Documentar la atrocidad

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Kelly, Patrick William. “The 1973 Chilean coup and the origins of transnational human rights activism”. Journal of Global History 8, núm. 1 (2013): 165-186.

Leuenberger, Christine e Izhak Schnell. “The politics of maps: Constructing national territories in Israel”. Social Studies of Science 40, núm. 6 (2010): 803-842.

Rivas, Jairo. “Official Victims’ Registries: A Tool for the Recognition of Human Rights Violations”. Journal of Human Rights Practice 8, núm. 1 (2016): 116-127.

Rousso, Henry. La última Catástrofe. Santiago: Editorial Universitaria, 2018.

Wieviorka, Annette. L’Ère du témoin. París: Plon, 1998.

CAPÍTULO II

Tecnologías políticas de registro y denuncia de la violencia de Estado

Oriana Bernasconi

El principio general de Foucault es el siguiente:

toda forma es un compuesto de relaciones de fuerzas.

Gilles Deleuze

Guerra Fría y violencia de Estado en Latinoamérica

La masiva explosión de la represión y persecución política que experimentó Latinoamérica luego del fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, fue una consecuencia directa de la disputa internacional entre el bloque capitalista y el socialista, conocida como la Guerra Fría (Brands 2010; Harmer 2013). En esta guerra, los Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaron por la hegemonía política, militar y económica mundial (lo hicieron también en otros ámbitos públicos como la ciencia, el deporte, la producción cultural y social). Su rivalidad influenció tanto las relaciones internacionales como las relaciones internas de los países.

En respuesta a la expansión Soviética en Europa del Este, y las revoluciones anticoloniales de inspiración marxista en partes de Asia y el norte de África (Corea, Vietnam, Argelia), las prioridades geopolíticas de los Estados Unidos incluyeron prevenir la expansión de similares revoluciones y movimientos antiimperialistas en el continente americano. Estados Unidos persiguió este objetivo a toda costa, y con especial vigor, allí donde el partido comunista tenía influencia. Durante la Guerra Fría, América Latina quedó alineada dentro de las estrategias de Estados Unidos, sucediéndose golpes militares y guerras civiles en nombre de la defensa de la cultura occidental y cristiana y en contra del comunismo anticapitalista. Esta confrontación mundial se mantuvo hasta el término de la Unión Soviética que se inició con la Perestroika en 1985 y concluyó con la caída del Muro de Berlín en 1989.

Si bien las dictaduras en América Latina habían surgido en varios países mucho antes de la Guerra Fría, como en Nicaragua, República Dominicana, Cuba o Haití, este contexto ideológico no hizo más que reforzarlas. Así, desde 1954 en adelante, las dictaduras se extendieron a Guatemala, Paraguay, Brasil, Chile, Uruguay y Argentina. En algunos países como Guatemala, Colombia, Nicaragua, El Salvador y Perú, entre otros, se gestaron movimientos armados en nombre de procesos revolucionarios con distintos desenlaces. Las únicas resistencias exitosas fueron la Revolución cubana en 1959, que instaló un gobierno socialista que se alineó con el bloque soviético, y el derrocamiento del dictador Anastasio Somoza en Nicaragua en 19791. Por lo demás, los proyectos revolucionarios fueron derrotados tanto en el centro como en el sur de América mediante represiones sangrientas.

