Leche materna

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Z serii: Umbrales #42
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El hermano de mi madre estaba sano y salvo en Londres, donde tenía una fábrica de ropa y desde donde nos enviaba paquetes con cosas extraordinarias: tejidos hermosísimos y madejas de lana y patrones con los que mi madre hacía ropa. Un par de veces al año, mi madre enviaba una solicitud de permiso para visitar a su hermano a las agencias soviéticas. Y un par de veces al año recibía como respuesta la siguiente resolución oficial: «Netselesoobrazno – Viaje improcedente». Esta correspondencia de más de una década llegó a su fin al solicitar mi madre un último permiso para asistir en Londres al funeral de su hermano. La firme resolución oficial: «Netselesoobrazno».

A pesar de esta y otras situaciones absurdas, mi madre insistió en su celo por educarme para hacer de mí una chica íntegra y fiel a los preceptos establecidos para todo honrado ciudadano soviético. Pero esto alimentó en mí un odio hacia la hipocresía de aquella existencia absurda en la que todos nos veíamos obligados a representar un doble papel. Portábamos banderas en los desfiles de mayo y noviembre para celebrar con honores al poderosísimo Ejército Rojo, la revolución bolchevique y el comunismo, mientras que en la cocina de casa nos enjuagábamos la boca con aguardiente y, santiguándonos, rogábamos que el ejército inglés llegara a través del río Daúgava para liberar a Letonia del yugo ruso.

Aunque cumplía con honor con las ridículas exigencias escolares, me volvía cada vez más retraída, enfrascada siempre en la lectura de unas enciclopedias médicas que habían llegado a nuestro piso tras la muerte del profesor que vivía en el piso de arriba. Cuando falleció, los nuevos inquilinos simplemente tiraron por la ventana todos los libros de su biblioteca. En cuestión de momentos, apareció un enorme montón de libros apilados en el patio vecinal y todo el mundo pudo coger los que quiso. Mi madre no ocultó su sorpresa al verme llegar por las escaleras con los grandes volúmenes de aquella vieja enciclopedia a cuestas, pero no dijo nada por no agrandar la distancia creciente entre nosotras.

Allí estaba todo, toda la verdad sobre la criatura miserable e hipócrita que era el ser humano: una maraña de intestinos, un revoltijo de vasos sanguíneos, glándulas y secreciones, ganglios linfáticos y arterias, falos y vaginas, úteros y testículos. Una realidad divina donde actuaban en armonía tantos y tan diminutos mecanismos vitales, y en la que cualquier imprevisto podía resultar fatal. Pero eso nunca ocurría, porque aquel artilugio estaba hecho para vivir, no para morir. Y en todo este asunto, la muerte no era más que una interrupción accidental, pero inevitable.


Si pienso en mi madre, en su nacimiento y en el mío, no puedo dejar de pensar en la maldita predeterminación, que quizá no sea más que una serie de perversas coincidencias o tal vez el resultado de un plan prodigioso pero incomprensible. Nacimos en aquel momento y en aquel lugar y esa circunstancia determinó el transcurso de nuestras vidas. Nuestras vidas habrían sido diferentes si hubiésemos nacido en otro lugar. Yo podría haber sido, por ejemplo, uno de los bebés nacidos en Woodstock en agosto de 1969. Se sabe que tres personas murieron durante la celebración del festival: uno por sobredosis de heroína, otro atropellado por un tractor y el tercero al caer de un andamiaje. Sin embargo, también nacieron dos bebés. Aparte de esos, cientos de bebés más nacieron nueve meses después de Woodstock, concebidos en pleno festival.

