Vías cruzadas

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—Tu padre era médico, ya lo sabes. Cuando tú tenías dos años, él fue propuesto para una misión humanitaria en Etiopía y nunca volvió de allí.

—Pero tú siempre has dicho que no se sabía qué le había pasado. ¿Está muerto, mamá? ¿Está muerto y no has querido decírmelo nunca? Mamá, yo sé cómo se engaña a los niños cuando se habla de la muerte y se les dice que alguien está de viaje, que se ha ido muy lejos y que no volverá. Mamá, ya soy mayor, tengo derecho a saber si de verdad está muerto.

—No, simplemente ha desaparecido. No se sabe nada de él desde hace años. Nadie supo decirme nunca qué le había pasado. Silvia —lo pronunciaba con dulzura y cansancio a la vez—, no pienses más en ello, no podemos hacer nada.

—No entiendo cómo no has hecho todo lo posible por saber qué pasó.

—Lo he hecho, créeme, lo he hecho, hija.

—No sé, mamá, si te importaba, si lo querías tanto, ¿por qué no fuiste hasta allí y lo buscaste por todas partes?

—Tú eras muy pequeña aún, no podía dejarte sola con la abuela. Además, no podía ir así como así, hacían falta permisos especiales. Eso lleva tiempo. Tenía que cuidar de ti.

—Tenías que cuidar de mí, tenías que cuidar de mí —repitió con un cierto desprecio.

Ella era la excusa, el motivo por el cual su madre no se había atrevido a investigar in situ lo ocurrido. Seguro que si uno quería ir a Etiopía podía lograrlo. Si Karel desapareciera así, ella buscaría todos los rastros, todos los indicios por mínimos que fueran hasta dar con la pista que la llevara hasta él porque él era como una parte de ella sin la cual ya no podría vivir y su suerte era la suerte de los dos. No entendía. De repente no comprendía cómo su madre podía decirle simplemente que a su padre se lo había tragado la faz de la tierra. Era insoportable no saber si realmente estaba muerto (con lo cual una se hacía a la idea de que no volvería a verlo, e imaginaba que su muerte había tenido algún tipo de sentido. Podía, por lo menos, idealizarlo como alguien que había tenido que cumplir una misión superior, una buena causa y había dejado la vida en el empeño. Podía imaginarlo así); o si todavía estaba vivo, pero por alguna razón no podía o no quería volver (razón por la cual Silvia prefería considerarlo muerto o, mejor dicho, eso era lo que hasta ese momento había preferido, obviando la pregunta, la incómoda pregunta evitada durante muchos años porque, tal vez, la respuesta de su madre, si la había, podía desilusionarla). Podía suponer que su padre no había vuelto porque no quería verla a ella o a su madre. Silvia nunca había cuestionado la ausencia de su padre, pero ahora todo era distinto, prefería saber la verdad a tener al padre por muerto si realmente no lo estaba. Pero su madre dejaba demasiadas dudas.

Crecer es preguntar sobre aquello cuya respuesta no queremos conocer porque puede hacernos daño.

Aparece Brundibár

Praga, otoño de 1938.

En la escena sexta aparece el organillero, que llega tocando. La gente echa monedas en la gorra de Brundibár. Los dos niños se preguntan por qué, si no vende nada, la gente le da dinero. El policía les explica que a la gente le gusta la música y les pone de buen humor. Los niños deciden cantar algo, para que la gente también les dé monedas a ellos.

Cantan una canción sobre gansos. La gente parece indiferente; solo siguen echando monedas en la gorra de Brundibár. ¿Tal vez la canción solo guste a los niños?, se preguntan Anita y Pepito; seguramente el sonido del organillo no deja que la gente los oiga, concluyen. Los dos se acercan al organillero y van tarareando su música y bailando de forma burlona a su lado. La gente se molesta. La heladera llama al policía y todos acusan a los dos niños de estar molestando. El policía les advierte que está prohibido pedir dinero en la calle y que no los quiere ver por allí. Brundibár los trata de mendigos y los persigue hasta que ellos, asustados, abandonan la escena.