Las fuerzas armadas latinoamericanas adoptaron estrategias represivas que se caracterizaron por el uso de la tortura y del poder de dar muerte con el fin de neutralizar a la población. La situación fue caracterizada como terrorismo de Estado. Esta estrategia, que operó a expensas de una población civil indefensa, fue considerada no solo aceptable sino particularmente recomendable para luchar contra la “amenaza comunista” y las revoluciones izquierdistas. La estrategia fue implementada a lo largo y ancho del continente, con total ignorancia de los preceptos de legislación internacional de derechos humanos y la legislación humanitaria internacional. La violencia de Estado encontró inspiración en la denominada Doctrina de Seguridad Nacional, desarrollada y sostenida por el gobierno de los Estados Unidos. Esta doctrina promovía la violencia contrainsurgente en el marco de la guerra contra el “enemigo interno”. La propaganda interna en los países del continente exacerbó el lenguaje bélico, aunque en la mayoría de ellos no hubiera una guerra efectiva. En jerga militar el blanco eran los “elementos subversivos”, es decir, militantes de partidos y movimientos de izquierda, organizaciones territoriales, estudiantiles y de trabajadores como sindicatos y gremios profesionales (Groppo 2016, 31-32). Con el pretexto de controlar al “enemigo interno”, durante los años setenta y ochenta las fuerzas armadas implementaron desde México hasta Chile lo que se ha denominado como “guerras sucias”. Básicamente, ellas consistían en la persecución, encarcelación y muerte del “enemigo’” y en el exilio de cientos de miles de personas. No hubo fronteras para operar, articulándose policías y servicios secretos de distintos países para detener, interrogar, trasladar y asesinar. La Operación Cóndor es un ejemplo de estas coordinaciones criminales2. La masividad de las masacres ocurridas en Guatemala, Colombia, Perú o El Salvador, la desaparición sistemática de personas en Argentina y Chile y la generalización de la “guerra sucia”, generaron terror y aseguraron el sometimiento de la mayoría de la población. En América Latina, el número de torturados, ejecutados y víctimas de desaparición forzada producto de la Guerra Fría se cuenta por cientos de miles, a pesar de que el derecho humanitario estaba incorporado en la legislación de la mayoría de los países donde ocurrieron estos hechos.

El caso chileno es paradigmático. El golpe de Estado de 1973 tuvo lugar en un país que se había caracterizado, desde fines del siglo XIX, por una base institucional bastante estable y democrática. El sistema político chileno era bastante similar, ideológicamente hablando, al modelo europeo continental, compuesto por partidos políticos de izquierda, derecha y centro. Chile tenía partidos marxistas tradicionales, un centro formado por partidos cristianos y no religiosos, y un ala derecha con raíces en el catolicismo conservador. En consecuencia, el panorama político de Chile lo hizo comprensible a los ojos de los Estados Unidos y Europa occidental.

Este sistema político fue puesto bajo tensión por la extrema polarización política que venía afectando al país desde principios de los años sesenta. Esto se acentuó con la victoria electoral de Salvador Allende en 1970, al frente del gobierno de la Unidad Popular. La elección de un presidente abiertamente marxista fue un acontecimiento extraordinario en el continente y fue inaceptable para el gobierno de los Estados Unidos, particularmente en el contexto de la Guerra Fría.

A partir del primer día del triunfo electoral de Allende, Estados Unidos puso en marcha una conspiración que culminó con el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular. En Chile, la derecha política radicalizó su discurso, en una espiral cada vez mayor. La derecha incitó a la acción militar y apoyó activamente el Golpe cuando se produjo, al tiempo que respaldó la persecución abierta de los miembros y simpatizantes de partidos de izquierda. Durante las dos décadas anteriores, muchos oficiales del ejército chileno habían participado en cursos de capacitación en contrainsurgencia, dirigidos por Estados Unidos y destinados a las fuerzas armadas latinoamericanas. Estos cursos fueron guiados por los conceptos de “guerra interna” y “enemigo interno”. Este hecho es clave para entender por qué, después del golpe de Estado, los opositores políticos de izquierda, prácticamente todos civiles y prisioneros indefensos, fueron tratados como combatientes enemigos hostiles, ocultos entre la población en general.