En mis fantasías, no veo a mi madre como una estudiante de medicina en la república soviética de Letonia, paseando por el gris otoñal de las calles de Riga con la carga de un embarazo inesperado, embutida en un abrigo enviado desde Londres por un tío al que nunca ve –el abrigo se lo cierra un solo botón y apenas le cubre el vientre enorme–, con botas bastante estropeadas y sus apuntes de endocrinología bajo el brazo. No, no es así como me la imagino, sino con el pelo largo y liso, con una pañoleta a la cabeza, unos pantalones anchos y una barriga bien grande que apenas disimula una blusa de flores. Todo es diferente en ese mundo paralelo donde reina el caos de la libertad, donde huele a marihuana y a esperma. Se alza el amanecer justo cuando The Who empiezan a tocar See me, feel me. El mundo y la libertad parecen ilimitados. Y, tras un segundo canuto, envuelta en pura felicidad, mi madre comienza a sentir, un poco antes de lo esperado, las primeras contracciones.

A pesar de la imposibilidad histórica, mi madre siempre fue un poco hippie. No tenía miedo de experimentar consigo misma y a menudo parecía envuelta en la bruma de una realidad alternativa, ya fuera como efecto directo de alguna sustancia o como efecto indirecto de negarse a aceptar las circunstancias en las que le había tocado vivir. La recuerdo en una ocasión concreta, paseando borracha y colocada por un prado junto al hipódromo, donde ya no corrían los caballos. El hipódromo representaba para ella un testigo de otra vida, de una existencia feliz, desenfadada y sin restricciones. La vi correr a través del prado lleno de dientes de león como una yegua joven y hermosa. Y yo brincaba a su lado como una potrilla, regocijándome contra su flanco. Sin aliento, se dejó caer entre el amarillo radiante de los dientes de león y yo caí junto a ella. Nos quedamos allí tumbadas; ni el mundo ni la libertad parecían tener límites.

Sólo más tarde, tras su muerte, después de toda una época de grandes cambios –cuando su vida podría haber comenzado por fin si no hubiera estado ya muerta–, sólo entonces fui capaz de comprender todos los límites contra los que mi madre se había rebelado a lo largo de su vida. Y, entre ellos, también el más importante, la frontera entre la vida y la muerte, que ella conocía en todos y cada uno de sus detalles, junto a la que convivía a diario y a la que nunca había tenido miedo, pues había conseguido regresar varias veces del mismísimo abismo final.


Conseguí hacer realidad mi sueño y fui aceptada en el Instituto Médico de Riga. Quizá lo lograra tanto por el empeño con que me dedicaba al estudio de la medicina como por un golpe de suerte. En el Instituto prevalecía la invisible autoridad despótica de una dinastía de doctores, descendientes de un puñado de familias judías, que de generación en generación habían hecho valer la tradición de preguerra de convertirse en excelentes profesionales de la medicina. Era difícil ser aceptado si uno no pertenecía a la casta. Pero a mí no era fácil detenerme.

Tenía sobre la mesa de la cocina el cráneo de un desconocido. Mi padrastro lo había desenterrado en un cementerio rural abandonado y luego lo había echado a remojo en varios líquidos hasta que adquirió un lustre blanquiazul. Mi madre aceptó de buen grado todo esto, llegando a donar a la causa varias de sus cacerolas. Y yo, cara a cara con el cráneo, recitaba noche y día el padrenuestro de los huesos, en letón y en latín: hueso esfenoides, os sphenoidale; hueso occipital, os occipitale; hueso temporal, os temporale; hueso parietal, os parietale; hueso frontal, os frontale; hueso etmoides, os ethmoidale; hueso maxilar, maxilla; hueso malar, os zygomaticum; hueso palatino, os palatinum; hueso lagrimal, os lacrimale; hueso nasal, os nasale; hueso hioides, os hyoideum

Mi mejor amigo era Mārtiņš el Cadáver, apodado así por su trabajo como celador en el edificio del Instituto Anatómico. A cambio de una petaca de vodka, me dejaba entrar de noche en las aulas cerradas y me sacaba de un tanque de formalina la parte del cuerpo que le pidiera. Así podía pasarme horas enteras cortando, diseccionando, cosiendo. Para resolver la adivinanza de la vida había que enfrentarse al jeroglífico de la muerte. Había que considerar el cuerpo humano como una unidad: aquella masa inerte era también lugar de vida. Había que adoptar el punto de vista de Mārtiņš el Cadáver: los muertos, muertos estaban.

