La venganza del caído

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Sanel sabía perfectamente que si no iba a sus brazos el dolor sería más fuerte, estrechándola contra su cuerpo, sintiendo la calidez de ese abrazo, el amor que emanaba, no podía dejarla ir, no lo haría —¡Amor! No sé qué te aflige está noche, pero tienes que decirme que te sucede, sé que eres infeliz por no tener herederos, no te he dado el primogénito que tanto anhelas, por mi culpa has caído en desgracia.

—¡No! No digas esas cosas amada mía, no he caído en desgracia, soy yo el que te da desdicha, soy yo el que no puede hacerte feliz, mis sueños solo han ocupado tu vida, tus sueños han sido las mínimas de mis preocupaciones.

—¡Querido! No te hagas esto. Podremos salir adelante —trató de reconformarlo.

—¡No! No lo haremos, Deania. No podremos tener hijos, no puedes concebir —se soltó del agarre de su esposa de manera brusca trastrabillando hacia atrás, sus ojos eran pesados, su voz llena de amargura, pero su corazón estaba roto.

Tragó saliva ante la crueldad de sus palabras, jamás había visto de esa manera tan agresiva a su esposo, él siempre fue dulce, fue único, fue alguien que le decía las cosas con la mayor dulzura posible, logrando apartar las lágrimas que amenazaban con caer, apaciguó sus manos temblorosas en su regazo, retorciéndolas hasta el punto de dañarse, no podía seguir con esa farsa mucho más —¿Crees que no lo sé? —hizo una pausa significativa para continuar con la voz estrangulada —¿Crees que no sé de qué me hablas? Sé que no puedo darte el hijo que deseas, es cruel recordármelo.

—¿Crueldad? Es ser realista —se pasó los dedos por el cabello, cerrando los ojos, respirando profundo y callando por unos minutos —He hablado con nuestro Padre, dándome una opción muy difícil para mí, difícil de tomar. Me sugirió a Bera, ella me dará el hijo que deseo —golpeó su espalda en la pared, jalando sus cabellos en señal de impotencia mientras que cayó de rodillas en el duro suelo de su habitación, aquella noche sintió el corazón de Deania romperse en mil pedazos, juró haber sentido como ese corazón murió ante sus ojos como el suyo propio.

Nerviosa de verle atrapado en su propio deseo, se levantó caminando hacia él, arrodillándose y tomando su rostro entre sus manos, deseaba que él fuese feliz, que mejor que ver a su amado ser feliz —¿Sabes? Quiero que seas feliz —sollozó cerrando sus ojos, era la decisión más dura que había tomado en tan poco tiempo, pero era la única manera de poder darle a Sanel la oportunidad de ser padre —Por eso con mi permiso y con el de nuestro Dios, te concedo ser libre y tener descendencia con Bera, ella siempre te quiso, pero tú te uniste a mí. Ella siempre te amo, ve hoy querido esposo, cumple con cada designio que Dios te ha dado para ti y tu futuro —al sentir la caricia dulcemente torpe, tomó sus manos entre las suyas, sintiendo el calor y el temblor de su amada, levantó la mirada, pudiendo observarla con detenimiento, sus ojos aún seguían sin brillo, pero el latido de su corazón le hizo ver que aún estaba con él —Ella no unió su vida a ninguno, está esperándote, todo tiene su camino, todos tenemos un destino, si el tuyo es tener descendencia con Bera, así será, porque es designio de nuestro padre.

Desconsolado trató de no aceptar esa propuesta —¿Qué? —dio un gemido ahogado —No lo haré, no te haré daño de esa manera, tú eres la única —se alejó de su esposa, poniéndose en pie, dejándole de rodillas. Le vio caminar en círculos, sin salida a ese laberinto que se había creado por un deseo que se volvió en su contra.

—Tienes que hacerlo, surge o húndete, levántate o cae, vive o muere, decide y caminarás tienes en tus manos la verdad —mencionó con pasión —Es lo que te digo y siempre te lo diré.

—¡No! —negó efusivamente con la cabeza —Por favor, no me obligues.

—Obligación no es, es tu deseo concedido, no te preocupes por mí, mientras seas feliz yo lo seré. Le deseo la suerte y la fuerza para tu descendencia, de esa manera me harás feliz, de esa manera seré la mujer más feliz de todas.

