Vías cruzadas

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Ahora, un año más tarde, Silvia recordaba aquel día y le parecía mentira que solo hubiera pasado apenas un año. Todo estaba cambiando muy deprisa. Ya no había militares paseando por las calles, y la palabra libertad ocupaba las portadas de los diarios y la propaganda de los partidos (sí, un concepto nuevo para ella, el de que pudiera haber más de un partido). En el instituto había cambio de profesores. Lo que antes era «construcción de la patria socialista y libertad del pueblo» ahora era «preservación de los derechos y libertades individuales y construcción de la nueva nación checa». Estaba confusa, todo el mundo decía que les estaba tocando vivir momentos históricos. Ella seguía una transformación paralela, cambiaba a la par que el país. Se acordó de cuando los hombres querían ser pájaros.

Kindertransport4

Praga, febrero de 1939

En una de sus visitas al orfanato, Hans encontró a tres hombres, dos jóvenes, uno de ellos con gafas, y otro un poco más maduro, sin duda extranjeros, que estaban hablando con Moritz en su despacho, con la puerta abierta. Uno, el mayor, estaba traduciendo del inglés al checo las palabras de los otros dos. Al entrar, Moritz se los presentó.

—Estos señores son Martin Blake. —Señaló con la palma de la mano abierta al mayor de los tres, que se levantó, al igual que los otros dos, para darle la mano—.Es miembro del Comité Británico para los Refugiados en Checoslovaquia; Nicholas Winton y Trevor Chadwick. —Dirigiéndose a ellos—. Hans Krasa, músico y compositor. Acaba de componer una ópera para niños y quiere ensayar aquí.

—Encantado de conocerlos —contestó en inglés Hans.

Hans pertenecía a una familia acomodada que había pasado temporadas en París. Su francés era fluido, pero también le era posible entender el inglés bastante bien y expresarse en él, pues había estado un tiempo en Chicago. Incluso su mentor, Zemlinsky, le había ofrecido un puesto en el extranjero. Pero él prefirió volver a Praga, donde disfrutaba de un estilo de vida bohemio, tan inclinado a jugar al ajedrez como a discutir de literatura o entusiasmarse con proyectos musicales. Una vida cultural muy intensa con sus amigos artistas. Así había sido hasta ahora. Se había acabado de repente.

Como el comisionado comprendió que iba a ser difícil hacer de intérprete a varias bandas, creyó conveniente aclarar al recién llegado el motivo de su visita, dando por supuesto que era de la total confianza de Moritz. Se dirigió a él en checo para que este último pudiera entenderlo.

—Verá, señor Krasa, estamos aquí porque queremos sacar del país a cuantos niños judíos nos sea posible. En los campos de refugiados en Bohemia y Moravia están viviendo en unas condiciones deplorables. Muchos padres nos están confiando a sus hijos, pero también queremos sacar a algunos del orfanato, si fuera posible. Nicholas — dijo girándose hacia al joven con gafas— se encarga de buscar alojamiento en familias en Gran Bretaña y, al mismo tiempo, utiliza una mesa de comedor de un hotel de la plaza Wenceslao como oficina. Trevor —dijo señalando al otro joven— es, en realidad, quien hace la parte más arriesgada; el que va a la Estación Central y organiza los convoyes de los trenes para la evacuación. También está Doreen Warriner, que trabaja conmigo, pero no ha podido venir hoy.

Hans sabía que la ciudad se había llenado de cuáqueros, y de otras organizaciones de diverso credo, que estaban ayudando a los refugiados, pero no había oído hablar de la evacuación de niños.

Los británicos, cuyo imperio se extendía por medio mundo, ocupaban Palestina. La Oficina Colonial Británica acababa de rechazar la petición (por parte de organizaciones judías sionistas) de la entrada de diez mil niños refugiados en Palestina. Probablemente por la mala conciencia de esa decisión, después de la kristallnacht5, cuando el mundo se dio cuenta de que la vida de los judíos en Alemania estaba amenazada, y por la presión de diferentes grupos de apoyo a los refugiados, el parlamento y el gobierno británico accedieron a acoger en suelo británico a niños judíos, no sin antes pedir una garantía de cincuenta libras como fianza para el viaje de vuelta, ya que la estancia debía ser temporal y los niños volverían con sus familias al acabar la guerra.

