El combate

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Antes de partir se efectúa un recorrido informal por el campo de entrenamiento. Deer Lake ya es famoso en los medios de comunicación por sus reproducciones de cabañas de esclavos en lo alto de la colina de Alí y por las grandes rocas en las que aparecen pintados los nombres de sus contrincantes. El nombre de Liston figura en la primera roca que se encuentra al enfilar la carretera de acceso. Cada regreso al campo tiene que recordarle a Alí estas rocas. Hubo un tiempo en que aquellos nombres eran púgiles que provocaban el pánico en medio del sueño y un escalofrío al despertar. Ahora no son más que nombres, y las cabañas constituyen un deleite para la vista, sobre todo la cabaña de Alí. Sus maderas presentan el oscuro tinte del viejo puente de ferrocarril del que proceden; su interior, para agradable sorpresa, se asemeja mucho al de una modesta cabaña de esclavos. El mobiliario es sencillo pero auténticamente antiguo. El agua se obtiene mediante una bomba de mano. La más lógica moradora de la cabaña de Alí sería una anciana con los modales propios de una reseca y honrada vida. Hasta la cama de cuatro pilares, con su colcha de labor de retazos, parece más adecuada para el tamaño de la anciana que para el de Alí. Fuera de la cabaña, sin embargo, el residuo filosófico de esta anciana queda obliterado por el estacionamiento cubierto. Es más espacioso que una cancha de baloncesto, y todos los edificios, grandes y pequeños, lindan con él. ¡Cuánta parte de Alí se respira aquí! El sutil gusto del Príncipe del Cielo, venido para conducir a su pueblo, entra en colisión con los estridentes rugidos del paraíso de los medios de comunicación de Muhammad, en el que el único firmamento es el asfalto y las estrellas despiden destellos en medio de las perturbaciones eléctricas.

2. ¡Qué bajón!

