Tierra de bárbaros

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¡Quiere hacerse con Córdoba! Como quiso apropiarse de las minas que explotaban en el Cerro Famatina, los gringos de la River Plate Mining Association, dijo José Vicente, el mayor de los hermanos.

Sí, las que les dio Rivadavia a cambio de jugosos favores, agregó el menor, soltando una carcajada.

¡Tenemos que impedir que el gaucho nos pase por encima¡ Ya sabemos que es poderoso y tiene un ejército fiel a sus órdenes, armado hasta los dientes, pero no podemos permitir que llegue a nuestra tierra, reiteró José Vicente.

Santos Pérez abandonó el despacho de los Reinafé con específica encomienda, más envalentonado y buen mozo que nunca, porque el odio le hacía brillar los ojos con inusual belleza. Le habían dado la orden que tanto llevaba esperando, que lo conminaba a ejecutar cuanto antes lo que hacía tiempo venía pregonando a los cuatro vientos por pulperías y reñideros. Partió con sus cuatro hombres de toda confianza, además de con Isidoro Reinafé y una cuadrilla de esbirros rumbo a Ojo de Agua. De allí, cabalgando bajo un aguacero, cruzaron el monte y llegaron a las proximidades de Barranca Yaco, donde eligieron un claro en lo alto de un montecito. Las piedras aliviaban el barro e inmensos quebrachos colorados comulgaban sus ramas en lo alto formando un entramado que a medias resguardaba. Y allí se apostaron, empapados, masticando la furia y tragando aguardiente y aloja a raudales para calentarse el cuerpo y darse bravura. Bebieron y escupieron maldiciones y juramentos por esas bocas hasta encorajinarse y convertirse cada uno en el mismísimo mandinga.

Ahora solo quedaba esperar a que asomara la galera en el monte. No tardaría mucho en pasar por allí el gaucho Facundo a su regreso de la misión que Maza le había encomendado y de la que volvía triunfador, con la paz firmada por Heredia y Latorre.

LLEGAN BARCOS DE ESPAÑA

Ese verano no pararon de llegar un buque mercante tras otro, la mayoría provenientes de Manchester, con variedad de géneros y artículos: ponchos confeccionados en Gales con finísima lana merino argentina; para sastres y modistas se importaron bramantes, bayetón, casimir, blondas, felpas, muselinas, manquín; las damas pondrían a disposición de sus modistos franceses sedas japonesas exquisitas, así como encajes de Bruselas, Milán y las Antillas Holandesas, e ilustraciones y estampas con patrones a la moda parisina, que Uruguay acaparaba tras ser interceptadas por sus damas ilustres. Las familias acaudaladas por fin dispondrían de porcelanas y vajillas de Sevres, Limoges, La Cartuja, y también de loza sencilla, de cuberterías de plata y alpaca, y cristalería. Llegaban también las codiciadas fragancias de Grasse y Eau de Toilette de monsieur Jean Marie Farina, que darían justa fama a las damas porteñas de aseadas y elegantes, elegancia que remataban con el miriñaque amplio y el desmesurado peinetón de nácar o carey, que para hacer peinetones estaba el genial maestro Mateo Masculino. El resto de porteños y los pobres habrían de conformarse con ropas de sarga o algodón, con chancletas, y habrían de perfumarse con sus propios olores corporales.

Buenos Aires crecía a velocidad de vértigo, las calles de tierra partían del Paseo de la Alameda y se prolongaban hasta perderse en el horizonte plano. A cada paso, a ambos lados de las avenidas principales se alzaban nuevos edificios marmóreos, brotaban cúpulas como frutas maduras, se erigían columnas altísimas que sostendrían solemnes alegorías, e iban las calles multiplicándose hacia el norte y al oeste, y si no iban libremente hacia los cuatro puntos cardinales era porque el mar y el inmenso y ancho Río de la Plata se interponían en el desaforado crecimiento. Ingenieros y arquitectos llegaban de la vieja Europa pletóricos de arrojo y entusiasmo, trazaban sobre el papel sutiles redes de cloacas y aguas corrientes que no irían más allá de entelequias vanguardistas; aquí y allá se multiplicaban los barrios periféricos y el centro de la capital era un precioso altar al que adorar por su grandiosidad y belleza, al margen de las moscas, los mosquitos asesinos y la pestilencia de los pozos de basura; pero algo no crecía con ritmo paralelo a la ciudad: las industrias, que eran débiles, rezagadas. Había que importarlo todo y a diario aumentaba el número de barcos rebosantes de artículos de primera necesidad y también de baratijas y objetos superfluos, y de hombres y mujeres en busca de una vida mejor o de fortuna. Pero junto a estos buques llegaban otros menos felices, cargados de negros para servir a bajo o ningún precio, y también los más fuertes y valerosos para combatir en las guerras fratricidas, porque a pocos importaban sus vidas y perderlas no creaba apenas cargo de conciencia.