Se volvió con violencia hacia su esposa, no entendía cómo podía despojarse de sus propios sentimientos así por así, nunca entendió la gran bondad que Deania guardaba —Yo te quiero, no lo haré, no me importa tener ese heredero, tan solo quiero pasar una vida junto a ti y la siguiente y la siguiente, hasta que nuestro círculo caiga y se rompa, hasta que nuestra vida se extinga.

Expresando su enojo, Deania se puso en pie, caminó hacia él y levantando una mano le propinó una dura bofetada, no retrocedió ante la dura mirada que su esposo le proporcionó, pero si notó la marca rojiza que se extendía sobre la mejilla en el agudo contraste de su piel pálida.

—Claro que sí, tú lo harás por nuestra raza, por nuestra gente, tú eres un elegido de Dios, tú eres su hijo y si él ordenó ello, se cumplirá pese a tu negativa. El clan de fuego debe tener a su heredero, necesita de un heredero.

Con lágrimas en los ojos, Sanel se arrodilló frente a ella abrazando sus piernas —¡No! —repetía una y otra vez —No me dejes hacerlo, te lo suplico amada, no me hagas llorar más, no hagas que mi alma se desprenda de ti, se pierda en el camino y dude de mi valía, dude de tu amor, así como he dudado de su grandeza esta noche.

Quitándole las manos de sus piernas con un fuerte manotazo, retrocedió y pudo notar que Deania había cambiado en tan pocos segundos, sus ojos no obtuvieron brillo, más bien se tornaron opacos y muertos —¡Lo harás! Lo harás por qué me amas, lo harás por mí, demuéstralo. Ve con ella —se alejó de él, mostrándole desprecio —Ve con ella y no regreses más.

Aspirando hondo, evitando verle a los ojos, ya que su expresión estaba cubierta de culpabilidad y no podía soportarlo, poniéndose de pie, su corazón oprimió su pecho con un dolor que atravesó sus entrañas, observó su reflejo en el espejo por última vez y supo que su vida no volvería a ser la misma —Si ese es el deseo que dicta tu corazón, no soy nadie para reprocharte nada —tomando su capa entre sus manos, abandonó el lecho nupcial sin una palabra más.

La soledad de la habitación la oprimió de tal manera que cayó de rodillas deshecha en lágrimas, había perdido lo único que deseó en la vida, un hijo fruto del intenso amor que sentía por su esposo, no podía verle partir, no podía despedirse bien de él, ya que las consecuencias serían no dejarle libre como el padre designó, el heredero sería hijo de Bera, mientras que su vientre creciera ella se sentiría cada vez más seca.

Sanel por un momento pensó en vagar por el pueblo, quizás hallar una manera de regresar al lado de su esposa, pero la idea de un hijo y su legado asegurado le hizo visitar a Bera, quien lo esperaba en su lecho.

La joven de rizos rojizos y ojos pardos logró distinguir la figura de Sanel entre las sombras de sus aposentos, con una sonrisa en los labios extendió la mano y lo invitó a entrar, si esa noche la visitaba era porque Dios había escuchado sus plegarias.

Compartieron la cama esa noche, sus corazones palpitaban desenfrenados ante esa unión desesperada, pero Sanel solo imaginó que esas caricias se las daba a su esposa, que esos besos eran para ella y aquellos susurros de amor eran para Deania, llegando no solo a imaginar que ese momento era solo para ella.

Los llantos de los niños habían cubierto el pueblo, dos niños fuego habían nacido nueve meses después, solo que uno de ellos sería el heredero al trono mientras que él otro crecería a la sombra de su hermano.

Deania siendo tan débil, murió en el parto, tan solo logró acariciar el rostro de su hijo y depositar en su frente un primer y último beso, mientras que sus labios pronunciaban el nombre de su primogénito y la luz de cuerpo se extinguía —Hadeo —logró pronunciar mientras que sus ojos se cerraban y un brillo cubrió su cuerpo convirtiéndola en ceniza, en luz y siendo parte del recuerdo, por un momento Sanel observó a su hijo, el fruto de su amor, era un niño hermoso sus ojos oscuros y su mata de rizos negros a un leve contraste con su piel tan blanca como la nieve de ese crudo invierno, era lo único que le quedaba de su amada Deania y lo único que atesoraría, sin embargo había olvidado que Bera también había tenido a su hijo, ambos niños habían nacido el mismo día y a la misma hora, a diferencia de su pequeño Hadeo, la madre de su segundo hijo había sobrevivido al parto, por un momento se negó a abandonar la habitación de Deania, pero era necesario visitar a Bera y luego de ello visitar el templo de su padre.

