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Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate

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Sostiene también este autor que en aquellas experiencias en que ha caído el ritmo de crecimiento económico, se ha constatado un aumento de la intolerancia, de la discriminación, ha disminuido la calidad de la democracia, ha aumentado la corrupción y disminuido la transparencia. Demás está decir que estos “males morales” o psicosociales generan frustración e indignación en la población, estimulando la violencia. No es por casualidad, entonces, que en la actual década los movimientos de los indignados en distintas partes del mundo, tanto de países desarrollados como emergentes, hayan coincidido con la caída de la tasa de crecimiento económico mundial y el aumento de las desigualdades. Algo parecido ha ocurrido en Chile. El deterioro del crecimiento económico en Chile en la segunda década del siglo XXI coincide con la peor evaluación del sistema político y desprestigio del gobierno desde el inicio de la transición a la democracia.

Pero, ¿cuál es la causa y cuál efecto? ¿Cayó el crecimiento económico porque se degradó la política? ¿O viceversa? Es difícil precisar la causalidad, pero lo que es claro es que el uno y la otra requieren transformaciones y que interactúan entre sí, generando efectos acumulativos.

La relación Estado versus el mercado y la diversificación productiva

Parece evidente a estas alturas que se requiere esa mirada más amplia al desarrollo económico. Pero la sola enumeración de sus aristas sugiere la necesidad de adoptar estrategias multidimensionales, con visiones de largo plazo y con flexibilidad para acomodar las coyunturas emergentes, muchas veces impredecibles. Se trata de abordarlo en toda su complejidad como un proceso, no sólo de expansión de las capacidades productivas, sino también como transformación de los sistemas que se articulan en la sociedad, léase, el sistema político y sus instituciones, el sistema social, el propio sistema productivo, el medio ambiente y los territorios.

Una cuestión central que se plantea en la definición de la estrategia de desarrollo y que ha estado en el debate público de Chile por muchos años, es la relación entre el Estado y el mercado. La evidencia histórica muestra que a medida que los países crecen y aumentan su ingreso, el Estado adquiere más relevancia. Ello se explica porque el Estado no sólo cumple las funciones básicas de toda sociedad (como defensa de la soberanía, del derecho, de la justicia y la seguridad), sino también es proveedor de bienes públicos y de derechos sociales que son más demandados mientras más alto es el ingreso de los países. En países muy pobres, es normal que el Estado sea precario, débil y la provisión de bienes públicos, muy escasa105. Si no, hay que ver cómo son los hospitales en los países muy pobres, algo que la televisión muestra a diario. A medida que un país se enriquece, se hace más complejo, la gente demanda más bienes públicos (por ejemplo, la garantía de un ingreso mínimo de subsistencia para todos, la provisión de salud básica y de calidad para todos, y así sucesivamente). Hay una relación de refuerzo positivo entre el Estado y el desarrollo de un país. A mayor desarrollo, hay más demanda de un Estado de calidad, pero al mismo, los mayores recursos que un país dispone hacen posible un Estado más fuerte y mejor (lo que no significa necesariamente más burocrático).

Pero esa relación positiva no es mecánica ni lineal. Requiere ser adaptada según las etapas del desarrollo, según las circunstancias históricas en que se encuentra un país. En algunas etapas, hay que reforzar el rol del Estado, que apunta a lo colectivo, al interés general, al largo plazo. En otras, será necesario un mayor protagonismo del sector privado, que tiene sus fortalezas para el emprendimiento, la innovación, la gestión, aunque, en general, sus miradas tienden a ser más de corto plazo. En Chile, en las últimas décadas del siglo XX, y como reacción a una tendencia muy sostenida al estatismo hasta 1973, fue necesario rebalancear y reconocer la necesidad de un mayor protagonismo del sector privado. Pero medio siglo después es necesario revalorizar la participación del Estado, sobre todo en sectores cruciales para el bienestar social y el empleo. Desde el punto de vista del desarrollo productivo, la cooperación público-privada es fundamental. La gran crítica que se hace al tipo de crecimiento que ha tenido Chile es su falta de diversificación productiva, por una relativa pasividad del Estado al respecto. La sostenibilidad social y económica del desarrollo requiere la diversificación, tanto en términos sectoriales como regionales. Es la manera de incorporar a la población a los buenos empleos y a las mejores oportunidades de progreso familiar. Pero muchos temen que involucrar al Estado en este objetivo daría pie para una política industrial que fue válida en otras épocas del siglo XX, pero que en el siglo XXI sería cuestionable.