29 de septiembre. Conferencia de Múnich. Los ministros de exteriores de Francia y Alemania «regalaron» los Sudetes a Hitler para evitar una guerra. Checoslovaquia quedó desmembrada. Si alguna vez su presidente o su Gobierno habían tenido la intención de resistir, después de perder la mayor parte de su industria y su red de fortificaciones en el tratado, ya era imposible.

—Mira la foto, Hans, Adolf Hitler se pasea por Carlsbad y una muchedumbre con el brazo en alto casi no le deja pasar. —Adolf le enseñaba el periódico con la foto en la portada.

—¿Tú crees que acabará llegando a Praga?

—No te quepa la menor wduda, solo es cuestión de tiempo.

—Nosotros debemos seguir trabajando, ¿qué otra cosa podemos hacer?

—Las maletas, por ejemplo. —Hans lo miró con ojos de incredulidad—. Bueno, no ahora mismo. Vamos a seguir trabajando —concedió Adolf—. Tenemos una ópera infantil que terminar.

ESCENA VIII

BRUNDIBÁR—. ¡Niños entrometidos, qué fastidio!

Ya os enseñaría yo modales, ya, si vuestro padre fuera:

educación, respeto y honor.

Niños, ¡no causéis problemas!

Donde yo mande, vosotros sin molestar.

Este es mi reino.

Yo soy el zar, el organillero Brundibár.

Cuando yo toque y dé vueltas a esta manivela,

¡cantad conmigo, no hagáis follón!

¿Que no os gusta mi manera de hacer música?, pues

¡fuera de aquí! Si no, al público espantaréis.

¡En este show la estrella yo soy! ¡El organillero Brundibár!

Brundibár termina de tocar y se va con su dinero. La gente se dispersa, el anochecer se acerca. Anita y Pepito aparecen detrás de un barril.

ANITA—. Pepito, ¿qué podemos hacer?

PEPITO—. Al menos ya se ha marchado.

ANITA—. Es tan tarde y tengo tanto sueño.

PEPITO—. Todas las sombras asustan.

ANITA—. Cae la noche. ¡Da tanto miedo!

PEPITO—. Tal vez veamos a un hada buena, si nos quedamos aquí hasta el amanecer.

ANITA—. ¿Tú crees que encontraremos a un cervatillo?

PEPITO—. Siéntate, Anita, coge mi mano, en este banco la noche pasaremos.

ANITA—. Tengo miedo de Brundibár.

PEPITO—. Bueno, eso ya es otra historia.

ANITA—. Tal vez hemos ido demasiado lejos.

PEPITO—. Ahora estará roncando.

ANITA—. Me preocupa. Mi débil voz suena como una disculpa.

PEPITO Y ANITA—. Con nuestras voces tan poco potentes nunca podremos igualar la de ese organillo.

¡Tan solo somos dos!

ANITA—. Muchos más haríamos jaleo.

PEPITO—. A muchos más hemos de buscar.

El orfanato judío de Praga se encontraba en la calle Belgická, en Vinohrady. Se había abierto en 1898. En realidad, no era estrictamente un orfanato: había allí también niños que no eran huérfanos, sino que, simplemente, eran niños a los que sus padres no podían cuidar porque no tenían los medios económicos para hacerlo. Llevarlos al orfanato era una manera de garantizarles desayuno, almuerzo y cena. Aunque a finales de 1938 Checoslovaquia seguía existiendo y los judíos no habían sido discriminados y apartados de la vida pública como en Alemania y en los anexionados Sudetes, el antisemitismo estaba empezando a hacerse notar entre la población checa. Muchos judíos empezaban a perder sus trabajos. El orfanato solo tenía niños. Las niñas estaban en otro edificio de la ciudad.