Observen ustedes el gusto de otro negro: son los dominios presidenciales del presidente Mobutu en Nsele, a orillas del río Congo, un recinto en cuyo interior se levantan varios edificios revestidos de blanco estuco, con calles que se extienden a lo largo y a lo ancho de quinientas hectáreas de terreno. En algún oculto lugar del mismo se encuentra un parque zoológico, así como una piscina olímpica. Hay una gran pagoda a la entrada, que empezó a construirse como regalo de los chinos nacionalistas y se terminó como regalo de los chinos comunistas. Nos encontramos en unos curiosos dominios: ¡Nsele! Se extienden desde la autopista hasta el Congo sobre campos de cultivo, a tres kilómetros hasta el Congo, ahora llamado el Zaire, enorme río que aquí resulta decepcionante dado que sus aguas son cenagosas y están congestionadas a causa de los arracimamientos de jacintos desprendidos de las riberas que flotan como reses muertas sobre la superficie, tan poco románticos como zurullos. Una embarcación fluvial de tres puentes, híbrido de yate y vapor de ruedas, se halla amarrada al muelle. La embarcación se llama Président Mobutu. A su lado y con una apariencia muy similar se encuentra un buque-hospital. Se llama Mama Mobutu. No es de extrañar. Los carteles que anuncian el combate dicen: «Un cadeau du Président Mobutu au peuple Zairois (un regalo del presidente Mobutu al pueblo zaireño) et un honneur pour l’homme noir» (y un honor para el hombre negro). Al igual que una serpiente enroscada a una vara, el nombre de Mobutu se entrelaza en el Zaire con el ideal revolucionario. «Una pelea entre dos negros en una nación negra, organizada por negros y presenciada por todo el mundo; eso es una victoria para el mobutismo.» Así reza uno de los letreros gubernamentales verdes y amarillos en la autopista que enlaza Nsele con la capital, Kinshasa. Un variado surtido de dichos letreros escritos en inglés y francés proporcionan al automovilista un curso acelerado de mobutismo. «Queremos ser libres. No queremos que se obstaculice nuestro avance hacia el progreso; aunque tengamos que abrirnos camino a través de la roca, nos lo abriremos a través de la roca.» Es mejor que los anuncios de la loción para el afeitado Burma Shave y sin duda un noble sentimiento para con la vegetación del Congo, pero el entrevistador está pensando que, tras haber realizado un viaje tan largo, ha llegado a un lugar sin demasiado encanto. Y, además, el entrevistador presenta un color verdoso. Ha contraído cierta afección viral en El Cairo antes de trasladarse al Zaire y solo lleva en este país tres desdichados días. Incluso emprenderá viaje a Nueva York esta misma tarde. La pelea ha sido aplazada. Foreman ha sufrido un corte durante los entrenamientos. Dado que la lesión está localizada justo sobre el ojo, el aplazamiento —aunque no pueda saberse con certeza— no podrá ser inferior a un mes. El día en que tomó tierra en el Zaire fue el día en que se enteró de la noticia. ¡Qué bajón! Como es lógico, habían hecho caso omiso de su reserva de habitación. No hay nada comparable a no encontrar una cama cuando se llega al amanecer a una capital africana. Perdió buena parte de la mañana antes de que le asignaran una habitación en el Memling, famoso por su historia revolucionaria. Hace una década, los corresponsales se albergaban en sus plantas superiores mientras los protagonistas eran ejecutados en el vestíbulo. La sangre había corrido por el suelo del vestíbulo. Pero ahora el Memling había vuelto a ser el mismo de siempre, un hotel mediocre de una ciudad tropical. El famoso suelo del vestíbulo igualaba más o menos en limpieza y buena impresión al suelo de la estación de autobuses Greyhound de Easton, Pennsylvania, y los nativos del mostrador hablaban el francés como hombres con laringes artificiales. A pesar de lo cual los aires de superioridad que mostraban hacia los extranjeros eran propios de parisienses. ¡Qué orgullo exhibían ante la incapacidad de comprender el acento de uno! ¡Menudo vestíbulo en el que ser ejecutado! Los funcionarios zaireños que por allí pasaban vestían chaquetas azul oscuro sin solapas a juego con unos pantalones azules llamados abascos (contracción del lema à bas le costume, abajo el traje formal), conjunto que se había convertido en el atuendo oficial burocrático revolucionario. Dado que algunos de dichos funcionarios hasta hablaban inglés (con acentos más torturados que el de los japoneses, catapultando las palabras desde el estómago, al tiempo que los ojos parecían salírseles de las órbitas), la irritación coloreaba todos los diálogos. La opinión de la prensa era que los zaireños debían ser el pueblo más mal educado de todo África. Las relaciones entre los zaireños y los blancos visitantes se convertían rápidamente en mutuo aborrecimiento. Para obtener lo que uno deseaba —tanto si se trataba de una bebida como de una habitación o de un billete de avión—, era obligado el tono autoritario propio de un belga. Si, por ejemplo, colgabas el teléfono tras haberte pasado veinte minutos esperando respuesta, podías estar seguro de que el telefonista te llamaría a su vez para pegarte un rapapolvo por haberle molestado. Tenía uno que adoptar la actitud de un cultivateur de Belgique que les cantara las cuarenta a los braceros de las plantaciones. «La connection était im… par… faite!» Los modales se habían vuelto tan malos que los negros norteamericanos increpaban a los negros africanos. ¡Menudo país de viejos y nuevos embrollos!