Sin embargo, la experiencia internacional muestra que la diversificación productiva se puede realizar de nuevas formas, que contrastan con las políticas industriales de antaño. La principal crítica, válida, es que en tiempos de rápidos cambios tecnológicos y en contextos de economías pequeñas y abiertas, es muy difícil para el Estado saber cuáles serán las industrias más promisorias a futuro. Por lo tanto, hay que leer las señales de los mercados, desde la realidad y necesidades de las regiones y de las empresas. Una función esencial del Estado a este respecto es ayudar a detectar esas señales y desarrollar los incentivos adecuados para que las empresas respondan a ellas.

Un importante economista inglés de principios del siglo XX, pionero de la escuela neo-clásica, Alfred Marshall, identificó lo que llamó “atmósfera industrial”. Se trata de un medio ambiente formado por empresas proveedoras, por la existencia de trabajadores calificados o con capacidades de aprender, de institutos de capacitación e investigación, de instituciones bancarias que financien las necesidades de capital de esas empresas, que existan redes de confianza y credibilidad, un ingrediente básico del mercado, que haya capacidades tecnológicas para innovar, y muchos otros aspectos similares. La importancia de estas “atmósferas” es que en ellas se crean “sinergias productivas”. Puede sonar como palabra extraña, pero se refiere a un proceso de interacción y aprendizaje recíproco entre los actores de la producción, de multiplicación de energías en la medida que esa atmósfera hace prosperar las iniciativas empresariales individuales. Se crean redes de información, de comunicación, de estímulos. En el lenguaje actual, esas “atmósferas” se denominan clusters productivos, aglomeraciones empresariales que impulsan la productividad con más fuerza que si cada empresa tuviera que hacerlo por sí sola. Estas “atmósferas industriales” son un excelente caldo de cultivo para las pequeñas empresas, la principal fuente de creación de empleos. Por aquí es donde se cierra el círculo entre los objetivos sociales y el desarrollo productivo, a través del empleo. Una sociedad que no crea oportunidades de empleo productivo suficientes para las nuevas generaciones, está condenada a convertirse en una sociedad de burócratas y subsidiaria de beneficios estatales. Este es un bien social que justifica un Estado más activo en este campo.

Este es el sentido de las “nuevas políticas de desarrollo productivo”, en las que el Estado, con una capacidad de visión a más largo plazo, interviene para apoyar y promover esas aglomeraciones, a través de diversos instrumentos que movilicen recursos, tecnologías, iniciativas innovadoras, promuevan sinergias y procesos de aprendizaje. Un foco especial a priorizar son las pequeñas y medianas empresas, un sector especialmente relevante para la creación de empleos.

Hay quienes creen que estas políticas serían lo mismo de antaño y, por lo tanto, distorsionadoras. La verdad es que no tienen nada que ver con las antiguas políticas industriales. De partida, aquí el Estado complementa las iniciativas que surgen de los mercados y de las propias empresas. Ayuda a crear lo que se llama “externalidades”, beneficios superiores a los que generan y obtienen las empresas individualmente. Hay mucha experiencia internacional exitosa sobre el desarrollo de regiones basadas en clusters106.

