Cuando se cerraron las Alamedas

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Dos semanas después Margot recibe un llamado telefónico, en la noche. Reconoce la voz de Juan Pablo Solar y su respiración se le agita.

− ¡Juan Pablo! ¿Eres tú?

− Sí, Margot. Te estoy llamando desde Inglaterra.

− Pero, ¡qué alegría oírte! ¡Y qué sorpresa!

Sus frases se atropellan porque hablan al mismo tiempo.

− Unos chilenos que estudian aquí en Oxford me transmitieron tu teléfono. Les llegó el mensaje de Marcial Moreno.

− ¿Cómo estás? ¿Estás bien?−, no atinó a más que frases hechas.

Son muchas las preguntas de Margot, que no sabe por dónde empezar.

− Estoy bien, Margot. Bueno, es un decir. Por lo menos sobreviví, no me pasó nada irreparable y…aquí estoy. ¿Y tú? ¿Cómo estás? ¿Por qué te fuiste de Chile? ¿Qué pasó?

− Nada especial, simplemente mis padres se inquietaron por la intensidad de la represión y por algunos antecedentes que nos llegaron. Me organizó una salida de Chile. Pensaron que sería por poco tiempo, pero después se alarmaron. Estuve primero en Buenos Aires y ahora en Barcelona, en casa de familiares. Y tú, ¿cómo llegaste a Oxford?

− Unos amigos me consiguieron una invitación, por un año, para venir a esta universidad y escribir un libro. Pero, Margot, tenemos tantas cosas que conversar. Tenemos que juntarnos. Me gustaría ir a visitarte. No estamos tan lejos. Podría arreglar un fin de semana, alargado, y nos ponemos al día.

Acuerdan una fecha que les acomoda a ambos para dos semanas después y se despiden. Margot se queda varios minutos pensativa, agitada. Esto le revuelve todos sus planes, que tampoco eran muchos. El día acordado, ella va al aeropuerto a recoger a Juan Pablo. Se impresiona al verlo. Está muy enflaquecido, muchos kilos menos que en su recuerdo de más de un año antes. Muy pálido, ojeroso. Pero se emociona con el encuentro y el abrazo se prolonga. Ella siente la presión de los brazos de su amigo. No se quiere apartar, pero al fin se sueltan y se miran. Ella percibe una tristeza profunda en sus ojos, más allá del brillo que le provoca el encuentro. Se ve golpeado. Le nace un sentimiento maternal de protección y le acaricia la cabeza.

− ¡Mi querido Juan Pablo, qué te han hecho!- exclama, con un nudo en la garganta, más como una afirmación que pregunta.

Él no replica, pero la abraza de nuevo.

− Por lo menos no me mataron, como acaban de hacerlo con el general Prats y su esposa−, agrega después. En efecto, pocos días antes el general Prats, estrecho colaborador del derrocado presidente Allende, fue brutalmente asesinado por una bomba colocada en su automóvil en Buenos Aires, donde se había exiliado. El hecho produjo consternación mundial y reveló hasta donde procedería la maquinaria asesina de la dictadura instalada en Chile. El gobierno negó responsabilidades, pero nadie dudó de que el atentado fue planificado por la policía política.

Buscan un taxi, Juan Pablo carga su equipaje, muy liviano por lo demás, para cuatro días.

− Te arrendé una pieza en un hotelito muy simpático, cerca de mi departamento. Es un hotel familiar, pero muy bien equipado y atendido por los dueños y sus hijas. Te va a gustar. ¿Estás muy cansado?

− No, para nada. No es un viaje largo. Te propongo que dejemos mis cosas en el hotel y vayamos a comer a algún restaurant cercano. Tú tendrás que sugerirme alguno porque es primera vez que vengo a Barcelona. ¡Ah! Perdona, me olvidaba, ¿cómo está Sebastián? ¿Qué es de él? ¿Qué hace?

