Dulces gritos de ciudad

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Arena para la nena

Los bordes de la plazoleta del centro comercial estaban llenos. Una numerosa chiquillada participaba del casting. La fila que se enredaba entre los árboles y las entradas de los almacenes, era larga. Los niños y sus madres llevaban casi seis horas esperando la selección. Algunas criaturas berreaban. A las señoras desmayadas las despachaban en ambulancia. Hacía un calor de los diablos. Botellas y bolsas de agua desocupadas inundaban los botes de basura y algunas caían al piso. Las mamás sudaban ansiedad. Se notaba la incomodidad, pero deseaban que alguno de sus hijos llegará a ser escogido como el payaso principal del programa infantil Pocatil y Tilín.

La selección final de los niños se hará el próximo sábado durante la inauguración del parque ecológico. ¡Coooorteeeen! La presentadora quedó aturdida. Lo dijo bien, en solo doce tomas, no como su compañera, la que estaba haciendo la nota en la playa y que requería mínimo veinte registros de filmación. Estaba confundida. No entendía por qué cortaban.

En medio del pueril desfile, el desgarrador grito de ¡Seeeñoooraaaa!... fue lo que la asustó. Una señora que pasaba quedó atontada. No identificaba de dónde salía el bramido. Por eso miraba hacia todos los lados, sin advertir que desde cada esquina le clamaban lo mismo. ¡Quíteeeessssseeee!... La mujer no entendía que estaba en medio del casting. Que al pasar sin mirar por la plazoleta del centro comercial con sus hijos de la mano, había interrumpido el rodaje. La mujer pensaba que simplemente atravesaba.

¡Señora, quítese!, le rugió otra vez en la oreja el tipo del megáfono. La señora no salía de su sorpresa. No entendía la razón del espantoso grito. Solo atinó a responderle que no la gritara, y menos delante de sus hijos.

La mujer nunca había alternado con gente de cámaras, ni codeado con personas de la televisión. Entonces se apresuró a salir de la plazoleta. Iba muy desconcertada y azorada. Entró a un almacén. Al salir les acomodó las gorras a los niños, se puso el sombrero, guardó en su bolso el bloqueador contra el sol y se fue a la playa.

La ministeria del ámbito visitará la ciudad... ¡Coooorteeeen! La presentadora quedó aturdida. La breve frase escrita en un tablero decía: La Ministra de Medio Ambiente visitará la ciudad el próximo sábado, con el fin de inaugurar el parque ecológico. La presentadora esgrimía su incapacidad lectora con una dosis de simpatía. El cabello rubio volando sobre su cara, por efecto del viento playero, justificaba en el director otra toma.

De nuevo la cámara enfocaba. Los maquilladores retocaban a la presentadora sacudiéndole la arena de su vestido blanco. Volvía a coger el micrófono para informar que La ministra de ambiente regresará el sábado al parque ecológico de la ciudad... ¡Coooorteeeen! Después de escuchar la nueva orden, se agachaba con la respiración agotada por la risa y solo atinaba a decir Perdón, perdón.... Se ponía la mano en la boca y luego inhalaba hondo.

Antes de hacer una nueva toma, el apuntador repitió con ella la compleja frase. Hicieron coro, deletrearon a capela el texto de lectura, repasaron lo que debía leer la bella presentadora. La mi nis tra de me dio am bien te vi si ta rá la ciu dad el pró xi mo sá ba do con el fin de i nau gu rar el par que e co ló gi co. Tres veces leyeron vocalizando despacio, lento, entonando y acentuando. Ahora sí, pronunció aquella silueta estilizada, delgada, atractiva, de vestido largo, de luces y arena en la cara, de maquillaje brillante, y de risa opaca.