En Chile, a partir de la recuperación de la democracia en los años 90, comenzó la lenta tarea de renovar la política y avanzar hacia una nueva estrategia de desarrollo económico, con dinamismo y equidad, con resultados que merecieron reconocimientos internacionales. Se hicieron avances iniciales en esa estrategia de desarrollo de clusters para la diversificación productiva pero, a pesar de sus éxitos, no se renovó con suficiente dinamismo y eficacia, en un mundo que experimentó enormes transformaciones. Esto se vio reflejado en los diversos índices de competitividad global que llevan el Foro Económico Mundial y el Institute for Management Development con la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile. Ambos índices muestran un deterioro sostenido de la capacidad competitiva mundial de Chile, después de haber alcanzado altas posiciones en los años 90. Estos índices son comprehensivos ya que incluyen no sólo las capacidades directamente productivas sino también aspectos más generales de la institucionalidad política, social, científica e investigativa, como también las fortalezas del Estado y del sector privado. Uno de los capítulos más altos del desempeño de Chile es la posición del Banco Central, que se ha mantenido en primer lugar a nivel mundial, de acuerdo al índice del IMD. En cambio, entre las más bajas capacidades están las relacionadas con la inversión en investigación y desarrollo y con la cohesión social. Esto se ha visto reflejado en la caída de las tasas de aumento de la productividad general del país y en la alta desigualdad social, dos de los grandes desafíos que enfrenta Chile a futuro.

 

Estos resultados indican, fuera de toda duda, que el desarrollo es un resultado donde confluyen muchos factores, de distinto orden. Tradicionalmente se pensó que los factores más relevantes eran la inversión física, el capital humano, la tecnología y el emprendimiento. Ello sigue siendo válido, pero ahora se reconoce la importancia de las instituciones, de las reglas del juego y de su legitimidad, en un marco de cooperación público-privada. Esto significa diseñar sistemas de incentivos compatibles tanto con los requerimientos de los mercados competitivos (no monopólicos) y con las decisiones políticas establecidas democráticamente. El crecimiento ya no es un asunto exclusivo del mundo empresarial y de la economía. Es toda la sociedad la que debe involucrarse.

Las comunidades locales

Una estrategia nacional de desarrollo requiere estrategias regionales y locales, adaptadas a sus respectivos medios y características. Esto supone un protagonismo de las comunidades locales. Durante el gobierno del presidente Frei Montalva hubo una política sistemática de estímulo y desarrollo de las comunidades locales. Se la conoció como el programa de Promoción Popular. El mercado y el Estado no bastan. Entre ambos está la comunidad (o la sociedad, según prefieran otros). De aquí surgió el concepto de la subsidiariedad, tan asociado al neoliberalismo, pero que en realidad encuentra su origen en la doctrina social de la Iglesia107. Subsidiariedad en el sentido de que todo lo que los organismos intermedios, como los sindicatos, asociaciones voluntarias, organizaciones territoriales, deportivas, culturales u otras puedan realizar por sí y con su esfuerzo, no sea centralizado por el Estado, sin perjuicio de las leyes y regulaciones generales. Más bien, éste tendría que estimular y apoyar esas iniciativas, en una “subsidiariedad activa”. En el significado atribuido al neoliberalismo, se trataría de que el Estado no se involucre cuando los grandes poderes económicos estén interesados en explotar algunas actividades con efectos directos en el bien común. Una especie de laissez-faire o subsidiariedad pasiva.

Se podría pensar en un renovado programa de Promoción Popular 2.0 para el siglo XXI basado en una estrategia de desarrollo de las comunidades locales. Las tecnologías de las comunicaciones y de la información, y las redes sociales hacen ahora mucho más posible la participación de las pequeñas comunidades locales. Ello supone una política de descentralización territorial efectiva, que todos los gobiernos han proclamado, pero con muy pocos progresos. Nuestro estilo de vida impulsado por las megaciudades no tiene futuro. Las deseconomías de escala son enormes y los habitantes del Gran Santiago, Valparaíso-Viña, Concepción y otras grandes ciudades lo experimentan día a día. Se abandonan los territorios rurales y la población se concentra en las megaciudades. Es cierto que el desarrollo moderno se ha basado en el gigantismo y los megaproyectos, pero ello ha sido a costa de la escala humana del desarrollo y con una enorme concentración de la riqueza en las megacompañías.

Si las pequeñas ciudades y pueblos repartidos por el territorio se convirtieran en polos atractivos de vida, donde la infraestructura social basada en las escuelas, en los consultorios de salud, en las uniones vecinales, en hogares para la tercera edad, en los clubes deportivos, en las pequeñas y medianas empresas, en la pequeña agricultura, en la protección del patrimonio local, en el pequeño turismo, es muy probable que se desarrollaría un enorme potencial de solidaridad, de empleos y de buena calidad de vida para las familias. Pero esto requiere innovación, imaginación y rediseños. Y romper la vieja dicotomía entre Estado y mercado, para que emerja la sociedad, desde lo local a lo nacional. Es el principio activo de la subsidiariedad.

