sustancialmente los gastos destinados a fines del bienestar social y a la protección de los sectores más pobres.

Desde la izquierda, los críticos más extremos de los gobiernos concertacionistas arreciaron con sus cuestionamientos. Alegaron que la “síntesis concertacionista” enfatizaba mucho más el componente liberal que el del Estado de Bienestar. Se aludió especialmente a tres grandes problemas: en primer lugar, la desigualdad social que se manifiesta en la desigualdad de oportunidades educacionales. El segundo problema atañe a la seguridad social, en especial el régimen de pensiones, cuya reforma en tiempos del neoliberalismo duro implantó un sistema individual de ahorros previsionales. Sin embargo, el antiguo sistema de reparto había quebrado y su reposición era inviable. En tercer lugar, está el problema de la salud pública y la institucionalidad de respaldo, que se ha mostrado ineficiente a la hora de proveer de atenciones de calidad a los sectores de menores ingresos. Desde la derecha, las críticas fueron las tradicionales de los sectores más conservadores y se dirigieron al aumento de impuestos y gastos públicos y a un supuesto aumento de las regulaciones a la competencia. Pero estas críticas tuvieron menos virulencia que las de la izquierda.

En la elección de 2005 las fracciones más inclinadas a la izquierda y a un modelo social-demócrata pusieron su esperanza en la candidata Michelle Bachelet, militante del partido Socialista, que triunfó en esa elección. Pero la resonancia de esos problemas “estructurales”, llamémoslos así, había venido aumentando e impactando en los primeros años del siglo XXI. Los estudiantes secundarios comenzaron a movilizarse activamente con sus protestas y demandas en la calle por una educación de calidad, logrando una alta resonancia. A ello se agregó una demanda cada vez más intensa por una nueva Constitución Política, que eliminara los vestigios institucionales que subsistían de la dictadura. El gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006) se había esmerado en reformar los aspectos más relevantes de esos vestigios, proclamando una nueva Constitución, que no fue recibida con mucho entusiasmo por los críticos. Y en el gobierno de Michelle Bachelet, comenzó a abordarse una de las reformas sociales más demandadas, como es la de las pensiones, al fortalecer el componente de solidaridad del sistema con los sectores de más bajos ingresos.

 

Pero los desencantos explosionaron en la campaña electoral de 2009, cuando la alianza de partidos que integraban la Concertación se quebró y algunos líderes del partido Socialista renunciaron al partido y a la coalición. Generaron una tercera fuerza política alternativa, liderada por Marco Enríquez-Ominami, con un programa más radicalizado. Esta división de la centro-izquierda hizo posible la derrota del candidato concertacionista Eduardo Frei frente al candidato de la centro-derecha, Sebastián Piñera. El año 2010 marcó el fin de la Concertación como alianza de gobierno y el inicio de una década, la segunda del siglo XXI, marcada por una lenta pero inexorable polarización intermitente. Se afincaron dos gobiernos de derecha, presididos por Sebastián Piñera, interrumpidos por un segundo gobierno de Michelle Bachelet, ahora más radicalizado, al menos en su composición, que incluyó al partido Comunista y sus pretensiones de reformas.

Los gobiernos concertacionistas habían tenido que lidiar con la herencia de una economía neoliberal y con su nueva institucionalidad. El sistema de mercado había invadido la mayor parte del orden social. Los gobiernos de la transición democrática buscaron desarrollar nuevas instituciones que repusieran regulaciones, como en el caso de la legislación laboral, o las hicieran más eficientes como en el caso de la institucionalidad bancaria (flexibilizar el crédito que tradicionalmente había sido racionado) o de la libre competencia (con criterios reguladores que estimularan la competencia en vez de coartarla). Adicionalmente se consolidó la independencia del Banco Central, que antiguamente respondía a la autoridad política del ministro de Hacienda, lo cual hacía fácil expandir la masa monetaria para pagar deudas fiscales. Esto permitió que el instituto emisor se rigiera por criterios definidos técnicamente, con una coordinación sólo de alto nivel con el ministro de Hacienda. Los cambios institucionales durante la transición democrática de Chile le permitieron al país las tasas de desarrollo más altas de su historia y la más rápida disminución de los índices de pobreza, durante las primeras dos décadas (los años 90 y primera década del siglo XXI).