Desde el día del Golpe, la dictadura militar encabezada por el general del ejército Augusto Pinochet (1973-1990) reprimió sistemáticamente a la población con evidente desprecio por la vida, violando los derechos fundamentales de los civiles indefensos. Leyes y decretos de facto crearon un marco legal que amparó las acciones represivas llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas, la policía uniformada, la policía de investigaciones y la policía secreta. La segunda comisión de la verdad de Chile, la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, conocida popularmente como la Comisión Valech, emitió su informe en 2004. Este informe indica que el 67,4 % de todos los arrestos políticamente motivados que la Comisión conoció, tuvieron lugar en los cuatro meses posteriores al golpe militar del 11 de septiembre de 1973. La violencia fue especialmente brutal durante ese período, cuando las operaciones militares realizadas en todo el país produjeron una masa injustificada de trabajadores despedidos; la expulsión de estudiantes de establecimientos educativos; el allanamiento de poblaciones y lugares de trabajo; y ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, interrogatorios y torturas de todo tipo que resultaron en muertes. Además, el régimen desencadenó un control e intervención militar contundente contra una variedad de organizaciones y agencias gubernamentales, así como universidades y fábricas. En el transcurso de los 17 años de dictadura, al menos 1.132 centros de detención funcionaron en todo el país. La vasta estructura y el número de personal dedicado a la represión indican que la estrategia que la dictadura empleó para perpetuarse en el poder no se dejó al azar. Fue una práctica premeditada, sistemática e indiscriminada; un modo de imposición tendiente a paralizar a la población y que corresponde denominar terrorismo de Estado. Producto de ella, alrededor de 8.000 personas fueron juzgadas en tribunales militares. Largas penas de prisión y/o de expulsión del país fueron decretadas para muchos de los condenados por estos tribunales. Miles de personas fueron detenidas y torturadas, miles más se exiliaron para proteger sus propias vidas del terror desplegado mediante ejecuciones extrajudiciales y desapariciones.

 

Documentar la catástrofe mientras ocurre

Como Bickford et al. indican: “Desde sus primeros días, el movimiento de derechos humanos moderno ha descansado en documentos de distintos formatos” (2009, 3). La documentación que evidencia las violaciones a los derechos humanos ocurridas en Chile toma innumerables formas, incluyendo testimonios escritos a mano e historias orales; cartas enviadas desde campos de concentración y cárceles; “calugas” sacadas de contrabando de los centros de detención por un pariente o un trabajador de derechos humanos3; declaraciones de familiares y testigos; dibujos que recrean lugares de prisión o prácticas de tortura; folletos impresos en secreto y grafitis de denuncia por las paredes de la ciudad. Fotografías, videos, grabaciones de audio, sentencias judiciales, recortes de prensa y noticias de radio, revistas clandestinas, documentos producidos por agencias oficiales o burócratas locales, archivos policiales y confesiones de perpetradores, también son fuentes elocuentes. De acuerdo con Bickford et al., “las iniciativas documentales pueden desempeñar un papel fundamental al preservar la evidencia de abusos contra los derechos humanos, estimular la voluntad política de hacer justicia y ayudar a las personas a recordar su historia” (2009, 4). No obstante, en este libro argumentamos que, aunque toda esta evidencia se requiere en contextos posteriores a la violencia, también es parte integrante de las prácticas de resistencia de quienes son reprimidos.

La historiografía internacional puede señalar otros ejemplos de testimonios y reportes de catástrofes que se registraron mientras sucedían. Quizás el gran avance del siglo XX es que tales registros ya no tienen solo el propósito de documentar para la posteridad (“dejar que la historia juzgue”, como suele decirse). Los registros ahora también pueden contribuir a generar impacto judicial tanto en el presente como en el momento posterior al fin del régimen represivo.

Un caso importante de registro mientras se desarrollaba un conflicto fue la creación del Centro de Documentación Judía Contemporánea en la ciudad de Grenoble en 1943. El Centro compiló evidencia de la persecución de judíos franceses4. Otro caso notable ocurrido con anterioridad es el del economista e historiador holandés Nicolaas Wilhelmus Posthumus, quien creó el Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam en 1935. La misión del Instituto era registrar y salvaguardar la memoria de los movimientos de trabajadores europeos en respuesta a la destrucción masiva de los socialistas alemanes, después de que Hitler llegara al poder. Muy pronto, ambas iniciativas percibieron su misión como la de registrar una situación dramática a medida que se desarrollaba. Cada una constituyó una forma de resistencia contra el avance del fascismo. Quizás también las motivó la previsión de la importancia de dejar un registro histórico que algún día podría contribuir a la justicia. Ambos esfuerzos fueron impulsados por una percepción inequívoca de la magnitud de la catástrofe que se acercaba o que ya estaba en marcha, y la necesidad de oponerse a ella mediante el registro y la memoria.