Civilizar el capitalismo

Vivimos en un mundo capitalista y no se percibe en el horizonte que vaya a desaparecer así no más. Más bien lo contrario, lo que ocurre es su expansión. Un nuevo tipo de capitalismo emerge en países que mantuvieron regímenes socialistas, aunque bajo la autoridad del partido Comunista respectivo.

El capitalismo fue condenado históricamente. Lo hizo Marx, otras corrientes intelectuales y también las encíclicas papales de fines de los siglos XIX, XX y XXI. Durante casi un siglo se intentó construir la utopía socialista en muchas partes del mundo. Sistemas sin lucro privado y a cada cual según sus necesidades. Pero se derrumbaron sobre sus cimientos. El ser humano común y corriente no es el “hombre nuevo” que actúa solamente guiado por motivaciones altruistas y solidarias. Además, esos sistemas supuestamente utópicos se convirtieron rápidamente en dictaduras despiadadas y corruptas, porque no había otra forma de obligar a la gente a permanecer en ellas y a cumplir las obligaciones que se les imponían. En Alemania Oriental tuvieron que construir un muro para impedir la emigración. Tampoco existió la separación real de poderes, que permite que haya equilibrios y contrapesos entre los distintos poderes del Estado.

El capitalismo ha sido siempre un sistema que genera conflictos derivados de su propio éxito. Marx y muchos otros profetas sostuvieron que la concentración del capital en pocas manos llevaría al empobrecimiento de la mayoría de los trabajadores, lo que crearía las condiciones sociales y políticas para que el proletariado se rebelara y cayera el Estado capitalista. En otro nivel de análisis, afirmó que el aumento del capital por hombre ocupado (más uso de tecnología por persona), una tendencia que efectivamente ha ocurrido en los países que se desarrollan económicamente, acarrearía una disminución sostenida de la tasa de retornos del capital y, por ende, una caída de la inversión y la parálisis de la economía.

Esas afirmaciones de Marx no se cumplieron ni en el siglo XIX ni en el XX, aunque sí ha ocurrido respecto de la concentración del capital y el gigantismo empresarial. A largo plazo, los trabajadores no se empobrecieron (aunque en tiempos de crisis y en forma cíclica sí ocurrió transitoriamente) ni las tasas de retornos del capital cayeron a cero. Lo que sucedió fue que el progreso tecnológico, un concepto bastante ausente en los pensadores del siglo XIX, llegó a ser crucial para compensar los efectos de los rendimientos decrecientes de la acumulación de capital y, en consecuencia, las tasas de retornos se han mantenido a pesar de aquéllos.

Pero desde el capitalismo salvaje e inhumano que emergió con la revolución industrial, ha habido muchas nuevas formas de capitalismos, que muestran que puede ser domado y regulado para evitar los abusos extremos y también sus ineficiencias. El sistema tiene muchos méritos y el mismo Marx reconoció sus capacidades para dinamizar el desarrollo a lo largo de su historia. De hecho, el capitalismo ha sido el sistema que ha generado el más alto crecimiento económico en la historia de la humanidad. Marx creyó que el socialismo lo superaría, pero ese pronóstico no se cumplió, al menos hasta ahora. El alto crecimiento económico de China en la actualidad se explica mucho más por la incorporación de formas capitalistas de producción que por sus rasgos socialistas. Es cierto, bajo la conducción del partido único, lo que permite definirlo como un capitalismo político108.