—El señor Blake vino aquí a hacerse cargo de los refugiados de los Sudetes —aclaró Moritz—, pero luego han considerado que los niños judíos del resto del país también están en peligro.

—Tenía tanto trabajo —siguió Martin— que llamé a mi amigo Nicholas a Inglaterra. Él estaba a punto de irse de vacaciones a esquiar a Suiza. Ahí donde lo ve es un corredor de Bolsa. Y lo dejó todo para venir a ayudarme. Le dije que no se molestara en traer los esquís. —El último comentario, típico del humor británico, hizo sonreír a todos, a pesar de la gravedad de lo que allí se estaba hablando.

—Pero —preguntó Hans con una cierta sorpresa— ¿los convoyes pueden atravesar la frontera sin problemas?

—Bueno, verá. —Esta vez era el señor Winton quien hablaba—. De momento las fronteras están abiertas. Claro que unos niños judíos que viajan sin los padres podrían despertar muchas sospechas. Estamos trabajando con la Gestapo y las SS de los territorios ocupados.

—¿De qué manera?

—Digamos que «incentivándolos» para que hagan la vista gorda. —Bajó la voz y miró alrededor para asegurarse de que no había nadie más fuera de los presentes—. Sobornamos a mucha gente: policías, funcionarios y altos mandos de las SS.

—Entiendo —dijo Hans pensativo.

Moritz vio tan preocupado a su amigo que quiso aclararle algo.

—Ciertamente, estimado Hans, estos señores están corriendo un riesgo, pero ese riesgo no es todavía muy grande, ya que su país es lo bastante importante para que Hitler no quiera enemistarse con ellos. Tienen una cierta cobertura oficial.

—El señor Winton incluso ha puesto parte de su fortuna al servicio de esta empresa —dijo Blake.

—No solo eso, ¡hasta mi madre me está ayudando a buscar familias de acogida en Inglaterra! —dijo con cierto regocijo el joven Nicholas—. Hemos tenido algunos problemas con los holandeses. Después de la kristallnacht, el Gobierno holandés cerró las fronteras para los refugiados judíos. Con la garantía del Gobierno británico conseguí que dejaran pasar al primer tren y desde entonces todo parece que va mejor.

—Naturalmente —intervino el señor Blake—, estamos coordinados con los otros comités de refugiados en Alemania y Austria, de donde parten otros trenes hacia la frontera belga y holandesa y, desde allí, son enviados en barco a Gran Bretaña. Una vez allí llegan en tren a la estación londinense de Liverpool, donde les están esperando. Esperamos poder utilizar también aviones, si fuera posible. Hemos pedido al Gobierno de Estados Unidos que acoja a algunos de los refugiados, pero su respuesta ha sido negativa. Supongo que no quieren tener ningún problema, instalados como están en su escrupulosa no intervención en los asuntos europeos. El único país que ha respondido positivamente es Suecia.

En marzo de 1939, tras la presión política ejercida por Hitler sobre el presidente y el Gobierno, los soldados alemanes ocuparon el resto del país sin encontrar resistencia. Se creó el Protectorado de Bohemia y Moravia, bajo el control del Tercer Reich.

Durante la primavera, a pesar de que las actividades culturales habían sido prohibidas para los judíos y los niños habían sido expulsados de las escuelas, en los orfanatos se seguían impartiendo clases, cuidando de la educación tanto física como espiritual de los niños. Pero muchas cosas empezaron a cambiar radicalmente entonces. El edificio del orfanato para niñas había sido ocupado y destinado al uso de las tropas alemanas. Así que todas las niñas fueron llevadas al otro orfanato y se mezclaron con los chicos.

Hans Krasa era solo músico. No había destacado públicamente. Su vida era más bien discreta. Sin embargo, la de su amigo y colaborador en la creación de Brundibár, ya era harina de otro costal. Adolf Hoffmeister había llegado a ser primer secretario de la organización de vanguardia Devětsil6, escritor de versos satíricos, caricaturista con sentido del humor, pero fuertemente crítico. Con claras declaraciones, tanto desde su pluma como desde sus lápices de colores, de naturaleza antifascista, era, sin duda, un claro candidato a ser buscado enseguida por la Gestapo para ser eliminado de la vida pública del país, en la cual había sido tan prominente y conspicuo.