Un viejo profesor judío reparó en mi tenacidad, comentando que era poco común encontrar en una chica tan joven un empeño tan marcado por desentrañar los secretos del cuerpo humano. Me dijo que era demasiado inteligente y que eso no me traería nada bueno a la larga. Después añadió que debía aprender a separar mi vida de la de los pacientes y a aceptar que la llave de las puertas hacia la vida y la muerte no estaba en mis manos, sino en las del ser cuya existencia no debía mencionarse. Aquel anciano judío ya no tenía nada que perder. Una noche, al entrar en el Instituto Anatómico y encontrarme absorta en una bacinilla blanca de metal esmaltado, donde flotaba un útero en formol, me preguntó: «¿Cree usted en Dios?». Era una pregunta absolutamente inesperada. Y también tremendamente difícil de responder, en aquel lugar donde el conocimiento empírico de la materia silenciaba toda existencia de lo divino.

«Aún no he tenido la oportunidad de conocerlo», le respondí. Y esa misma frase, palabra por palabra, la volvería a oír al cabo de los años en un lugar que recordaré eternamente. Bueno, toda mi vida. «Eternamente» tiene un halo de infinito y no creo que me sea concedido vivir tanto.


Tenía siete u ocho años cuando viví uno de los episodios más dramáticos de mi infancia. Casi llegué a quedarme muda. Ocurrió una agradable tarde de otoño en que una amiga del vecindario y yo recogíamos las hojas que habían comenzado a amarillear en los alrededores del hipódromo. Un fuerte olor a quemado empezó a extenderse sobre los árboles, pero no nos preocupamos porque era normal que los vecinos hicieran pequeñas fogatas otoñales en los jardines que rodeaban el caduco esplendor de las pistas.

 

Pero el olor se volvió cada vez más intenso y, de repente, enormes llamaradas surgieron a través del techo del hipódromo. Las llamas devoraban a una velocidad increíble aquel edificio construido en época de paz e inmediatamente comenzaron a oírse los gritos de la gente, y las sirenas de las ambulancias y los bomberos. Nos quedamos paralizadas, como convertidas en piedra, contemplando aquel desastre, con los bolsillos repletos de hojas relucientes como doblones. De una de las ambulancias, salió mi madre como una exhalación. Gritando como una histérica, corrió hasta donde estaban los bomberos, agarró un cubo, cogió agua de una charca cenagosa y la arrojó sobre la parte del edificio devorado por las llamas. Aterrorizada, corrí llorando hacia ella. Los bomberos llegaron hasta las gradas y consiguieron recogernos justo en el momento en que el techo se vino abajo.

Una vez en la ambulancia, a mi madre le inyectaron algo para que se calmara mientras yo, con la voz rota, luchaba por tan sólo articular dos palabras: «a ca-sa». Recuerdo perfectamente el breve trayecto desde el hipódromo hasta nuestro piso. Llevaba de la mano a mi madre, que iba con la mirada perdida y me seguía obedientemente. Y yo seguía llorando e intentando pronunciar aquellas palabras, «a ca-sa».

Fue una noche verdaderamente infernal. El efecto calmante de la inyección desapareció pronto y mi madre pasó toda la noche destrozando su habitación. Mi abuela me encerró en el baño mientras mi abuelo trataba de entrar en la habitación de mi madre. Sus gritos atravesaban las paredes y llegaban hasta mí. «¡Asesinos!», repetía desaforada, «¡asesinos, asesinos, asesinos!». Pegada a la puerta de cristal, su madre le suplicaba sollozando que se callara. Entonces mi madre lanzó un grito desgarrador, como un aullido. Enseguida llegaron los vecinos a llamar a nuestra puerta, llenos de preocupación. Después todo quedó en silencio. Un silencio redentor que se mezcló con la oscuridad del baño donde, gimoteando, yo intentaba todavía susurrar aquellas palabras: «a ca-sa».