El siglo XX demostró que hay muchas variedades de capitalismos, algunas más civilizadas e innovadoras, como las nórdicas o de algunos países asiáticos, otras retrógradas e ineficientes, como las que han existido en América Latina. Los Estados de Bienestar y las democracias llamadas burguesas, tan despreciadas por la izquierda marxista, hicieron posible la organización de los trabajadores, la negociación colectiva y la defensa de sus intereses, sin necesidad de destruir al Estado capitalista. Pero la base de todo ello fue el aumento sostenido del empleo y de los salarios, hechos posibles por el aumento de las inversiones y el progreso tecnológico. Por otro lado, las regulaciones industriales y la libertad de comercio impidieron los abusos monopólicos extremos y del gran capital. Los sistemas democráticos se desarrollaron en base a un conjunto de valores y principios cívicos, aceptados por las grandes mayorías. Esos principios se pudieron resumir en un concepto fundamental: que el Estado debía intervenir para asegurar unas prestaciones sociales a los sectores de menores ingresos y contrarrestar las distorsiones y fallas de los mercados. El Estado debería encarnar el principio de la solidaridad y redistribuir ingresos hacia los más débiles. También financiar y producir los bienes públicos que, por su naturaleza, es más eficiente hacerlo en forma colectiva que a través del mercado. Es el caso de la educación, la salud, el transporte público, la construcción de obras de infraestructura, la seguridad ciudadana. Esta fue la experiencia del siglo XX. Incluso Adam Smith percibió que podría haber conflictos derivados del desarrollo capitalista y de ahí su llamado a la práctica de las virtudes ciudadanas, como la responsabilidad, la justicia, la prudencia, la empatía109.

Tal fue el proyecto político socialdemócrata europeo que subordinó la economía de mercado dentro de unos límites fijados por sistemas políticos democráticos, participativos y representativos. No hubo rechazo al lucro, ni a la iniciativa privada ni al mercado. Pero hubo Estados que asumieron su rol de preservar el bien común, de otorgar protección social a los más débiles y poner los límites y condiciones al mercado, dando origen a modelos muy diferentes de combinaciones Estado/mercado (se habla del modelo nórdico, del modelo anglo-sajón, del modelo alemán, del modelo japonés, de acuerdo a las idiosincrasias nacionales). El resultado fue un desarrollo espectacular desde la post-guerra, con muy bajo desempleo, alto crecimiento de la productividad y de los salarios y de los niveles de bienestar en todos esos países. Fue el capitalismo social-demócrata, el más exitoso en la historia económica mundial110.

Desde los años 70 del siglo pasado comenzó a imponerse un capitalismo financiero exacerbado y estimulado por la globalización, con desregulaciones, privatizaciones, disminuciones de impuestos y de gastos sociales, y grandes movimientos de capitales entre los países. Ello provocó un retroceso en los avances sociales y deterioros de la distribución del ingreso, como lo ha documentado minuciosamente Thomas Piketty. Chile logró revertir esa tendencia con las nuevas estrategias de los años 90 en adelante pero, como se ha discutido, se requiere de puestas al día tomando en cuenta las nuevas circunstancias del siglo XXI.

¿Cómo avanzar hacia un cambio? Es una pregunta mayor, que no admite respuestas simples, a pesar de la sobresaturación de recetas y proclamas, desde que hay que empezar todo de nuevo y refundar el país hasta quienes defienden reformas de maquillaje. No pretendemos responderla aquí tampoco. Pero podemos concluir con algunas reflexiones inspiradas en ese gran sabio y estratega que fue Albert Hirschman111. Nunca se conformó con las respuestas hechas y estandarizadas. Tampoco confió en leyes generales sobre el cambio social, ni menos en caminos revolucionarios y paradigmáticos. Le pareció que éste era el camino perfecto al desastre. La expresión “cambio de paradigma” lo ponía nervioso. En cambio, descubrió, a través de su propia y larga experiencia con los problemas del desarrollo en diversas latitudes, que hay que confiar en la creatividad y la imaginación para buscar caminos inesperados, recursos ocultos, escapes y salidas impensadas a dilemas que parecían intratables. Tuvo enorme confianza en que, a través de cambios parciales, segmentados, a escalas limitadas, pueden producirse efectos no buscados, que contribuyen indirectamente a los grandes objetivos deseados.

