Amar a la bestia

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—¡He tenido un déjà vu! —chillé.

—¿Cómo?

—¡Lee esto y dime dónde lo he leído antes!

Elora hizo lo que yo le pedí, aún en la puerta, mientras la esperaba con las pupilas convertidas en interrogantes. Se fue directa a la estantería del salón y sacó un ejemplar de La mujer del aire. Lo abrió por la primera página y me lo mostró. Ponía:

Para Elora —con sus pecas de panecillo integral y sus pequeñas ranuras de risa en los ojos— que también es una mujer del aire y por eso aparece en este libro.

Sí, definitivamente Ortiga reciclaba dedicatorias. Abracé a mi amiga hasta casi ahogarla. La abracé con todas mis fuerzas. ¡No podía creer que hubiera recordado algo! Y, a juzgar por la cara seria de Elora, ella tampoco. No parecía alegrarse en absoluto. ¿Por qué? ¿Acaso padecía algún tipo de síndrome de Münchausen por poderes? ¿Prefería que fuera una desgraciada a que fuera feliz? ¿Qué clase de amiga puede preferir eso?


2. Knokin´on Heaven´s door

Hola, hermanita. No sé por dónde empezar, eso se te ha dado siempre mejor a ti, ¿recuerdas? Tú empezabas algo y yo lo terminaba; acuérdate de que mamá siempre decía que empezaste a caminar antes que yo y fuiste la primera en atreverse a arrancarte el primer diente que se te movió, yo lo hice todo después. Por eso no sé muy bien qué decirte, ni cuál es el principio. Imagino que debería ser «lo siento». Siento mucho lo que te ha pasado, Mica, y siento también no haber tenido antes el valor de venir a ver cómo estabas…

Verás, cuando supimos que estabas en coma y que nadie sabía cuándo ibas a despertar… no pude enfrentarme a eso, hermana, no pude. Ni siquiera sé si sirve de algo que finalmente le haya echado valor y esté aquí, en el hospital, frente a esta cama donde te tienen intubada y monitorizada.

La verdad es que me siento ridícula, como si hablara sola, pero ya sabes que dicen que los que estáis en coma sí que oís y que es bueno hablaros y todo eso. Elora dice que lo ha intentado, pero que no le sale, y que se viene aquí a leer revistas, y a veces te cuenta algún cotilleo de famosas, de esos que le gustan tanto, o consejos de belleza o moda o lo más trendy que exista en decoración, música o literatura —ya sabes lo amante de lo mainstream que es—. Si pudieras moverte seguro que ya le habrías dado una colleja o algo para no tener que escuchar más esas bobadas. Ojalá lo hubieras hecho. No puedo creer que ya no vayas a hacerlo nunca más. Me siento tan culpable…

Solo tengo un par de días antes de volver al trabajo y he de resolver algunos asuntos, así que no puedo quedarme mucho, pero prometo venir mañana. Sé que hace tiempo que ya no crees mis promesas, y lo entiendo. Imagino que no vale de nada que te diga que esta vez voy a cumplirla. Ni siquiera me convenzo a mí misma… Aunque he mejorado mucho en eso de mentir, casi me he convertido en profesional. «Miento casi siempre. Todo el mundo lo hace», como dice Santi Balmes en Los colores de una sombra. «Engaño a otros y me engaño a mí. ¿Para qué diablos sirve la verdad?». Así conseguí mi actual trabajo y todo lo que tengo ahora. También lo que no tengo, que eres tú. Pero no podemos cambiar el pasado, tenemos que convencernos de que la vida es así, unos ganan y otros pierden, y los que ganan no pueden pasarse la existencia renegando de su suerte.

No puedo cambiarme por ti. No puedo. Tengo que asumirlo. Ya no es como cuando una no estudiaba para un examen y la otra se lo hacía, o como cuando engañábamos a la abuela para comer postre dos veces. ¿Recuerdas? Aunque la abuela siempre fue difícil de engañar, casi nos distinguía mejor que mamá, aunque claro, ella siempre estaba sobria, imagino que eso le daba ventaja. Ay, mamá… Ni siquiera he pensado en localizarla para contarle lo tuyo. Seguro que está de gira por medio país y parte del extranjero. Me encantaría ver su cara cuando se entere de que una de sus hijas está en coma. Aunque dudo que supiera de cuál de nosotras se trata. En realidad dudo que nadie pueda. Es lo que tiene ser gemelas monocigóticas. Por eso somos prácticamente indistinguibles. Tú y yo somos el resultado de la división accidental del cigoto en dos partes. Sí, íbamos a ser una única niña. Compartimos el cien por cien de los genes. Ser dos embriones dentro de una misma placenta nos convirtió en clones naturales ¡Clones! ¡Tú y yo somos clones, Mica!