− Ya lo vas a ver. Ha crecido bastante. Se pegó un estirón. Tiene seis años. Pero está muy bien. Va a un liceo cercano. Esta noche se fue a alojar donde un amigo muy cercano. Se lo pedí para que pudiéramos cenar sin apuros y conversar. ¡Hay tantas cosas que han pasado, Juan Pablo! Es como que nos hubieran dado vuelta el mundo al revés. Parece que fue en otra vida cuando te vi arrancar de la patrulla militar en mi casa y desapareciste, para saber después que te habían detenido. ¿Qué pasó contigo? ¿Cómo te trataron?

− ¡Margot! Vamos con calma. La historia es muy larga, eterna y no sé si quiero recordar todo. Pero ya hablaremos, tendremos mucho tiempo.

Habían llegado al hotel Gaudí, cercano al Paseo de Gracia. Margot buscó donde estacionar y acompañó a Juan Pablo a la recepción. Entregó su información, le dieron su llave y se aprestó a subir.

− No demoraré−, le dijo a Margot−. Dame unos quince minutos y bajaré para que vayamos a cenar.

− De acuerdo. Esperaré por aquí.

No tardó mucho en bajar Juan Pablo. Lucía más fresco, descansado. Caminaron lentamente por el Paseo de Gracia hasta un restaurant que Margot ya conocía. Sencillo, pero acogedor. Pidieron la carta y ella le hizo algunas sugerencias y explicaciones sobre la comida catalana. Juan Pablo se decidió por una sopa de tomillo, la farigola y luego un fricandó, consistente en unos finísimos cortes de ternera con salsas y setas. Ella prefirió solamente un empedrat, una ensalada con tomates y alubias. Ninguno de los dos estaba para comidas pesadas. Tenían mucho de qué hablar. Para el postre, ambos optarían por una crema catalana.

− Cuéntame primero cómo te salió esta invitación a Oxford. Y qué estás haciendo ahí−, le pidió Margot, pensando que era más fácil empezar por la vida reciente de Juan Pablo, más cordial y amable. No estaba segura si sería prudente pedirle que le hablara de su año como prisionero en Dawson

− Tú sabes que yo mantuve mis actividades académicas mientras estuve en el gobierno. No me requerían demasiado tiempo. Aunque antes había estado a jornada completa, después mantuve la docencia, enseñando un curso en la Facultad de Economía. Daba mis clases a primera hora, de modo que poco después de las diez de la mañana ya estaba en la oficina. Estos contactos universitarios fueron muy importantes para obtener esta invitación. Un colega mío de la facultad conocía muy bien al director de la carrera de economía en el Nuffield College, de Oxford. Por su intermedio, el Centro de Estudios Latinoamericanos del Saint Antony´s College, que disponía de financiamiento para invitar a un profesor latinoamericano por un año, decidió extenderme la invitación. En parte, era una forma de ayudar a quienes sufrían la persecución de la dictadura en Chile y también de cumplir uno de los objetivos del centro, que es fomentar el intercambio académico con América Latina. La dictadura chilena ha impactado mucho en Europa, tanto por la violencia que está usando, como por la simpatía, quizás algo condescendiente, con el llamado experimento chileno de transitar al socialismo, por la vía democrática. Tú sabes que Europa tiene una larga experiencia, durante la mayor parte del siglo XX, de debatirse entre el fascismo y la socialdemocracia. A Allende lo consideraron más bien un socialdemócrata avanzado antes que un marxista propiamente tal. Nada comparado con la Cuba de Fidel Castro. Bueno, un tema bastante debatible−, agregó ante la cara de duda de Margot.

Se interrumpió con la llegada de su sopa y la ensalada para Margot. Pidieron un vino tinto liviano y agua mineral.

− Así es que ahí estoy, dedicado a escribir mis propias notas, en base a recuerdos y a leer revistas, periódicos e informes internacionales. No sabes lo espectaculares que son las bibliotecas de esa universidad. Encuentras de todo y si algo falta, lo puedes encargar, y te lo agradecen. También puedo acceder a bibliotecas de otras universidades, en Cambridge, en Londres y en instituciones especializadas.