Era un hermoso día de verano de 1977. Por la mañana, al salir del turno de noche, el médico jefe del hospital me hizo llamar y me comunicó que había surgido una oportunidad para que continuara en Leningrado mis estudios de ginecología y endocrinología. En comparación con el trabajo en el «matadero» –así llamábamos al turno de noche entre los médicos, por el ciclo incesante de partos, cesáreas, abortos programados y espontáneos, miomas, pólipos y quistes–, la posibilidad de ir a trabajar a Leningrado resultaba una proposición de lo más tentadora. Pero, para ello debía acudir esa mañana a la calle Engels8. Sería sólo una breve charla, una mera formalidad, dijo el médico jefe.

La llamada de aquella antesala del infierno suponía una tentación. Quizá me permitiesen alcanzar el paraíso, pero era posible que tuviera que pagar por ello con mi sangre. Intenté animarme un poco tomándome un café con una ampolla de cafeína y después me encaminé hacia la calle Engels. Pasé frente a nuestro bloque de pisos, donde mi padrastro estaría preparando el desayuno y mi madre haciéndole las trenzas a mi hija para ir a la escuela. Pasé frente a aquella vida donde no encajaba, pero en la que habitaba como un fantasma de otro mundo. Un mundo en cuyo misterio me adentraba cada vez más y que me atraía hacia sus profundidades, prometiendo revelarme el secreto de la vida y la muerte.

Una mera formalidad, había dicho el médico jefe. Debía acudir al edificio en cuyos sótanos –cuatro años antes de mi nacimiento, y como mera formalidad– el recién instaurado régimen soviético había masacrado a gente inocente cuya sangre había corrido por albañales especialmente diseñados para conducirla hasta los desagües y mezclarse con las aguas residuales de la ciudad. Y los prisioneros, hacinados en diminutos espacios sin ventilación, con bombillas desnudas sobre sus cabezas, habían esperado la muerte o el ser deportados a Siberia. Así habían sido las cosas en aquella época: el crimen era algo cotidiano. Una mera formalidad. Y yo tenía que atravesar ese círculo del infierno. Leningrado me esperaba con sus descubrimientos científicos y un aire de libertad imposible de encontrar en Riga, una ciudad acogotada, sometida por el régimen.

Ya en el interior del edificio de la calle Engels, un caballero bien vestido, con ropa de civil, me llevó hasta su oficina, donde sólo había una mesa, una jarra con agua y un vaso. Comenzó sin rodeos:

—Es usted una joven médico muy prometedora, pero tiene una biografía un poco complicada. Quiero que responda a mis preguntas de forma clara y concisa. ¿Conoció a su padre?

—No.

—¿Sabía que fue un traidor a su país?

—No.

—Si lo hubiera sabido, ¿habría intentado encontrarse con él?

—No.

—¿Su madre le ha hablado alguna vez de su hermano?

—No.

—¿Sabía que estuvo involucrado en la difusión de propaganda y otras actividades antisoviéticas en Londres?

—No.

—¿Le habría gustado verle alguna vez?

—No.

—¿Qué quiso decir exactamente con estas palabras pronunciadas en el Instituto Anatómico tal y tal día a tal y tal hora: «Aún no he tenido la oportunidad de conocerlo»? ¿A quién se refería exactamente?

—A Dios.

—¿Cree usted en Dios?

—No.

—Gracias. Le notificaremos a su médico jefe nuestra decisión sobre sus estudios en Leningrado.

El médico jefe me telefoneó aquella misma tarde para felicitarme por la autorización recibida para continuar mi formación en Leningrado. Tan sólo una hora después, tuvimos que acudir urgentemente al hipódromo, envuelto en llamas azules. Antes de abandonar el hospital, eché todo tipo de viales y ampollas en mi maletín. Estaba ciega de rabia. Cuando llegué al hipódromo me comporté de forma alocada e imprudente y tuvieron que inyectarme un sedante. Después de eso, no recuerdo nada.


