Posontológico, posfundacional, posjurídico

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Basado en este análisis el autor concluye que el uso que los grupos de interés realizan de los medios de comunicación es uno de los nuevos mecanismos de legitimación utilizados en la sociedad del capitalismo tardío para perpetuar el esquema de dominación, manteniendo a los sujetos políticos, en el sentido emancipatorio del término, en un letargo permanente que imposibilita el surgimiento de cualquier propuesta crítica (Colom, 1992, p. 174). En su análisis complementario, Kirchheimer sugiere la existencia de otro mecanismo de legitimación, el Estado de bienestar, que es entendido como “un régimen capitalista de intervención estatal destinado a asegurar la continuidad del ciclo económico y una cierta redistribución social de los recursos” (Colom, 1992, p. 168).

Más allá del autoritarismo jurídico: libertad y justicia posjurídicas

Franz Neumann y Otto Kirchheimer desarrollan una teoría acerca del autoritarismo en el Estado liberal por medio del análisis y explicación del ascenso de la hegemonía fascista en los Estados europeos a mediados del siglo XX y el contrasentido e involución histórica que ello implicó frente a las democracias modernas. El liberalismo posibilita el surgimiento y dominio del fascismo gracias, principalmente, a tres factores, a saber, la excesiva formalización del sistema jurídico, la expulsión del componente valorativo y la racionalidad formal que se manifiesta en un ansia de juridización, cuya consecuencia es la no corrección de procesos, reglas y normas, y por consiguiente la incapacidad para orientar el actuar político.

Esto permite hacer una desmitificación del liberalismo: en primer lugar, el Estado moderno no surge de un contrato social, sino de un acuerdo de grupos de intereses; en segundo lugar, el derecho se identifica con la moral, por lo que aquel pierde su capacidad ética mínima, y por último, la racionalidad es remplazada por una técnica de dominación, que instituye una noción totalitaria y organizativa de la sociedad, que se enfoca en el monopolio del capitalismo, lo que a su vez afecta el significado de la política, que en adelante debe entenderse como “lucha por el poder, no jurisprudencia. Por ello resulta imposible disolver las relaciones de poder en relaciones jurídicas” (Colom, 1992, p. 163). De esta manera se concluye que las relaciones sociales demuestran estar regidas por componentes enteramente irracionales, con lo que se corrobora el fracaso del proyecto del positivismo jurídico5.

En el ensayo “Angustia y política”, Franz Neumann (1968) explora la condición democrática en clave de autonomía individual definiendo tres tipos de alienación: la alienación social, la alienación psíquica y la alienación política, que se concretan en la pérdida de la identidad, la sensación de inseguridad en el entorno y el temor hacia la voluntad libre y el espacio público, respectivamente. Estos tres tipos de alineación tienen como principal recurso el miedo irracional que genera la identificación con líderes autoritarios (Honneth, 2007).

El miedo irracional es, pues, la base de movimientos totalitarios. Sigmund Freud ignora este contexto social y político, y en ese vacío es donde Schmitt cataliza el miedo existencial a la estructura política y jurídica. En ese sentido, dirá William Scheuerman, Franz Neumann y Otto Kirchheimer ofrecen un antídoto a la teoría de Schmitt a través de dos conceptos que desarrollan contra aquel: el concepto de libertad política y el de justicia política. La libertad política y la experiencia de la libertad son el instrumento contra la irracional ansiedad amigo/enemigo. La democracia permite desarrollar la experiencia de la libertad, individual y colectivamente (Scheuerman, 1997).

Neumann analiza la libertad jurídica en el marco de la rule of law liberal y su sistema de derechos básicos, su pretensión de un sistema judicial independiente y la promulgación de leyes generales. La libertad jurídica consagra de manera formal la voluntad democrática y otorga seguridad jurídica al individuo frente al Estado; sin embargo, genera, a su vez, una paradoja: regula libertad pero constriñe autonomía. La alienación política deviene un reto para la democracia que solo una rule of law democrática puede reparar. En ese sentido, Neumann señala que la libertad política deber ser entendida más allá de la libertad jurídica enmarcada en la regla de derecho, dado que esta la reduce al racionalismo extremo del derecho moderno, esto es, a un formalismo legalista.