Peor todavía. Encontrarse en el Congo por vez primera y saber que su nombre había cambiado. Esta contribución a la anomía resultaba más debilitante que el canibalismo. ¡Llegar al borde del «Corazón de las tinieblas», allí en la vieja capital del horror de Joseph Conrad, esta Kinshasa, la antigua y malvada Leopoldville, centro de la trata de esclavos y del comercio del marfil, y verlo a través de los ojos biliosos de un torturado intestino! ¿Formaría parte del genio de Hemingway el hecho de que este viajara con las tripas sanas? ¿Quién habría deseado jamás con mayor vehemencia encontrarse de regreso en Nueva York? Si había algún hechizo en Kinshasa, ¿dónde buscarlo? El centro de la ciudad presentaba todo el aire de una localidad del interior de Florida de unos setenta u ochenta mil habitantes que, de alguna manera, no hubieran conocido los tiempos de vacas gordas. Unos pocos edificios de gran tamaño dominaban a muchos otros muy pequeños. Pero Kinshasa no tenía ochenta mil habitantes. Tenía un millón y se extendía a lo largo de más de sesenta kilómetros alrededor de un meandro del Congo, ahora el Zaire, sí. No resultaba más agradable que recorrer sesenta kilómetros de tránsito de camiones y suburbios atestados de vehículos por los alrededores de Camden o Biloxi. Si en el interior había una ciudad llena de miseria y color llamada La Cité en la que los nativos vivían en una interminable pobreza de riachuelos, serpenteantes caminos sin asfaltar, clubes nocturnos, tenderetes y cobertizos, nuestro viajero se sentía demasiado mareado a causa del desarreglo interno de su vida como para efectuar una visita a la misma y solo pensaba en regresar a casa. Como es lógico, en tales circunstancias, las emociones productoras de bilis resultaron de lo más satisfactorias. ¡Qué placer comprobar que aquel estado revolucionario negro de un solo partido había logrado combinar algunos de los más opresivos aspectos del comunismo con lo más reprobable del capitalismo! El presidente Mobutu, el séptimo (según se dice) hombre más rico del mundo, había decretado que el único término adecuado para un zaireño cuando se dirigía a otro era el de «citoyen». Con unos ingresos promedio per cápita de 70 dólares anuales, incluso un zaireño, cualquier zaireño, podía llamar «ciudadano» al séptimo hombre más rico del mundo. No es de extrañar, por tanto, que al entrevistador le resultaran detestables los dominios presidenciales. Aquellos pequeños hotelitos blancos (reservados a la prensa) y el gran Palacio de Congresos (reservado para los entrenamientos de los boxeadores) constituían un Levittown-del-Zaire. Los edificios de estuco pintados de color aspirina se encontraban situados detrás de unos decorativos muros modulares a cielo abierto que recordaban lo peor de Edward Durrell Stone, lo cual constituye una crítica muy severa, dado que hasta lo mejor de Edward Durrell Stone es análogo a tomarse una pastilla para el cáncer… No, aquel ostentoso Nsele, con sus calzadas de tres kilómetros y sus hordas de demacrados braceros trabajando en los campos de melones (se podía cruzar uno con mil negros por la carretera antes de vislumbrar a un hombre con el más leve asomo de tripa), era una realización tecnológica análoga a la NASA o a Vacaville, una prisión de mínima seguridad para los funcionarios de los medios de comunicación y los burócratas de paso de todo el mundo. Una alta torre blanca y cromada con las iniciales del partido —MPR— se erguía como un pilar rebosante de rectitud fálica. Quedaban muy lejos Joseph Conrad y el viejo horror. Tal vez hiciera falta una mentalidad tan radical como la suya para estar dispuesto a argüir que las exquisiteces plásticas de Edward Durrell Stone eran igual de odiosas que el Congo Belga de 1880:

 

No eran enemigos, no eran criminales, no eran ahora nada terrenal… No eran más que unas negras sombras de enfermedad y hambre yaciendo confusamente en la verdosa oscuridad. Traídos desde todos los rincones de la costa, con toda la legalidad de los contratos temporales, perdidos en un ambiente incompatible, alimentados con comida extraña, enfermaban, resultaban ineptos y entonces se les permitía alejarse a rastras y descansar. Aquellas sombras moribundas eran tan libres como el aire… y casi tan livianas como este. Empecé a distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, al bajar la mirada, vi un rostro cerca de mi mano. Los huesos negros se hallaban recostados con un solo hombro contra el árbol y lentamente los párpados se abrieron y los hundidos ojos me miraron, enormes y vacíos, con una especie de ciego y blanco destello en la profundidad de las órbitas, extinguiéndose lentamente. El hombre parecía joven —casi un niño—, aunque en su caso resulta difícil saberlo. No pude hacer otra cosa más que ofrecerle una de las excelentes galletas suecas que llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente y la apresaron…, no hubo ningún otro movimiento y ninguna otra mirada.