Hans era amigo personal del director, Moritz Freudenfeld (se llamaba Ota, pero todos sus amigos le llamaban Moritz), y fue a verlo con la idea de poder hacer una selección de niños para la ópera que estaba componiendo.

Encontró a Moritz en su despacho del primer piso.

—Te veo preocupado —le dijo nada más sentarse frente a él. Moritz estaba enfrascado en la lectura de un periódico. Era temprano y Hans no se había parado por el camino a comprar el diario, como hacía otras veces.

—Es el fin —le dijo seriamente, levantando la vista del papel extendido en su escritorio—. Ayer, en Alemania, hubo un ataque organizado contra los comercios de judíos. Rompieron todos los escaparates, quemaron las tiendas. No se sabe cuántos pueden haber resultado heridos o muertos.

—¿Dónde?

—Por todas partes. El reportero habla de muchas ciudades.

—Moritz, eso aquí no pasará —Moritz se levantó mirándolo fijamente.

—Ven conmigo, Hans.

Bajaron hasta la planta baja, donde se encontraba el comedor. Estaba llena de niños con su cuenco de peltre que esperaban el potaje. A Hans no le costó ver lo que su amigo quería decirle. Allí había muchos más niños que sillas dispuestas a lo largo de la larga mesa.

—Cada día nos llega alguno. Casi no damos abasto. ¿Ves aquel niño rubio de allí? —Señaló a uno que estaba sentado hurgándose con el dedo meñique la nariz—. Se llama Hanuš. Su madre lo dejó aquí hace dos meses (por lo visto los padres se divorciaron), dijo que no podía darle lo que necesitaba. Resulta que sus abuelos eran de la nobleza, hasta tenían un castillo aquí en Bohemia, ¿te lo puedes creer? ¿Qué desesperación puede llevar a una madre a entregar su hijo a unos extraños?

Volvieron a subir al despacho. Solo era una primera visita y quería saber qué le parecía la idea a Moritz. Pero también quería proponerle otra cosa. Moritz tenía un hijo, Rudolf, Rudi, que era un joven músico muy prometedor. Había pensado en él para dirigir la pequeña ópera.

Donde la ciudad pierde el nombre

Karel no estaba interesado en la historia ni en ninguna otra cosa que su madre pudiera enseñarle. Hacía tiempo que había encontrado en la música su forma de expresión. Su madre no comprendía cómo se había ido distanciando de ella. Tal vez le echaba la culpa de no tener padre, algo que ella había considerado innecesario pero que ahora se le antojaba como un gesto egoísta. Querer tener un hijo como si de una posesión se tratara. Y era obvio (ahora lo era, antes no) que todo había sido mucho más difícil de lo que ella se había imaginado. En los últimos años, cuando Karel ya había salido de la infancia, no era fácil hablar con él. De alguna manera su cuerpo era distinto y no permitía que le viera desnudo en ningún momento. Ahora no recordaba cuándo había sido la primera vez que lo vio turbado ante su mirada de madre, que había dejado de serlo para ser la de una mujer. Debió ocurrir así, de repente. Un día cierra con pestillo la puerta del cuarto de la ducha y se lleva la ropa dentro para vestirse allí, incluso dándole vergüenza salir, el torso desnudo, con la toalla enrollada a la cintura. Hacía un tiempo que había comenzado a afeitarse y ella no había sabido cómo decirle que lo hiciera, como tampoco se había atrevido a comentarle nada la primera vez que las sábanas estaban manchadas de un líquido espeso y amarillento. En esos momentos hubiera deseado que Karel hubiera tenido un padre, el que ella siempre le negó porque quería tener un hijo, pero no tener que soportar a alguien que estuviera a su lado para decirle lo que tenía que hacer, cuando ella no aguantaba a nadie durante mucho tiempo; para que dependiera de ella, o ella de él, que, en definitiva, iba en contra de sus principios de libertad. Claro que esto era lo que ella le contaba a él, esperando que su hijo se creyera esas razones. Le ocultaba los verdaderos motivos, los que no podía confesarle. Se daba cuenta de que, en realidad, el pretender que él fuera como ella quería que fuera era una coartada para su propia libertad. Querer que él se sintiera libre no era más que una excusa para justificar que ella saliera todas las noches que quisiera, dejándolo solo, pensando que ya era lo bastante mayor para que no la necesitara.