La joven madre sostuvo a su hijo entre sus brazos, mientras que sus lágrimas de regocijo brillaban y surcaban sus mejillas sonrojadas, aquel niño era tan magnifico, sus cabellos rubios como él sol, sus ojos azules como el mismo cielo y sus labios tan rojos como la sangre misma —Uran, tu nombre será Uran —no se sintió ofendida ni mucho menos minimizada ante la ausencia de Sanel por ver a Deania y estar presente en el parto de su hijo, ella sabía a la perfección que ese niño sería el predilecto, mientras que el suyo solo crecería en la sombra, pero no importaba, era suyo y era único, nada importaba mientras tuviera un pedazo de ella misma, mientras tuviera entre sus brazos el fruto del intenso amor que tenía por Sanel.

Sanel sin consuelo, le entregó el niño a Milausky, aquella amiga y confidente de ojos lavanda —Cuídalo bien —le pidió mientras salía de la habitación.

—Adónde vas —preguntó ella, sosteniendo su brazo —Tienes a tu hijo, por que abandonarlo ahora más que te necesita.

—No lo abandono, solo necesito obtener respuestas.

—Las tienes, solo que te niegas a entender —exclamó.

—No las hay —respondió quitando con brusquedad la mano de Milasuky de su brazo y abandonando el hogar que una vez le perteneció, obtener las respuestas que necesitaba era algo importante para él, así que decidido y dolido ante la pérdida de su esposa, subió al templo una segunda vez, pero en esta ocasión no sería para aclarar sus dudas.

 

Empujando las puertas del templo con fuerza, se adentró a las profundidades de ese lugar sagrado, solo para ver que Dios le esperaba en esa ocasión, las nubes se arremolinaban en lo alto como la primera vez, la niebla espesa cubrió sus pies, pero se notaba que las nubes carecían de brillo y luz —Un heredero pedí, pero dos han nacido y el precio fue exacto el que dijiste, la vida de Deania a pago de dos hijos —le reclamó a su padre, esta vez no hizo la usual genuflexión, tan solo gritó con un odio y resentimiento.

—El destino ha hablado —su voz resonó con fuerza, obligando a Sanel a levantar la mirada al cielo —Y el precio ha sido pagado.

—¿A cual de esos dos niños deberé dejar mi legado? No podré elegir a uno sin que él otro crezca a la sombra del otro, cómo elegir un heredero y sucesor cuando uno podrá obtener las grandezas del reino que me entregaste mientras que él otro el vacío y el odio por el otro.

—Acércate a la mesa —le ordenó, quien por un momento dudó en acercarse a la mesa de piedra, dando pasos tentativos admiró que bajo la tela había un tesoro que Dios resguardaba —Lo que hay allí consérvalo, pero no le abras hasta que estés seguro de entregarlo al hijo correcto.

Quitando la seda, logró ver un cofre de madera labrado a la perfección, sus bordes eran dorados y con un sello extraño, un rombo perfectamente dibujado, con una x en su interior, dividida por el centro, por el lado de arriba la mitad de un redondo, un triángulo adentro, como una pirámide iluminada por la luna llena, en ambos extremos de la X se encontraban la luna a la izquierda y el sol a la derecha; debajo de la x, un rombo pegado a la base, unido con una base triangular de cabeza. Adornado con lanzas en cada punta del rombo, para los extremos curvas que daban una forma casi extraña, como una enredadera.

Sin embargo, el objeto que llamó más su atención, fue la daga que yacía en un cojín rojo, una daga de 25 cm de largo, con un mango de oro y bordes de titanio, incrustada por los bordes con piedras de colores rojo, azul, blanco y café, mientras que su cuerpo era una hoja de titanio reluciente y una inscripción con el nombre “Bendora”.

Su mano fue directamente hacia la daga, antes de que pudiera acariciarla por completo, su cuerpo experimentó cierto temor, soledad, un frío, un aroma nauseabundo, entre ellos a flores muertas, un suelo infértil, animales muertos; opacando su vista percibió en ella oscuridad, llanto y sufrimiento, sucumbiendo ante el miedo, no pudo aguantar las ganas de preguntar —¿Y está daga?