En Nsele, Alí se alojaba en una villa situada en una calle que bordeaba las márgenes del Zaire. El interior de la vivienda había sido amueblado por el gobierno según el estilo que era de esperar. Las habitaciones, el doble de grandes que las de un motel, eran idénticamente deprimentes. Los grandes sofás y los sillones estaban tapizados en pana verde, el suelo eran unas grises baldosas de plástico, los almohadones de color anaranjado, la mesa de color marrón oscuro… Nos encontrábamos ante ese omnipresente mobiliario de hotel que en el comercio al por mayor se conoce con la denominación de High Schlock.

Eran las nueve de la mañana. Alí había dormido. Aunque ofrecía mejor aspecto que en Deer Lake, todavía seguían adivinándose en él ciertas deficiencias de salud. En realidad, se habían divulgado noticias en el sentido de que su índice de azúcar en la sangre era bajo, de que le faltaba energía y de que había sido sometido a un nuevo régimen. Sin embargo, su aspecto no había mejorado gran cosa.

Aquella mañana se encontraba doblemente deprimido a causa del corte de Foreman. Faltaba escasamente una semana para la pelea. Un corresponsal de la televisión llamado Bill Brannigan, que habló con Alí poco después de haberse enterado este de la noticia, comentó: «Es la primera vez que veo a Alí reaccionar sinceramente.» Qué contrariado estaba. «En el peor de todos los momentos —dijo Alí—, y lo peor que podía ocurrir. Me siento como si acabara de morirse alguien muy cercano a mí.» ¿Era posible que lo que efectivamente acabara de morir fuese la creciente determinación de su cuerpo, su difícil aproximación a la buena condición física? Sin embargo, hablar de buena condición física equivale a abordar el principal misterio del boxeo. Se trata de un insólito estado del cuerpo y de la mente que permite a un peso pesado poder moverse a alta velocidad por espacio de quince asaltos. Lo cual no puede lograrse por un simple acto de voluntad. Pero Alí lo había estado intentando. Se había estado entrenando durante meses.

Y lo más curioso era que había habido un tiempo en que siempre se encontraba en buena forma. Antes de su segundo combate con Liston, se le podía sorprender en mitad de cualquier sesión de gimnasio y estaba soberbio. Su cuerpo no le podía traicionar. Se podía definir la felicidad en función de cómo valorara su propia condición física. Pero de eso hacía diez años. En el transcurso de los tres años que siguieron a su desposesión del título por haberse negado a cumplir el servicio militar —«Ningún miembro del Vietcong me ha llamado jamás ‘negrito’»— llevó toda clase de vidas menos la propia de un boxeador: dio conferencias, actuó en un teatro de Nueva York, viajó y holgazaneó. Se lo pasó bien. Desde entonces entrenaba siempre con un ojo puesto en las diversiones de que iba a gozar tan pronto como finalizaran los entrenamientos del día. La víspera de su primera pelea con Norton, con las manos doloridas a causa de la artritis y con una inyección de cortisona en el tobillo, acudió a una fiesta. A la noche siguiente, Norton le rompió la mandíbula. Tras lo cual, Alí se obligó a entrenar con mayor dureza, pero le costaba enormemente. Solo para el segundo combate con Frazier y ahora para el de Foreman se había sometido de buen grado al deprimente suplicio de intentar alcanzar la mejor condición física. ¡Cuántos meses había trabajado con denuedo en Deer Lake! Hasta comía pescado por la artritis y evitaba la carne. Las manos se le curaron. Podía volver a pegar duro. Pero su energía había menguado. Tras aquella larga temporada de entrenamientos, ¡su energía seguía menguando! Algo de las cósmicas leyes de la violencia debe ser carnal y le ordena a uno comer carne. Desistió de comer pescado, volvió a alimentarse con carne de animales, comió postres y volvió a recuperar el nivel de azúcar en la sangre. Tal vez ya estuviera dispuesto finalmente a hacer frente al combate que pondría a prueba la lógica de toda su vida. Ahora el aplazamiento debió antojársele algo así como una amputación. ¡Menudo peligro! Todas las células de su cuerpo estaban dispuestas a amotinarse.