Otro claro ejemplo de la conciencia de la necesidad de preservar la memoria se puede ver en el mensaje que el ministro de Educación holandés, Gerrit Bolkestein, transmitió por radio, desde el exilio en Londres, en 1944. Hizo un llamamiento a todos los ciudadanos de la Holanda ocupada por los nazis para que documenten y preserven, desde ese mismo instante, todo el material disponible; desde lo más simple hasta lo más sofisticado. El propósito era permitir la reconstrucción posterior de la historia del período de guerra y el sufrimiento que su país había soportado. Ana Frank señala en su diario de vida la importancia que este mensaje tuvo para el pueblo holandés durante la ocupación nazi. El mensaje de Bolkestein capturó su agudo sentido del valor del registro personal y cotidiano de la violencia:

La historia no se puede escribir solo sobre la base de decisiones y documentos oficiales. Si nuestros descendientes van a comprender completamente lo que nosotros como nación hemos tenido que soportar y superar durante estos años, entonces lo que realmente necesitamos son documentos ordinarios: un diario, cartas de un trabajador en Alemania, una colección de sermones dados por un párroco o sacerdote. Hasta que logremos reunir grandes cantidades de este material simple y cotidiano, la imagen de nuestra lucha por la libertad no será reunida en toda su profundidad y gloria (Stier 2015, 107).

Aunque el ministro Bolkestein no se refirió específicamente a la justicia, su mensaje evidentemente insta al registro no solo para el bien de la posteridad, sino también para transmitir una comprensión más global de la catástrofe. Tal comprensión dejaría la puerta abierta para futuras acciones de reparación.

La noción de “crímenes contra la humanidad” surgió del Acuerdo de Londres, un documento producido el 8 de agosto de 1945. El Acuerdo estableció los Tribunales de Nuremberg y, por lo tanto, sentó las bases para los esfuerzos de la justicia penal internacional en su forma moderna. A partir de esa fecha, la relación entre registro, testimonio y justicia se hizo explícita. El registro de catástrofes se convirtió en una práctica que, al menos en teoría, podría adquirir implicaciones legales en el derecho penal internacional contemporáneo, a pesar del paso del tiempo respecto de la fecha en que se cometieron delitos graves. El comienzo de un futuro sistema de justicia penal internacional surgió de las cenizas de la peor catástrofe humana experimentada en la historia moderna, que ocasionó entre 45 y 50 millones de muertes, según las estimaciones más conservadoras.

El caso

Este libro sigue el caso de los dos organismos de derechos humanos más importantes que existieron durante la dictadura militar chilena: la Vicaría de Solidaridad (1976-1992), una organización fundada en enero de 1976 por el papa Pablo VI a pedido del cardenal arzobispo de Santiago, y la institución que la precedió, el Comité de Cooperación para la Paz en Chile, que existió entre 1973 y 1975 y fue una de las primeras organizaciones en ofrecer asistencia a las víctimas de la violencia estatal en el país (Cruz 2002; Groppo 2016). Ambas organizaciones se ubicaban en Santiago y la mayoría de los casos que atendieron eran de la zona central del país. Sin embargo, también realizaron trabajos en 24 provincias a través de las redes de la Iglesia católica (Bernasconi, Lira y Ruiz 2018). El Comité y la Vicaría trabajaron para denunciar ante los tribunales de justicia y el público nacional e internacional, las situaciones de aquellos que fueron despedidos de lugares de trabajo y estudio, encarcelados, ejecutados o desaparecidos por razones políticas, o desterrados a áreas remotas del país. Ambas organizaciones ayudaron en la búsqueda de los desaparecidos, y motivaron a los familiares de las víctimas a organizarse. También ayudaron a crear organizaciones de subsistencia (como bancos de trabajo, comedores populares y ollas comunes), y a capacitar a los pobres y desempleados. En los períodos más críticos hubo más de 300 trabajadores y trabajadoras involucrados en estas labores, incluyendo abogados, procuradores, médicos, psicólogos, religiosos, laicos y miembros de organizaciones sociales de todas las denominaciones. A través de este trabajo multidimensional e integral, el Comité y la Vicaría llegaron a proporcionar un modelo para otras organizaciones de derechos humanos que surgieron posteriormente en Chile.