− ¿Tienes que enseñar?

− Tengo que dar un seminario a la semana, para estudiantes graduados.

− He oído sobre la belleza de esa ciudad.

− ¡Es fantástica! Tendrás que venir a conocerla. Una ciudad pequeña, antiquísima, con una de las universidades más antiguas y prestigiadas de Europa. Tiene un casco antiguo muy gótico, lleno de jardines de la universidad, bosques. Muchas tiendas pequeñas con productos de alta calidad, innovadores. Es una ciudad muy amable. Pero entiendo que Barcelona no lo hace nada de mal, si no me equivoco.

− Me ha resultado una ciudad maravillosa. Llena de rincones, de tradiciones y, por supuesto, su centro totalmente gótico. Es una ciudad con una sabia mezcla de modernidad con antigüedad. Y el gran gurú es Gaudí, en quien todos los catalanes se miran. A mí su estilo de arquitectura todavía no termina de convencerme, es como si se inspirara en los dibujos de los cuentos infantiles que solíamos leer de niños.

Se produjo un silencio mientras comían. En algún momento y venciendo su pudor, Margot se atrevió a poner el tema.

− Juan Pablo, no quiero ser impertinente y si prefieres, no me contestes. Pero, ¿qué te hicieron? ¿Cómo fue tu estadía en esa isla famosa?

Juan Pablo sintió el dedo en la llaga, pero no le molestó. De hecho, esperaba la pregunta y si Margot no se la hubiera hecho se habría sentido frustrado. Renacía su atracción hacia la mujer y no quería tener secretos con ella, excepto los que se prohibía a sí mismo, lo que no quería recordar. Bebió un sorbo de vino y respiró profundo. Ni él mismo sabía a ciencia exacta qué emociones se le despertarían al recordar el año fatídico. Incluso temió quebrarse si entraba en detalles, como las torturas que le infligieron a algunos de sus compañeros que venían de otros lugares, o las muertes que tuvo que presenciar o algunos actos aberrantes a que los sometieron.

− Bueno, no fue un hotel cinco estrellas−, trató de bromear, con un gesto que resultó más bien una mueca que una sonrisa−. No sé si sabes que la isla Dawson está al sur de Punta Arenas, más allá del Estrecho de Magallanes. Paradojalmente, era parte de una estancia que fue expropiada por el gobierno de Allende y entregada a la Armada. Solo hay unas cuantas viviendas para el personal de la Armada con una mínima infraestructura y una más cómoda para el comandante, por supuesto. No había espacios para albergar prisioneros, por lo que uno de los trabajos que nos obligaron a realizar fue construir unas barracas solo suficientes para que cupieran los camarotes donde dormiríamos. Fueron trabajos forzados. Había que excavar, cortar árboles, acarrear troncos por distancias enormes. Lloviera o no lloviera. A veces teníamos que excavar el barro. Para los detenidos que eran personas mayores, el sufrimiento era indecible. Algunos caían desmayados y obligados a levantarse.

 

− ¡Qué horror!

− Como los espacios en las barracas eran tan pequeños, algunas literas se hicieron con tres camastros para que entraran más prisioneros. Así es que ya te puedes ir imaginando, sin ninguna privacidad ni para las necesidades más básicas, todos amontonados, encerrados con llave durante las noches. Estaba prohibido hablar. En las noches dejaban un tarro adentro para el que no pudiera esperar a hacer sus necesidades. El frío fue algo permanente, a pesar de que estábamos empezando la primavera. Las barracas no tenían aislación, apenas eran unos paneles de madera aglomerada y unas planchas de zinc. En algunas ocasiones nos permitieron encender unas especies de estufas a leña, pero eso dependía mucho de los oficiales a cargo. Los cambiaban cada cierto tiempo.

− Pero, ¿de qué los acusaron? ¿Por qué estaban ahí ustedes?