Esto me lo explicaron los médicos cuando valoraron la posibilidad de trasplantarte uno de mis pulmones. Me sometieron a unas cuantas pruebas. Gracias al cielo no hizo falta; un cirujano excelente fue capaz de reconstruirte el tuyo. Fue él quien me explicó lo de los clones, en una sala de espera, mientras yo aguardaba a que te abrieran la cabeza y te extrajeran un coágulo. Imagino que quería distraerme. Se acercó a mí y me ofreció una chocolatina. Me dijo que era increíble lo muchísimo que nos parecíamos. «¿Sabes por qué?», recuerdo que me preguntó. «Porque somos gemelas, supongo», le dije. «Sí», respondió, «pero unas gemelas muy especiales». Justo después llegó Elora desde Trueca, a punto de darle un ataque tras haber visto tu coche hecho un acordeón en la carretera, y el médico se fue. Cuando le conté que quizás no saldrías viva del quirófano se echó a llorar. Pasamos muchas horas esperando, en silencio, adoptando todas las posturas posibles que nos permitían los incómodos asientos de plástico de la sala de espera. Yo me entretenía recordando todo lo que me había contado el médico sobre nuestro inusual parecido. Estábamos destinadas a ser una sola persona. Se nos dividió el cuerpo. ¿Acaso también el alma? Quiero decir, ¿los rasgos de una personalidad común se repartieron en dos cuerpos? Igual solo digo chorradas… Pero si me paro a analizarlo, está claro que todo lo bueno te lo llevaste tú, «doña Perfecta», yo salí perdiendo en el reparto. Si somos exactamente iguales, ¿por qué la abuela te daba un trato especial? Eras su preferida. Sí, no finjas que no lo sabías, todo el mundo lo sabía, eso se nota. No la culpo, todos tenemos favoritos, y eras tú. Puto cerebrito brillante… ¿Te esforzabas en destacar para jodernos a todos o te salía solo? Matrículas de honor, voz de soprano, te hacías querer... Todo se te daba bien. Yo no servía para eso, para destacar. Y te confieso que se me comía la envidia. Pero encima eres tan buena gente que lo compartías todo conmigo. No me pones fácil ni odiarte… ¡No se puede ser tan perfecta, Mica! Y si tú lo eras, ¿por qué existía yo, que solo soy una copia barata? Le di vueltas a esta idea todas las horas que estuviste en el quirófano. ¿Existía porque ibas a morir?

La abuela no sabe nada de lo tuyo, claro. La noticia la mataría. En este tiempo han pasado muchas cosas, Mica… He tenido que meterla en una residencia. Ahora sí que ha perdido la cabeza del todo… Decírselo sería cruel. Habría que contárselo cada día de nuevo porque lo olvidaría, y si hay algo peor que el alzhéimer es, sin duda, que te digan que tu nieta favorita yace vegetal en una cama de hospital. Por suerte no pregunta por ti, todavía. Tiene períodos de lucidez, pero apenas le llegan para cuestionarse qué demonios hace ella en un asilo y revolucionar un poco al personal, al que, con casi noventa años que tiene, le cuesta Dios y ayuda calmarla y sedarla. Luego se le pasa, pero para evitar estas crisis hemos llevado los muebles de su cuarto a la residencia, y mientras está en su habitación se siente como en casa. Quién iba a decir que acabaría así. Marcela, la Argentina, indestructible, incombustible. Físicamente no podría estar mejor. Ha debido de hacer algún tipo de pacto con el diablo, porque si no, no me explico cómo puede tener esa piel tan blanca a la que los años parecen no tener acceso.