El Nuevo Mundo era tan prometedor y era tanta la abundancia en estas tierras todavía vírgenes...

¿Y dice usted que hay indios?

¡Sí!

¡Oh, my God...!

Pero el ejército del general Rosas con sus campañas los mantiene a raya en el sur, darling. Hay fuertes llenos de militares valientes por toda la República y el Gobierno paga por cada par de orejas de indio, y los que quedan vivos y son más peligrosos, no están aquí en Buenos Aires, esos están más lejos, a cientos de leguas.

CURIOSOS INMIGRANTES

Además de llegar de Europa selectos profesionales y maestros artesanos dispuestos a engrandecer con su trabajo las Provincias Unidas, junto a ratas y chinches nacidas y engordadas en las bodegas roñosas de los barcos, lo hizo también un rutinario ejército de cazafortunas y aventureros; petimetres engreídos de cuello duro codeándose con románticos, bohemios tísicos y sifilíticos que venían de París; avaros comerciantes judíos oriundos de Holanda y marranos provenientes de Cataluña; ladrones ingleses de guante blanco camuflados de dignos industriales textiles; familias enteras de fornidos ganaderos o armadores vascos; viajeros inquietos, evolucionistas enviados por la reina Regente de Inglaterra, geólogos dispuestos a refutar la esencia divina de las piedras; científicos mesméricos, espiritistas o simples charlatanes; esclavos negros de Guinea encadenados en ristra como si fueran ajos, respetables maestros masones de ritos antagónicos; y sobre todo llegaron miles de inocentes con el corazón a reventar de ilusiones.

Entre toda esta diversidad destacó una singular mulata portuguesa que no venía del viejo continente sino de la rivera oriental, de Uruguay, y se presentaba a sí misma como Agostinha das Luengas Castelo-Pita, versada en santería, macumba y afamada adivina. Era —a todas luces y por más que se esforzara en ocultarlo bajo atuendos impolutos de santera, profusión de abalorios de concha al cuello y envoltura exótica de linos que remataba con un papagayo al hombro—, una mujer vulgar, pero con la práctica y viveza alcanzadas en una existencia llena de avatares e infortunios. Para cualquiera con un poco de intuición o sentido común, Agostinha era, sencillamente, una charlatana y tunanta profesional de la que convenía mantenerse alejado, o bien tenerla como amiga y nunca defraudarla.

LAS ADORADORAS DEL CUERPO INCORRUPTO

Una mañana brumosa fondeó un buque español que desde el momento en que abrieron sus bodegas levantó un sinfín de rumores. En ellas venía medio centenar de bancos de nogal para la catedral y dos docenas de baúles repletos de objetos litúrgicos preciosos, además de un surtido de rosarios de nácar y cristal de Murano, crucifijos de ébano, y muchos rollos de telas específicas para los hábitos de las escasas órdenes religiosas que aún quedaban por entonces, ya que la mayoría habían sido desacralizadas por el gobierno unitario y liberal de Bernardino Rivadavia.

Monseñor Villaviciosa, obispo de Buenos Aires, fomentaba esas importaciones de religiosas sin mucho criterio, con el único afán de repoblar los conventos, o convertir a infieles rezagados en los rancheríos, o bien para su propio prestigio.

Se apiñaban los curiosos a la orilla del muelle, cuchicheaban señalando con un dedo los enormes baúles, los fardos y cajones.

No, si en este país han estado mandando los masones. Primero nos quitan los conventos y ahora vuelven a ponerlos aunque no tengamos monjas.

Esto es cosa de España, que no se resigna...

Sí, querida, pero aquí siguen mandando los franceses, que son unos ateos y unos desgraciados; pero ya se encargarán el general Rosas y su mujer de poner las cosas en su sitio.