—No vuelvas a tocarla, en ella habita la muerte de mis hijos más fieles, en ella guarda la sangre de aquellos con noble corazón, un antiguo tesoro, es el inicio del mal convertido en sólido y guarda un poder incalculable, con ella podrás dar muerte al enemigo, dar muerte a todo aquel que intente dañarte. Solo un corazón puro podrá darle un buen uso, un corazón desinteresado podrá liberar su verdadero poder. Mis hijos, tus hermanos los humanos, probaron el poder de esa daga, sucumbiendo a los deseos más oscuros, destruyendo sueños, toda fuerza, bondad y compasión, necesitando de almas frescas para poder vivir, además de ser la única arma que podrá destruirte Sanel, destruir a los tuyos y tu generación, les quitara no solo la vida, sino también el alma, quedaran atrapados en la oscuridad. Es la única arma que podrá derrocarme de mi trono, su nombre es Bendora. En ella se encuentra la última gota de mi poder, en ella está mi esencia, tratando de neutralizar el mal que hay, si cae en manos equivocadas, traería al mundo la maldad, traería el juicio final, por eso te elegí a ti Sanel, tú eres el único que podrá ayudarme en este viaje al futuro, has sido elegido por el pueblo, elegido por mí —hizo una pausa intentando continuar —Pero no es lo único que te pediré resguardar, el mal se acerca y con ello mi derrota, pero para asegurar que mi creación quede intacta te haré entrega de mi poder, poder que conservaras hasta el fin de tus días y entregaras al hijo que sea digno de resguardar mi vida.

—¿Tu poder? —negó con la cabeza ante la idea, él no deseaba tener poder, solo ser feliz, pero fue demasiado tarde, un rayo cayó a los pies de Sanel, surgiendo de la tierra misma una enredadera de luz dorada que fue subiendo lentamente por las piernas del joven padre, sentía como las espinas de esas rosas se calvaban y adentraban con fuerza a su piel, gritó ante el dolor que rasgaba y cercenaba su cuerpo, apretó la mandíbula y cerró los puños con fuerza mientras que una luz intensa rodeo todo su cuerpo y de la nada todo cesó, cayendo rendido al suelo, trató de levantarse pero fue inútil, algo en su interior le daba un peso que ni el mismo podía cargar.

—Estoy débil hijo mío, el dolor que me causan mis primeros hijos está agotándome, no confió en nadie más, pásalo de generación en generación, asegúrate que el hijo que elijas para esa misión sea puro de corazón, ya que si elijes erróneamente las consecuencias de tu decisión será la destrucción de tu raza, de tu pueblo, de mi creación.

—No puedes hacerme elegir, tengo dos hijos —hundió su rosto entre sus manos.

—Pásalo de generación en generación, sé que hallarás la forma. Encontrará los secretos más profundos del poder, la mezcla de ciencia y creencia, dando un poder inimaginable, podrás tener el control de todo lo que se le antoje, yo estoy débil Sanel, los humanos han debilitado mi vida lentamente, con tantas guerras, con tanta maldad, por eso te digo, cuida el cofre, resguarda esa daga y resguarda mi poder y será como si cuidaras de mí.

—Padre, no me des esa carga tan pesada —suplicó el patriarca.

—Tu corazón es el que dictará la respuesta —se dio un silencio estremecedor entre los dos.

—Deberás decirme por quien elegir, darme una pista para no equivocarme —pidió una señal.

—Te la daré a su tiempo —sin más explicación el lugar se tornó oscuro ante los ojos de ese ángel desesperado, quien cayó rendido y sumido en un profundo sueño.

CAPÍTULO 3:

LA RIVALIDAD

Pero la memoria de dos grandes reyes marcaría el destino de su pueblo, memorias falsas llenas de rivalidad, egoísmo y orgullo mentiras que llenaron el reino de arrogancia hacia ellos mismos, hacia sus propios corazones. Perdiendo el sueño de ser libres, perdiendo la paz que supuestamente perduraría en su gente.

Mandamientos seguidos por años, batallas sin fin, dos hermanos cuyo destino era gobernar, cruzaron sus caminos en torno a la sangre y pelearon batallas en las cuales perdieron más que la vida, perdieron el amor por sí mismos. Dos hermanos cuyas diferencias eran abismales, siendo contrincantes desde su nacimiento, la rivalidad de estos dos sobrepasaba los límites del mismo tiempo.