Ojalá herede su longevidad y su buena salud, eso sí, con la cabeza en su sitio, tiene que ser horrible olvidarte de quién eres y de cuál es tu historia. Imagina que de repente un día no pudieras recordar nada o solo partes de tu vida, y que todo a tu alrededor hubiera cambiado. Eso sí, a mí siempre me reconoce. Le he llevado mate, como solías hacer tú cuando cosía, antes de que el maldito alzhéimer avanzara tanto, pero no le ha hecho tanta ilusión, claro. Se ha puesto a sorberlo por la bombilla de alpaca en su mecedora, de cara a la ventana, y ya no he podido sacarle una palabra más. Así que me he venido a verte. Tenía que hacerlo, ya era hora. Reconozco que he estado fuera sopesando la posibilidad de no abrir esta puerta, de darme la vuelta y largarme. Pero ya ves que no lo he hecho. Y aquí estás, como si te hubieras pinchado con la rueca de la Bella Durmiente. Casi como si no hubiera pasado nada. Las cicatrices se notan menos, y la parte de la cabeza que te raparon para la operación ya tiene pelo. Te da un look punk rave interesante, no creas. Qué demonios, a ti todo te queda bien, ¡hasta el pijama del hospital!

No sé por qué te cuento esto, será porque estoy segura de que no vas a responderme, o por si no vuelvo a tener la ocasión de decírtelo. No lo sé. Lo que sí sé es que por una vez en la vida, soy yo la que va por delante. Y no me disgusta. Por eso te decía al principio que lo primero era contarte cuánto lamento esta situación y que me siento culpable. Sobre todo porque no puedo quedarme aquí sentada esperando que algún príncipe azul venga a despertarte con un beso, tengo que vivir. El tiempo se ha detenido para ti, no para mí. Lo entiendes, ¿verdad?

No sé dónde demonios estás ahora, pero te miro y te imagino conduciendo un viejo Cadillac azul cielo por las calles del limbo, con la melena al viento y Knockin’ on heaven’s door sonando en tu radio.

 

Mama, put my guns in the ground,

I can´t shoot them anymore,

that cold black cloud is coming down,

feels like I´m knockin’ on heaven´s door.[1]

¿Recuerdas esa canción? Claro que sí, ¿cómo ibas a olvidarla? Estoy segura de que cada vez que la has escuchado de los labios de Axl Rose has viajado mentalmente al mismo sitio que yo: al asiento trasero del Renault 5 negro de mamá, a principios de los noventa. Seguro que no me equivoco. Fue el año que fuimos a la Expo de Sevilla. Como no teníamos dinero para comprarnos una camiseta de Curro, mamá nos lo dibujó en el brazo, como buena tatuadora que era, ¡y fue el mayor regalo de la historia! Me acuerdo de que el sudor hizo que se corriera la tinta y tú te pusiste a llorar. Hacía un calor asfixiante, y pasamos muchas horas en el coche para llegar. Durante el trayecto escuchamos mil veces esa canción. Cuando años más tarde comprendí la letra y lo que había supuesto aquel viaje demencial, supe que Bob Dylan había escrito la banda sonora de nuestra vida. Así fueron aquellos años, como aporrear las puertas del cielo esperando que alguien nos dejara entrar. Lo que ocurrió fue que nos estábamos equivocando de puerta. Por eso era imposible que se abriera. Por más que mamá reclutara espaldas aladas de tinta, no eran de verdad: en el cielo no aceptan ángeles caídos.

Yo creo que lo peor que pudo pasarle a la abuela fue tener una hija como nuestra madre. El calvario que vivió con ella desde que entró en la adolescencia… ¿Has visto sus fotos hasta que mamá cumplió los catorce? Era sencillamente preciosa, casi exótica. Las pocas fotografías de después parecen mostrar a su hermana mayor. ¡Bum!, envejeció de golpe. Pobrecita. Tampoco debió de ser fácil con un marido como el abuelo. ¿Recuerdas oír hablar del abuelo Nicasio?