Sin embargo, no fueron los canastos y baúles cargados de objetos sagrados los que generaron tanta curiosidad porque, aunque se sabía de ellos, no estaban a la vista; sino una veintena de monjas comandadas por un fraile llamado Narciso, miembros de la orden de las Adoradoras del Cuerpo Incorrupto, recientemente instaurada por un tal Miguel Pastrana de Almeida y Garay, sacerdote jesuita excomulgado bajo la acusación de anatema, blasfemo y sacrílego, a raíz de una dudosa tarea mesiánica en Paraguay donde se decía que había renegado de la fe cristiana poniendo su alma al pie de ídolos paganos, y cuya muerte, a manos de un puñado de nativos, fue muy sonada en ámbitos tanto eclesiásticos como seculares a causa de la manifiesta crueldad, pues hicieron de él un alfiletero viviente en el transcurso de un ceremonial en el cual los indígenas se excedieron con brebajes de mandioca fermentada y hierbas alucinógenas. Tanto fray Narciso como las monjas venían destinados a un convento de la provincia de Córdoba, en la Villa de Cosquín, donde tenía su fabulosa mansión la excéntrica ricachona Aurora de Fresneda.

El edificio asignado, regalo de Rosas, que en su primer mandato había ordenado habilitarlo una vez que hubo restaurado la doctrina Católica Apostólica Romana, había pertenecido a las monjas dominicas. Se trataba de un conjunto deslavazado de edificios bajos, pegados unos a otros, construidos con adobe y madera de quebracho y algarrobo, con más sótanos que alturas, y en su mayor parte derruido. Tenía en pie, eso sí, un hermoso y muy elevado campanario desde el que podía verse todo el valle. Había ocurrido que, a pesar de la buena voluntad del general Juan Manuel y sus consecuentes promesas, se había acabado la plata y la restauración del edificio quedó a medias; después, el tiempo y la desidia hicieron el resto. Mucho lo lamentó monseñor, pues estas religiosas le caían simpáticas aunque no estuviera reconocida su estrafalaria orden por el papa Gregorio XVI.

 

Eran muchachas jovencísimas, de espesas cejas, gesto sombrío y enjuto, y no hacía falta acercarse mucho a ellas para descubrir que olían bastante mal. Vestían hábitos de riguroso negro que parecían hechos con vendas, retazos y remiendos de tela basta de sarga; colgado al cuello llevaban un gran crucifijo de madera que afirmaban estar tallado en un trozo de la única y verdadera cruz de Cristo, e iba recatado y amorosamente envuelto en delicadas tiras de seda negra. Desde el momento de su ordenación hasta el día de su muerte, ceñían un cinturón de castidad de cuero que jamás se quitaban, ni siquiera para las necesidades más íntimas, pues tenían estos una hechura y ciertas aberturas pensadas para tales propósitos: una rejilla por delante y un orificio por detrás, rodeado de púas ligeramente orientadas hacia fuera. Este cinturón les exigía permanecer casi todo el tiempo de pie o reclinadas y las preservaba de caer en garras de la concupiscencia o de indígenas y negros violadores, y a pesar del desagrado, de las llagas y escaras que el rígido talabarte les producía, aceptaban el tormento como penitencia y prueba de su amor por el cuerpo incorrupto del Señor.

Comandaba a las monjas sor Estigma, una hermosa vasca, alta y delgada, de unos cincuenta años, mirada torva, gesto duro, y poco locuaz. Fray Narciso, en cambio, era natural de Castilla, y su destino último le entregaba el rebaño de feligreses de la parroquia de la Villa de Cosquín: rancherío miserable y desvencijado de apenas una treintena de habitantes achinados y morenos, un centenar de perros flacos y garrapatosos, media docena de viejas gualicheras y lloronas de oficio, y unos cuantos monstruos, demonios, basiliscos, cuerudos y aparecidos. Era este hombre un joven de rostro noble, afilado y pálido, con oscuras y profundas ojeras coronadas por cejas densas, bellamente dibujadas para albergar unos ojos azules intensos, penetrantes a la vez que soñadores, y dulces si se lo sorprendía en un descuido, enfrascado en sus pensamientos u oraciones. Pero cuando sentía desnuda su intimidad se ruborizaba ligeramente y se volvía un ser indefenso, alteraba el gesto con un rictus distante, defensivo, y las pupilas bloqueaban automáticamente la entrada al fondo de sus ojos para que nadie pudiera leer en ellos. Su estampa era recia, fuerte y un tanto rústica, como la de un campesino, pero en sus ademanes y gestos se notaban una delicadeza y elegancia sutiles, acaso rastros de una antigua nobleza de sangre. En cuanto a la sobriedad castellana de su espíritu, pronto se vería alterada ante la presencia de los animosos, fantásticos y variados estímulos que la nueva tierra proponía a cuantos ponían pie en ella.