− Habíamos sido de la alta jerarquía del gobierno. Ministros, subsecretarios, directores de servicios, asesores. Todos teníamos altos cargos públicos. Pero nos acusaron de ser los autores de la destrucción del país, de su economía, de la democracia. ¡Imagínate! ¡Quienes destruyeron la democracia! Ciertamente no fuimos nosotros. Esa acusación es de lo más injusto que he oído en mi vida. Pero ni siquiera fue una acusación formal. Era la amenaza permanente, que al regreso a Santiago seríamos pasados a un tribunal que investigaría nuestros llamados crímenes. Esto les servía de pretexto para darnos el peor de los tratos que se le puede dar a un prisionero. De hecho, apenas llegamos a la isla fuimos instruidos por el comandante de que seríamos considerados “prisioneros de guerra” y por lo tanto, éramos “el enemigo”. Por supuesto, sin los derechos de los prisioneros de guerra, para los cuales hay leyes internacionales. Pero era el argumento para fusilarnos si lo tenían a bien. Nos dejaron bien claro que en cuanto prisioneros de guerra se nos podría aplicar la “ley de la fuga” a quien no obedeciera las órdenes. Es decir, fusilarnos sin más. La humillación y el hostigamiento fueron permanentes, con garabatos, insultos, golpes.

− ¿Y no había nadie que tuviera algo de compasión?

− La compasión no está permitida en lugares así. Además, había oficiales, sobre todo tenientes al mando, que parecían experimentar un verdadero gozo, como si hubiera sido una especie de venganza personal, con el sufrimiento ajeno. Pero no todos fueron así. Las guarniciones eran cambiadas cada cierto tiempo, para evitar que se ablandaran después de convivir algún período con los prisioneros. El conocimiento recíproco crea lazos, por muy enemigas que sean las personas. Y en nuestro caso, siendo la mayoría detenidos con altos niveles de educación, a veces había algún atisbo de conversación con los oficiales, sobre temas de la especialidad de cada uno. Recuerdo un compañero que era ingeniero y si la ocasión se daba, les explicaba a los marinos nociones de cibernética o de física, que despertaban su interés. Eso los ablandaba un poco y cambiaban las formas del trato. Incluso hubo más de uno que se excusó diciendo que ellos cumplían órdenes y que lamentaban la situación en que estábamos. Pero luego venía el cambio de turno, se iban y llegaban otros con la sangre en el ojo.

− ¿Cómo se puede soportar tanto dolor?

− Los sufrimientos físicos, las humillaciones, la sospecha permanente, no eran nada comparado con la ansiedad que teníamos por saber de nuestras familias, por la incertidumbre de si nuestra detención iba a ser cosa de un tiempo corto, largo o permanente, e incluso por la incertidumbre respecto de nuestras vidas. Nadie se sentía seguro. Algunas noches hacían simulacros de fusilamientos o simulacros de combates que nos impedían dormir y descansar. Yo mismo muchas veces pensé que no saldría vivo de la isla. Uno empieza a revisar su vida con la idea de que ya topó fondo, que llegó el final. La tendencia a la depresión era muy grande y nos dimos fuerzas unos a otros para combatirla. Los más fuertes apoyaban a los más débiles. Hubo mucha solidaridad en esto. Se formaron amistades sólidas, en los pocos ratos libres que nos dejaban para conversar un poco. Compartimos confidencias, ilusiones y penas tanto como el escaso pan que nos daban. Dicen que “lo que no te mata te hace más fuerte”. Y, fíjate, algo increíble. También recibimos, cuando fue posible, la solidaridad de los conscriptos que tenían que custodiarnos. En muchas inspecciones de las barracas y de nuestras escasas pertenencias, porque nos revisaban todo el tiempo e incluso de noche, como si pudiéramos conseguir armas para enfrentarlos, algunos soldados nos decían al oído que estaban con nosotros, que habían sido partidarios de Allende y que nos comprendían.

− Debe haber sido emocionante sentir esa solidaridad de tus propios opresores.

− Lo era. Pero pobre del que pillaran hablándonos al oído. Eran castigados severamente e incluso podrían ser metidos a un calabozo.