Llevaban toda la mañana grabando. El sol comenzaba a descender de su cénit. Las múltiples exposiciones de cámara, con sus respectivos ángulos y fondos, quedaron reducidas a veintiocho cortes. Almorzaron un sánduche con jugo. El apuntador y el del megáfono, la llevaron a estudiar otra vez el breve libreto. Le descifraron el escrito vocablo por vocablo, término por término. La invitaron a no interpretar el contenido, restringiéndose a repasar lo escrito en el tablero, sin analizar nada. Le sugirieron ojear el aviso publicitario de enfrente deletreándolo diez veces como calentamiento visual. Le tonificaron la piel bronceada y la nena volvió a informar. Esta vez parcialmente dijo que la ministra del parque ecológico estaba de mal ambiente por el fin de semana. Otra vez se escuchó el familiar ¡Coooorteeeen! La presentadora comenzó a gimotear. Provocaba ternura entre el equipo del canal. El director del programa la consoló acariciándola como a un bebé. Y así estuvieron hasta que nuevamente se animó a recitar sus líneas.

Cambiaron el aviso y ahora decía: Con el fin de inaugurar el parque ecológico, la Ministra de Medio Ambiente visitará la ciudad el próximo sábado. Lo leyó perfecto. Podría haberse emitido en directo. Lo había podido decir. Todos saltaron de alegría. Pero el del altoparlante volvió a propagar el reiterado ¡Coooorteeeen!... ¡Seeeeñooooraaaaa!...

Una mujer caminaba absorta en la playa. Parecía flotar sobre la arenilla que se levantaba lejos de la marea. Un niño miraba concentrado el borde de la playa. La nena lanzaba arena al aire. De nuevo escuchó el sordo anuncio desde el megáfono que le ordenaba retirarse hacia el fondo, a quitarse del encuadre. El del altavoz se le acercó y le chilló su mandato en el oído. Ella simplemente le dijo: A mí no me grite, y menos delante de mis hijos.

En su casa, la señora y los niños han cenado. Ven televisión en la cama.

–Niños, esa presentadora si sabe anunciar. Miren como informa de bien.

–Sí. Pero no sabe nada de Pocatil y Tilín.

En el puente

Los espectáculos callejeros me gustaban. Veía un gato persiguiendo una lagartija y me olvidaba de todo. Miraba un perro haciéndose el muerto o tocando guitarra con su pata y quedaba alelado, riéndome. Leía avisos curiosos y absurdos. Husmeaba por las ventanas y corría cuando me gritaban: ¡No sea entrometido! Así atravesaba el parque y su olor a hierba, el puente y sus barandas flojas. A veces pasaban cosas buenas y también cosas malas.

Un día, a fines de julio, iba callejeando feliz. Pensaba en cómo hizo el cohete para llegar a la luna, cuando en el puente se me acercó un muchacho con cara de desgraciado. Daba la impresión de vivir por un sector más abajo de mi barrio, un lugar de balaceras y puñaladas. El muchacho tenía un ojo apagado y el otro era inexpresivo. Me dijo: Entrégueme todo o le perforo el alma. Sabía que en ese puente habían ocurrido muchos asesinatos. Vi el metal. No supe si era navaja, puñaleta, mataganados o machete. En todo caso era filoso, gigantesco y chuzaba. Se veía que el tuerto tenía práctica porque cuando la gente pasaba, lo escondía con destreza entre el pantalón y luego me lo volvía a poner en el cuello. Estaba sometido. Las manos me sudaban. Dijo que me desmocharía una si no le entregaba rápido el reloj. Tenía el pulso enredado y eso demoraba las cosas. El muchacho hundió un poquito más la punta del arma. Sentí que reventaba una bombita de sangre. Eso fue la primera vez.