LA ADIVINA

Margarita Carneiro era hija de una esclava caboverdiana liberta y un reo portugués, muerto en la horca por piratería cuando ella tenía unos catorce años. Si antes de morir su padre su vida ya había sido un calvario, a partir de entonces se convirtió en un verdadero tormento, pues madre e hija se vieron de un día a otro en la más flagrante desprotección y miseria, viviendo en un sótano a merced de cucarachas y ratas, en uno de los barrios bajos de Lisboa, tanto que su madre no tuvo otra salida que entregarse a la mala vida y vender a su hija al mejor postor: un capitán de goleta de bandera inglesa, con fama de desquiciado, un hombre rubicundo y obeso que, encaprichado de la muchacha, pagó por ella un buen puñado de monedas de plata.

Cumplidos los quince años llegó a Brasil siendo una hermosa mulata de piel sedosa, de mano de este hombre de mar que, al cabo de dos meses y medio de travesía por el Atlántico, nada más fondear una madrugada en tierra brasileña la echó a patadas del barco con lo puesto y un ojo en compota, diciéndole que debía de estarle agradecida pues le perdonaba la deuda y la dejaba en libertad para hacer lo que le viniera en gana. Y no contento con esto, desde lo alto del castillo de proa la había insultado llamándola perra, fulana y otros primores, y le deseó, de paso, que se pudriera en esa tierra de alimañas y antropófagos.

¡A ver si te comen!, habían sido las últimas palabras que resonaron a espalda de la muchacha.

Pero Margarita, si bien jovencita, era una muchacha fuerte, consciente de su atractivo y seducción con los hombres; la naturaleza no había sido mezquina con ella y lejos de preocuparle su inesperada y precaria situación se vio libre como un pájaro para reiniciar su vida como le viniera en gana. Carácter nunca le había faltado, ni viveza ante el panorama que se abría a sus ojos, tendría que dejar a un lado los magros principios morales conservados entre los pliegues de su alma de niña y emplearse a fondo en la conquista de la populosa ciudad de Río, donde pronto se sintió como pez en el agua.

Altiva, engalanada con su ojo morado, deambuló por los arrabales del puerto hasta mediar la tarde. No necesitó más porque era tan linda que al instante los hombres pusieron sus ojos en ella. Pero solo uno de los muchos que le echaron las redes, solo uno, treinta años mayor que ella, feo pero de buena cuna, fue el afortunado. Margarita lo prefirió porque le vio cara de buena persona —si bien cerraba los ojos para no vérsela cuando lo tenía encima—, pero sobre todo por su dinero, ya que a la legua se lo notó en la vestimenta afrancesada y en los zapatos relucientes con hebilla dorada y sin una mácula de barro a pesar de las calles encharcadas, llenas de porquería y bosta de caballo y de burro. Este buen hombre se la llevó a su lujosa casa, la desnudó, la metió en una tina con agua tibia y una vez restregada con esponja de mar, una cosa llamada jabón que producía una espuma volátil, y perfumada con agua de rosas, la llevó a su cama donde la trató con dulzura. No se equivocó Margarita en la elección, aunque tampoco le fue como había imaginado. Año y medio disfrutó de una vida regalada, vestida con lo más rancio de la moda europea, trajes, calzado, sombreros y alguna que otra joya de poca monta, y cebada con manjares, pero tristemente prisionera en jaula de oro, sin salir a la calle ni asomarse a las ventanas cerradas con fallebas y candados. De nada le servía llevar trajes de encaje y seda encima de los rígidos y pesados miriñaques, ni calzado de tafilete y sombreros de muselina, si únicamente podía lucirlos ante el fofo de su marido y un puñado de oscuras sirvientas, envidiosas y malas, que a sus espaldas le hacían vudú; de qué le valían afeites y coloretes cuando únicamente los espejos podían admirar su belleza. Se moría de aburrimiento y languidez entre las cuatro paredes, rodeada de muebles taraceados y bibelots de biscuit, en una casa enorme en la que solo podía ver el cielo y las calles desde la tupida balaustrada de una altísima terraza, y donde no hacía otra cosa que mandar a hacer recados a las sirvientas e inflarse a compota de queso y dulce de guayaba, dulces y confituras que las negras elaboraban para mantenerla entretenida y conseguir que las dejase en paz con sus caprichos.