Se quedaron un rato en silencio. Eran demasiadas las emociones que suscitaba el relato de Juan Pablo y era difícil procesarlo.

− Y pensar que esa gente después vuelve a sus casas, a sus familias y se comportan como los seres más civilizados del mundo−, pudo comentar Margot al fin−. ¡Qué hipocresía! ¡Qué doble moral!

− ¡Qué tentación decirte “bienvenida al mundo real”, pero es un lugar común, demasiado común, así es que no te lo diré!−, le dijo Juan Pablo, con humor, para distender la conversación. Se dio cuenta de que había abusado de la buena voluntad de Margot para que le escuchara sus penas y sufrimientos durante mucho rato. Pero no pudo contenerse y siguió−. Es la vieja pregunta de los filósofos, ¿el mal, está en la naturaleza del hombre, o es la sociedad la que lo convierte al mal? Piensa tú que en los animales no hay ensañamiento. Hay crueldad por necesidad de subsistencia, tienen que cazarse unos a otros, tienen que comer, pero el hostigamiento y la crueldad que se ve entre seres humanos, que no es por necesidad de subsistencia, responde a otros incentivos, a otras necesidades. El poder, por ejemplo.

− Mostrar que se tiene, aunque sea una pequeña cuota de poder. Abusando. Uno puede entender que por el poder se busque dominar a otros, pero, ¿por qué ensañarse? ¿Por qué gozar con la crueldad?

− Aunque no lo justifico, ¡vaya si lo justificaría!, es por método. La crueldad es un instrumento, un método para someter al otro, para quitarle todas las ganas de rebelarse, de desobedecer, de resistir. Y también existe el sadismo, el placer que da ver el sufrimiento del otro. Son aberraciones de los seres humanos. Pero, ¡ya! ¡Basta de hablar de estas cosas tan deprimentes! Cuéntame de ti. Hemos hablado mucho de mí, pero me interesa mucho saber qué pasó contigo. ¿Por qué saliste de Chile?

Margot le contó su historia , las conversaciones con su padre y la conveniencia de salir del país, sobre todo por Sebastián. No quiso exponer a su hijo a ninguna circunstancia de riesgo que pudieran correr, aunque ella no entendía por qué podrían tenerlo. Pero los antecedentes de Rodrigo, su esposo, y el hecho de que ella hubiera albergado a varias personas el día del golpe y que sin duda ya había sido divulgado y denunciado, la hicieron vulnerable. Pensaron que el régimen militar sería breve, hasta que la vida del país se normalizara, pero las señales que mandó la dictadura y la violencia que ejerció desde el comienzo los convencieron de que la cosa iba para largo. Le contó que primero pasó por Buenos Aires y finalmente aterrizó en Barcelona y ahí estaba, sin saber hasta cuándo.

− Me di cuenta de que es preferible no pensar en fechas. Cuando no depende de ti, sería insoportable vivir en función de algún plazo. Y, ¿quieres que te diga la verdad? Esta ciudad me gusta, me acomoda, Sebastián está bien, contento en su colegio. Así es que estamos dispuestos a quedarnos todo el tiempo que sea necesario. Mi padre me envía una mensualidad y yo he empezado a ganar algún dinero también, haciendo consultorías privadas.

La cena había terminado, pero ninguno de los dos tenía interés en levantarse. Margot quiso saber más.

− ¿Cómo fue la liberación de ustedes? ¿Cómo fue que los soltaron?