Otra mañana empezaba a lloviznar y pasaba por el mismo lugar. Pensaba en unos bocadillos con queso. Era divertido impregnar el suelo con el labrado de mis zapatos tractor. Lo alcancé a ver a lo lejos, pero no le puse cuidado. Volvió a salirme. En segundos lo tuve casi encima y no pude devolverme. El metal brillante y puntiagudo hipnotizaba. Me esculcó los bolsillos y se llevó el maletín escolar. No había caso contarle a mi mamá. Ella trabajaba todo el día. Mi papá vivía lejos, en su mundo. Tenía que arreglármelas solo. Entonces le conté a Julio lo que me pasaba. ¿Y es que usted no tiene huevos?, me dijo. Yo lo acompaño. Sentí que la suerte se inclinaba a mi favor.

En esos días comenzaron a pintar las barandas del puente y a repavimentarlo. A quitar aquello que se acumulaba debajo. A dejar correr el agua represada por el rastro podrido de lo que fueran colchones, llantas, muebles y cuerpos de animales. A que su hálito inmundo fluyera. Teníamos que dar una vuelta grandísima. Pasaron unas semanas y un jueves reabrieron el puente. Le recordé a Julio lo del pelado del puñal. Tranquilo, cuando vaya a pasar, llámeme.

Terminaron las vacaciones y volvimos a la ruta sobre el puente. Pasaba tranquilo cuando lo vi venir. Con discreción le dije a Julio que el de la camiseta verde de fútbol era el que me jodía. Cogimos por la mitad del puente. Julio lo tenía en la mira, pero resultó que el pelado venía con un colega. El socio llevaba un cuchillo más grande que el del tuerto, y también se le veía una pistola entre el pantalón. Nos pusieron las manos en la nuca y con un falso gesto amistoso repitieron su habitual trabajo con nuestros bolsillos, billeteras y maletas. Como para consolarse, Julio dijo que solo eran un par de hijueputas viciosos. Sentí que el tuerto tenía mucho poder.

Estábamos en recreo, cerca de la cancha, lejos de la gente, olvidando las clases. ¿Sabe qué pasó ayer?, dijo Julio. Iba solo, atravesando el puente y de pronto me salió el tuerto. Le dije que se quedara quieto, que no fuera a joderme, porque mi papá trabajaba con los paramilitares, que preguntara por el Orejón, que si seguía montándola lo iba mandar a quebrar. Julio agregó que el tuerto quedó paralizado y retrocedió. El problema había acabado. Supe que le contó a su papá, pero él tenía que salir de comisión a un trabajo importante por los Llanos. Le pareció que el asunto del puente era chimbo y que Julio podía arreglarlo todo. De paso, agregó, podía enseñarme a no ser tan consentido, a ser hombre. No le creí mucho pero descansé y respiré profundo. Entonces me comunicó con voz apagada y grave el plan que trazó. Yo participaría de algo escalofriante. La señal era llevar las manos metidas en los bolsillos. Cuando el tuerto estuviera cerca, el trabajo ya estaría hecho. Nos respaldarían dos amigos del papá de Julio.

 

A mí se me retorcían las tripas. Antes de que sonara el timbre tuve que ir dos veces al baño. No hacía calor pero sudaba a baldados. Salimos del colegio. Llevaba las manos heladas. Julio bromeaba mientras chupábamos refrescos.

–Vámonos por otra parte. Olvidemos la cosa –le dije.

–Más bien cambie de color, mijo. Está como un papel –dijo Julio.

Caminábamos a prisa. Miraba a lado y lado tratando de reconocer a los amigos del papá de Julio. En una tienda esquinera, dos hombres que tomaban gaseosa encajaban perfectamente con la profesión de los que nos acompañarían. Más adelante, unos tipos de gafas oscuras, quietos sobre una moto, daban la impresión de ser ellos. Una cuadra abajo, tres jóvenes sentados en una panadería, dándoselas de inocentes, parecían ser los contratados. A todos les veía cara e intenciones criminales. Hasta un par de señoras que bajaban pegadas de sus camándulas y escapularios, podían ser las del trabajo. Sentía las miradas encima. Insistía en decirle a Julio que mejor nos devolviéramos. Que yo no volvería a pasar por allá y listo. Llegábamos al puente y un frío lacerante se atizó. Las piernas casi ni respondían. Estaba petrificado.