Adicionalmente, la libertad política presupone opinión pública informada. La teoría política debe preocuparse por las formas alternativas de la acción política, que se concretan en la participación en dinámicas deliberativas y judiciales, centralizadas en el carácter dialógico de la democracia, a saber, voluntad y conocimiento de libertad y su consecuencia obvia, esto es, una acción política desde la rule of law democrática que exalta la autonomía de dicha acción y la saca del plano del constreñimiento formal y constitucional.

En la misma línea argumentativa que Neumann, Kirchheimer propone un análisis crítico de la deformalización de la ley. En ese sentido, la rule of law, además de seguridad jurídica, supone equidad social y desregulación burocrática, como también un cuerpo parlamentario que le dé contenido y complemente los procedimientos de la legislación central. Adicionalmente, el autor remite a la reconstrucción del imperio de la ley, lo cual se hizo necesario después del cataclismo del nazismo y fascismo, que impone una crítica al Estado de bienestar y a la ambigüedad entre norma y excepción.

Frente al imperio parlamentario (procedimental) de la ley y el imperio administrativo del derecho, propone, partiendo de la idea emancipatoria de la rule of law, el imperio democrático del derecho, que excede aplicaciones burocráticas y expertos legales, priorizando la idea del contenido democrático del constitucionalismo. En concordancia, para Kirchheimer la legalidad depende de la democracia; esto fue olvidado por el formalismo jurídico, que ha desgarrado la idea emancipatoria de la agenda constitucionalista, la cual ha terminado por limitarse al constitucionalismo de las clases medias, rezagando la idea de una opinión pública y diversa del mundo contemporáneo.

Para el autor, el concepto de justicia política confronta el instrumentalismo decisionista de Schmitt, cuestionando las formas de acción legal bajo la distinción amigo/enemigo, que no hace más que reproducir las ideas del autoritarismo y la supremacía del derecho entendido desde los expertos legales y el imperio de la burocracia. A contrario sensu, propone derrumbar esa visión unidimensional schmittiana y en lugar plantear la multidimensionalidad democrática.

Tanto Neumann como Kirchheimer desarrollan así una razonable defensa de la excepción en el mundo contemporáneo. Su objetivo es mostrar cómo la acción del Estado mina la regla de derecho y contradice su espíritu utópico, y de ahí la necesidad de reconceptualizar el sueño liberal de la regulación estatal y de cuestionar el derecho racional y el optimismo constitucional. La razón de Estado irracional ha pervertido la esfera política, frente a lo cual el Imperio de la Ley ofrece apenas una protección relativa.

Habermas: sistema y mundo de la vida

Mundo de vida y desacoplamiento sistémico

Habermas parte desde muy temprano de una diferenciación muy interesante y decisiva entre sistema y mundo de vida. Sin duda recuperando el sentido de la teoría sistémica de Talcott Parsons (1984), uno de sus grandes contradictores pero también su maestro, Habermas pretenderá fundamentar un concepto de crisis social introduciendo una diferenciación entre lo que denomina sistema y mundo de vida (Habermas, 1975), como dos instancias distintas de una misma totalidad social cuyas contradicciones y conflictos determinan la tipología de las crisis que se presentan al interior de la sociedad capitalista.

Según Habermas, las crisis surgen cuando entran en contradicción los sistemas sociales que componen el sistema-sociedad, a saber, el subsistema económico, el político-administrativo y el sociocultural, este último compuesto por las formas y expresiones subculturales que conforman lo que se denomina mundo de vida. De esta forma, se tiene que la crisis se expresa en la contradicción entre los sistemas económico y político-administrativo, cuyo objetivo es la funcionalidad del sistema y la integración sistémica, y el sistema socio-cultural, cuya función es justificar normativamente las formas de vida y el sistema en general, para posibilitar la integración social, fundamentada en consensos obtenidos gracias a los procesos comunicativos vitales que se establecen en la institucionalidad donde se dan dichas formas de vida.

