Yo, el pueblo

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Como veremos en este libro, el populismo se muestra impaciente frente a la diarquía democrática. También se muestra intolerante respecto de las libertades civiles, ya que: 1] concede exclusivamente a la mayoría ganadora la capacidad de resolver las discrepancias sociales; 2] tiende a destruir la mediación de las instituciones al hacerlas sujeto directo de la mayoría gobernante y su líder, y 3] construye una representación del pueblo que, si bien abarca a una gran mayoría, excluye ex ante a otra parte. La inclusión y la exclusión son características internas para la dialéctica democrática entre ciudadanos que discrepan sobre muchas cuestiones y la dialéctica democrática es un juego de gobierno y disputa. La democracia implica que ninguna mayoría es la última y que ningún punto de vista disidente está condenado ex ante a una posición de impotencia o subordinación periférica por el hecho de que las esgriman los individuos “incorrectos”.40 No obstante, para que persista esta dialéctica abierta, la mayoría electa no puede comportarse como si fuera la representante directa de una especie de pueblo “auténtico”. (En efecto, en el ámbito gubernamental no “se puede tomar ninguna decisión sin cierto grado de cooperación entre adversarios políticos”; por definición estos adversarios siempre son parte del juego.41) La democracia sin libertades individuales —políticas y legales— no puede existir.42 En este sentido, la expresión “democracia liberal” es un pleonasmo,43 pues sugiere que “la democracia es previa al liberalismo”, en el sentido de que aquélla se sostiene sola o que no depende del liberalismo, a pesar de que históricamente se ha beneficiado de algunos logros del propio liberalismo.44 Esto no sólo es cierto porque la democracia precede el liberalismo, sino que es cierto porque la democracia es una práctica de la libertad en acción y en público, rebosante de libertad individual. “La práctica política de la democracia exige condiciones que se corresponden con los valores centrales liberales y republicanos de libertad e igualdad.”45 Por ello es un juego abierto en el que siempre es posible el cambio de gobierno y está inscrito en un gobierno mayoritario. Como afirmó Giovanni Sartori: “El futuro de la democracia depende de la capacidad de las mayorías de convertirse en minorías, y a la inversa, de las minorías en mayorías.”46 Como resultado, la democracia liberal es en esencia democracia a secas.47 Más allá está el fascismo, que no es “democracia sin liberalismo”, ni democracia, ni liberalismo político. Sus primeros teóricos y líderes, claro, lo sabían de sobra.48

Los populistas buscan construir un modelo de representación que prescinda del gobierno partidista, de la maquinaria que genera el sistema político e impone consensos y transacciones, que termina fragmentando la homogeneidad de la gente. Si el principio que rige la democracia representativa es la libertad —y por lo tanto la posibilidad de disentir, el pluralismo y el consenso—, entonces el principio que rige al populismo es la unidad de lo colectivo, que da sustento a las decisiones del o la líder. De este modo, el populismo en el poder es un modelo de gobierno representativo que se centra en una relación directa entre el líder y aquellos a los que se les considera individuos “buenos” o que tienen la “razón”: aquellos a quienes el líder dice haber unificado y llevado al poder, a quienes las elecciones revelan mas no crean.

Una consecuencia más de la impaciencia del populismo con la división partidista es que interpreta la idea procesal de “el pueblo” como propietario. Este punto es fundamental y la numerosa bibliografía sobre el tema tiende a ignorarlo. Es preciso reparar este descuido. Cuando los populistas llegan al poder, gestionan los procedimientos y las culturas políticas como asuntos de propiedad y posesión. “Nuestros” derechos (como hemos escuchado decir al primer ministro húngaro Viktor Orbán, al ministro del Interior italiano Matteo Salvini o al presidente de Estados Unidos Donald Trump) son el eje rector del populismo. Representan la manipulación populista de las ideas, la práctica y la cultura legal asociada con los derechos civiles, en particular la igualdad y la inclusión. La caracterización del populismo como institución política posesiva está en el núcleo de su naturaleza facciosa. Esto se suma a su impaciencia con las normas constitucionales y la división de poderes, y contribuye a explicar su carácter paradójico: el populismo en el poder está condenado a ser desequilibrado (como si estuviera en una campaña permanente) o a convertirse en un nuevo régimen. No puede darse el lujo de ser un gobierno democrático entre otros porque la mayoría a la que representa no es una mayoría entre otras: es la “buena”, que existe antes de las elecciones y al margen de ellas.