¿Qué tendría mamá en la cabeza para portarse tan mal? Supongo que las drogas le dañaron el cerebro. No sé cómo pudimos nacer sanas, hermanita. Puede que seamos tan bajitas e imaginativas porque probamos la marihuana en el útero… Ja ja ja. Suerte que cuando se acabó el dinero tras el incendio del estudio de tatuajes, decidió abandonarnos en casa de la abuela, si no, no sé qué habría sido de nosotras vagabundeando por media España y durmiendo en el coche…

¿Sigues preguntándote quién es nuestro padre? Yo no. Estoy segura de que incluso Malena lo ignora, y seguramente sea un indeseable como ella. Cuando éramos pequeñas jugábamos a inventar cómo era o qué rasgos de nuestro físico o nuestra personalidad podían ser suyos. Creo recordar un dibujo, incluso un regalo que nos hizo llegar a través de mamá: el cuento de Alicia en el país de las maravillas, ¿te acuerdas? Estabas obsesionada con ese puto libro. Al cumplir los catorce decidí quién era ese hombre para mí: nadie. Tú, en cambio, seguiste soñando, y hasta los dieciocho decías que fijo que era ese cantante al que ella seguía a todas partes. ¿Pero a cuál te referías, Mica? ¿En serio creías que mamá solo estaba con un tío? ¡Por Dios! Todo el mundo sabía cómo se las gastaba Lady Pain, y que a los diecisiete se convirtió en toda una groupie. Tú y yo no habríamos nacido de no ser así. Míralo por el lado bueno, igual somos hijas de Adrián Barilari, de los Rata blanca. Sé que esto te habría hecho reír. Daría un maldito brazo por verlo.

Alguna vez me han dicho que crecer sin padre y prácticamente sin madre ha tenido, por fuerza, que causarnos un trauma. Gilipolleces, gracias a la abuela estamos perfectamente sanas. Nunca nos faltó cariño. Nunca nos faltó de nada. Que desaparecieran de nuestras vidas fue el mayor favor que pudieron hacernos. Lo que nos habría causado un trauma hubiera sido vivir con nuestros padres. Con suerte, dormiríamos en una caravana y no habríamos ido al colegio, ¿no crees? Puede que a estas alturas ya tuviéramos hijos con el primero que nos hubiera dado la oportunidad de escapar de semejantes personajes. También es verdad que, de haber sido así, no hubieras tenido coche, y por tanto no estarías ahora donde estás… O sí, quién sabe.

No sé si el destino se puede cambiar. Tal vez tenga versiones, o finales alternativos… O quizás existan copias imperfectas de nosotros mismos que toman asiento cuando lo dejamos vacío… Lo que está claro es que hay trenes que solo pasan una vez. Y yo debería subirme, ya que se me presenta la oportunidad.

Ahora tengo que irme. No sé qué más decirte, Mica. Si tan solo pudieras hacer algún gesto para que sepa que me escuchas…

[1]. Mamá, pon mis armas en el suelo, / no puedo dispararlas más, / esa fría nube negra está bajando, / me siento como llamando / a las puertas del cielo. (N. de la A.)


3. Painkiller

Tras aquella especie de déjà vu, Elora me invitó a cenar. Nezar estaba de viaje de empresa y volvería al día siguiente, así que teníamos la casa para nosotras solas. Mientras mi amiga se disponía a preparar el que aseguraba que era mi plato favorito: lasaña casera, empecé a parlotear animadamente sobre el doctor Luján y sobre Saúl Ortiga. Elora no decía nada, se limitaba a concentrarse en colocar las capas de pasta y cubrirlas con bechamel. En lugar de carne, el relleno consistía en un sofrito de cebolla, pimiento, calabacín y zanahoria. Luego añadió salsa de tomate que ella misma había hecho y espolvoreó el plato con queso.

—Lo de no ponerle carne… ¿es por la crisis esta que decís que vivimos? —bromeé.

—Soy vegetariana, ¿recuerdas? —contestó sin atisbo de risa.

Ojalá. Estaba cenando con mi mejor amiga y ni siquiera sabía que no comía carne. La observé cocinar en silencio, sus tirabuzones moviéndose como muelles pelirrojos, sus enormes gafas hipster de pasta negra resbalando por la nariz. ¿Quién era aquella extraña que se afanaba en hacerme la cena? Por la cinturilla de su pantalón asomaba un tatuaje en la cadera. Era el mismo heartgram que tenía tatuado yo, en el mismo lugar.

—¿Eso nos lo hicimos juntas? —Se lo señalé.