Inmediatamente después del cierre de la Vicaría en 1992, se creó una fundación para preservar y difundir su documentación y la del Comité, la Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad (Funvisol). Este archivo fue el primero en ser sistemáticamente resguardado, catalogado y conservado. Hoy, esta fundación continúa administrando este archivo, disponiéndolo al acceso público mediante un centro de documentación. Luego de 25 años de funcionamiento, Funvisol cuenta con el principal archivo de derechos humanos del país, tanto por el volumen de casos y documentación como por su nivel de clasificación, accesibilidad y conservación. En mayo de 2017, mientras realizábamos la investigación que dio origen a este libro, el Estado chileno declaró a este archivo patrimonio histórico de la nación5.

El archivo Funvisol contiene más de 85.000 documentos únicos (Vergara 2009), creados por organizaciones de derechos humanos o por diferentes instituciones como las Fuerzas Armadas, agencias públicas nacionales, extranjeras e internacionales (embajadas, Naciones Unidas), medios de comunicación, entidades privadas e individuos. Su documentación incluye copias de registros judiciales, recursos de amparo, denuncias internacionales, declaraciones juradas, informes de encarcelamiento y tortura, monitoreo de casos de desapariciones forzadas, registros de allanamientos y otras medidas represivas territoriales. Parte importante de esta documentación está organizada en carpetas de recepción, creadas cada vez que un nuevo caso era abierto. Adicionalmente, nuestra investigación contó más de una centena de fichas y formularios usados para el registro y seguimiento de las denuncias. Además, el archivo conserva la serie de informes periódicos producidos por el Comité y la Vicaría para denunciar la represión ante la Corte Suprema y organismos internacionales (Naciones Unidas, OEA, Consejo Mundial de Iglesias). Funvisol también preserva los originales de la revista de la institución, Solidaridad; más de 400.000 recortes de prensa del período 1973-1991; una colección bibliográfica de más de 1.000 títulos; y un archivo fotográfico sobre el período. La diversidad, la sistematicidad y amplitud de la documentación dan fe de la intensidad y el alcance del trabajo realizado y de la confianza que las personas depositaron en la organización.

El archivo al que accedemos hoy está fundamentalmente organizado a partir de denuncias directas realizadas por los afectados y por la investigación que quienes los asistieron realizaron en cada caso. Esta investigación fue llevada a cabo, con gran riesgo personal, para conducir acciones legales en nombre de las personas perseguidas. Por lo tanto, el archivo no solo reúne documentos análogos a los hechos que registra, sino que sigue la trayectoria de muchos de estos casos por meses, años e incluso décadas, a partir de sucesivas entrevistas con las víctimas o sus familiares y las consiguientes acciones de defensa y asistencia que se les ofrecían6.

Este acervo documental ha resistido el paso del tiempo y la misma violencia que registra, la cual, en ocasiones, se volvió sobre él a través de órdenes de requisamiento, quema y desaparición, o directamente por medio de la prohibición de funcionamiento de los organismos que los crearon, alimentaron y resguardaron. El archivo que examinamos también se caracteriza por seguir el ordenamiento, clasificación y taxonomías definidos por los trabajadores y las trabajadoras que lo usaron en su labor cotidiana. Esto lo diferencia de fuentes documentales que se encuentran, años o décadas después de finalizado el conflicto, en estado de desorden y desclasificación y que son reorganizadas por profesionales que no participaron de su composición original. Tal fue el caso del archivo de la policía secreta de Guatemala, desenterrado casi diez años después del final de un largo y sangriento conflicto armado7.