Al regresar de Leningrado, mi madre se encontró con que ya no tenía trabajo. Se volvió silenciosa y huraña, y sólo salía de su habitación para hacer té o café. Nuestros día a día respectivos transcurrían en mundos paralelos. En nuestra habitación, la mañana comenzaba bien temprano. Mi abuelo hacía el desayuno mientras mi abuela planchaba mi uniforme escolar y me recogía el pelo en dos trenzas. Yo preparaba mis libros, cuadernos y el estuche con la pluma estilográfica, los lápices y la goma de borrar. Luego la abuela me llevaba al colegio. Su mano cálida sostenía firmemente la mía y cuando llegábamos al colegio siempre me entristecía el separarme de ella. Nos abrazábamos, nos dábamos un beso de despedida y entonces me decía: «Venga, corre cielito».

Yo era aplicada para el estudio, pero estaba siempre contando las horas que faltaban para que terminasen las clases y el abuelo viniera a recogerme. Se notaba que era bastante mayor que los otros padres y madres que venían a recoger a sus hijos, pero, como era tan alto e iba siempre muy elegante, tenía un porte muy distinguido. En el camino de vuelta a casa, a menudo nos poníamos en la cola de una carnicería o una lechería, con la esperanza de poder conseguir alguna «sobra», como decíamos en aquellos años de escasez. Después solíamos pararnos junto al quiosco y hacíamos otra vez cola para comprar el periódico de la tarde. Y después nos íbamos a casa, donde me esperaba mi comida favorita, preparada por el abuelo: salchichas con puré de patatas y col estofada.

Por las tardes, la tele siempre estaba puesta en el salón. Nos contaba en ruso y en letón lo próspero que era el país donde vivíamos. La abuela ponía todo su interés en cada palabra de los largos discursos de Brézhnev, líder de nuestra gran nación. Pero el motivo del entusiasmo de la abuela tenía una explicación bien prosaica: estaba convencida de que Brézhnev llevaba una dentadura postiza malísima y temía que se le fuera a caer en medio de algún discurso.

A veces, por la tarde, iba a la otra habitación para estar con mi madre. Su cuarto estaba lleno de libros, montones de papeles, vasos sucios y ceniceros a rebosar de colillas. Solía encontrarla sentada en su cama, apática y aburrida, dándole vueltas a sus apuntes y sin prestar mucha atención a la visitante de la habitación contigua. Me quedaba allí un rato sentada, contemplándola a ella y su habitación, tan diferente a la nuestra, y después me iba sin hacer ruido.

Así transcurrían nuestros días. Yo vivía entre algodones y mis abuelos eran las personas a quienes más quería en este mundo. «¿Verdad que no te vas a morir?», le preguntaba al abuelo o a la abuela, sentada sobre sus rodillas, mirándolos con mis enormes ojos de niña. Pero no sería la muerte quien nos separara.

Recuerdo una tarde en que yo salía del colegio saltando los escalones de dos en dos. En lugar de al abuelo, encontré a mi madre esperándome, lo cual me inquietó un poco. Se acercó hasta mí, me besó, tomó mi cartera escolar y me dijo que íbamos a ir al mercado. «¿Al mercado?», pregunté sorprendida. Casi nunca comprábamos allí porque todo era muy caro. En el mercado paseamos entre hombres de tez oscura con enormes maletas llenas de frutas que nunca había visto ni probado: fragantes melones amarillos, aguacates, racimos de uvas verdes y unas frutas anaranjadas a las que llamaban «caquis». Mi madre me paseó por entre aquellas singulares mercancías y me animó a elegir lo que quisiera. Le pedí dos aguacates, un caqui y un puñado de algo que parecían nueces. Ella me dijo que se llamaban castañas y que eran comestibles, lo cual me pareció increíble.