—Claro —sonrió.

***

Unos meses antes de aquel déjà vu literario me había negado a tomar los antidepresivos y estaba tan hundida en mi miseria que no tenía fuerzas ni para contemplar la posibilidad de organizarme un suicidio decente, premeditado, no como el del accidente de coche (estaba convencida de que, en realidad, no intenté matarme). Pero una noche, después de tanto absurdo y tanto tiempo mirándome en el espejo y preguntándome quién era la del otro lado, zapeando, me encontré a Kevin Costner lanzando mensajes al mar en una botella. Y una musa me desenterró del sofá de una bofetada y me llevó de los pelos a por mi pluma oxidada.

Náufraga en el mar de la vida necesita ser rescatada.

Herzeleid.

Fue todo lo que fui capaz de escribir. Luego lo metí en un sobre y en el remite puse mi dirección de correo electrónico. Pasé un rato mirando el nombre del destinatario y, finalmente, escribí: «Para Painkiller». Lo había tomado del título del mejor álbum de los Judas Priest. Y es que un corazón dolorido siempre necesita un analgésico, que es lo que significa.

El resultado fue que, como en León no tenemos mar, mi botella cayó a las aguas del río Bernesga a las cuatro de la mañana del miércoles más frío de aquel febrero. Lo cierto es que me sentí ridícula al instante y, de camino a casa, decidí que nadie iba a encontrar y mucho menos a hacer caso a lo que hubiera escrito —y de qué forma— en una botella de Fanta. Al día siguiente, ni siquiera se lo comenté al doctor Luján, y eso que me había encargado hacer algo creativo. Solo le comenté cuánto me horrorizaba su corbata malva y lila. El tipo odiaba que desviara la conversación para meterme en su vida. Sobre todo porque adquirí destreza de profesional al más puro estilo Annibal Lecter con su «quid pro quo, Clarice». Recuerdo que accedí a hablar sobre lo que recordaba de haber abandonado mi tesis si él me hablaba de la suya. Fue así, con gancho y paciencia, como le sonsaqué los detalles de su vida universitaria mientras él obtenía bien poco sobre mis últimos demonios.

Andrés Luján era el típico intelectual atractivo demasiado ocupado con sus estudios como para fijarse en las mujeres. Ninguna de las liberales madrileñas de la Europea consiguió sacarle más que unas copas y análisis psicológicos gratis en la cafetería del campus. Eran guapas e inteligentes, pero para él, que no levantaba la cabeza de sus apuntes en la biblioteca ni para leer los mensajes subliminales que le lanzaban los escotes de sus compañeras, eran personas irrelevantes. Solo le interesaba doctorarse. Y lo consiguió. Entonces y solo entonces se interesó por una mujer, una contadora de historias, también leonesa, que trabajaba en la cafetería de la universidad. Había sido toda una coincidencia. Francis Bacon dijo que no hay belleza sin algo extraño en sus proporciones, y eso, además de magia al contarle cuentos sobre la raposa, el lobo, el trasgo y otros personajes de la mitología leonesa, formaba parte del encanto de Camino. Andresín, como solo ella lo llamaba en Madrid, con aquel sufijo tan del norte y que tanto le recordaba a su madre, recuperó todas sus vivencias infantiles cuando probó el sabor de aquella mujer. Por ella regresó a León. Se casaron en la Pulchra Leonina. Desgraciadamente, los niños nunca vinieron. Camino estaba muy enferma. Pero eso lo supe mucho más tarde.

Cuando me acorraló con el encargo de hacer algo creativo, le confesé lo del mensaje en la botella. No sé si me creyó. Se limitó a preguntarme dónde la había tirado y qué esperaba conseguir. No supe responder.