Julio me envió un mensaje visual y sin abrir la boca dijo: Allá están. No pude doblar la cabeza. Estaba tieso. Debía sacar una mano del bolsillo pero se me olvidó. Al instante nos cayeron el tuerto y su socio. Tomen chinos y piérdanse de aquí. Y nos dieron un bolso. Caminamos rápido cinco cuadras. Paramos en una tienda y al momentico me llegó el alma. Tomamos agua. En el bolso estaba mi reloj, la plata y otras cosas más. Me sentí incómodo y no quería esas cosas.

Una semana después íbamos temprano rumbo al colegio. De lejos, sobre el puente, se veía un tumulto. Una patrulla regaba su destello de luces en el sector. Cuando nos acercamos vimos todo acordonado. Me asomé a ver qué pasaba, pero Julio siguió derecho. Alcancé a ver dos tipos tumbados, inmóviles y sangrantes. Uno desgonzado contra la baranda y otro de medio lado sobre la acera. Las autoridades tomaban fotos, huellas y escribían. Eran el tuerto y su colega. Un espectáculo asqueroso. Vomité el refresco. Salí rápido de entre la gente. Alcancé a Julio y le conté que eran los tipos del bolso.

–¿Qué pasó? –le pregunté.

–Regresó mi papá, y él no puede dejar de trabajar, trabajar y trabajar...

Al respirar por la boca, Julio exhalaba un torrente de vaho frío y repulsivo. Algo parecido al olor del caño.

Confecciones literarias

Venía leyendo Cien años de soledad. De vez en cuando miraba por la ventanilla. Una puntada de recuerdos resplandecía con los relámpagos. El espesor de una historia hacía ignición en mi memoria y quería escribirla. Se trataba de un brillo fuerte y fugaz.

La lámpara de querosene no iluminaba más la cocina. Estaba vieja y en desuso. Colgaba limpia y apagada. Su bolsa de tela no flameaba. No era ya la lámpara de Aladino. Después de muchos años regresaba a la casa de mi abuela. Estaba de paso en el país y quise consolarla un rato. “Mi santa cruz, ya no está”.

Seguía concentrada en su máquina de coser. Era su forma natural de hablar. Atravesamos la sala y llegamos al balcón que daba al jardín. A un costado de la pared del comedor colgaba la daga española. Una reliquia familiar de más de ciento cincuenta años. Era una hoja de metal, de doble filo, mango tallado con pedrería y algunos metales incrustados, protegida por una cubierta de cuero con el escudo real español. El abuelo decía que la recuperó en uno de sus viajes por la madre patria.

Mi abuela le dijo a su empleada que trajera buen café y cigarrillos. Sobre su liviano saco colgaban hebras e hilachas de distintos colores, en paralelo con su cinta métrica. Se notaba que estaba trabajando, que pensaba en sus confecciones. Poniendo ante mis ojos tres o cuatro moldes en papel mantequilla, me mostró una colección de individuales.

–¿Y eso?

–Son tuyos. Hechos en el taller de costura.

–Lástima. Era mejor dibujar.

–Voy a bordar el escudo.

Me pidió que pasara el amarillo, azul y rojo por el ojo de las agujas. Lo hacía para probar mi visión. Enhebré rápido.

–Como antes.

–No recuerdo una sola vez que fallaras.

Dejó la máquina y caminamos hacia su sillón. Siempre erguida. Llegó la empleada. “Se le ofrece algo más, madrina”. Respondió que no y echando humo, se concentró en el retrato del abuelo. Gordo y sonriente.

–Es igualito a ti. Mira ese porte. Bien vestido.

–¿Te parece?

–Claro. Se nota la estirpe. Aunque tú no has derrochado el dinero.