Cabe resaltar que cada uno de estos tipos de integración social se corresponden con un tipo de sociedad determinada: el sistémico a la sociedad capitalista, y el social a la sociedad tradicional. Empero, ambas formas de integración social se presentan simultáneamente en cada una de las formas de sociedad descritas. Esta coexistencia de los dos tipos de integración, la sistémica y la social, se manifiesta en un conflicto entre dos principios de organización social opuestos: una integración sistémica cuyo principio de orden es el control, y una integración social cuyo principio de orden es el consenso.

El diagnóstico habermasiano del análisis de ambas dimensiones apuntaba ya desde entonces, y así lo enfatizaría más tarde6, a mostrar que este conflicto se resolvía momentáneamente en un desacoplamiento entre sistema y mundo de vida, es decir, un desacoplamiento entre integración social e integración sistémica, propiciado por la división del trabajo, en lo cual la primera quedaba supeditada a la segunda a través de la consolidación de subsistemas sociales que no requieren directamente consensos normativos del mundo de la vida para garantizar su funcionalidad. Ello genera un cuadro de consecuencias de enorme significado para el desarrollo de las sociedades capitalista o en transición estructural: una sustitución del lenguaje vital por medios objetivos de coordinación social (por ejemplo, dinero, poder); un aumento del control técnico y organizativo sobre la sociedad; y, finalmente, un desequilibrio entre ambos niveles de integración de la sociedad que deforma su proceso histórico de racionalización social.

 

La racionalización social puede reconstruirse históricamente en tres momentos diferentes: un primer momento, en el cual no hay diferencia entre sistema y mundo vida, lo que quiere decir que los componentes estructurales del sistema social, a saber, sociedad, cultura y personalidad, se encuentran adheridos entre sí. En este momento se está ante la sociedad tradicional, en la que los procesos funcionales se comprenden en el marco de la institucionalidad.

Un segundo momento, generado gracias a la racionalización capitalista, en el cual los componentes estructurantes de la integración social se separan, planteando un desafío para la coordinación de la acción entre los hombres, que se intenta solucionar a través de esfuerzos comunicativos para garantizar la funcionalidad social. En este momento se configura la sociedad tradicional en transición estructural.

El tercer momento, que es consecuencia del afianzamiento del proceso llevado a cabo en el momento anterior, se concreta en la separación total entre sistema y mundo de la vida, quedando la segunda subordinada a la primera, esto es, anteponiéndose la integración sistémica a la social. Esto tiene como consecuencia que el mundo de la vida quede gobernado por mecanismos tecnocráticos institucionales e impersonales, que remplazan la acción comunicativa intersubjetiva por la articulación sistémica. En este momento se consagra la sociedad capitalista y poscapitalista.

El proceso culmina así con una sociedad diferenciada, en la cual las patologías sociales son consecuencia del remplazo de las mediaciones intersubjetivas por los procedimientos de juridización, que anclan la integración social a una serie de procesos automatizados que favorecen su integración sistémica. En estos procesos funcionales, las conexiones sistémicas se concretan a través de procedimientos jurídico-legales, con lo cual el derecho deviene en el instrumento de consolidación de los subsistemas económico y político-administrativo frente al subsistema sociocultural que representa al mundo de la vida (Serrano, 1994).