Hadeo había logrado perfeccionar las técnicas de la batalla, las artes oscuras, mientras que arrastraba al pueblo entero en su nueva visión del poder y la destrucción. Sin embrago su hermano Uran había logrado labrar la tierra, organizar su reino y dar la paz que aclamada por muchos era una bendición,

Sanel dándose cuenta que ambos hijos llevaban fuerzas superiores dentro, pudo notar y elegir a su sucesor con todo el dolor de su corazón, por un largo tiempo su corazón dictaminó que Hadeo el fruto de su amor de su adorada esposa sería el indicado a gobernar, pero le llevó largos años darse cuenta que se engañaba y que su amado hijo llevaba la oscuridad en su interior, mientras que Uran podría dar vida y seguir adelante con la misión que Dios encomendó a su raza, pero el mal ya había entrado a su pueblo, se expandía como una enfermedad lenta, matando cada alma buena a su paso.

Tras el asesinado de Bera, el padre de ambos muchachos no pudo encontrar al culpable, pero sentenció a su mejor amiga y confidente a la perdición del bajo mundo ante su traición, ella le aseguró que ambos hijos serían la destrucción de sus pueblos que arrasaría con la vida misma, pero se negó a escucharla, pero que equivocado había vivido, dándose cuenta que la condena de Milasusky había sido tan injusta como la muerte de su bella Bera.

Tomando la decisión correcta, pero condenando a sus hijos a la guerra eterna, cansado y agotado ante la fuerza de ese poder que lo consumía lentamente vivió veinte años desde que Dios le había hecho entrega de ese poder hambriento, postrado en la cama que fue testigo del nacimiento de su hijo Hadeo y de la muerte de su madre, Sanel sintió que la muerte estaba cubriéndolo con su manto, así que con las ultimas fuerzas que le quedaban, sonrió al ver a sus dos hijos arrodillados a ambos lados de la cama, extendió la mano y acarició el rostro de su amado hijo Hadeo, quien con una sonrisa curvando de sus labios dio por hecho que el poder sería suyo, pero al ver que la mano de su padre acarició de igual manera el rostro y los cabellos rubios de su hermano, la sonrisa de sus labios se fue borrando poco a poco.

Sanel exhaló su último aliento, mientras que su mano aun sostenía la cabeza de su legítimo sucesor —Te obsequio mi poder, Uran —sus dedos avejentados rozaron la mandíbula de su elegido, mientras que el eco de su nombre traspaso las fronteras e hizo temblar los cimientos de su hogar, ambos hermanos levantaron la cabeza y observaron como un brillo poderoso rodeó a su padre, y de la nada una esfera de color dorada salió de la boca de Sanel y con una fuerza extrema voló hacia Uran, lanzándolo por los aires y golpeando duramente su espalda contra la pared, sintió como ese poder abría un hueco en su pecho mientras que todo su cuerpo comenzaba a sentir un dolor indescriptible.

Hadeo se levantó, trastabillando hacia atrás y cayendo, sin dejar de parpadear por el poder que sintió en el aire, era algo que por derecho le pertenecía. Miró a su hermano y pudo sentir sus gritos que rasgaba su garganta, fue tanto el poder que emanaba esa luz que Hadeo fue expulsado por una fuerza invisible sacándolo de la propia habitación, en el suelo tuvo que cubrirse con los brazos ante esa luz incandescente y cegadora mientras que los rayos y truenos surgían de lo más profundo del cielo.

No supo cuento tiempo paso, pero cuando sintió que el calor de la luz bajaba, bajo los brazos y notó que su padre ya no estaba y que su hermano Sanel estaba de rodillas tratando de buscar aire.

Hadeo se puso de pie y caminó de regreso a la habitación, por un instante deseó levantar su espada y arrebatarle a ese hermano suyo lo que por derecho le correspondía, pero lo único que logró fue hacer puños a sus costados y tratar de calmar ese odio que surgía de loa más profundo de su ser —Levántate, qué tu pueblo te espera.

Uran levantó el rostro, cansado ante la extraña sensación que se propagaba por su cuerpo, se disculpó —Lo siento, hermano —la opresión de su pecho se acrecentaba hasta el punto de quitarle el aire —No fue mi elección.

—Ninguno la tuvo, ahora muchos Inumine dependen de ti, espero que seas un buen gobernante —espetó.

—Hablas como si todo terminara entre nosotros, cómo si abandonarás esta tierra, tu tierra.

—Somos enemigos hermano mío, y no dudaré en encontrar la manera de arrancarte el corazón y tomar lo que por derecho me corresponde.

—Sabes que no tuve elección —respondió Uran llevándose la mano al pecho y tratando de levantarse del suelo

—Yo tampoco la tengo —giró sobre sus talones y siguió con su camino.