Sin embargo, aquella mañana, 48 horas más tarde, se mostró filosófico:

—Una auténtica decepción —dijo—, una auténtica decepción. Pero Alá me ha revelado que debo considerarlo una lección particular de decepción. Es mi oportunidad de aprender a transformar la peor de las decepciones en la mayor de las fuerzas. Porque la semilla del triunfo puede encerrarse en la miseria de la decepción. Alá me ha concedido poder considerar este aplazamiento como una bendición. La mayor sorpresa —añadió extendiendo un dedo— siempre se encuentra en el propio corazón.

Solo Alí podía pronunciar aquel discurso a las nueve de la mañana e inducirle a uno a creer que él se lo creía.

—A pesar de todo —añadió Alí—, es duro. Estoy cansado de entrenar. Siento deseos de comerme todos los dulces de manzana y toda la crema azucarada que me apetezca.

Después —¿sería acaso porque habían permanecido de pie escuchando todo el discurso?— el entrevistador fue oficialmente presentado a los acompañantes negros de Alí como «un gran escritor. No’min es un sabio», dijo Alí. Grave obstáculo para la entrevista. Porque, tras semejante presentación, ¿cómo podría Alí no desear leer sus poemas? Y, a su vez, es posible que el sabio desee ser valiente pero que, obligado a enfrentarse con tales versos, se adhiera al culto de la cobardía. ¡Cómo esquiva No’min el deseo de Alí de que someta a crítica sus poemas! Mientras Alí recita, se derrumban todos los principios literarios… Lo cual es análogo, en pecado estético, a aplaudir el urbanismo de Nsele.

Una vez más, sin embargo, la poesía no es un simple ripio, sino que deriva de las misteriosas fuentes de Alí. En cosa de unas cien páginas, cada una de ellas ocupada por la gran caligrafía de Alí, de tal forma que no contiene más de cincuenta palabras, Alí se refiere al corazón. Se trata de un curioso poema. Una vez más, resulta difícil averiguar qué proporción del lenguaje le pertenece, pero es ciertamente un poema acerca de la naturaleza del corazón. Lo recita como un sermón, y Alí se parece a un inteligente muchacho de trece años, admirado por su capacidad de permanecer en el altar y hablar como un adulto. El poema explora las categorías del corazón. Está el corazón de hierro, que hay que acercar al fuego para poder introducir en él algún cambio, y el corazón de oro, que refleja la gloria del sol. Mientras la atención de uno empieza a disminuir, uno escucha de pasada los comentarios relativos a los corazones de plata y cobre y piedra y al corazón de cera del cobarde, que se derrite ante el calor (si bien una intención superior puede conferirle cualquier tipo de forma útil). Después Alí se refiere al «corazón de papel, que vuela como una cometa al viento. Se puede dirigir al corazón de papel siempre y cuando la cuerda sea lo suficientemente fuerte como para sujetarlo. Pero, cuando no hay viento, se cae».

Se ensaya una variación. Se da a entender que Alí debe poseer un corazón de hierro. Alí se muestra sorprendido porque se ve a sí mismo con un corazón de oro. A la lectura sigue después el silencio.

—Son unos sermones muy bonitos —dice Norman—. Cuando emprenda la carrera de pastor, serán muy adecuados para lo que vaya a hacer.

Sus intestinos le castigan inmediatamente por su hipocresía. Además, esta ausencia de comentario directo no contribuye a mejorar el estado de ánimo de Alí. Está resultando una mañana desenfocada. Puesto que más tarde no va a haber entrenamiento, Alí se muestra inquieto.

—Tal vez me entrene un poco —dice—. A esta gente de África le gusta verme y el aplazamiento los ha desalentado. Tal vez se tranquilicen un poco si ven que me sigo entrenando.

—¿Se quedará aquí hasta el día de la pelea?

—No tengo la menor intención de moverme. Mi sitio está aquí, con mi pueblo.