 

Ahora Karel la rehuía como a alguien que no puede entenderle. Demoraba su llegada a casa, salía por la noche a los descampados cercanos donde se reunía con chicos de su edad (las chicas no solían participar en esos encuentros) de los que aprendía casi todo lo que le interesaba entonces: se emborrachaba con vodka en algunas ocasiones; intercambiaba revistas pornográficas (que empezaban a circular por el país tras su reciente apertura) que luego veía a escondidas en su habitación y las ocultaba después entre el colchón y el somier; ponían a parir a los profesores; hablaban del sexo imaginado (pocos se habían iniciado en él y los que lo habían hecho, obviamente, fanfarroneaban al respecto y eran el centro de la curiosidad y la admiración). No compartía, sin embargo, el gusto musical de sus colegas; ni podía confesarles, para no ser un descastado y el blanco de sus burlas, que se había enamorado; máxime cuando su aspecto físico (pelirrojo de cabellos rizados, pecoso, alto y corpulento) ya era singular. No explicaba a su madre nada de lo que hacía. Su madre se sentía culpable de lo que le pudiera pasar a él y se preguntaba en qué había fallado, dónde había estado el inicio de la fractura. Ella había callado cuando hubiera debido hablar. A lo mejor, aún no era demasiado tarde. Ella también podía desvelarle algunos de los secretos de la vida, aunque fuera mujer, siquiera para decirle cómo son las mujeres, aquellas a las que a partir de ahora iba a desear. Pero su madre había callado durante demasiado tiempo y Karel ya era un hombre con la cabeza de un niño, y el silencio entre los dos se iba haciendo más y más espeso y cuanto mayor es el silencio, más difícil es romperlo. Ella podría haber dicho; «Karel, cariño, ven un momento, quiero hablar contigo», pero no lo había hecho. En vez de eso, también ella, se había ausentado cada vez más de casa, había pasado muchas noches fuera sin que le dijera a Karel dónde ni con quién, sin que este le preguntara nada. Karel se había acomodado al silencio, había aceptado el hecho de que algo había cambiado en su relación con su madre y tampoco él había dicho «Mamá, no sé qué me pasa. Lo siento mamá. No creas que no te quiero». El silencio es como una hoja en blanco esperando ser escrita, basta con enunciar una palabra. La voz humana es contagiosa, basta con decir algo, aunque no tenga sentido, para que el otro sepa que existes. Para Karel, su madre había dejado de existir.