Las implicaciones políticas de la naturaleza posesiva del populismo también son impredecibles. El enfoque puede dar lugar a ambiciones proteccionistas, pero también a afirmaciones libertarias, aunque se vuelvan casi irreconocibles, si es que interpretemos el populismo como una más de las ideologías fascistas tradicionales, o como una ola de proteccionismo al estilo tradicional fascista. En su penetrante análisis del civilizacionismo populista neerlandés, Rogers Brubaker afirma: “el antiislamismo libertario de Fortuyn ganó terreno en un contexto definido por las ideas claramente progresistas del pueblo neerlandés ‘nativo’ sobre género y moralidad sexual, por la ansiedad en los círculos gays sobre el acoso y la violencia antigay atribuidos a la juventud musulmana y por el clamor público a raíz de que un imán marroquí de Róterdam condenó la homo-sexualidad en un noticiero de alcance nacional”.49 Líderes como Marine Le Pen del Rassemblement National [Agrupación Nacional], como el primer ministro austriaco Sebastian Kurz y como Matteo Salvini de la Lega Nord [Liga Norte] no han adoptado (aún) la retórica de ataque contra la equidad de género —aunque algunos intenten anular las leyes que regulan el aborto y el matrimonio o la unión entre personas del mismo sexo—. Tampoco rechazan las libertades individuales que los derechos civiles lograron para su gente —aunque protestan contra la prensa “per-judicial”—. No obstante, sí emplean el lenguaje de los derechos civiles de modo que subvierte su función precisa. Emplean ese lenguaje para declarar y exigir el poder absoluto de la mayoría respecto de su “civilización” y, por lo tanto, respecto de sus derechos, lo que lo convierte en un poder que sólo los miembros de la clase gobernante poseen y pueden disfrutar. En el momento mismo en que los derechos se apartan de su significado de equidad e imparcialidad (esto es, un significado universalista y procedimental), se convierten en un privilegio. Pueden ser incluyentes en la medida en que no estén condicionados por la identidad cultural o la nacional de quienes los exijan. La práctica posesiva de los derechos les quita su carácter aspiracional y los convierte en un medio para proteger el estatus que ha obtenido una parte de la población. El rechazo de los migrantes en las costas italianas y la negativa a ayudarlos en tiempos de necesidad se escudan en nombre de “nuestros derechos”, que parecen tener un valor superior que “los derechos humanos”. La suspensión del universalismo es una consecuencia directa de una idea posesiva y por lo tanto relativa de los derechos. No vemos esta cara del populismo cuando el liberalismo permite que la democracia se salga de control y resaltamos las consecuencias iliberales de esto; la vemos cuando seguimos el proceso democrático de forma consistente, en toda su complejidad diárquica.

Como explicaré más adelante, el populismo es una fenomenología que implica sustituir el todo con una de sus partes. Esto hace que se esfumen las ficciones (los lineamientos de comportarse como si) de la universalidad, la inclusión y la imparcialidad. Que el populismo logre sus objetivos manifiestos conllevaría, en última instancia, a sustituir el significado procedimental del pueblo y a sustituir la generalidad de la ley basada en principios (erga omnes) con un significado socialmente sustantivo que sólo exprese la voluntad y los intereses de una parte del pueblo (ad personam). En el capítulo 3, propongo que este proceso de solidificación o racialización del populus jurídico-político supone un intento de los líderes populistas de identificar “el pueblo” con la parte (méros) que ellos pretenden encarnar. Entonces la democracia se identifica con el mayoritarismo radical, o con el kratos (“poder”) de una mayoría específica, la que dice ser —y gobierna como si lo fuera— la única mayoría buena (o parte de ella) que alguna elección logró revelar. Esta identificación exige que uno suponga que la oposición no pertenece a la misma clase de gente “buena”. Y exige que uno identifique “la regla de la mayoría” (uno de los puntos clave de la democracia) con “el gobierno de la mayoría”. El populismo es mayoritarismo puro y como tal es una distorsión de la regla de la mayoría y de la democracia misma (no es su consumación ni su norma), cuyas “consecuencias iliberales no necesariamente son una respuesta frente a una crisis del liberalismo en un Estado democrático”, sino que se pueden suscitar a partir de la práctica y el concepto de libertad que se tienen en la democracia.50