Después de la cena en casa de Elora, he de decir que estaba más animada. Había tenido una especie de recuerdo y me sentía un poco menos sola. Podría decirse que era ligeramente más feliz, excepto porque la primavera estaba empezando a tocarme la moral con sus alardes de alegría y sus estúpidas flores. Había visto por la tele que hay muchos tipos de alergias según las plantas que te afecten, y que por los síntomas que presentes se pueden identificar. Así que me fui derechita al ordenador para buscar cuál era la dichosa verdurita que me ponía los ojos como globos —si es que podían ser más grandes— y así entretenerme con algo. Tenía un mensaje en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. El asunto decía: «SOS Recibido». Lo abrí. Solo había escrita una dirección de Facebook: www.facebook.com/painkiller. ¿SOS recibido? ¿Painkiller? De pronto me dio un vuelco el corazón. No podía ser. No, estaba claro que se trataba de un error, no podía referirse a mi mensaje desesperado lanzado al río hacía un par de meses. Decidí cerrarlo y seguir buscando una solución a mi alergia. Era más fácil ignorarlo que enfrentarme al pánico que me daba descubrir quién había respondido.

***

Llegué a la consulta del doctor Luján con los ojos igualmente hinchados, a pesar de mis nuevas adquisiciones antigramíneas. En la sala de espera había una chica que leía Poeta en Nueva York. No respondió a mi saludo. La voz aguda de la secretaria anunció que era mi turno de tumbarme en el diván a soltar estupideces. Ay, «el síndrome universal, la vida te sentó en un diván, contando todo tipo de traumas», como dice Santi Balmes en la canción Me amo que me enseñó Elora… Pero esta vez el quid pro quo no me funcionó. Andresín ya estaba harto de los trucos que utilizaba para desperdiciar la hora diaria de terapia, y no tuve más remedio que empezar a hablar de mí. Acabé contándole lo del correo de Painkiller y mi pavor a que fuera una respuesta a mi llamada de socorro embotellada. Le pareció una noticia estupenda, dijo que era muy bueno para mí, y que mis deberes para el fin de semana eran agregar al misterioso destinatario a mis amistades de Facebook y mantener una charla con él. No solo no aceptó mis reticencias, sino que me exigió nombre, edad y profesión del sujeto para el lunes. ¡Yo no tenía ni cuenta en Facebook! Maravilloso. No pensaba hacerlo. No podía obligarme. ¿En qué iba a beneficiarme perder el tiempo con una persona tan desesperada como para recoger una botella del río y…? Eso dando por supuesto que en realidad hubiera leído el mensaje y que no se tratara de algún tipo de publicidad engañosa, o de alguien dispuesto a pasar un buen rato a costa de una pobre chiflada como yo. Pero Andrés insistió en que debía hacer lo que me decía, creía que sería liberador. Y, francamente, me da a mí que también sentía curiosidad.

 

Al salir vi que la muchacha que leía a Lorca seguía en la sala de espera. Despedirse es más fácil, no se espera una conversación como tras un saludo, solo un «adiós». Así que lo dije. Y ella respondió. A lo mejor no estaba tan mal hacer un esfuerzo y relacionarme un poco.

Llegué a casa estornudando y miré el ordenador con recelo. No recordaba la última vez que había comido, así que hice una expedición al congelador. Rescaté unos guisantes del fondo y los preparé con jamón. No tenía ni idea de por qué sabía hacer ese plato, pero estaba delicioso. Cocí los guisantes, los escurrí y los reservé. En una sartén sofreí un poco de cebolla cortada en juliana, luego añadí el jamón en tacos y, cuando estuvo dorado, incorporé los guisantes y le agregué ajo, pimentón, sal, una guindilla y un chorrito de vino blanco. Finalmente lo coroné todo con un huevo estrellado, bien mezclado con lo demás. Oh la là! ¿Por qué había estado sobreviviendo a base de lasañas congeladas y galletas? ¿Me habría enseñado la abuela a preparar aquella delicia?

El domingo por la noche, como todo mal estudiante, me senté frente a la pantalla dispuesta a hacer la tarea para que el doctor Luján no la tomara conmigo. Me abrí una cuenta de Facebook y, con la esperanza de que no estuviera conectado, agregué al tal Painkiller a mis contactos. No me decepcionó. Encantada de poder decirle al doctor Luján que el personaje misterioso no había dado señales de vida, me tumbé en el sofá a la luz de la teletienda.

Empezaba a quedarme dormida cuando sonó el pop que me indicaba que se había activado un chat de Facebook, y de mala gana y con sueño, me asomé a la pantalla para leer:

Painkiller: ¿Estás ahí?

Las sienes me latían. Eran las tres de la mañana. Finalmente, respondí:

Herzeleid: Sí.