Tu deves entender que nâo podem nos ver juntos, que nâo podemos passear pelas ruas, tampouco ir à opera como fazem as demais pessoas no Rio, se defendía él de las quejas de Margarita, argumentándole modosamente en su portugués con fuerte acento afrancesado: Tu és negra. Nâo existe espelho onde possas verte?

El hombre la trató bien, nunca le puso una mano encima, incluso se encariñó con la muchacha, pero ella no llegó jamás a quererlo, ni siquiera a estimarlo, y al cabo de año y medio, harta de vivir encerrada, cuando el hombre se hubo ausentado a sus negocios en Minas Gerais, mientras las criadas trabajaban en la cocina confiadas plenamente en la fingida docilidad de su ama, y la gobernanta de la casa mercadeaba en busca de jengibre para sus rosquillas, aprovechó para abrir a hurtadillas la puerta de calle con una llave vieja que en sus vagabundeos —las ocasiones en que, muerta de aburrimiento, se dedicaba a recorrer las dependencias y expurgar los altillos— había hallado en un arcón lleno de estampas galantes y poesías picaronas, y se lanzó a la calle envuelta de la cabeza a los pies en una pañoleta renegrida. Esta vez se llevó algo más que lo puesto y anduvo sin morados en los ojos. Sus discretas joyas y un puñado de monedas de plata que a lo largo de los días había ido sisándole al hombre con artimañas, le fueron suficientes para escabullirse al extremo opuesto de la ciudad, a un barrio de mala muerte donde alquiló un cuarto en una pensión de la rua del Nuncio. Allí vivió sin demasiada penuria empeñando las joyas y llevando recado a alguna dama, pues se le daba bien hacer de correveidile y alcahueta, y eran muy valoradas su agudeza y discreción.

Al cabo de un año, un general prusiano retirado con ínfulas de naturalista la hizo su amante y la mantuvo con piso propio durante unos meses, hasta que el hombre enviudó y, liberado de la opresión de su recalcitrante mujer alemana, decidió cumplir el sueño de su vida: un intrépido viaje por el Amazonas. Le pidió a Margarita que lo acompañara en la aventura, pero ella se negó rotundamente diciéndole que sus delicados pies no habían sido hechos para hollar la selva ni ella para tratar con aborígenes y animales salvajes, pues era una mujer moderna y cosmopolita, habituada a comodidades y al trato social refinado. A cambio de asegurarle un futuro próspero mediante falsas promesas, diciéndole que había heredado de su difunta esposa una sustanciosa renta e inmensas propiedades en Baviera que pondría a su nombre, el hombre fue convenciéndola hasta que Margarita cedió.

En la más profunda selva, agobiada por insectos, serpientes y arañas venenosas, hastiada, sin poder lucir sus preciosos vestidos que llevaba de un lado a otro en enormes y superfluos cofres, desesperada y sin consuelo, experimentó de manos de un chamán de la tribu Corindó, tras ingerir de una calabaza una amarga sustancia hecha de hierbas y hongos fermentados, una experiencia mística que marcaría su derrotero para el resto de su vida. Fue en esas selvas donde contrajo la viruela introducida meses antes entre los inermes aborígenes por un jesuita catalán encargado de reclutar almas para Cristo sin clamorosos éxitos. Margarita quedó marcada en su cuerpo por la viruela y en su alma por esta experiencia mística.