Colonización del mundo de la vida

La tesis central de Habermas es que en la sociedad capitalista moderna el derecho se convierte en un instrumento organizador, que pretende que el subsistema económico y el político-administrativo superen el sociocultural y colonicen el mundo de la vida para su integración funcional al sistema. Habermas (1990a) retoma el hilo de esta problemática una vez ha mostrado el desarrollo sistémico que sufre el capitalismo avanzado y del cual el estructuralismo funcional de Talcott Parsons y, posteriormente, el funcionalismo estructural de Niklas Luhmann (1990, 1994)7 son expresiones teóricas de significativa relevancia para su adecuada comprensión (Parsons, 1984). En efecto, la hipótesis global se resume en que el desacoplamiento del mundo de la vida de los otros subsistemas provoca perturbaciones en la reproducción simbólica del mundo de la vida, lo cual se manifiesta en los fenómenos de frialdad y deshumanización, entre otros, que la sociedad percibe como patologías insalvables del proceso de modernización (Parsons, 1984).

Habermas reinterpreta el análisis weberiano y sistémico, tanto de Parsons como de Luhmann, y analiza el fenómeno de la burocratización y sus consecuencias de la pérdida de sentido y libertad, desde la perspectiva marxista-lukacsiana de la colonización del mundo de la vida. Esta cosificación (o colonización) se ejerce en las sociedades modernas a través del remplazo de las formas e instituciones sociales tradicionales por la propiedad privada y el dominio legal, consagrado en el derecho positivo. La realidad objetivizada se apodera de los contextos comunicativos del mundo de la vida y el derecho reemplaza paulatinamente a la ética como marco normativo de la acción social.

Una serie de patologías se desprenden de este proceso, las cuales no deben confundirse con el proceso mismo de burocratización. En primer lugar, la integración social confunde las esferas pública y privada y el intercambio entre sistema y mundo de vida que se mueve entre el sujeto-consumidor y el sujeto-ciudadano, y que funciona dentro de las dinámicas del subsistema sociocultural y los subsistemas económico y político-administrativo. En segundo lugar, frente al espacio de la opinión pública el individuo pierde capacidad para darle orientación unitaria a su vida, siendo que reemplaza los elementos morales por imperativos sistémicos. Es decir, que cuestionan, según las categorías de Luhmann (1990), la procesualidad sistémica sobre la que se autolegitima el sistema como tal.

Esto evidencia, en tercer lugar, la forma en que el proceso de burocratización deriva, en el capitalismo avanzado, en una cosificación sistémicamente inducida que enfrenta la dinámica evolutiva (mundo de la vida) con la lógica evolutiva (sistema) de la integración social. En este contexto adquiere pleno sentido la tesis de Marx y Lukács sobre la reificación de los ámbitos de acción socialmente integrados en términos de la colonización interna que el sistema, a través del derecho, ejerce sobre el mundo de la vida (Luhmann, 1990). Esta colonización reduce las relaciones de intercambio entre sistema y ser humano a relaciones subrepticias en las cuales las necesidades humanas se limitan a la legitimidad autorreferente del sistema, imposibilitando el cambio en las dinámicas de este y la autorrealización verdadera.

Lo anterior tiene como consecuencia la fragmentación de la conciencia cotidiana que, gracias a la colonización sistémica del mundo de la vida, genera fenómenos culturales de frustración y desencanto. La colonización, desde el punto de vista histórico, se explica en las denominadas hornadas de juridización, que se remiten a macroestructuras institucionales que han penetrado la sociedad occidental y el mundo en general, desde la Edad Moderna.

Ese aumento del derecho positivo es la evidencia clara de la supremacía de la integración sistémica sobre la social, y de su racionalidad que se concreta en dos fenómenos que caracterizan el proceso mismo de racionalización del derecho: el adensamiento y la extensión del derecho positivo y los procedimientos jurídicos. Habermas define las siguientes cuatro hornadas de juridización a partir del siglo XVI, a través de las cuales se han ido expresado y agudizando estos fenómenos, a saber: Estado burgués, Estado burgués de derecho, Estado democrático de derecho y, finalmente, Estado social y democrático de derecho (Habermas, 1990b).