—Hadeo, sabes que jamás te haría daño —gritó tras él, por un momento Hadeo consideró seguir con su camino pero algo en su interior le hizo detenerse en seco, volverse ante él y con una sonrisa sardónica colgando de sus labios no dudó en decirle una cruda verdad.

—Aun sabiendo que yo maté a tu madre —su barbilla sobresalió obstinadamente, mientras que el brillo de su mirada oscura le garantizó que aquella confesión era cierta.

Uran se puso de inmediato de pie y sin poder pensarlo dos veces, corrió hacia su hermano, extendió sus alas que habían tomado un color dorado, lo tomó del cuello sacándolo de la habitación y traspasando varios muros, mientras que la sonrisa de Hadeo seguía intacta, cayendo en un duro golpe contra las mesas de la feria del pueblo, levantándose, limpió con el dorso de su mano los hijos de sangre que corrían por sus labios, levantó la mirada y logró ver a Uran descender con las alas extendidas mostrando su magnificencia y nuevo poder —Dijiste que nada cambiaria entre nosotros, hermano mío.

 

Uran extendió sus alas y estas emitieron un sonido ante el viento y el polvo que rozaba su bello plumaje —¡Maldito! Regocijarte ante la muerte de un inocente, mi madre nunca daño a nadie y tú tratas de regodearte ante su muerte —exclamó enfurecido con puños sobre sus costados y listo para matar a su hermano sin compasión alguna, sin la compasión que él tampoco tuvo al tomar la vida de su madre.

Hades se recompuso de inmediato, extendió sus alas y mostró que sus plumas eran de un color plateado y brillante —Sabes que no podrás terminar la pelea Uran.

—La terminaré —prometió manteniéndose firme, cuadró los hombros, sus ojos se oscurecieron.

—Tuve el gusto de matar a tu madre, tuve el gusto de sentir su sangre en mis manos.

—¿Tú? ¿Tú fuiste? —no podía dar crédito a lo que escuchaba —Fuiste el causante de la muerte de mi madre. ¡Tú! ¡Tú! Eres un bastardo —gritó, su expresión y su voz se volvieron planas de repente —¿Por qué?

—Mide tus palabras quien será o es el bastardo, no decías que haga lo que haga seria tu hermano.

—Jamás te lo perdonaré, mataste a mi madre, eso no te lo perdonare jamás —sus ojos apartaron las lágrimas —Era tan pequeño cuando me la arrancaste de mi lado, me escuchas ¡Jamás te perdonaré!

—Como si me importara, te mataré y gozaré verte poco a poco morir hermanito querido y a tu generación —Hades elevó las manos y lo llamó haciendo burla de aquella pelea, y acatando ese llamado, ambos hermanos corrieron y sus cuerpos colisionaron en un duro golpe que hizo retumbar los mismos cielos, destruyeron todo a su paso, mientras que los puños golpeaban la carne y la sangre manchaba sus nudillos.

El tumulto y los gritos de mujeres al ver como destruían todo a su paso, entre golpes, muestras de poder, las prácticas inofensivas de hace tantos años eran batallas campales ese día. Destruyeron parte del mercado de algunos hermanos, soltaron a animales de granja, destrozaron las tiendas de algunos comerciantes, fue tanto el daño que los sus protectores tuvieron que intervenir.

Odotnet, el guardián de Uran al sentir los gritos y el tumulto, extendió sus alas y sobrevoló los campos, el tigre al ver que una tormenta de polvo y truenos arrasaba con parte de la aldea supo de inmediato que esa pelea solo la causaría es par de hermanos testarudos, aterrizando con fuerza detrás de la multitud que escapaba despavorida por el caos que ambos causaban con su pelea, dando un rugido estremecedor, se abrió paso entre la gente que huía de allí —¡Basta ya! —gritó con fuerza y un eco aturdidor se despendió de su gran boca haciendo que ese par de hermanos cayera de rodillas cubriendo sus oídos ante la fuerza de ese sonido más que desesperante —Parecen par de críos, ustedes dos —pero no logró completar la frase cuando el llamado de Dios obligó a todos a elevar los rostros hacia el cielo, nubes grises envueltas entre rayos, luces rojas y el sonido retumbante de aquellos truenos bajar al pueblo.

Ambos hermanos se levantaron del suelo y admiraron el desastre que habían ocasionado, el llamado de Dios era urgente y ellos estaban a un paso de ser juzgados.