Así que, como él más tarde relataría en su novela El turista involuntario, por medio de su alter ego Jan Prokop, se vio forzado a abandonar Praga. Tomó un tren hacia Francia, donde residió durante algunos meses. Tras la invasión de Francia viajó a Marruecos. Pero como allí una parte del territorio era colonia francesa y seguía las órdenes del Gobierno de Vichy, fue arrestado. Escapó de un campo de internamiento y consiguió llegar a Lisboa, donde embarcó hacia La Habana y, de allí, finalmente, llegó a Nueva York.

En verano, Hans, con la ayuda del hijo de Moritz Freudenfeld, Rudolf, y de otro músico y director de orquesta, Rafael Schächter, ya había conseguido hacer el casting entre los niños del orfanato. Entre todos los personajes, el más difícil era, sin duda, el del mismo Brundibár. El orfanato de niños tenía un coro entre cuyos miembros se hizo la selección de los cantantes. Había un niño en particular, Honza, que tenía una buena voz y mucha gracia en escena. Él fue el elegido para hacer de Brundibár.

En julio empezaron los ensayos.

Con la ocupación de la totalidad del país, los niños judíos del asilo de Praga y todos los niños de todas las familias judías estaban en peligro. El trabajo para organizar el Kindertransport, el transporte de niños a través de Alemania hasta los Países Bajos, y de allí a Gran Bretaña, se había hecho más complicado y más arriesgado. Ahora tenían que trabajar en la clandestinidad, aunque siguieron funcionando los sobornos que hacían posible la salida de los trenes. Sin embargo, Nicholas Winton abandonó el país solo tres semanas antes de la ocupación de Praga para ocuparse de la operación desde la Gran Bretaña. Doreen Warriner, cuya actividad había despertado las sospechas de la Gestapo, lo hizo en abril. Trevor Chadwin, un maestro de escuela sin respaldo oficial, solo con su voluntad para ayudar, era el que pisaba la estación de Praga; el que iba y venía de un lado a otro del canal de la Mancha, de las islas al continente, organizando los transportes. ¿Qué hace que unos padres tengan que poner a sus hijos en manos de unos extraños para que puedan salvarse? Las despedidas eran desgarradoras: niños que lloraban desconsoladamente al ser separados de sus padres para subir al tren o al avión; niños, más pequeños, que pensaban que iban a una aventura de un día, engañados por la promesa de verlos a la vuelta de la «excursión»; niños que no entendían en absoluto por qué iban a ir a un país lejano sin sus padres. Padres que habían tomado esa decisión porque, aún en la más optimista de las valoraciones de la situación, sabían que sus vidas no tenían futuro en ese lugar, en ese momento. Rotos en la más terrible de las contradicciones: tener que dejar marchar a aquellos a los que más querían.

 

Todo se acabó cuando el 1 de septiembre de aquel infausto año de 1939, las tropas de la Wehrmacht invadieron Polonia y dio comienzo la Segunda Guerra Mundial.

Las fronteras se cerraron y los niños que no habían podido salir quedaron atrapados sin remedio. Los transportes se pararon en seco.

El capitán médico

Silvia cogió un atlas de gruesas tapas y tan grande que parecía avanzar con un escudo romano cuando lo llevaba hasta la mesa donde lo abrió. Era antiguo, sus hojas estaban algo picadas, con unas manchas amarillentas en sus esquinas y los colores estaban desvaídos. Además, el mundo había cambiado mucho desde que su abuela lo compró. Desde luego, la Unión Soviética seguía allí, como un rótulo desmesurado, a través de lo que fue el mayor país del mundo. Etiopía estaba también allí, todavía incluyendo Eritrea, que se había convertido ya en otro país. Abrir un atlas era soñar un poco, era dejar de estar en una habitación bañada por la luz de una bombilla que colgaba de un hilo. (Su madre nunca se había preocupado en exceso de la decoración; o tal vez fuera la propia manera de vivir de los años pasados lo que impedía siquiera preocuparse por eso. Importaba la función, la utilidad de las cosas más allá de su apariencia, de su envoltorio. Tampoco las personas, en esa ciudad, en ese país, en todas las ciudades de todos esos países, los que habían estado al otro lado, cuidaban demasiado su apariencia). A Silvia siempre, desde que era una niña, le había gustado abrir aquel Atlas para transportarse a los nombres que evocaban lugares lejanos, a donde no se podía llegar con tranvía, donde tal vez no conocieran el sonido de un violín igual que ella. Silvia pensaba que no había oído nunca los instrumentos que allí debían de existir. Etiopía, en el cuerno de África. En el anexo de la parte posterior descubrió la bandera y algunos datos del país, como, por ejemplo, que en 1975 un golpe de estado acabó con la monarquía y que el país se definía como una república comunista. «Claro que —pensó— ahora esto no me sirve, pero por lo menos sé que si fueron comunistas es probable que mi padre estuviera allí, porque esos países se ayudaban unos a otros. Después de todo, puede que mamá diga la verdad». Se oyó la llave en la cerradura de la puerta. Era su madre quien regresaba a casa. Silvia cerró el atlas de la abuela partiendo Etiopía en dos (de todas maneras, era un territorio que había sufrido muchas más divisiones), pero antes de devolverlo al anaquel, su madre la encontró abarcando el pesado libro en su trayecto desde la mesa del comedor a la librería del pasillo. La imagen de Silvia debió de parecerle cómica. Su hija era tan alta como su madre y, sin embargo, parecía una frágil muñeca.