Habían corrido rumores en el sentido de que ni a Alí ni a Foreman se les iba a permitir abandonar el Zaire. Lo cierto era, de todos modos, que la villa de Foreman se hallaba custodiada por soldados. En la hora que siguió al corte sufrido por el campeón, el hombre de Mobutu en Nsele, Bula Mandungu, procuró que no se divulgara la noticia, pero descubrió que esta ya se había transmitido a Norteamérica a través del único teletipo que sus colaboradores habían negligentemente olvidado destruir. Bula, en cuyos ojillos brillaba la no agradable bienvenida del hombre que ha llevado una pistolera al cinto durante veinte años, reprendió ahora a la prensa:

—No deben publicarlo —dijo—. Sería erróneamente interpretado en su país. Les aconsejo que se olviden de esta historia. El corte no es nada. Vayan a nadar un poco. Seguramente Foreman podrá retomar el entrenamiento mañana —opinó Bula, que había vivido tres años en la Alemania Oriental y cuatro en Moscú, circunstancias a las que tal vez cupiera atribuir el estilo de sus palabras—. Los norteamericanos son unos histéricos —concluyó—. Siempre dramatizan las cosas.

Un valiente funcionario del Departamento de Estado les prestó ahora su automóvil negro de la embajada norteamericana a unos cuantos periodistas con el fin de que estos pudieran trasladarse a la villa de Foreman, a seis kilómetros. Pero, cuando llegaron, no se les permitió descender del vehículo. Desde el porche, el entrenador de Foreman, Dick Sadler, les hacía señas con la mano indicándoles que subieran, pero el funcionario de seguridad que había mandado detener el automóvil dijo rápidamente:

—Están ustedes molestando al campeón.

—No es cierto. ¿Acaso no ve usted que el entrenador nos está haciendo señas para que nos acerquemos? —dijo John Vinocur, de la Associated Press.

—Me están molestando a —dijo el funcionario de seguridad llamando a los guardias, que se acercaron inmediatamente con sus metralletas Uzi, producto de un viejo devaneo con los israelíes. Dado que Mobutu es también conocido por su pagoda chino-nacionalista y chino-comunista, por sus residencias privadas en Bélgica, París y Lausana, por sus bancos suizos, por su actual flirteo con los árabes y por los extraordinarios buenos oficios de la CIA en Kinshasa, que habían desencadenado, según se decía, el golpe que lo había elevado al poder, justo era considerar al presidente del Zaire como un ecléctico. (La verdad: ¡era el colmo del eclecticismo!) Los periodistas rindieron tributo a semejante virtuosismo alejándose con el automóvil oficial norteamericano y su bandera norteamericana de las Uzis israelíes que empuñaban las negras manos de los guardias de seguridad de Mobutu. Ahora, en las mesas de la prensa, se comentaba jocosamente que los Marines tendrían que invadir el Congo para liberar a Alí.

 

Sin embargo, el tiempo transcurría sin incidencias en la habitación amueblada al estilo High Schlock. La gente entraba y salía de la villa. Alí tomaba asiento en uno de las sillas tapizadas de pana verde y concedía una entrevista tras otra. Analizaba el corte de Foreman y el efecto que en este produciría. «Jamás había sufrido ningún corte. Creía que era invencible. Eso le habrá perjudicado.» Al finalizar su análisis, Alí concedió una entrevista a un reportero africano y se refirió a su intención de recorrer todo el país del Zaire después de la pelea. Habló luego de su amor hacia los zaireños. «Es un pueblo dulce y trabajador, humilde y bueno.»

Había llegado la hora de partir. Si pretendía uno no perder el avión, había llegado la hora de despedirse de Alí. Se sentó a su lado, esperó un minuto y pronunció unas cuantas palabras de despedida. La idea de la partida de alguien fue tal vez la causa de su inesperada respuesta. Lo cierto es que Alí murmuró con toda claridad:

—Tengo que largarme de este sitio.

¿Podía el entrevistador creer en lo que acababa de escuchar? Se inclinó hacia adelante. Era lo más cerca que ambos habían estado jamás.

—¿Por qué no se va de safari por unos días?

Con esta observación perdió lo que restaba de su exclusiva. ¿Por qué no se habría limitado a decir simplemente: «Sí, es muy duro»? Comprendió demasiado tarde que había que acercarse a la mente de Alí con la misma precaución con que se acerca uno a una ardilla.

—No —repuso Alí resistiendo la tentación de rascarse el nuevo prurito—. Me quedaré aquí y trabajaré por mi pueblo.

El boxeo es la exclusión de la influencia exterior. Una disciplina clásica.

Norman regresó a los Estados Unidos sin la menor ilusión sobre el futuro combate.