− Fue gradual. Hacia fines del verano del 74 llegaron algunas órdenes de retorno a Santiago. Eran individuales y muy selectivas. De pronto aparecía el oficial a cargo y llamaba: “Fulano de tal, prepárese para viajar en dos horas. Recoja sus cosas”. Por supuesto, esto comenzó a provocar gran expectación. Aunque tampoco sabíamos si sería para bien o para mal. Pero eso de “recoger las cosas” nos sugirió que era un retorno y quizás una liberación. Si era para ser fusilado no habríamos necesitado nada. Algún tiempo después me llegó la orden a mí y otros dos compañeros. Nos embarcaron en un avión y regresamos a Santiago. ¡Para qué te digo la felicidad que eso nos provocó! Parecía que la pesadilla estaba terminando. Pero nos desilusionamos pronto. Desde Santiago nos mandaron inmediatamente en un vehículo militar al campo de concentración de Ritoque. Tuve unos días de mucho desánimo. Pero al menos ya no hacía el hielo magallánico. Y, algo muy importante, un día recibimos visitas de familiares. Llegó un hermano mío. Nos permitieron conversar una hora y tener algunos momentos de expansión. Ahí estuve tres meses, de nuevo con los malos tratos, la amenaza permanente, los gritos, la humillación y la mala y poca comida. Pero algo me decía que esta vez sería más breve. Así fue. Un día me llamó el comandante del campo y me dio la noticia: “Usted será liberado, pero tendrá una semana para salir del país. No puede quedarse. Y en ese tiempo tendrá arresto domiciliario”. Casi abracé al comandante. Hay que haber perdido la libertad para darse cuenta el valor que le asignamos. Era lo mejor que podía pasarme, aunque tuviera que exiliarme. Pero volvería a ser persona humana, podría recuperar mi dignidad, tanto tiempo atropellada. Esa semana la pasé en la casa de mi hermano y aproveché de ponerme al día. Recibí muchas visitas de amigos y familiares, leí revistas y diarios para saber algo de lo que estaba pasando en el país y, por supuesto, dormí y comí mucho. Lo demás ya lo sabes. Y aquí me tienes.

Salen del restaurant ya bien entrada la noche y caminan lentamente hacia el departamento de Margot. Ninguno de los dos tiene prisa.

− Estoy muy impresionada. No sé qué decirte, porque es tanto lo que tendría que decirte. Pero al menos te aseguro que me hace muy feliz saber que terminó tu pesadilla−. Se quedó pensativa unos momentos y prosiguió.- ¿Cómo se procesa esa experiencia, el trauma? ¿Con odio? ¿Perdón? ¿Cómo se recupera la estabilidad emocional? ¿Y qué pasa con la confianza en el ser humano? ¿Queda algo? ¿Deseos de venganza?

− Al principio sentí mucha rebeldía. Mi reacción espontánea era enfrentar a mis captores y rechazar sus atropellos. Pronto me di cuenta que el costo era demasiado alto. Me golpearon, me castigaron con trabajos adicionales. Y no sacaba nada. Pero sí, hay momentos en que uno acumula odio. En que hubiera querido verlos arder en el infierno. Después, con el tiempo, uno aprende a convivir con la injusticia y el abuso. Es un instinto de sobrevivencia. Y el apoyo de los compañeros ayuda mucho. Fuimos procesando de a poco las experiencias de cada uno, en los momentos en que podíamos conversar y sacamos conclusiones para sobrellevar la experiencia. Nos reforzamos con la idea de que eso no duraría para siempre. No podía ser. Y tratamos de no alimentar deseos de venganza. ¿Qué sacaríamos? De que alguna vez se haga justicia, sí. Pero el futuro dirá.

Llegaron al edificio donde vivía Margot.

− ¿Quieres subir a un café?−, invitó ella.

− Ha sido un día largo y quizás sea mejor irse a descansar. ¿Tienes compromisos mañana?

− Por supuesto que no. Estoy libre, ya te dije que Sebastián se quedará estos días donde un amigo. Mira, te propongo que mañana recorramos algunos lugares de la ciudad que tienes que conocer y pasado mañana podríamos tomar alguna excursión fuera. Hay tantos lugares maravillosos.

− De acuerdo. Te llamaré mañana después del desayuno. No te garantizo la hora porque creo que dormiré mucho.

 

Se abrazaron y Margot le ofreció su mejilla para un beso de despedida.

A media mañana del día siguiente Juan Pablo llamó a Margot y quedaron en que la recogería dentro de media hora. Ella le propuso recorrer el casco antiguo de la ciudad.