Un problema que en lo grueso permaneció, aunque con menor intensidad y que originalmente no fue prioritario, comparado con el nivel de la pobreza absoluta que había, es la desigualdad relativa de ingresos. A pesar de ello, ésta disminuyó levemente y sobre todo, entre las generaciones más jóvenes, que se pudieron beneficiar de la expansión de la educación, tanto media como universitaria35. Es un problema de difícil solución a corto plazo, requiere políticas sostenidas de mediano y largo plazo, pero que ha cobrado alta visibilidad política. Una probable causa de esta mayor visibilidad política de la desigualdad es el hecho de que al haber habido un alto crecimiento económico durante al menos quince años desde 1990, muchos grupos sociales de bajos ingresos percibieron que en su entorno había quienes mejoraron su situación a la par que otros permanecían estancados. Y como en general la población forma sus percepciones por comparación a su entorno cercano, más que en relación a otros grupos que pueden ser muy ricos pero muy lejanos a sus entornos, se ha creado la sensación de que junto con el crecimiento aumentó la “desigualdad”. No es lo que efectivamente ocurrió, aunque los logros hayan estado lejos de las expectativas formadas.

La segunda década del siglo XXI

El primer gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014), si bien apoyado por los partidos de centro-derecha, se asimiló con mucho al modelo de la síntesis concertacionista, al punto que con frecuencia la prensa lo calificó como el “quinto” gobierno de la Concertación. Esta calificación pudo leerse positiva o negativamente dependiendo del punto de vista ideológico, como es obvio. Ese gobierno tuvo que afrontar la continuidad de las grandes movilizaciones estudiantiles que demandaban educación gratuita y de calidad. Pero también es el gobierno que tuvo que hacerse cargo de los efectos de la gran recesión mundial de 2008, además de los impactos del terremoto de 2010 que asoló a la región central de Chile y recuperar la dinámica del crecimiento económico, muy decaído en el gobierno anterior. De hecho, logró mejores resultados económicos que su antecesor, tanto en términos del crecimiento económico como en la disminución de la desigualdad.

Para la elección de 2013, la Concertación, ya muy debilitada y sin liderazgos evidentes, fue dada por concluida por sus principales socios. Con la incorporación del partido Comunista, se constituyó una nueva alianza denominada la Nueva Mayoría, con un programa más radicalizado. Ante la escasez de líderes competitivos, debió recurrir nuevamente al carisma de Michelle Bachelet, que desempeñaba funciones en Naciones Unidas, para recuperar el gobierno. Esta vez se decidió abordar de un modo radical el cambio del modelo de la “síntesis concertacionista” por un modelo abiertamente reformista, que fue definido como un “modelo de derechos sociales”.

Sus principales promesas fueron una educación gratuita y de calidad y una nueva reforma al sistema de pensiones, paralelamente a una reforma tributaria profunda, que aumentara los gravámenes a los grupos más ricos. La idea de los “derechos sociales” se constituyó como la piedra angular de esta nueva alianza. Las movilizaciones sociales se expandieron mostrando una gran diversidad de causas, contenidos y objetivos. Se incluyó una serie de reformas valóricas, entendiendo por tales la abolición de las llamadas tradiciones conservadoras, como el concepto de familia constituido por un hombre y una mujer, y otros derechos demandados por algunas minorías como los del homosexualismo, la elección individual de sexo y género, la reivindicación de los derechos de la mujer y el derecho al aborto con restricciones. Estos ámbitos de las reformas suscitaron los debates y conflictos más intensos, dejando en un segundo plano las disputas más tradicionales en torno a las cuestiones económicas. De paso, mostró una tendencia inédita en la izquierda: una valorización del individuo o, mejor dicho, de los derechos del individuo para optar por sus formas de vida privada y familiar.