FRAY NARCISO

A poco de llegar a puerto, después de haber descansado unos días en un convento de la calle Reconquista, las religiosas salieron con sor Estigma a la cabeza en cuatro galeras rumbo a las sierras de Córdoba, escoltadas por treinta militares andrajosos que para la ocasión, sin embargo, habían sido bien pagados a fin de que además de protegerlas de alimañas y salvajes malones ninguno se propasara con ellas. Llevaban cinco carretas tiradas por bueyes, cargadas con herramientas de huerta, cestos y arcones repletos de vajilla, objetos de liturgia —entre los cuales había una talla policromada de la virgen del Pilar de la que eran devotas en secreto—, e íntimos y bastos ajuares de lino bruto, franela y sarga. Fray Narciso, en cambio, hubo de quedarse en Buenos Aires varios meses antes de trasladarse a la parroquia asignada, en espera de las directivas de monseñor Villaviciosa. El fraile se hospedó en las bastas dependencias del obispado, en una celda espaciosa cuya única ventana de pequeñas dimensiones daba a un hermoso y fresco jardín interior, poblado de aves desconocidas para él, tales como chingolos, horneros, cardenales de cresta encarnada, tordos renegridos, benteveos chillones y teros corredores, aves vocingleras que a escasos minutos de rayar el alba lo sacaban del sueño.

Y a pesar del hedor a basuras putrefactas, de los mosquitos, tábanos y moscas que empañaban la idílica Buenos Aires, recorrió de la mano de un negrito descalzo las calles llenas de vendedores que voceaban sus insólitas mercancías, con acento no menos musical que el de las aves que le despertaban por la mañana y cadencia tan pegajosa como el propio clima. Fascinado por las maravillas del nuevo mundo, comió o probó de todo en esos días: mazamorra, chuño, pasteles de batata, arrope de chañar, y otros dulces exóticos; locro con ocote, chinchulines, achuras, empanadas, chicharrones y humita en chala. Incluso se permitió jugar a la taba con unos aparceros y se atrevió con una riña de gallos; y si no subió al palo enjabonado fue por sus sotanas y no por falta de ganas. Pero sobre cualquier otro hallazgo se deslumbró y rindió al placer del mate, desde el momento en que puso sus labios en la bombilla de plata, sorbió el líquido ardiente y hubo superado el amargor y las primeras diarreas, cayó bajo su embrujo y se aficionó a él tanto o más que cualquier criollo.

 

Lejos estuvo entonces el curita castellano de percibir el desasosiego disimulado tras los buenos modales y educación de la clase porteña, nada supo por esos días de inquinas y rencores, ni de luchas intestinas, ni de la sangre derramada a lo largo del pasado colonial, ni de cuánta habría de derramarse todavía en un interminable y oscuro futuro.

LA SEVERA VILLAFAÑE

No paraba de diluviar en toda la provincia de Córdoba. El cielo parecía revestido de una capa de plomo dispuesto a desmoronarse; furibundo y relampagueante se partía en dos con cada fogonazo. Quienes tenían la fortuna de poseer espejos los cubrían con paños oscuros para no tentar la cólera del cielo con sus centellas errantes, pues el firmamento argentino cuyo color había inspirado la bandera patria, llevaba tiempo sublevado, irascible como si presintiera las heridas mortales que se abrirían en breve, como si hubiera olisqueado los vapores calientes de la sangre que se derramaría copiosamente sobre las sierras y montes de tan hermosa provincia.

Bajo una lluvia similar, semanas antes el brigadier Facundo Quiroga había partido desde la capital hacia el norte dispuesto a zanjar las diferencias entre los caudillos Latorre y Heredia, que en Salta y Tucumán no dejaban de hostigarse el uno al otro, inmersos en una cruel guerra civil, cegados por la codicia, carcomidos hasta los tuétanos por el tumor negro del poder. Allí fue Facundo a pacificarlos con buenas palabras y magnánimas promesas de equidad, dispuesto a hablarles de la forma republicana y federal de gobierno que estaba en ciernes, iba encomendado por el propio Juan Manuel de Rosas. Allí acudió en llamado «Tigre» por su valerosidad y fiereza. «El tigre de los llanos», porque por aquellos cerros se había topado con un jaguar (que la leyenda quiso confundir con un tigre, y que otros vieron como un invencible uturunco), y el gaucho lo había enfrentado y le había dado muerte sin más armas que su afilado facón.

Pero tenía un capricho el brigadier, llevaba una temporada con una espina puntuda alojada en su pecho, y la púa era hembra y se llamaba Severa, Severa Villafañe, muchacha jovencísima, linda y virtuosa, aunque sencilla, casi analfabeta, y huérfana, pero no por ello desamparada e indefensa, ni tampoco necesitada de cariño. Respaldada en su honestidad, la Severa postergaba continuamente sus promesas, esquivaba a Facundo, le daba largas, porque en el fondo de su firme corazón se enroscaban finas culebras de resentimiento y animadversión, prefería verse muerta que entre los brazos de aquel hombre, porque estaba harta de los golpes que el gaucho le había propinado unas cuantas veces creyéndose su dueño y señor.