A mi abuela la obsesionaban los abolengos. Por eso se casó con mi abuelo. Pensaba en su añeja hispanidad. El dinero y la posición eran apenas una consecuencia del apellido. Ella seguía creyendo que las fortunas se hacían, que la casta se heredaba. Cuando mi abuelo quebró, ella se encerró en su casona a reconstruir la economía familiar. Compró máquinas de coser y puso el taller de confección de blusas y tejidos de punto fino. Al abuelo lo dejó que se alcoholizara con sus recuerdos. A las tres hijas les incautó la virginidad; jamás encontró a alguien digno de su linaje. Mi madre escapó de este cautiverio.

–La semana entrante la ahijada se llevará todo esto.

Le molestaban todas esas chucherías regadas. Era una forma de advertirme que mirara todo con cuidado porque todas esas cosas iban a desaparecer. Tal vez era la última vez que las vería.

–¿Qué vas a hacer?

–Se quedará la máquina de coser. Es algo muy personal.

Me gustaba ir a la casa de mi abuela. Me complacían sus objetos. Quedaba alelado. También estaba lo de la lectura y la escritura, pero lo que realmente me entretenía era ver la colección de porcelanas y cosas raras que reposaban en el escaparate debajo de la escalera. Había un huevo azul, pesado, como de cinco centímetros de diámetro. Se abría y de adentro salía un rosario bendecido. Era la imitación de un Faberge imperial.

Me vio atento mirando algo y recordó que siempre me encontraba cosas por ahí. Era un suertudo impresionante. Ella y las tías decían que tenía muy buena suerte. Pero también perdía las cosas fácilmente. Las olvidaba. Una vez encontré una caja de dientes en un rincón de la casa. Me quedé pensando de quién podría ser ese aparato que no reía. La alcurnia de mi abuelo me impedía verlo sin dientes y la dentadura de mi abuela estaba completa. Recordamos el hallazgo y la abuela se rio.

–Era de una de tus tías.

Me resultaba difícil concentrarme e imaginar que una de ellas pudiera estar desdentada. Siempre tan bonitas y sonrientes. Eran diferentes a las operarias.

–¿De cuál?

–Eso no. Hay que ser respetuosos.

Siguió contando historias. Yo había dejado de fumar pero la ocasión lo merecía, entonces la acompañé a fumar. Tal vez nunca volveríamos a tener un encuentro así. Llegamos al comedor para tomar las onces.

–¿Y todavía la tienes?

Allí estaba. La vieja frutera con pie de vidrio prensado y transparente sobrevivía en la mesa. Pasó por nuestra casa y regresó a su origen después de soportar muchos trasteos. La abuela se desprendió temporalmente de ella porque decía que las frutas se veían pálidas. La verdadera razón era que el abuelo la tenía convertida en alcancía. Eso se veía mal.

Seguimos hablando de mis hallazgos. Se acordó de la vez que llegué con un gran paquete. Apareció en mi pupitre. El día anterior habían sido las elecciones. Era un paquete lleno de votos por el mismo candidato. No me invitó a regresarlo. Dijo que la basura nunca se devuelve.

Relató episodios del tiempo del taller de confecciones. Esas tardes productivas que me distraían viendo coser a las obreras de bata blanca, llenas de hilos y casi familiares. Mi aporte al ámbito laboral eran los moldes que trazaba. Al principio calcaba las imágenes de los figurines, pero con cierta disposición natural para el dibujo, y después de adquirir mayor destreza, me los inventaba. A esas figuras neutras les ponía gestos. Mi abuela soñaba con que yo fuera pintor. Insistió mucho hasta cuando la defraudé eligiendo otra actividad.

Mi madre era de las pocas que iban a la universidad. Allí conoció a mi padre y emprendieron sus vueltas por el mundo. Estaba muy pequeño cuando empezaron a dejarme al cuidado de mi abuela. Ella me recibía con cuadernos, lápices, colores y cartillas, objetos que parecían juguetes. Me entretenía y aprendía.