Racionalización del lenguaje y ética discursiva

Para Habermas (1990b), la reconstrucción normativa de la legitimidad se basa en la reconstrucción racional del lenguaje y pasa por la determinación de las condiciones formales para la elaboración comunicativa de un consenso racional8. La reconstrucción racional del lenguaje se basa en el entendimiento como el telos del lenguaje y comprende el discurso como el medio racional del entendimiento que se sustenta en la validez del habla, de los argumentos y su racionalidad.

La pragmática universal, condición de posibilidad para una reconstrucción racional del lenguaje, parte de la consideración de que el lenguaje racional debe cumplir unas pretensiones de validez y unas funciones pragmáticas del habla. Las pretensiones de validez establecen que todo argumento debe cumplir una serie de requisitos: 1) de entendimiento, 2) de verdad, 3) de veracidad, y 4) de corrección o rectitud moral. Ello permite satisfacer las funciones pragmáticas del habla, a saber: la función constatativa o representativa (verdad), la función expresiva (veracidad) y la función regulativa o interactiva (rectitud), fundamentales para nuestro modo de ser social en el mundo.

La situación ideal del habla (los actos ilocutivos) constituye la condición de una argumentación plenamente racional y, según Habermas, permite encontrar el principio de legitimidad en el diálogo. Este principio es el mismo principio de la democracia, el cual se define por un principio dialogal de legitimación. De este modo, el diálogo es el que posibilita la reconstrucción normativa de la legitimidad, basándose a su vez en el consenso logrado a través del entendimiento, propósito central del lenguaje. Es gracias a esta comunicación no coaccionada –que, a través del diálogo, llega a un entendimiento– que se produce la formación discursiva de la voluntad colectiva. De ahí que la democracia se fundamente normativamente en un principio consensual de legitimación.

La garantía de constitución de la voluntad colectiva será vista por Habermas en una ética procedimental del discurso práctico. Esta ética del discurso establecerá dos principios: el principio U o principio de universalidad, y el principio D o principio de argumentación moral, cuya satisfacción permite fundamentar el consenso racional normativo que caracteriza los dos efectos perlocucionarios que se desprenden de los modos ilocucionarios derivados los actos de habla, esto es, la acción orientada al entendimiento, propia del mundo de la vida, diferenciándola de la acción orientada al éxito, propia de los subsistemas económico y político-administrativo y sus objetivos estratégico-instrumentales (Habermas, 1985).

El principio U reza que “toda norma válida ha de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se derivan, previsiblemente, de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada particular, pueda ser aceptada libremente por cada afectado” (Habermas, 1985, p. 234). La justificación de este principio de universalidad solo puede llevarse a efecto dialógicamente a través de un principio de argumentación, el principio D: “Únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que consiguen (o pueden conseguir) la aprobación de todos los participantes de un discurso práctico” (Habermas, 1985, p. 237).

Estos principios no predeterminan ningún contenido normativo previo para la formación de la voluntad colectiva, sino que establecen las condiciones dialógicas inmersas a manera de posibilidad en la ética del discurso. Se trata, en últimas, de diferenciar los dos tipos de acción social: por una parte, la acción social orientada al éxito, de corte instrumental y estratégico determinada por las reglas de elección racional y, por otra parte, la acción social orientada al entendimiento de los sujetos comprometidos en la acción a través de un proceso dialogal de consensualización (Habermas, 1990b), en donde se concreta, según Habermas el modo original del lenguaje. Esto se explica a partir de la teoría de los actos de habla de Austin (1962) y Searle (1969). El habla posee una doble estructura: por una parte, el sujeto se refiere a algo en el mundo y, por otra, de manera simultánea se establece una relación con el otro.

En la acción orientada al entendimiento el lenguaje es utilizado para conciliar planes de acción mediante la coordinación intersubjetiva. La función de coordinación propia de la acción comunicativa supone tres planos de reacción de un oyente frente a un acto locutivo: 1) el oyente entiende el significado; 2) el oyente toma postura ante ello, y 3) el oyente orienta su acción según su aceptación o rechazo.