En última instancia, el populismo no apela a la soberanía del pueblo como principio general de legitimidad. Más bien, es una reafirmación radical del “núcleo que representa un concepto idealizado de la comunidad”.51 Este núcleo afirma que es el único dueño legítimo del juego. Lo hace cuando señala su mayoría numérica o bien cuando se presenta como la entidad popular mitológica que debe traducirse directamente en voluntad de poder. En el capítulo 2 abordo este enfoque polémico y propongo que —dentro de lo que defino como una idea y una gestión posesivos o de carácter propietario del poder político— la mayoría absoluta deja de ser un procedimiento para tomar decisiones legítimas en un entorno plural y competitivo, y se convierte en la facticidad del poder, lo que permite que el sector de la población que ha buscado el kratos compense el desdén que padecieron de parte de los partidos electos anteriormente y que gobierne a partir de sus propios intereses y en contra de “el sistema” y los intereses de la población que no pertenece al sector “bueno”.

 

Con esta idea posesiva de la política se corre el riesgo de llegar a “soluciones” muy parecidas al fascismo, por lo que, si bien me refiero al populismo como un fenómeno democrático, también asevero que pone a prueba los límites de la democracia constitucional. Más allá de estos límites podría surgir otro régimen: quizás autoritario, dictatorial o fascista. Desde este punto de vista, el populismo no es un movimiento subversivo sino un proceso que se apropia de las normas y las herramientas de representación de la política. Como vemos hoy en día, los populistas sacan partido de las funciones de la democracia constitucional y a veces intentan reconfigurar las Constituciones. Así se explica la novedad del populismo contemporáneo tal como se ha desarrollado en el marco de las democracias constitucionales. Esta novedad demuestra que las formas populistas son reflejo del sistema político contra el que reaccionan.

Propongo que una parcialidad radical y programática determina la estructura del populismo a la hora de que éste interpreta lo que es la gente y la mayoría. No importa si se apela a “el pueblo” en los términos ideológicos de la izquierda o la derecha. En este sentido, si el populismo llega al poder, puede deformar las instituciones representativas que conforman la democracia constitucional: el sistema de partidos, el Estado de derecho y la división de poderes. Puede forzar la democracia constitucional al grado de abrirle la puerta al autoritarismo o incluso a una dictadura. Desde luego, la paradoja es que, si de verdad ocurre ese cambio de régimen, el populismo deja de existir. Esto quiere decir que el destino del populismo está ligado al destino de la democracia: “Parte de su desempeño radica en que eso no suceda del todo.”52 De esta forma, algunos académicos han comparado el populismo con un parásito para explicar esta relación tan peculiar.53 El populismo no tiene fundamento propio, por lo que se desarrolla a partir de las instituciones democráticas que transforma (pero a las que nunca reemplaza del todo). La democracia y el populismo viven y mueren juntos, y por ello tiene sentido postular que el populismo es la frontera extrema de la democracia constitucional, después de la cual emergen los regímenes dictatoriales.

Sin importar la analogía que emplee un movimiento populista determinado, sus manifestaciones serán contextuales y dependerán de la cultura política, social y religiosa del país en cuestión. No obstante, el populismo es más que un fenómeno condicionado por la historia; es más bien un movimiento de divergencia. Corresponde a la transformación de la democracia representativa. Éste, creo yo, debe ser el punto de referencia para cualquier enfoque teórico en torno al populismo. Al mismo tiempo facilita las cosas pues, aunque “no tenemos nada parecido a una teoría del populismo”, nos podemos beneficiar de su vínculo endógeno con la representación y la democracia, cuyos cimientos y procedimientos normativos conocemos bien.54

Distingo entre populismo como movimiento popular y populismo como fuerza gobernante. Esta distinción engloba el estilo retórico del populismo; su propaganda, tropos e ideología, y, por último, sus objetivos y logros. Esta distinción, muestra la relación con el carácter diárquico de la democracia que presenté anteriormente. Necesitamos entender el populismo como movimiento de opinión y divergencia, y como sistema de toma de decisiones. En un libro anterior, Democracy Disfigured [Democracia desfigurada], analicé el populismo desde el primer punto de vista y en este libro lo analizo desde el segundo punto de vista.