—¿Estás de mudanza, hija?

—No, mamá, solo quería saber algo de Etiopía.

Descansó el atlas en el suelo mientras miraba a su madre fijamente. Esta cogió el libro con las dos manos y lo encajó entre los otros en el nicho que le correspondía, visiblemente nerviosa. Cogió de la mano a Silvia, un gesto que hacía pocas veces, y se dirigieron al salón. Le apretaba la mano con mucha suavidad, una callada invitación a acompañarla.

Entonces ocurre que, cuando uno ya ha desistido de encontrar la verdad, esta le es revelada de golpe, por hastío o por una casualidad. La madre decidió contarle lo ocurrido porque sabía que la incertidumbre produce, como la angustia de las cartas no contestadas o el deseo de ver a quien amas sin poder hacerlo, una comezón insoportable cuando se instala para siempre en alguien; y que la verdad, por muy dolorosa que pudiera ser, era el único remedio. «Bienvenida a la edad adulta», pensó al mirar a su hija que la interrogaba con los ojos, apoyada en una de las sillas del exiguo comedor bañado por la tenue luz del atardecer. La madre se sentó en otra de las sillas de madera barnizada arañada por el uso y apoyó los codos en la mesa rectangular, que había perdido ya el aspecto brillante que otrora tuviera. La hija se sentó a su vez en una esquina, no tan cerca como a la madre le hubiera gustado porque las confesiones requieren de la proximidad del susurro, de una celosía que no existía en absoluto en ese momento. Pero habló con resolución.

—Silvia, mi niña. Silvia. Ya eres una mujercita.

—Sí, mamá. No me cuentes más cuentos.

—Estos últimos años he dudado mucho sobre si debía contarte todo lo que pasó. No sabía; mejor dicho, no sé si estás preparada para ello.

—Mamá, no tengas miedo. Sea lo que sea tengo que saberlo. No puedes estar siempre ocultando las cosas. ¿Qué es tan terrible que no puedas contármelo?

—Tu padre volvió de África. Sabes que era capitán médico. Fue agregado militar de la embajada checoslovaca. No sé si sabes que, a todos los soldados en cualquier país, a un lado y a otro del telón de acero. Se les llamaba agregados o consultores militares. Incluso los americanos llegaron a designar con ese nombre al ejército de más de medio millón de hombres que tuvieron en Vietnam. Bueno, supongo que te habrán hablado de todo esto en la escuela, aunque sea un poco. Bien, lo que quiero decir es que tu padre estaba en un país en guerra donde algunos agregados de diferentes países del Pacto de Varsovia habían acudido para aconsejar al Gobierno comunista sobre cómo debía combatir a las diferentes guerrillas separatistas. Tu padre, entiéndelo, en el fondo era un militar que debía cumplir con su deber. A mí me costó mucho comprenderlo, hija. En definitiva, se trataba de apoyar a quienes matan, por el motivo que sea. Claro que él no empuñaba un fusil, y eso le hacía menos culpable. Quiero decir que yo lo veía más como médico que como militar. Pero él no se planteaba la cuestión de quién tenía razón o no, de quién tenía la culpa y de si su país tenía derecho a meterse o no. Eso fue fuente de discusiones entre nosotros antes de que se fuera a Etiopía. Él decía que solo obedecía órdenes y no tenía que plantearse esas otras cosas. Por lo menos era médico. Ayudaba a curar a los demás. No tenía que preguntarse por qué habían sido heridos. Hasta el día que se fue no lo había visto como militar, sino solo como médico, como un médico que trabajaba en el hospital militar, donde lo conocí.