Ese día fue completamente diferente a cualquier otro. Después de comprar aquellas frutas exóticas, nos sentamos en una mesa en la cafetería del mercado. Mi madre pidió chocolate caliente para las dos y me preguntó si me gustaría ir con ella a un pueblecito en el campo donde le habían ofrecido trabajo en un pequeño ambulatorio. Sería bueno para las dos: tendríamos nuestra propia casita, un jardín y hasta era posible que pudiéramos tener un perrito o un gato. Sería una vida estupenda. Me quedé pensativa, con mi paquete de fruta en la mano, intentando imaginarme con toda mi ilusión de niña aquella vida estupenda, tan diferente.

—Vale, ¿pero qué pasará con los abuelos? ¿Qué harán ellos?

—Podrás venir a visitarlos cuando quieras.

Yo era como un animalito, olisqueando con su hociquillo curioso un mundo libre y desconocido, pero temiendo abandonar el calor de su querida madriguera. Cuanto más nos acercábamos a casa, más increíble me parecía aquella oportunidad. Al entrar, vi a la abuela y al abuelo en la cocina, entristecidos los dos, desolados. Estaba claro que mi madre ya había hablado con ellos. Nos dejó a los tres a solas y, abrazados, nos echamos a llorar. «Pequeñita, ay mi pequeñita», me decía la abuela, acariciándome el cabello trenzado. Era la primera vez que veía llorar a mi abuelo, normalmente tan digno y moderado. No podían hacer nada. Yo era la hija de su hija y era normal que ella me quisiera llevar consigo.


Al llegar a Leningrado, encontré en el aire anticuado del apartamento de Larisa Nikolayevna en la Avenida Nevski un reflejo real de lo que hasta entonces sólo había podido imaginarme. La anciana señora se negaba a llamar Leningrado a San Petersburgo. Recordaba no sólo los tiempos pretéritos de grandeza y esplendor –biluyu roskosh– sino también la época en que la ciudad estuvo sitiada y la gente se comía hasta los periódicos y el pegamento. No le interesaba la medicina, pero por las noches podía pasarse horas charlando sobre Yesenin. Aunque no lo considerara un gran poeta, le interesaban sobremanera los rumores sobre su muerte. «Así se fueron muchos de entre nosotros», decía, convencida de las oscuras maquinaciones de los poderosos.

A mí me daban un poco igual aquellas teorías conspiratorias. Por las mañanas iba al Instituto Médico Pavlov, donde me encontraba con mis colegas de profesión rusas, quienes sobrevivían a base de café, cigarrillos, ampollas de cafeína y remolacha hervida. Vestían gruesos y ásperos jerséis con pantalones anchos, llevaban el pelo a lo garçon y estaban obsesionadas con desentrañar los misterios de la fertilidad y la infertilidad. Aunque solían conversar con un lenguaje culto y educado, en ocasiones intercalaban alguna palabrota. Por las noches bebían alcohol etílico diluido con agua, pero a la mañana siguiente estaban frescas y diligentes, pegadas a sus microscopios.

 

¿Acaso no era aquello un verdadero misterio? Cuando el esperma entraba en el útero, miles de escurridizos bichitos con cola se lanzaban en busca del ovario, avanzaban y se afanaban contra membranas blindadas hasta que, exhaustos por la travesía, completamente vencidos, perdían al juego de la vida, sin haber llegado nunca al ovario, sin haberlo inseminado, sin haber creado el fruto que, al cabo de nueve meses, se convertiría en una persona. ¿Era un simple azar o un designio ante el que los humanos resultábamos diminutos e insignificantes y toda ciencia sólo era la triste persecución de una intención divina? Quizá fuera un oscilar constante entre un resultado y otro, entre una u otra trayectoria, como en el poema de Brodsky: «cuando la vida se incline a la derecha, / ya se habrá inclinado antes a la izquierda».

Por las tardes, cansadas de examinar muestras de células, bebíamos alcohol diluido y charlábamos sobre sus poemas. Hacía sólo seis años que Brodsky había sido expatriado y en esos momentos estaría vagando por alguna calle de Nueva York. Entretanto, nosotras caminábamos por Leningrado sobre el frágil hielo del pensamiento libre.