Mi abuela tenía un tablero grande y limpio. Allí les explicaba a las obreras sus ideas de modista. Les representaba las opciones más enriquecedoras y recomendables para confeccionar la base de un cuello de blusa y montarlo dependiendo de su curva y anchor. Entonces sobre el tablero trazaba líneas horizontales, líneas en ligero ascenso, proyectaba del punto A al punto B, medía una semi-curva y unía diagonales. Todo muy didáctico, sin afanes, sin asustar. Sin hacerles sentir que estaban trabajando. Luego, sobre el trazado básico y el molde, cortaba la tela con la destreza de un prestidigitador.

Sobre esa superficie empezó a hacer de profesora conmigo. Escribía en el tablero. Yo dibujaba lo que ella copiaba. Era pequeño y creía que sabía leer y escribir. Cuando borraba, me ponía a llorar. Las trabajadoras se reían. Así pasaron mis primeros años. Entre manufacturas, letras y dibujos me hice parte de un proletariado afectuoso. Mis padres se graduaron y no pude volver. Me llevaron muy lejos. Solo regresaría siendo un adolescente. Durante ese tiempo, mi abuela me escribía cartas contándome que sus trabajadoras preguntaban por mí.

–Tienes razón, era divertido y triste.

–Qué suerte ser tan inestable. Vivir esperando una carta.

Mi abuela mandó por más cigarrillos. Insistió en que su empleada no era una empleada. Dijo que llegó como hija de una doméstica, creció, se quedó y ahora era su ahijada. Alguien muy familiar. Me contó que a ella también le había enseñado a leer y escribir, pero nunca le interesó coser. Mi abuela continuó con sus repasos pedagógicos, de escritura y confecciones. Era de lo único que le gustaba hablar. Y también del destino de algunos familiares.

Sobre la mesa reposaban unas tijeras. Las cogí y me puse a cortar periódico, como en los viejos tiempos. “Madrid. Tarifa especial”. Recortaba vocales, sílabas y palabras completas. Cuando mis padres se volvieron a ir, no me quise ir con ellos.

–Vivían pescando una botella que se les fue al río.

–Si abuela, así era.

Por esos días el abuelo trajo una herradura. Dijo que su caballo había muerto de anemia infecciosa. Me pareció haber visto el hierro entre el escaparate. Una vez me dijo: “Esta herradura fue de Baconao, el caballo de José Martí. La conseguí en Cuba”. Cuando mi abuelo disertaba sobre la herradura lo hacía en serio. “Es un amuleto que protege contra el enemigo y la mala suerte”. Iba a la universidad y le creí todo. Me quedé mirando ese medio círculo oxidado. Al poco tiempo mi abuelo perdió la finca. Una tía murió de infarto y las otras tuvieron que trabajar hasta jubilarse. A pesar de todo, la herradura permanecía ahí, como la abuela, un poco desgastada, como un símbolo, irradiando una rara suerte.

–Me gustaba por su agilidad y rapidez. Era como si entendiera.

–Si abuela. Tú lo montabas.

–Hiciste un dibujo de él. Y escribiste una historia.

Mi abuela me dejaba escribir ocurrencias pero con buena ortografía. En ese tiempo yo tenía cara de conejo, conocía las vocales y las letras. Y dibujaba mucho. Los números los aprendí oyéndolos por ahí, cuando las obreras contaban las piezas por docenas. Mi madre dijo que lo mejor era ingresar al colegio. Allí estaban los profesores de verdad. Que lo de la abuela era un entrenamiento. Ella estaba contenta y un día me mostró una esquina.

–No necesitaba de eso.

–Mentiras, estabas hipnotizado.

Mi abuela no estaba de acuerdo. Intuyó un desplazamiento pedagógico. Sintió un poquito de tristeza y me la pegó. La cosa era en serio. Un día me vi sentado en un pupitre. No podía llevar juguetes. Tenía que levantarme temprano todos los días. No quería ir allí. ¿Para qué? Si de todos modos mi abuela era mi profesora. Y de pronto me vi haciendo extensas planas para mejorar la caligrafía.