Conceptos centrales

¿Cómo acercarse, más de cuarenta años después, a esta labor de registro de la violencia política, su organización, usos e implicancias?, ¿cómo hacerlo recreando la historia de una sociedad sometida a una dictadura que violó sistemáticamente los derechos de las personas?

En el proyecto que dio origen este libro, quisimos explorar las microprácticas documentales y los artefactos, procesos y procedimientos que condensan esta labor, de modo de acercarnos a este trabajo de documentación de severas violaciones a los derechos humanos como una forma de resistencia a la violencia estatal.

Basándonos en las obras de los pensadores franceses Michel Foucault (1970) y Jacques Derrida (s. f [1968]), del filósofo italiano Maurizio Ferraris (2013), en los escritos de la socióloga británica Vikki Bell (2014, 2016) y en nuestro propio trabajo (Bernasconi 2018; Bernasconi, Lira y Ruiz 2018, 2019), nos proponemos abordar el registro de las violaciones a los derechos humanos como un conjunto de prácticas complejas y diversas, que suelen incluir elementos sociales, políticos, morales, afectivos y técnicos (Trace 2002, 152). Siguiendo los planteamientos de Foucault (1970), entendemos que el registro es la actividad práctica o proceso mediante el cual un evento es transformado en un enunciado. De esta forma, el registro permite vincular lo visible, un evento, con lo enunciable, una narrativa. El registro es también el resultado o el producto material de esta labor: un documento, una imagen, un dibujo.

 

Sostenemos que la relación entre una declaración y un evento –descrita por Foucault en La arqueología del saber (1970, 28)– se hace evidente en el análisis de estas prácticas documentales. Cada declaración escrita por estas organizaciones de derechos humanos fue al mismo tiempo un acto de inscripción de los eventos represivos, un acto de revelamiento de los esfuerzos destinados a descifrar el horror a medida que se desplegaba y un acto por hacer de la violencia un objeto de conocimiento para la intervención.

A través de ese acto documental, los artefactos de registro permitieron que la situación de daño o violencia traspasara su contexto de ocurrencia para convertirse en una “inscripción”, es decir, un “registro idiomático del evento” (Ferraris 2013, 166). En este sentido, y como demuestra este libro, la inscripción es una acción de transferencia (Taylor 2003) y, potencialmente también, un acto de trascendencia de tiempo y espacio.

Utilizamos la noción de “transposición” para nombrar las operaciones mediante las cuales los actos documentales se transfieren en el tiempo y el espacio debido a su materialidad. El término transposición conserva la capacidad que también tiene la inscripción, de fijar una realidad y diferirla para usos futuros (Derrida s. f [1968]; Taylor 2003; Bell 2016). De esta manera, la idea de la transposición abre un espacio para examinar las inscripciones en relación con sus creadores y los propósitos que deben cumplir: ya sea previsto o no, en el presente o en el futuro. Finalmente, la consideración de los usos y capacidades de la transposición también conecta la reflexión sobre los actos documentales y su inscripción, con el tema de las formas de legibilidad pública (Ferraris 2003, 201 y 174) y la(s) audiencia(s) que son abordadas o alcanzadas por las prácticas documentales.

Este libro describirá algunas de las audiencias con las cuales el trabajo documental del Comité y la Vicaria se ha involucrado en los últimos 45 años, discutiendo su contexto de legibilidad y sus efectos. La capacidad de la documentación e inscripción para involucrar a diferentes audiencias, en diferentes momentos, puede constituir, en la práctica, uno de los legados más importantes del registro de violaciones de derechos humanos realizado durante la dictadura militar chilena, directamente relacionado con la promesa de garantías de no repetición.