La vecina de Larisa Nikolayevna, Serafima, era una buena mujer rusa que aguantaba los abusos de su marido, un inválido de guerra que bebía y la maltrataba. Cuanto más le pegaba a su mujer, más lo amaba ella, sin perder la esperanza de ser madre algún día. Como buena creyente ortodoxa, cada mañana y cada tarde Serafima se metía en silencio en la despensa, donde había escondido sus pequeños iconos y velitas. Allí rezaba a la Madre de Dios para que le concediera un bebé. También venía a visitarnos a menudo, trayendo siempre algún regalo delicioso: empanadas de col, sopa de remolacha, filetes rusos o varéniques ucranianos, que eran unas ricas empanadas hervidas. Comíamos en la cocina de Larisa Nikolayevna y Serafima, achispada, cantaba tristemente una canción sobre un bebé que no estaba con su mamá, que vivía como un angelito en el cielo, pero no podía estar junto a su mamá: «Miloye ditya, kak zhe ya bez tebya…».

«¿Cómo puedo vivir sin ti, mi bebecito?», canturreaba ella. Pero yo no sentía el mismo anhelo ni angustia que Serafima. Había concebido y dado a luz a una hija, pero eso no había despertado en mí ningún sentimiento ni instinto maternal. Algo me excluía de aquel misterio que yo investigaba para poder descubrir su verdad más profunda. Tras el parto, desaparecí de casa durante varios días para no tener que amamantar a mi hija. Mi leche era amarga, una leche llena de incertidumbre y destrucción. Negándosela, había protegido a mi hija de aquel amargor.

Mientras Serafima tatareaba su triste canción, se me ocurrió un experimento para burlar a la madre naturaleza y ofender a Dios, cuya existencia ya había negado en la antesala del infierno. Mis compañeras del Instituto estaban dispuestas a participar. Pero antes tenía que convencer a Serafima.

Una noche, en la cocina de Larisa Nikolayevna, le describí a Serafima lo que debía ocurrir (y no ocurría) en su cuerpo para que pudiera quedar encinta. Le mostré un dibujo de un óvulo suyo, sobre el que se abalanzaba todo un ejército de espermatozoides de su marido alcohólico y maltratador. Pero éstos eran tan débiles que no conseguían asaltar su fortaleza. La pobre me contemplaba con una mirada llena de espanto. Se santiguó varias veces y repitió: «Upasi Gospodi, Upasi Gospodi – Dios no lo quiera, Dios no lo quiera». Entonces le dije sin merodeos: «Serafima, voy a ayudar al canalla de tu marido porque sé que tú de verdad deseas esto, que, en el fondo de tu corazón bueno y piadoso, lo que más quieres es tener un bebé». Serafima se puso tensa y el gesto se le volvió de piedra. «No, no, querida Serafima, estaréis los dos solos. Yo sólo os prestaré mi ayuda como médico».

Serafima se lo pensó durante tres días con sus tres noches. Finalmente, tomó una decisión. Cuando llegó su siguiente día fértil, vino por la mañana temprano a reunirse con nosotras en el Instituto. Bajo el brazo, bien calentito, traía un preservativo con el esperma de su maltratador. Lo calentamos un poco sobre un radiador y luego inseminamos con él a Serafima. La tuvimos bajo supervisión más de medio día, echada, con las piernas en alto, y luego regresó a casa. Al cabo de un tiempo quedó confirmado: estaba embarazada. Serafima entró en la cocina de Larisa Nikolayevna y se echó al suelo. Abrazándome las piernas y llorando me decía: «Svyataya, svyataya - Santa, santa…».