El barrio de Chodov está al sur de la ciudad. Es uno de esos barrios construidos durante el periodo del llamado «socialismo real», cuando se intentaba construir el mayor número de viviendas posible en el mínimo tiempo. El resultado eran apartamentos pequeños en edificios calcados unos de otros, donde solo la disposición espacial los diferenciaba. Algunos estaban en paralelo, otros en perpendicular, pero lo cierto era que resultaba fácil confundirlos, tan fácil que, para poder identificarlos con rapidez, se tuvieron que pintar unas marcas en las fachadas: una diana de color blanco y azul, un cuadrado, un círculo con una línea quebrada, etcétera. Barrios como ese había varios en Praga. Enormes ciudades dormitorio dispersas en un vasto territorio que rodeaba a la ciudad antigua, la única que parecía seguir unas pautas ordenadas, un trazado urbanístico con un propósito. Los barrios del periodo socialista daban fe de la falta de especulación del suelo: grandes territorios de campos baldíos que en algún momento pretendieron ser jardines entre edificios de tonos grises, de ausencia de color; anchas calles con oxidadas farolas y aceras casi inexistentes, con parches de pavimento aquí y allá como obedeciendo a un plan azaroso o, más bien, a un deterioro irremediable. La funcionalidad es evidente, sin ninguna concesión a la estética, a la belleza. Es curioso como situarse en un extremo del pensamiento hace que se llegue a situaciones absurdas, que se fabriquen cosas monstruosas, aun pensando en un pretendido «hombre nuevo». Este urbanismo recuerda al enfrentamiento de moros y cristianos donde los cristianos no se lavaban porque eso era hacer lo mismo que hacían los moros, para quienes el agua representaba la vida y efectuaban abluciones diarias antes de la oración. Una cosa era ir en contra de los concursos de belleza del mundo «capitalista» que convertían a la mujer en un objeto y otra bien distinta era extrapolar eso a toda belleza, anulando su posibilidad en el paisaje urbano. Pero los arquitectos de la época no estaban para veleidades de ese tipo.

Por la noche todo era mucho más mágico, porque el barrio parecía una constelación de luces, puntos titilantes en las gélidas noches de invierno. Miles de ventanas iluminadas, desprovistas de cortinas en su mayoría, que representaban el circo cotidiano de la vida. Solo entonces tenían sentido esos bloques de hormigón pelado donde Karel creía ver una sinfonía silenciosa a través del cristal de su propia ventana también iluminada. Se sentía menos solo porque si veía luces quería decir que alguien había encendido esas luces, que alguien estaba detrás de los cuadrados de los marcos de las ventanas, decenas, cientos, miles de personas en el diario ritual de preparar la cena, ver la televisión, leer, jugar, amar, gritar. Hiciera lo que hiciera seguro que había alguien ahí afuera, cerca de él, que estaría haciendo lo mismo. Era reconfortante esa idea. Por lo menos estaba seguro de que Pavel y Milan, sus amigos del vecindario, estaban en alguno de esos puntos alumbrados haciendo más o menos las mismas cosas. Se sentía incómodo porque también se le ocurría que había cosas que tenían que ser distintas, que en la multiplicidad de esas viviendas, iguales en su apariencia externa, pasaban cosas muy diversas; que en una de ellas una pareja joven con dos niños de corta edad estaría en una mesa intentando alimentar a los pequeños; que en otra un hombre solo de mediana edad cocinaría en camiseta; y en otra más, dos ancianas harían ganchillo mientras un joven estudiaría en la ventana de al lado y otros estarían frente al televisor un poco más allá. Se preguntaba cuántos tocarían la flauta o cualquier otro instrumento y a qué determinada hora lo harían. Pero la pregunta que le asaltaba sin cesar y que le causaba un cierto rubor era cuántos, al apagar la luz, se meterían en la cama o se quedarían sentados a oscuras reflexionando sobre el día o acariciando a su pareja; cuántos, en definitiva, no se irían a dormir aunque se fueran a la cama y, como él, se masturbarían cada noche; y si se masturbaban, en qué pensarían al hacerlo. Karel veía, con los ojos abiertos como platos, el exuberante cuerpo de alguna de las mujeres que aparecían en las revistas que, a escondidas, le pasaban sus amigos.

Cuando Karel pensaba en Silvia no había en él, sin embargo, ningún asomo de lascivia. Imaginaba su rostro hermoso o la gracilidad de sus gestos. Nunca la desnudaba en sueños. No podía. Era como si el sexo y el amor (o comoquiera que se llamase eso que le llevaba a pensar en Silvia a todas horas, a desear verla, estar con ella) estuvieran disociados en su mente. Le llegaba una comezón desde la entrepierna que tenía que aliviar de alguna manera, pero eso no tenía nada que ver con la cálida hinchazón del pecho que le llevaba a suspirar por la muchacha. Le parecía que pensar en ella de forma obscena sería traicionar la pureza de su cuerpo y la de los sentimientos de él hacia ella. Tal vez era aún muy joven para entender que se puede desear a alguien sin amarlo, pero no se puede amar a alguien sin desearlo también; que el amor espiritual y el carnal pueden fusionarse en uno.