− Tienes que conocerlo. Es para caminarlo, mirar todos los rincones, tomar café o cerveza. Déjate llevar.

Desde el Paseo de Gracia cruzaron la Plaza de Cataluña y siguieron por las Ramblas. Los puestos de flores eran una fiesta de exuberancia. Periódicos de distintos países. Gente que ofrecía echarles el Tarot. Muchos turistas caminando en un sentido y en otro. En algún punto entraron a visitar antiguas ruinas romanas, en un museo vivo, subterráneo, con pasarelas de madera para desplazarse en el interior. Llegaron al mercado de La Boquería y se extasiaron contemplando las frutas, los embutidos, las piernas de jamón colgando, los quesos. No pudieron resistir y compraron medio kilo de queso manchego. Luego siguieron hasta llegar al monolito de Colón, para torcer a la izquierda y seguir por el malecón. Un yate anclado invitaba a subir a merendar, meciéndose con el suave oleaje. Pidieron tapas y cervezas. Juan Pablo se sentía viviendo en plenitud y el recuerdo de su cautiverio parecía esfumarse lentamente.

Después de comer siguieron por el malecón. Divisaron la Basílica de Santa María del Mar y entraron. Margot no la conocía. Quedaron sobrecogidos por la solemnidad del interior. A diferencia de la mayoría de las iglesias católicas, esta basílica destacaba por la escasez de iconografía, lo que acentuaba aún más la belleza de las naves, los arcos góticos y las columnas. Juan Pablo se preguntó cuánta historia habría detrás de esa magnífica construcción medieval, cuánto esfuerzo humano, sufrimientos y también inteligencia, habilidades y destrezas. No podía entender cómo esos arquitectos sin formación pudieron calcular sin instrumentos y con conocimientos mínimos, llegar a una obra que debería durar siglos.

Sin darse cuenta mientras meditaba, se encontró dando gracias a Dios por su vida, por su liberación y haber podido emerger de ese infierno que le tocó sufrir. ¿Debería perdonar a sus verdugos? Le dolía la pregunta porque su instinto le respondía que por ningún motivo podría perdonarlos. Pero ahí estaba delante del Dios en que creía y que lo instaba al perdón. Juan Pablo había tenido educación católica, pero hacía tiempo que no practicaba. Su fe era la del carbonero, como se decía. Una fe simple en un Dios origen de la vida y que a lo largo de todas las generaciones de la humanidad nos entregó códigos de conducta, de ética, de amor entre los seres humanos. Pero sentía rechazo hacia las iglesias. Le parecían burocracias y administradoras de la fe para ejercer un poder sobre los pueblos. Margot, en cambio, se había arrodillado y rezaba con devoción. Recorrieron las naves, los altares y contemplaron los vitrales. Luego salieron, en silencio e impresionados. Una maravilla de la antigüedad.

El cansancio comenzó a apoderarse de ellos. Ya eran más de las dos de la tarde y pensaron que lo mejor sería entrar a algún restaurant y almorzar, o comer, como decían los españoles. No les costó mucho encontrar un buen lugar. Esta vez optaron por un pavo relleno con ciruelas, pasas y piñones, cocido en cazuela de barro. Agregaron un plato de butifarras y tomates. Para el vino, Margot recomendó un Sangre de Toro cabernet sauvignon, aparte de agua mineral gasificada. Para el postre pidieron un mel i mató según decía la carta, que terminó siendo un tipo de queso fresco con miel.

El mozo, al escuchar el acento chileno de sus comensales, les dio conversación y, por supuesto, le parecía terrible lo que se escuchaba de la dictadura de Pinochet. Al terminar el almuerzo y levantarse después de haber pagado, les recomendó visitar el Museo Picasso, que estaba muy cerca.

− No dejen de visitarlo. Todos los turistas van a ese lugar. Es una vieja casa que alberga sus obras. No es que a mí me guste particularmente, ¡vamos! Que no lo entiendo mucho, pero alguna vez en la vida hay que verlo. Sobre todo, sus primeras pinturas. ¡Ésas se las recomiendo!