Ante esto se plantean dos posibilidades: la primera es que el hablante imponga su propuesta mediante mecanismos de sanción preexistentes; la segunda, que acuda a pretensiones de validez respaldas racionalmente. Solo en esta segunda se accede a un entendimiento intersubjetivo que buscará refrendarse en la satisfacción de las pretensiones de validez (verdad, rectitud y corrección moral) anotadas antes. De cumplirse estas en el marco de las funciones pragmáticas del habla (constatativas, regulativas y expresivas), y reguladas por los principios de la ética del discurso, se sientan las condiciones comunicativas para lograr un entendimiento intersubjetivo y, por su intermedio, una fundamentación consensual desde la cual emprender la reconstrucción normativa de la legitimidad desde el mundo de la vida (Wellmer, 1994).

 

El mundo de la vida revisitado

Desde las imágenes del mundo al mundo de la vida

Habermas pretender describir las implicaciones del tránsito del paradigma de las imágenes del mundo al mundo de la vida. En el momento en que se produce el traslado del trasfondo epistemológico del mundo de las imágenes que puede ser analizado por las ciencias sociales, entra en escena el mundo de la vida visto como horizonte de posibilidad, que no puede ser analizado objetivamente debido, entre otros, a su estatuto ontológico. El mundo de la vida permitirá encontrar una gran estructura básica de consenso (no fundamental), que ha sido eclipsada por las imágenes del mundo.

Los anteriores postulados son desarrollados por Habermas a partir de cinco ejes fundamentales, a saber, primero, la descripción de los conceptos del mundo de la vida, el mundo objetivo y el mundo cotidiano; segundo, los problemas desde el panorama filosófico-trascendental del mundo objetivo analizado por las ciencias naturales; tercero, el surgimiento de las ciencias sociales y humanas como obstáculo para efectuar una reflexión filosóficotrascendental; cuarto, el problema que se genera para una concepción monista del mundo cuando se plantea la relación entre el mundo de las imágenes y el mundo de la vida; y por último, la búsqueda de la salida a esta última problemática.

Para Habermas, cuando se habla de cosmovisión se trata de la imagen del mundo como resultado del proceso de comprensión de la totalidad. Pero existe una diferencia entre cosmovisión e imagen del mundo. Cuando se trata de la cosmovisión, se hace referencia al proceso de representación del mundo, la manera en que cada cual lleva a cabo el proceso de comprensión de este; cuando se trata de la imagen del mundo, se hace referencia al resultado de dicho proceso, el cual actúa en pro de la verdad.

Tanto las imágenes del mundo como las cosmovisiones direccionan la vida misma, dado el conocimiento que llevan implícito. Sin embargo, dicho conocimiento no debe ser enmarcado como conocimiento científico impregnado de instancias de objetividad. Agrega el autor que en tanto la filosofía continúe haciendo referencia a la totalidad del mundo, a manera de cosmos, historia universal, historia sagrada o cualquier otra que pretenda definirlo, seguirá ubicándose en la función de explicar las imágenes del mundo.

Ahora bien, las imágenes del mundo se ofrecen como una especie de autocomprensión y de ethos particulares, y como tales se les resta la capacidad de convertirse en representaciones generales. La filosofía se aparta y no busca impulsar su generalización; en su lugar, busca apropiarse de la especificidad para plantear distintas áreas disgregadas y resultantes, entre las que se encuentran, de acuerdo con lo señalado por Habermas, el derecho, la religión, la moral y el arte. Pero, seguidamente, se pregunta el autor sobre la conveniencia de dicha disgregación, frente a lo cual planteará el mundo de la vida como recurso que permite unir y entender como sistema aquello que ha sido disgregado. En concordancia, afirma que “el camino desde las imágenes del mundo al concepto del mundo de la vida que voy a esbozar abre el panorama para llegar a alcanzar una filosofía sin ‘derivadas’, de una manera no fundamentalista” (Habermas, 2015, p. 24).