La mujer, la madre, ya no podría parar, tendría que contarle todo, incluso aquello que ella misma no podía entender, aquella parte de Milan que no le gustaba y cuyo peso no le pareció, en su momento, lo bastante importante como para dejarlo. Pero había algo más. Marta se preguntaba por qué no le había contado a su hija por lo menos el hecho básico, irrefutable, sin ninguna duda, de que Milan estaba muerto. Tal vez, había pensado muchas veces, porque decirle eso era no poder mentir sobre las circunstancias de su muerte, porque no habría podido decirle que se había ido sin más, que un cáncer se lo había llevado; o que lo habían atropellado al cruzar una calle. Ahora, sin embargo, ya no podía volver atrás. Su hija tenía derecho a saber lo ocurrido y el haberle dicho que su padre había desaparecido le parecía ahora patético.

—Verás, Silvia. —Ahora la llamaba por su nombre, en vez de hija, porque quería que fuera una confesión de igual a igual, de mujer a mujer—. Tu padre… —La voz le temblaba y sus ojos se llenaron de un mar a punto de desbordarse. Se agarraba a la mesa, pinzando con sus dos manos, para que la voz no se fuera, para que su hija no se fuera y la dejara en un barco sin puerto a donde ir—. Tu padre está muerto.

Silvia se quedó muda. Desvió la mirada del rostro de su madre a la pared del frente y la dejó allí clavada, en la mancha de humedad. Sintió frío y se abrazó.

La madre rompió a llorar. Un quejido hondo que en nada se hubiera confundido con una risa. Se llevó las manos a la cara para limpiarse las lágrimas con las palmas.

—No sabía cómo contártelo. No podía porque yo no sabía explicármelo. Ya sé que te puede parecer muy sencillo decir que está muerto y ya está. Pero era como si hasta que no supiera por qué estaba muerto no pudiera aceptarlo ni decirlo. Tenía que estar desaparecido mientras me hacía a la idea. Ya ves, hacerme a la idea, como si no hubieran pasado suficientes años, como si la investigación no hubiera estado acabada antes siquiera de empezar. —Hablaba sorbiendo los mocos, con muchas pausas, mientras Silvia seguía casi sin parpadear. Su madre sentía la necesidad de seguir—. Cuando volvió, tú tenías dos años. Él volvió cambiado, no era ya el mismo. Cuando le preguntaba por cómo le había ido, siempre se irritaba, se ponía muy nervioso. Él tenía buen carácter, solo había algunas cosas de las que no se podía hablar porque era inútil llevarle la contraria. Una de ellas era la de los sucesos del 68. Siempre estuvo con el Gobierno establecido por los soviéticos. Sí, es algo que me dolía mucho, hija, pero era así; me había enamorado de un hombre que aplaudió la entrada de los tanques soviéticos en nuestro país. ¿Qué podía hacer? No hablábamos de ello. En todo lo demás fuimos felices. Tú me recuerdas a él. —Miraba a su hija, con los ojos rojos, pero ella parecía estar lejos—. Hasta que se marchó a aquella misión fuimos felices. ¡Nos reímos tanto juntos! Pero, de repente, todo cambió. Todo le molestaba. Cuando digo todo quiero decir que incluso en la cama le molestaba ya que lo acariciara. Dejamos de hacer el amor. ¿Sabes lo que eso significa? Era el fin. Nunca logré que me explicara nada de aquel país lejano donde, maldita sea la hora, lo enviaron. Empezó a tener insomnio y, las veces que se quedaba medio dormido, se despertaba gritando. Yo le decía: «ve a ver a algún colega tuyo que pueda ayudarte», y él me contestaba que no, que no creía en la psiquiatría, que ya se le pasaría.

Ella se levantó muy lentamente de la silla para tomar aliento. Al cortarse el relato, Silvia reaccionó y la miró, aturdida.

—¿Quieres beber algo?

Silvia no podía creer que en medio de aquella confesión le preguntara algo tan trivial.

—No —dijo secamente.

Su madre se dirigió a la cocina y volvió con un vaso de agua. Se sentó de nuevo en la misma silla y miró de nuevo a su hija. En ese momento, por primera vez, sus miradas se cruzaron. La mirada de Silvia era como nunca la había visto: implacable, acerada.