Efectivamente, el museo estaba muy cerca, a no más de dos cuadras de la Basílica de Santa María del Mar, en la calle Montcada. Se dieron cuenta que necesitarían varias visitas para recorrer todas las obras del pintor malagueño, por lo cual decidieron no quedarse más de una hora, para regresar y descansar, porque nuevamente la fatiga comenzaba a apoderarse de ellos. Llamaron un taxi y Juan Pablo acompañó a Margot a su edificio y él se iría a su hotel. Acordaron salir a cenar a las nueve de la noche.

Juan Pablo Solar estaba nervioso ante su próximo encuentro con Margot Lagarrigue. Habían quedado de cenar esa noche. Se miró fijamente en el espejo del baño y se dijo a sí mismo:

− Juan Pablo Solar. Llegó el momento.

Se sabía tímido por naturaleza, aunque no le costaba definir sus ideas con claridad cuando enfrentaba algún desafío. A lo largo de su vida había ido superando su timidez y había ganado en asertividad. Observó su rostro de hombre joven, de treinta y cinco años. Mostraba las penurias de un año de encierro, en un campo de prisioneros, con el rigor de un clima casi antártico y las huellas de las humillaciones, hambrunas y golpes. Ahora sentía estar en las antípodas y una excitación que no experimentaba desde su adolescencia se había apoderado de él.

Margot. Estaba seguro de quererla, desearla y aunque el futuro tenía muchas incertidumbres, pensó que juntos lo podrían enfrentar con energía y mucho amor. ¡Cómo había cambiado su vida en el último mes! La liberación repentina, el encuentro con su familia por unos pocos días, la llegada a Inglaterra y de pronto, la noticia de que Margot estaba a la vuelta de la esquina. Era como si lo hubieran metido a una coctelera.

Conoció a Margot cuando ella era estudiante, al comienzo de su carrera de ingeniería en la Universidad de Chile. Fue en su proclamación como candidata a reina de la Fech por las facultades de Arquitectura e Ingeniería, las que habían hecho una alianza para competir mejor. Cuando Juan Pablo la conoció, mientras participaba en el comité organizador de la elección, quedó impresionado por su belleza y simpatía. Se acercó con intenciones seductoras, pero ella, muy elegantemente, le advirtió que no perdiera tiempo porque ya estaba comprometida. Había iniciado un pololeo desde fines de su educación media con Rodrigo Darrigrande, quien entonces también estudiaba ingeniería. Se casaron, pero algún tiempo después Rodrigo y Juan Pablo se encontraron trabajando juntos en la Corfo. Se hicieron buenos amigos y frecuentaron sus hogares.

Juan Pablo se casó con Alicia Fuentealba, una mujer a quien conoció en una fiesta. Fue un entusiasmo loco y cargado de erotismo. Alicia era exuberante, le encantaba bailar, hablar fuerte, ser el centro de mesa y coquetear con medio mundo. Estudiaba para secretaria ejecutiva en Manpower. Pero el matrimonio no alcanzó a durar un año. Los coqueteos de Alicia con otros hombres no cesaron y un día Juan Pablo la descubrió acostándose apasionadamente con otro. Tuvieron una escena violenta y ella le lanzó que no estaba dispuesta a sacrificar su libertad y su juventud. Para Alicia la fidelidad era un mito. De común acuerdo anularon el matrimonio. Juan Pablo se dio cuenta, tardíamente, que había hecho una elección muy equivocada y que no estaba interesado en vivir de esa manera. Él se sentía un hombre de familia, quería estabilidad, hijos. Y quedó solo. Aumentó sus visitas a la casa de sus amigos Rodrigo Darrigrande y Margot y aunque la siguió admirando en secreto, tuvo claro que no había espacio para seducciones ni acercamientos románticos. Establecieron una amistad genuina y se sintió correspondido por la pareja. De vez en cuando salían juntos y él invitaba a alguna amiga.

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