Oyó la llave al girar en la cerradura de la puerta del piso y adivinó que sería su madre. Se apartó de la ventana y la esperó con la espalda apoyada en el gastado y descolorido papel con motivos geométricos que cubría la pared de la pequeña sala de estar.

—Hola cariño.

Las muestras de afecto de su madre lo incomodaban. No sabía por qué, pero le producían un cierto rechazo y se sentía incapaz de responder. Tal vez fuera porque ahora ya era un hombre y empezaba a ver que su madre no era solo su madre, sino que era también una mujer y que sabía muchas cosas de su madre, pero muy pocas de la mujer que era y que había sido.

Le pasó una mano por el cabello y él se apartó instintivamente, sin dejarse hacer, visiblemente molesto.

—No sé qué te pasa últimamente hijo, ya no me cuentas nada como antes solías hacer. Te entusiasmaba todo y te faltaba el tiempo para contarme qué habías hecho en la escuela o qué habíais ido a ver en la excursión del día… En fin, no sé, no te veo contento como antes.

—No es nada, mamá, estoy bien. No te preocupes. —Karel se separó de la pared y se sentó en una silla junto a la mesa cubierta con un hule de plástico gris. Su madre se sentó frente a él.

—Sabes que no he ocultado nunca nada y que me podías contar todo. No sé si tienes algo que contarme, pero yo sí.

—Ya, seguro que me interesa muchísimo —lo dijo con un desdén tal que él mismo se sorprendió de cómo podía hablar así a su madre. Ella (y eso era cierto) siempre había sido sincera con él.

—¡Karel! —Dio un golpe a la mesa con la palma de la mano—. ¿Por qué me tratas así? ¿Qué te he hecho yo? Vamos, dime qué te pasa.

Pero Karel no sabía qué le pasaba, no quería reconocer que había un sentimiento nuevo aflorando en él y, sobre todo, no quería compartirlo con su madre o, tal vez, no sabía cómo hacerlo. Así que solo se le ocurrió desviar la atención.

—¿Por qué ya no habrá más consagraciones de la patria socialista?

La pregunta era tan intempestiva, tan alejada de lo que hubiera esperado, que su madre se levantó, salió del comedor y se encerró en su habitación dando un sonoro portazo.

Karel se quedó pensando qué diablos le pasaba. Quería mucho a su madre, era la única persona a la que había querido siempre, ya que no tenía padre. Su madre se lo había explicado siendo muy joven. Ella había decidido tener un hijo sola.

Animales en escena

Praga, 1939

Como ópera infantil que era, aparecían, cómo no, animales, con los cuales los niños se identifican mucho. Un gorrión, un gato y un perro salían, de uno en uno, a escena y daban su apoyo a los dos niños.

SEGUNDO ACTO

Anita y Pepito aparecen dormidos junto con el gorrión, el gato y el perro. Empieza a clarear y el gorrión es el primero en despertarse y anima a los otros, que se hacen los remolones, a levantarse. La calle se va animando y todo el mundo se pone en marcha para empezar el día. Tras las ventanas, los niños cantan a coro las tareas que va haciendo cada uno. Los niños salen con sus carteras para ir al colegio. Es entonces cuando los tres animales se dirigen a ellos para explicarles el plan.

ESCENA III

GORRIÓN, GATO Y PERRO—. ¡Niños, prestad atención! Formad tres unidades, como dijimos. Nuestros dos compañeros tienen problemas, vamos a echarles una mano. Por su madre, para animarla, necesitan leche, ¡por lo menos un vaso! Al cantar algo de dinero les darán, junto a ellos una canción debemos entonar. Sumad vuestro talento a nuestros esfuerzos, voz a voz seremos fuertes. Todos juntos, el derecho y la justicia defenderemos. Derrotaremos al dictador, unidos ganaremos. A la gente de este país buen ejemplo hemos de dar.