—Estaba agotado. Dormía poco y yo me sentía muy inútil porque no podía ayudarlo. No sabía cómo. Era como si la confianza que había entre nosotros se hubiera perdido. Creo que no quería dejarse ayudar. Ni siquiera tú, tan pequeña y tan graciosa entonces, parecías poder animarlo. Si supieras lo cariñoso que era…

—¡Basta ya, mamá! Acaba de una vez. —Sonó como un latigazo en la cabeza.

—Está bien, si no te gusta la verdad no me pidas que te la cuente. Esta es la verdad y me duele tanto como a ti. —Había salido de la postración en la que estaba y se había encarado con la misma fiereza que su hija. Inmediatamente, recobró el tono pausado que había estado utilizando momentos antes—. Un día me llamaron de la dirección del hospital. Yo trabajaba en un ala distinta a donde lo hacía él. Enseguida noté que algo iba mal porque el director estaba sudando y movía la cabeza de un lado a otro. «Su marido —me dijo—. Su marido está muerto». «¡Cómo!, no puede ser». «El camarada Milan ha hecho una tontería». «¡¿Qué ha pasado?! Dígamelo, ¡¿qué ha pasado?!». «Ha tomado estricnina». Yo sabía que la estricnina era un veneno rápido y mortal. Sí, Silvia, hija mía, tu padre se suicidó.

 

—¿Dónde está? Dime dónde está enterrado. —Silvia miraba la mesa, un punto de la mesa, y su voz era serena.

—No lo enterramos. Fue al crematorio. Alguna vez habíamos hablado de la muerte y sé que no le gustaban nada los cementerios. Así que pensé que había que quemar su cuerpo y luego dudé sobre si quedarme con las cenizas o no. Decidí que no. Cogí la urna y, bueno, a él siempre le había gustado mucho un sitio de las afueras, la Montaña Blanca. Fui hasta allí, en tranvía; llega el tranvía, sabes; fui con la urna en mis rodillas, como si fuera la cosa más normal del mundo. Era verano, el campo había tomado ese color amarillo, es una zona de suaves colinas. Anduve un buen rato por el campo, como solíamos hacer juntos; bueno, de alguna manera, también entonces estábamos juntos. Cuando me había alejado lo bastante de las casas y de la línea del tranvía, destapé la urna y dejé que el viento se llevara las cenizas. Creo que a él le hubiera gustado.

Hubo un largo silencio. Silvia levantó poco a poco la vista y miró a su madre. Su rostro estaba rojo, lloroso. Saltó de la silla y se lanzó a los brazos de su madre al mismo tiempo que prorrumpía en un llanto desesperado. Su madre ya no tenía más lágrimas. Silvia atinó a preguntar el porqué. Por qué su padre había acabado con su vida de una manera consciente. Qué era lo que le había hecho llegar a eso. Su madre le dijo que no sabía, pero intuía que debía de haber visto algo terrible o, tal vez, hecho algo terrible. Le dijo que, poco después de su muerte, había ido a ver a un superior de Milan para que le dijera quién podía informarle de lo que había pasado allí. Pero no consiguió mucho. Le dijeron que era secreto de Estado. No, los militares no estaban dispuestos a confesar los desmanes que, tal vez, habían cometido. Madre e hija seguían abrazadas, más bien abandonadas la una en la otra, sabían que estaban solas, que se tenían una a la otra. Ella siguió contándole que hizo algunas averiguaciones que le llevaron hasta un sargento, no médico, sino militar, que había estado con él de agregado de la embajada en Etiopía.

—Me dijo que sí (eso ya no era un secreto), que habían estado adiestrando a las tropas del país e incluso habían estado de campaña con ellos. No sé muy bien, hija, que me quiso decir con eso. Es decir, sí sé lo que quiso decir, pero no quiero ni pensarlo. «Verá —le dije a aquel hombre—, Milan ha muerto y me gustaría saber todo lo que vivió allí». Por supuesto no le conté cómo había muerto ni su intranquilidad desde su regreso de África. «Milan era un blando —me dijo—, se acojonaba enseguida y, claro, allí hay que ver muchos cuerpos mutilados, a veces civiles». Sí, así me lo contó, como si fuera una cosa normal a la que él estuviera acostumbrado. Yo sabía que los militares eran, por así decirlo, una especie aparte, y aquella breve conversación me lo confirmó. Por supuesto, él no quiso entrar en más detalles, pero no parecía en absoluto arrepentido. Acabó diciéndome «la guerra es la guerra». Pero Milan, tu padre, cariño, no era una especie aparte, solo lo parecía. Ante todo, era médico y como tal tenía un cierto apego a la razón de la vida. Supongo que el darse cuenta de la realidad lo mató.