En lo que respecta a la autoridad de la opinión, en Democracy Disfigured planteé que es incorrecto valorar el populismo como si en esencia éste fuera idéntico a los movimientos populares o de protesta.55 Como unidad individual, los movimientos populares pueden incluir retórica populista, mas no un proyecto de poder populista. Entre los ejemplos recientes de dicha retórica están los movimientos de divergencia y protesta, horizontales y populares, que recurrieron al tropo dualista de “nosotros, el pueblo” en oposición a “ustedes, el sistema”: como los girotondi en Italia en 2002, Occupy Wall Street en Estados Unidos y los Indignados en España, ambos en 2011. Sin una narrativa estructuradora, sin la aspiración de ganar algunos escaños en el congreso o sin un liderazgo que asegure que su gente es la “verdadera” expresión del pueblo en general, los movimientos populares son lo que siempre han sido: sacrosantos movimientos de protesta contra alguna tendencia social que los ciudadanos organizados consideran que han traicionado los principios básicos de equidad —los cuales, a su parecer, la sociedad ha prometido respetar y cumplir—. Esto dista mucho de los enfoques populistas que buscan conquistar las instituciones representativas y ganar la mayoría en el gobierno para estructurar la sociedad a partir de sus ideas sobre qué es el pueblo. Ejemplos de esta clase de enfoque se ven en las mayorías que han surgido en Hungría (2012), Polonia (2014), Estados Unidos (2016), Austria (2017) e Italia (2018). Éstos, y casos anteriores en América Latina, demuestran que, incluso si un gobierno populista no modifica la Constitución, puede cambiar el tenor del discurso público y la política al implementar propaganda diaria que fomente la enemistad en la esfera pública, que se burle de toda oposición y de los principios fundamentales, como la independencia judicial. Un gobierno populista depende de un público tendencioso, pero también lo refuerza y lo intensifica, que exige que sus opiniones se traduzcan directamente en decisiones. Este público no tolera la discrepancia y desdeña el pluralismo, además de que reclama una legitimidad total en nombre de la transparencia, una “virtud” que se supone que elimina la “hipocresía” de la política más pragmática. Por lo tanto, la jugada del líder populista para ofender a sus adversarios y a las minorías en sus discursos políticos se interpreta como señal de sinceridad, a diferencia de la duplicidad de lo políticamente correcto. Éste también fue el estilo del fascismo, que tradujo esa franqueza en leyes punitivas y represivas. Tal es la diferencia entre el populismo en el poder y el fascismo en el poder, aunque el populismo respalde ideas y difunda puntos de vista igual de insufribles que los del fascismo. No obstante, para entender el carácter de una democracia populista no basta centrarnos en lo que dice el líder y lo que el público repite. También debemos analizar los métodos mediante los cuales el populismo en el poder transforma las instituciones y los procedimientos democráticos existentes.

CONTEXTOS, COMPARACIONES Y LA SOMBRA DEL FASCISMO

El populismo es un fenómeno global.56 Sin embargo, es casi una obviedad afirmar que cualquier “definición” de populismo será precaria. El fenómeno se resiste a las generalizaciones. Como resultado, los politólogos académicos que quieran estudiarlo deben ser comparativistas, puesto que el lenguaje y el contenido del populismo están impregnados con la cultura política de la sociedad en la que haya surgido tal o cual instancia específica. En algunos países, la representación populista adquiere rasgos religiosos y en otras, más seculares y nacionalistas. En algunos casos, emplea el lenguaje del patriotismo republicano y en algunos más adopta el vocabulario del nacionalismo, el indigenismo, el nativismo y el mito de los “primeros pobladores”. En otros, subraya la escisión entre el centro y la periferia, y en algunos más, la división entre la ciudad y el campo. En el pasado, algunas experiencias populistas se originaron en las tradiciones agrarias colectivas y en sus intentos por resistirse a la modernización, occidentalización e industrialización. Otras personalizaron una cultura popular devota de la figura del “hombre hecho a sí mismo”, que valoraba el emprendimiento a pequeña escala. Otros más reclamaban la intervención del Estado para controlar la modernización o para proteger el bienestar de la clase media. La variedad de populismos pasados y presentes es extraordinaria y lo que funciona en Latinoamérica no tiene por qué hacerlo en Europa o Estados Unidos. Del mismo modo, lo que es válido en Europa septentrional u occidental, puede no serlo en las zonas del sur y el este del viejo continente. Los comentarios de Isaiah Berlin sobre el romanticismo bien podrían aplicarse al populismo: “cada que alguien se embarca en una generalización” del fenómeno (incluso si es “inocua”), “siempre existirá alguien que produzca evidencia que la contrarreste”.57 Esto debería bastar para eludir toda hybris definitoria.