 

ESCENA IV

MARCHA DE LOS ESCOLARES—. Sí sabemos, ya sabemos, que cuando nos necesitéis allí estaremos. (3 veces)

¡Estaremos preparados! Lo sabemos.

Todos los niños están dispuestos a ayudar. Todos corren a la escuela de la mano de Anita y Pepito. Suena el timbre de comienzo de clases.

El invierno estaba siendo triste para todos. Hans y Adolf seguían trabajando en la ópera infantil. Casi la habían acabado. El día de Navidad había muerto uno de los mejores escritores del país y amigo de ambos, Karel Čapek, que pasaría a la posteridad por haber acuñado la palabra «robot». La comunidad judía empezaba a estar seriamente preocupada. La posibilidad de que los alemanes ocuparan todo el país se hacía cada vez más evidente. Desde el uno de enero, en Alemania, los judíos no podían tener empresas privadas ni cargos públicos, no podían ofrecer la venta de producto o servicio alguno. Habían sido borrados de la vida económica del país. Era algo más que eso, se habían convertido en invisibles a los ojos de sus conciudadanos: no podían sentarse en los mismos bancos del parque; no podían ir a los mismos restaurantes; no podían ir por las aceras y estaban marcados con una estrella; no podían vivir, ni amar, ni casarse con alguien ario. Eso era de dominio público. No era un secreto y, por lo tanto, los periódicos de allí y de aquí, las radios de acá y de allá repetían los decretos, los avisos, las advertencias y, finalmente, las amenazas, que pesaban como una losa sobre toda la comunidad. Algunos, los que podían, estaban abandonando el país; muchos no querían o no tenían la posibilidad de hacerlo. Era como si hubieran quedado aturdidos por el estupor, la incredulidad de lo que parece increíble; la creencia de que no durará mucho, que todo volverá pronto a la normalidad. Tal vez, simplemente, no tenían adónde ir. Habían contribuido con su trabajo, con su esfuerzo, incluso con sus vidas en la Gran Guerra, al que era su país, a hacerlo grande o a acompañarlo en sus miserias, pero era su país. No podían comprender, porque estaba fuera de toda lógica, que ellos, que eran alemanes, de muchas generaciones, no podían serlo si eran judíos. Muchos estaban atrapados en esa contradicción, sin capacidad de reaccionar, sin entender hasta que fue demasiado tarde, que sus vidas, para los nazis, no valían nada.

A principios de 1939, Praga era un hervidero de rumores sobre lo que estaba pasando en la zona ocupada, y sobre lo que podía acontecer. Miles de personas que iban huyendo de los Sudetes llegaban a la ciudad. En su mayoría eran checos que habían sido expulsados de sus tierras, desplazados de un país que ya no era el suyo. Pero también había una minoría de alemanes a los que, simplemente, no les apetecía vivir en el Tercer Reich. Muchos de ellos eran militantes de partidos políticos de izquierda que sabían que lo que les esperaba si se quedaban era la cárcel, la deportación o la muerte. En el sureste, una parte de la región de los Cárpatos ucranianos y otra del este de Eslovaquia también habían sido entregadas a Polonia y Hungría, respectivamente. Desde allí también fluía un éxodo de checos y eslovacos. La ciudad bullía por la actividad de todo tipo de organizaciones, gubernamentales o no, nacionales o internacionales, que intentaba ayudar a los refugiados. Algunos podían conseguir visados y hasta billetes de tren y barco para llegar a Francia, Inglaterra o América. La mayoría miraba acomodarse a la nueva situación, buscar un trabajo, empezar de nuevo. Los británicos, tal vez con mala conciencia tras los acuerdos de Múnich, hicieron una generosa aportación económica para acoger a los refugiados. El gobierno checoslovaco puso todos los medios a su alcance, pero su alcance iba a ser corto, muy corto en el tiempo.