¡Es un bruto, un animal!, le diría en más de una ocasión a su confesor. Si bien la Severa albergaba un doble sentimiento, pues le gustaba el gaucho por su estampa recia, sus pobladas patillas enruladas y la barba renegrida bien afeitada. Me la afeité por vos, Severa, le había dicho poniendo cara de santo, de no matar una mosca. También estaba su fama de hombre íntegro, corajudo como nadie y leal a la causa de las provincias y al general Rosas: un héroe de las guerras fratricidas que había logrado pacificar al país con su ejército de montoneros. Pero ella prefería evitarlo por héroe que fuera, mantenerlo alejado de su persona y de su vida, porque además de ser hombre violento estaba casado y tenía seis hijos, y ella era piadosa y decente.

Antes de dirigirse al norte con su encomienda, decidió pasar por La Rioja, su tierra natal y feudo, e incluso antes de ir a su casa para ver a su mujer e hijos, Quiroga decidió saludar a la Severa.

En el trayecto recibió una carta en respuesta a una suya, de puño y letra del General Rosas: «No es el momento oportuno para organizar el país bajo una constitución, y hay que dejar que el tiempo facilite una evolución natural de los hechos», le decía. Esto le bastó para sublevarlo y ponerlo de mal humor, con esta atribulada dilación el general ponía en peligro todo cuanto él había hecho, desmerecía la lucha mantenida durante tanto tiempo hasta poner orden en la anarquía, rebajaba la sangre de sus montoneros derramada por el ideal de una constitución soberana, por un estado federal justo para todos. ¿Por qué se niega a hacer una constitución?, se preguntaba. Se equivoca el general negando a su pueblo el derecho a un régimen estable y organizado. Y se lo hizo saber. Envió un chasqui enseguida acusando su discrepancia. Luego Rosas negó haber recibido ese mensaje, que en verdad fue interceptado por la propia Sociedad Popular Restauradora, a manos de Encarnación, quien la destruyó de inmediato arrojándola a las brasas. Ya le quedaron claras las intenciones del gaucho a la Ezcurra, que le hizo la cruz.

Venía Quiroga de muy mal humor. Vestía chiripá y poncho, traía las botas de potro con espuelas de plata brillantes y engrasadas con sebo de vaca y llevaba en las alforjas un paquetito de pasteles y otras golosinas, un pañuelo bordado con hilos de plata, unos botines de gamuza demasiado grandes, y le traía su amor a la muchacha, su amor violento y las falsas promesas de tenerse las manos quietas:

Nunca volveré a pegarte, prenda, le había dicho la última vez. Y con la yema de los dedos encallecidos por la espada y el facón, le había limpiado las lágrimas.

Pura sonrisa embaucadora, el gaucho.

Ya era noche cuando la Severa, envuelta en pañoleta, suelto el largo pelo retinto que le llegaba a la cintura, a punto de irse a la cama, a la luz roñosa de una vela, se dignó a atenderlo a través de la reja andaluza de la ventana a la que él había llamado. Fuera de la vista del gaucho, en un rincón penumbroso del cuarto se amontonaban cuatro baúles listos para un viaje.

Aversión le tuvo en ese momento. Llegaba desalmado por el largo viaje, sucio, barbudo y el pelo grasiento, con ese olor salvaje a monte y a bosta de caballo que desprendía su ropa, toda su persona, y con ese tufillo de fondo a sangre que llevaba prendido en lo más hondo, como si hubiera nacido con él puesto, y que ella le había olido desde el primer día que lo tuvo delante.

Nunca más volverá usted a molerme a bofetones, señor, le dijo la muchacha, manteniendo los dientes apretados de rabia, con llamaradas en los ojos.

Facundo soltó una carcajada para esquivar la rabia contenida.

Le ruego que no vuelva a molestarme, agregó ella, bajando recatadamente los ojos al suelo. Y al cabo de un silencio atenazado agregó, mirándolo por primera a vez a la cara y con resentimiento:

Además, el señor debería respetar el honor de su señora esposa...

¡Chinita é mierda!, masculló el hombre, abochornado, sacudiendo la reja con violencia. Y a continuación, más contenido, le ordenó: Decile al padre Colina que salga, que quiero hablar con él.

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