Comúnmente, la literatura académica ha concebido las prácticas de registro como tecnologías que condensan y expresan el control gubernamental, es decir, “repositorios del trabajo de las instituciones burocráticas modernas occidentales” (Scott 1998; Ketelaar 2002; Foucault 1970, 1979; Derrida 1995; Stoler 2002).

Este libro propone que el registro y documentación de eventos horrorosos y siniestros como los perpetrados por la dictadura militar chilena es de naturaleza distinta. En primer lugar, porque se está procesando un acontecimiento que, como señala Das, “no se define tanto por el final del consenso social, ni por la destrucción de la comunidad, sino por la desaparición de criterios” (citado por F. A. Ortega, en Das 2008, 31) capaces de organizar y sostener consensos normativos y, más aún, por la naturalización de esta imposibilidad en la vida cotidiana de la sociedad que los sufre. En segundo lugar, porque en ese contexto el registro de la violencia estatal no es un mecanismo para gobernar poblaciones, sino más bien una tecnología política destinada a ayudar a las víctimas y revelar y resistir las políticas represivas y los crímenes perpetrados por el propio Estado. En este sentido, el acto de nombrar debe ser considerado no solo en su capacidad de proveer de información sobre aquello que ha sido nominado. Nombrar es un medio para ejercer control sobre el significado y fijar el valor de términos particulares.

Las prácticas de documentación que analizamos se realizaron mediante la inscripción o indexación de una situación, a través de acciones que fueron iterativas, sistemáticas y sostenidas en el tiempo (Taylor 2003; Butler 2004). El registro surgió a través de una serie de operaciones, artefactos y procesos que permitieron que lo enunciado se transmitiera, agrupara y creara otras inscripciones y nuevas articulaciones, produjera “datos” y, en última instancia, configurara un “sistema de información”. El trabajo organizativo del Comité y la Vicaría se codificó e incorporó a dicho sistema de varias maneras, incluidos los procesos de categorización, denominación, definición, operacionalización (codificación) y composición narrativa. Este sistema de información también incluye traducciones entre modos o técnicas de soporte (del oral al escrito, por ejemplo), y entre géneros. Esto último puede incluir, por ejemplo, la traducción del testimonio a la acción legal, o de la denuncia internacional al diagnóstico psicológico. Listas, informes, estadísticas y otras representaciones gráficas permitieron construir perspectivas sinópticas para distintos tipos de caso e identificar patrones que también alimentaron el sistema de información. Mediante procesos de inscripción, este tipo de operaciones y objetos de registro se convirtieron en “artefactos cognitivos y políticos” (Fraenkel 2008; Desrosières 1998). Ellos permitieron a sus creadores pensar y guiar acciones, al tiempo que rastreaban activamente el terrorismo de Estado: una práctica de gobierno clandestina, oculta, negada y cruel (Stoler 2016, 8). Desde este punto de vista, esperamos retener la visión foucaultiana de los artefactos y la tecnología como medios que constituyen, y no “simplemente reflejan, el estado de cosas que provocan” (Brown 2012, 238).

Los artefactos, procesos y procedimientos de registro que exploramos en este libro forman la piedra angular del “repertorio de enunciabilidad” de las atrocidades cometidas en Chile. Por repertorio de enunciabilidad, nos referimos a un sistema arraigado de pensamiento y acción sobre esta catástrofe, compuesto por prácticas discursivas y no discursivas. Este repertorio toma la forma de hábitos, rutinas, gestos y capacidades transmitidas y transmisibles (Taylor 2003), que hacen que el terror se vuelva visible, legible y comprensible para el conocimiento y la acción legal y política. En el caso chileno, este repertorio no caduca al final de la dictadura. Su alta calidad, legitimidad y estado de conservación permitieron su transposición a tiempos y procesos posteriores. Estos han incluido el reconocimiento de víctimas individuales y la definición de programas de reparación estatales en el período de transición democrática; casos judiciales, prácticas de memoria, obras de arte y actividades de investigación y educación, particularmente aquellas que proponen narraciones históricas del pasado reciente.