Por fin, la ópera estaba acabada. La partitura con la música y el libreto se presentaron tal como estipulaban las bases de la convocatoria. Nunca llegaría a saberse quién había sido el ganador. El premio no llegó a fallarse. Las circunstancias hicieron que se acabara anulando el concurso.

Cuando éramos pájaros

Casi un año antes, cuando solo hacía unos pocos meses desde la huelga general que paralizó el país e inició la Revolución de Terciopelo que acabó con un gobierno comunista que ya no tenía ningún apoyo, cuando la ciudad bullía de noticias sobre la preparación de las primeras elecciones libres (que tendrían lugar en junio), en el día del cumpleaños de Silvia (catorce años), su madre quiso regalarle algo especial.

Ellas se dirigieron a la plaza Wenceslao. En la parte baja se encontraba el cine donde desde hacía unos días ponían una película americana. Eso aún era algo raro en esos tiempos, cuando la retórica socialista todavía no había cedido el paso del todo al capitalismo, pero cuando, al mismo tiempo, las brechas en el orden monolítico, en lo tocante a las artes al menos, se hacían cada vez más grandes y un resquicio, siquiera controlado, de libertad se abría camino. Por supuesto, no se trataba de películas que criticaran ni por asomo el sistema aún imperante ni que plantearan dilemas morales difíciles, sino aquellas que entretuvieran u ofrecieran espectáculo que, difícilmente, un filme checo o polaco, o incluso ruso, pudieran dar. Silvia y su madre habían decidido ir aquel día. Silvia había convencido a su progenitora, ya que sin ella no hubiera podido entrar en la sala debido a su edad. La película en cuestión se llamaba Flash Dance.

Antes de empezar llamaba la atención la cantidad de gorros de plato de soldados uniformados, jóvenes y no tanto, que iban depositando ordenadamente en los regazos.

A la película le precedía un cortometraje de animación con el audio en ruso y cuyo título, también en ruso, era Kagda mui buili pititzi (Cuando nosotros éramos pájaros) y que explicaba, de una manera concisamente poética, la historia de los gitanos. Según una leyenda, los gitanos eran bellos pájaros que sobrevolaban la tierra. Un día vieron un palacio dorado que brillaba con los rayos del sol y bajaron atraídos por el fulgor. Una vez dentro, fueron colmados de oro. Cuando quisieron levantar el vuelo, los collares de oro pesaban tanto que no podían hacerlo. Después de muchos esfuerzos, por fin, se desembarazaron del oro, pero ya era demasiado tarde: sus cuerpos, sus alas, ya no podían volar. Entra una pluma roja en el palacio, que representa su libertad y el anhelo de volar, y se ponen a seguirla cuando el viento la empuja fuera, al camino, y van perdiendo sus plumas, una a una, y se convierten en hombres y mujeres que van por los caminos, errantes.

Cuando empezó Flash Dance, Silvia enroscó sus manos en torno al brazo derecho de su madre, y esta esbozó una sonrisa en la oscuridad. La película, de una obrera que trabaja de soldadora, pero que sueña con pasar una audición para hacer carrera de bailarina, les fascinó a las dos porque no habían visto nunca una película musical americana; y porque la música era tan animada que, sin quererlo, sus pies, los de Silvia (la otra había aprendido a controlarse hacía mucho tiempo, había sido educada para ello) se iban hacia el lado de su madre para, a continuación, zigzaguear hacia el otro lado, donde unos zapatos de piel negra lustrada los esperaban con su severidad. Al levantar la vista, sus ojos se cruzaron con los de un joven soldado que la amonestó con la mirada. Se recompuso y se sentó rectamente en el acto.