El salón se había quedado en silencio y los sollozos sonaban como las cuchillas de los patinadores sobre el hielo.

—Cuando volvía por aquellas colinas solo tú me hacías volver. Tú estabas aquí, tú me estabas esperando; y eso me salvaba, porque yo quería también morirme con él. —Cogió la cara de su hija con las dos manos y la miró con una ternura infinita—. Y ahora ya eres una mujer. —Esbozó una sonrisa—. Una mujer muy hermosa.

Actores clandestinos

En el orfanato judío se seguía ensayando, clandestinamente, la ópera infantil Brundibár, cuya partitura había sido donada por Hans a esta institución cuando ya era imposible que fuera hecha pública o representada de una manera oficial. Había que sortear las prohibiciones y las dificultades, entre ellas, la carencia de medios. En septiembre de 1939, además, se había prohibido en todo el Reich (también en el Protectorado) el uso de la radio a los judíos. Hans se consumía en su semisótano. Su música había sido prohibida. Los músicos como él eran perseguidos. Él creía que podía ser útil allí. No había hecho caso al consejo de su amigo Adolf, que había huido a tiempo del país.

El año siguiente pasó, sin embargo, sin que nadie fuera a detenerlo. El contacto con Moritz y su hijo Rudi seguía, pero se habían interrumpido los ensayos. Los orfanatos estaban abarrotados. Ahora, no solamente había huérfanos en el sentido estricto del término, sino también muchos niños cuyos padres los habían llevado allí con la única esperanza de que estuvieran protegidos, de que pudieran comer tres veces al día, cosa que ellos ya no podían garantizarles, no importaba la clase social de la que provinieran.

En el 41 se sigue con los ensayos de una manera más decidida. Se ensaya en el comedor del orfanato, ya que no hay otro espacio disponible. Siguen estando los mismos niños y niñas que habían sido seleccionados y se incorpora, con la idea de hacer la escenografía, que hasta ese momento se había obviado, František Zelenka.

František Zelenka era arquitecto y diseñador. Había hecho escenografías para el Teatro Nacional y el Teatro Libre de Praga. A instancias de Rafael Schächter participó en la ópera para niños que se estaba preparando. Diseñó, con pocos medios, una ingeniosa, simple pero efectiva, escenografía a base de tres grandes vallas de madera, con pizarras y los dibujos de los tres animales que aparecen en la ópera (gato, perro y gorrión), donde las cabezas de los mismos estaban recortadas para que, de esta manera, cuando los personajes salían a escena, asomaban sus caras por los respectivos agujeros y así se les identificaba perfectamente.

Rudi Freudenfeld, el hijo de Moritz, y sus amigos, entre ellos el compositor, el director y el escenógrafo, habían decidido estrenar la obra como un regalo de cumpleaños para el director del orfanato, a finales de noviembre.

Hans, el músico judío que ya no podía componer, ni tocar, ni enseñar música; que no podía ni escuchar la radio, se había pasado meses, más de un año, esperando que lo vinieran a buscar. Ese momento llegó antes de que pudiera ver estrenada su pequeña ópera. Estuvo meses en prisión antes de ser enviado a su próximo destino.

La ópera se estrenó, por fin, en secreto, el 27 de noviembre de 1941, en el orfanato de la calle Belgická. Rafael Schächter fue detenido poco después y seguiría el mismo destino que el compositor de la pieza que había dirigido.

Hagibor7, conocido por las instalaciones deportivas de la comunidad judía, se encontraba al lado del cementerio de Olsansky y había albergado hasta el inicio de la guerra una residencia de ancianos judíos. Con el inicio de la guerra y el poco espacio disponible en el otro orfanato, se había convertido en una escuela (a pesar de la prohibición) y el último oasis de los niños judíos. De orientación sionista, Moritz Freudenfeld se convirtió en su director. Es allí donde en el invierno del 42, también en secreto, se hizo una segunda representación de Brundibár. Esta vez Rudi, el hijo de Moritz, fue el director. El elenco de pequeños artistas sería el mismo que el de la primera.