Iba con mi madre en el tren. Quedaba a nuestras espaldas la silueta del casco antiguo de Riga. Se veían pasar rapidísimas las casas de los nuevos distritos residenciales, donde la gente vivía como en otro mundo, en apartamentos idénticos con idénticos felpudos frente a las puertas. En su interior, estanterías idénticas, idénticos juegos de vajilla e idénticas mesitas. Por la mañana, todos los habitantes de aquellos barrios fluían como una masa indistinta hacia sus puestos de trabajo y por las tardes regresaban de igual manera para colocarse frente a los inefables programas de la televisión estatal sobre nuestra inmensa madre patria, programas que volvían sus mentes idénticas. Todo esto iba quedando atrás mientras el tren avanzaba junto a campos y bosques. Al otro lado de las ventanillas, los lugares habitados se hicieron cada vez más escasos, al igual que la gente en las paradas de las estaciones. Al cabo, también nosotros bajamos del tren, en una pequeña estación rural. El tren desapareció en la distancia, dejando atrás un silbido prolongado. Mi madre encendió un cigarrillo. Ya podíamos ponernos en camino hacia nuestra nueva vida.

Era un soleado mediodía de primavera. Yo había estado llorando todos los días anteriores porque me resultaba insoportable la angustia de tener que separarme de mis abuelos. Mi madre no habló conmigo de ello. Y yo tampoco le hablé nunca de lo que había escuchado la noche anterior a nuestra partida. La abuela había estado llorando bajito en su habitación, lamentándose con voz queda, como susurrando una letanía: «Se lleva a nuestra pequeñita. Se la lleva, nos la arranca del corazón. ¿De dónde ha sacado nuestra hija tanta frialdad? Con todo lo que la hemos querido, con lo que la hemos cuidado… ¿Y qué pasará ahora? A veces es tan irresponsable… Se me rompe el corazón cada vez que pienso en nuestra nietecita. ¿Qué pasó con aquella niña tan buena, que siempre volvía sonriente del colegio, con el delantalito igual de limpio y planchado que por la mañana, y que bailaba disfrazada de nube, de estrellita, de pequeño cisne con las alitas que yo misma le había cosido? ¿Qué pasó con aquella estudiante tan estupenda, la niña de nuestros ojos? ¿Qué le pasó? La primera vez fue horrible, igual de horrible que todas las otras veces. Cuando ponía sobre mí sus ojos encendidos, abría un cajoncillo de la cómoda, sacaba de él un tenedor de plata y me lo ponía en la cara, gritándome: «¡Te odio, te odio, te odio!». ¿Qué motivo había para ese odio? Nosotras, que habíamos sido uña y carne, que habíamos estado tan unidas. Completamente unidas, con ella pegada a mi cuerpo, cruzando el Daúgava recién congelado. Su corazoncito latía tan fuerte junto al mío… Sentía su aliento tan cercano, escondidas las dos en silencio en el armario mientras aquellos salvajes destrozaban nuestro hogar. Si alguien me la hubiera intentado quitar, lo habría matado. Y ahora era ella quien quería matarme. Había dejado a su pequeñita completamente sola, le había negado su propia leche. Se fue, se largó, abandonó a su hija. Le negó su pecho. Y he sido yo quien ha cuidado de esa pobre niñita. La he criado, la he visto crecer, florecer. Un ramito de preciosas florecillas delicadas. Y ahora se la lleva».

Durante un buen rato, mi madre y yo caminamos siguiendo la dirección de los rieles. «Cuidado con los cambios de agujas», me decía, «no se te vaya a quedar el pie atrapado». Y yo iba con cuidado, midiendo los espacios entre las traviesas de la vía con mis pasos de niña. En los años que siguieron, aquella vía se convirtió en mi refugio. En ella me sentía siempre más cercana a mis abuelos, que vivían pendientes de mis visitas. Y así vivía yo también. De los trenes de carga que pasaban por allí, a menudo caían granos amarillos de maíz que quedaban dispersos por el terraplén. Mientras los recogía de entre los pedernales me sentía menos triste y se me hacían más cortos los días, horas y minutos y segundos que me separaban de la siguiente visita.

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