En lo que respecta al mundo de la v ida, Habermas señala que este no se comprende como un cosmos con un orden definido, impregnado de concepciones que determinan la salvación propia (explicada por la religión e inclusos por las ciencias objetivas), sino que, por el contrario, está dado de manera preteórica. Lo que esto quiere decir es que el mundo de la vida no es exterior; de hecho, las personas se encuentran inmersas en él de manera finita; de este modo, la estancia en el mundo de la vida se define de acuerdo con las relaciones que se establece con todo lo que sucede en dicho mundo.

El mundo de la vida se presenta, así, como un horizonte de experiencia, que acompaña al sujeto intuitivamente en su trasegar. Además, funciona como lugar de reconocimiento histórico de la existencia propia, por medio de la encarnación, la sociabilización comunicativa. La certeza de la representación propia opera en tres niveles: el primero, el de las realizaciones vitales y orgánicas; el segundo, en la sociabilidad del sujeto por medio de las prácticas sociales; y el tercero, en la acción del sujeto que interviene en el mundo de la vida. Según el autor, cuando existe consenso sobre un algo de este mundo operan las certezas performativas y es tarea de la filosofía descubrir los aspectos más generales de estas certezas (esto es, más allá de representaciones particulares), dado que componen las arquitecturas del mundo de la vida.

En ese sentido, no se trata de comprender el mundo en sí, como ha sido dado, sino de reflexionar sobre las condiciones que lo generan, esto es, a manera de horizonte de posibilidad que no precede pero que siempre está presente. Por tal razón “tras ese retorno antropocéntrico al suelo y al horizonte de ser-en-el-mundo no quedará de la imagen del mundo sino el marco vacío de los conocimientos generales posibles de todo mundo” (Habermas, 2015, p. 25). Con la alusión al mundo-vital, el autor se aleja de la perspectiva de las imágenes del mundo, desde la cual la totalidad opera como entidad orientadora.

A contrario sensu, según Habermas, se trata de la descripción del mundo de la vida a la manera de Husserl, esto es, evitando el fundamento de sentido y la pretensión de objetividad de las ciencias. De esta manera, parte de la cuestión relativa a las consecuencias del análisis científico de la autocomprensión de las personas, cuáles son los límites de ello e incluso si es en realidad posible el análisis referenciado.

Agregado a lo anterior, Habermas señala que la filosofía europea dio un paso importante al contemplar la diferencia entre el mundo epistemológico, esto es, el que puede ser estudiado en la autocomprensión del sujeto por las ciencias objetivas, y el mundo ontológico, que se encuentra desencantado de cualquier tipo de objetivación, por lo que se trata aquí del mundo de la vida. En ese sentido, “al contribuir a la genealogía de un mundo y objetivado del mundo de la experiencia, la filosofía europea ha desplazado el papel epistemológico del mundo de la vida” (Habermas, 2015, p. 25).

Para analizar dicho desplazamiento, el autor se refiere a tres tipos de mundos distintos, a saber: el mundo de la vida, el mundo de lo cotidiano y el mundo objetivo. Para referirse al mundo de la vida hay que hacer referencia a la distinción entre conciencia performativa y conocimiento falible. Resulta que, según Habermas, el mundo de la vida se presenta de forma performativa, es decir, en la representación de las certezas vitales, las cuales llevan implícitas un trasfondo de conocimiento prerreflexivo, si se quiere a manera de conocimiento preexistente pero no principal. Como ejemplo, se tiene que en “en el temor de perder el equilibrio al caminar sobre la gravilla suelta” (Habermas, 2015, p. 26) opera un cierto tipo de conocimiento que, sin embargo, como se afirmó previamente, no puede entenderse central en el mundo de la vida. No obstante, el autor aclara que este conocimiento ubicado en el trasfondo puede volverse principal por medio de la cooperación y el entendimiento social que se da sobre la base de la comunicación y los procesos de entendimiento.