 

En el colegio me enseñaron la letra A, pero ya la sabía. Tenía seis años y estaba trazando bolitas y palitos. La profesora decía que así soltaba la mano. Me asusté al pensar que de pronto se me soltara la mano. Vi un círculo y me dijeron que era la letra o y que un palito con un punto era la letra i. Enseñaba que entre palabra y palabra debía haber cuatro milímetros de separación. La maestra preguntaba, “¿qué quiere decir la m con la a?”. Le respondía que no decía nada, que sólo sonaba. También sabía que no resistiría el año. Sólo quería dibujar y soñar con la historia del caballo del abuelo. Un día la profesora enfermó y la cambiaron. Hubo una epidemia y no volví al colegio. Todo se restableció.

Algunas tardes acompañaba a mi abuela a comprar hilos y agujas, a contratar pedidos de telas, a cambiar partes de las máquinas. Me emocionaba leyendo anuncios y letreros callejeros. Veía una S y sabía que era el símbolo de una Singer. Nadie me dijo que esto podría pasar. Solo mi abuela me salvó. Me dijo que estaba leyendo. Entonces, mientras ella dibujaba sus patrones de moda y diseñaba ropa, yo escribía cosas en sus talonarios. Dibujé las nuevas máquinas industriales que llegaron al taller. Las trabajadoras y yo estábamos deslumbrados con los recientes artefactos. Ellas renovaban su lenguaje y yo aprendía sobre palancas, talones, conos, troncos, ranuras, ojo y punta. Hasta de las placas de transporte me enteré.

Todo fue cierto y todo llegó a su final. Supe que la fábrica cerró por el acoso financiero de los bancos. Las tías y la abuela envejecieron obsequiándose sorpresas, vestidos y prendas nuevas que ellas mismas cosían. Vivían elegantes y estrenando. Hasta diseñaron sus blusas de funeral.

Habíamos pasado una tarde deliciosa. Nuestras manos se apretaron. Le confesé que estaba escribiendo un libro, la historia de un caballo. Algo diferente a El Moro. Sin desventuras. Buen trato. Con una vida apacible, sin obligación de trabajar. Algo parecido al caballo del abuelo. Fui sincero. Le dije que en el fondo tenía dificultades para escribir. Mi abuela se retiró. Fumé y bosquejé muchos paisajes. Hasta dibujé un álbum de láminas de la naturaleza en mi cabeza. Regresó con un pequeño baúl. Extrajo unos cuadernos y me los entregó.

–Te pueden servir. Eran del abuelo.

Vi su letra y sus rasgos me confirmaron el sentido de las cosas. Una letra que me devolvió a un mundo caligráfico, sin afanes, desaparecido. Oloroso a whisky y risas.

–Y ahora... habla por mi santa cruz. Escribe lo que le mandé a callar.

–No es bueno que digas eso.

–Mi amor, insiste en tus confecciones literarias...

Nunca más la vi. De regreso leí los cuadernos completos. Entre el rancio esplendor que ofrecía la ventanilla del avión percibí la nobleza del abuelo. Entendí su silencio y comprendí su ascendencia, todos esos datos, toda esa tristeza oculta tras su risa bonachona. Pensé en Orhan Pamuk y en García Márquez. Pensé en mí mismo y sentí que la estirpe de escritores, no tan buenos pero condenados a escribir, deberíamos tener una segunda oportunidad sobre la tierra si corregíamos mucho y teníamos algo que contar. Sobre todo pensé en mi abuela y su cuidado al confeccionar sus blusas. Sus palabras de nuevo me salvaron: “escribir no es cosa de adultos sino de niños”.

Por eso no crecí y me quedé jugando. Me quedé escribiendo.

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