Chile tiene muchos procesos de ese tipo en su historia. Cuando en los años 60 el presidente Frei Montalva impulsó la chilenización del cobre, estableciendo una asociación entre capitales estatales y extranjeros, no imaginó que pocos años después, en el gobierno del presidente Allende, hasta la derecha votaría a favor de la nacionalización total de la industria del cobre. Se logró un consenso total en la clase política de tal importancia que ni bajo la dictadura de Pinochet se pudo cuestionar, para haber privatizado la industria. A la inversa, mientras el presidente Allende realizó la reforma agraria asignando la propiedad de las tierras al Estado para formar predios estatales, no imaginó que después vendría una nueva reforma a través del mercado, que creó una clase productora agrícola, dinámica y visionaria, que fue la base del espectacular desarrollo exportador de la fruticultura chilena después de los 90s.

 

Otro ejemplo significativo es lo que ocurrió con la educación universitaria. La gran expansión de la matrícula en la educación superior alcanzó a los sectores que habían sido más excluidos en el pasado, incorporándolos a una modernización inédita en la generación anterior. Son estos sectores los que se convirtieron en la vanguardia de las demandas sociales del siglo XXI, incidiendo con mucha más fuerza que el viejo proletariado industrial en la renovación de la política y en las estrategias redistributivas112.

Hirschman también alertó contra la búsqueda de muchos objetivos a la vez, en una ansiedad por avanzar en todos los frentes. Contra la búsqueda del perfeccionismo, tanto desde la economía convencional que tiene como norte la eficiencia máxima en el uso de los recursos, como desde la retórica revolucionaria. Frente a aquélla, sugirió apuntar a soluciones de “segundos-óptimos” (second-best) y frente a ésta, enfatizar los avances parciales en aras de seguir avanzando en el camino de los cambios de mayor alcance.

Las tareas que Chile tiene por delante no son menores. Nada menos que transformaciones de la política y de la economía. Si lo mejor es enemigo de lo bueno, en el campo de la política el desafío es diseñar mecanismos para una mejor democracia y mejor gobernabilidad, que faciliten el diálogo entre los poderes del Estado más que la guerrilla; reformas en el aparato del Estado que mejoren su eficacia en su trato hacia los sectores más vulnerables, en particular en lo que se refiere a la oferta de bienes sociales, como la educación, la salud y las pensiones, adecuadamente financiados; mejor representación de las minorías que han estado excluidas históricamente; incentivos políticos para la búsqueda de acuerdos entre gobiernos y oposiciones.

En el campo de la economía, como se planteó más arriba, rescatar la prioridad política para el crecimiento económico, inclusivo y sostenible, base para mejorar el bienestar material y social. La cuestión que se plantea es cómo pasar de un concepto de crecimiento basado en la explotación intensiva de los recursos naturales a un crecimiento basado en el desarrollo de nuevos sectores productores de bienes y servicios, que tengan más valor agregado, más tecnología, más creatividad y, sobre todo, que incorporen a los territorios, a sus poblaciones y a los nuevos emprendedores. El crecimiento futuro será muy demandante de inteligencia, conocimiento e innovación. También de trabajadores calificados y diestros en la economía digital. Todo esto debe ir de la mano de una nueva estrategia de desarrollo de la educación que asuma el desafío de los niños desde su primera infancia hasta sus etapas adultas y de capacitación laboral, como proceso permanente.

El concepto mismo de bienestar está cambiando. De uno que mira especialmente el consumo de bienes, se puede discernir que cada vez se valoriza más el bienestar basado en el uso de servicios (educación, salud, transporte, cultura, turismo, información, recreación).

Las tareas por delante no requieren voladores de luces. Se trata de reformas que, con inteligencia, decisiones políticas, diálogos y búsqueda de acuerdos se pueden lograr. La cooperación público-privada, incluyendo a la sociedad civil en todas sus manifestaciones, es esencial. No se puede prescindir de unos ni de otros. Todos tienen derechos que deben ser respetados y los esfuerzos de todos son necesarios para un proyecto común. Pero eso no se hace con hojas en blanco ni con rupturas violentas ni refundaciones. Chile ya experimentó brutalmente la dictadura que pretendió refundar el país. No es una experiencia que muchos deseen reproducir. La moderación es madre de la eficacia. Y la modestia, que no la arrogancia, su madrina.