Painkiller: Te estaba esperando…

La taquicardia aumentó. Escudriñé su perfil. No había fotos ni comentarios ni nada.

Herzeleid: ¿Quién eres?

Iba a morirme de expectación. No sabía quién quería que fuera.

Painkiller: Painkiller.

Dios. Había recibido el mensaje. ¡Había recibido el mensaje! Estaba a punto de empezar a hiperventilar, y habría cerrado la página de no haber leído lo siguiente:

Painkiller: ¿Qué te pasa, Corazón dolorido?

Quienquiera que fuera, sabía alemán.

Herzeleid: ¿Sabes alemán?

Painkiller: Solo un poco. Por las letras de Rammstein.

¡Le gustaban los Rammstein!

Herzeleid: ¿Sabes también lo que significa Painkiller?

Painkiller: Es una canción de Judas Priest, ¿no? Imagino que si tú eres el corazón dolorido, yo soy tu tranquilizante.

Herzeleid: Vaya, eres un chico listo.

Painkiller: Lo intento.

Herzeleid: ¿Dónde apareció mi botella?

Painkiller: La encontré en el río.

Herzeleid: Justo donde la dejé, qué coincidencia.

Painkiller: Jeje. A la altura del Puente de Los Leones.

Herzeleid: WOW, sí que viajó.

Painkiller: ¿Sí? ¿Desde dónde la tiraste?

Herzeleid: Eso no importa.

Painkiller: Es cierto. Lo importante es que la encontré.

Herzeleid: ¿Hace mucho?

Painkiller: Hace un par de días. Fue todo un hallazgo.

Herzeleid: Debes de estar tan loco como yo.

Painkiller: Ha servido para encontrarnos. No está mal.

Herzeleid: ¿Y ahora qué?

Painkiller: No lo sé. Esta es solo la primera dosis de Painkiller. Irá haciendo efecto poco a poco.

Herzeleid: Ja, ja.

Painkiller: Supongo que me ayudaría conocer por qué te duele el corazón.

Herzeleid: Es una pregunta difícil de responder. No estoy pasando por un buen momento.

Painkiller: Lamento oír eso.

Herzeleid: Sí, yo también.

Painkiller: ¿Crees que podría hacer algo para que te sintieras mejor?

Herzeleid: No estoy segura.

Painkiller: Voy a probar.

Herzeleid: ¿Qué? ¿Qué vas a hacer?

Y me envió un enlace de YouTube. Era una canción. A ton étoile, de Yann Tiersen. Mientras la ponía traté de ver de nuevo si tenía fotos en su perfil o alguna cosa que me diera una pista de si lo conocía, pero no. Cuando la canción se estaba terminando, él preguntó:

Painkiller: ¿Te ha gustado?

Herzeleid: Mucho. La música es… envolvente, mágica. Pero no sé francés.

Painkiller: Yo tampoco entiendo mucho, pero dice algo así como: «Bajo la luz abierta y en la sombra en silencio, si estás buscando un refugio inaccesible dicen que no está lejos». Y luego creo que: «Deja que tu estrella brille en el lienzo».

Herzeleid: Un refugio inaccesible, ¿eh?

Painkiller: Sí. Pero tú estás a salvo conmigo.

Herzeleid: Eso que has dicho me recuerda a una película de Ford Coppola.

Painkiller: ¿Drácula?

Entonces sí que me quedé de piedra. No era posible que se supiera mi diálogo favorito de la película.

Herzeleid: Dios… ¿quién demonios eres? ¿Me conoces?

Painkiller: «Y el hada verde que vive en la absenta quiere tu alma… Pero tú estás a salvo conmigo».

Mi corazón volvió a dar una sacudida.

Herzeleid: Acabas de ponerme la carne de gallina.

Painkiller: Me encanta esa parte.

Herzeleid: No puedo creer que esto sea solo una coincidencia.

Painkiller: Yo no creo en las coincidencias.

Herzeleid: No irás a decirme que crees en el destino y todas esas patrañas Disney…

Painkiller: Yo solo creo que ha merecido la pena esperar para encontrarte.

Painkiller: ¿No dices nada?

Painkiller: ¿Hola?

Y entonces apagué el ordenador. No sé por qué. Me entró el pánico.