Sin embargo, la importancia del populismo no proviene de nuestra (in)capacidad de producir una definición clara y precisa. Su importancia se debe a que es un “movimiento” que, si bien elude toda generalización, es muy tangible y capaz de transformar la vida y las ideas de la gente y la sociedad que lo adoptan. Como demostraron los académicos en una conferencia de 1967 en la London School of Economics con su pionero análisis interdisciplinario sobre el populismo global, el populismo es un componente del mundo político que habitamos y señala una transformación del sistema político democrático.58 Tal vez los otros comentarios de Berlin sobre el romanticismo no se apliquen: que es “una transformación enorme y radical, después de la cual nada fue lo mismo”.59 Sin embargo, sí podemos afirmar con cierta seguridad que el populismo es parte del “enorme” fenómeno global llamado democratización. También, que las dos entidades que han alimentado su base ideológica, ethnos y demos —la nación y el pueblo—, han engrosado la soberanía política en la era de la democratización desde el inicio del siglo XVIII. El populismo “siempre es una posible respuesta a la crisis de la política democrática moderna” porque se fundamenta en “argumentos sobre” la interpretación de la soberanía popular.60 Lo que el populismo le hace a una sociedad democrática y las huellas que deja en la sociedad cambian tanto el estilo como el contenido del discurso público, incluso cuando el populismo no cambia la Constitución. Este potencial transformador es el horizonte de mi teoría política del populismo.

Debido a que no se puede interpretar el populismo como un concepto preciso, los académicos se muestran escépticos, y con razón, sobre si deba tratarse como un fenómeno catalogable o no, y no como una creación ideológica o sencillamente como “otra mayoría”. En muchos países, el populismo encaja bien con las actitudes críticas de los ciudadanos frente a las elecciones —que se originan en la creencia de que las elecciones no hacen más que reproducir el gobierno del “sistema”— y, por ello, los académicos se refieren al populismo como una “crisis de la democracia”.61 No recurro al lenguaje de la crisis y tampoco coqueteo con visiones apocalípticas. Elegir a un líder xenófobo no es “antidemocrático”, como tampoco lo es el surgimiento de partidos antisistema.62 No se puede decir que la democracia está en crisis debido a que tenemos una mayoría que no nos guste o sea despreciable.

Entonces, ¿por qué estudiar el populismo? Mi respuesta es ésta: el simple hecho de que el término populismo figure con tal persistencia, tanto en la política cotidiana como en las publicaciones académicas, es motivo suficiente para justificar nuestra atención analítica. Estudiamos el populismo porque está transformando nuestras democracias.

Para estudiar el populismo, es preciso prestarle atención al contexto sin que éste nos absorba. Cuando se empezó a estudiar, los académicos lo identificaron como una reacción contra los procesos de modernización (en las sociedades predemocráticas y poscoloniales), así como con la difícil transformación de los gobiernos representativos (en las sociedades democráticas).63 El término surgió en la segunda mitad del siglo XIX, primero en Rusia (narodničestvo) y después en Estados Unidos (el People’s Party [Partido del Pueblo]). En el primer caso, calificaba una visión intelectual, en el segundo era lo opuesto: calificaba un movimiento político que idealizaba una sociedad agraria de aldeas comunitarias y productores individuales, por lo que se colocaba en contra de la industrialización y el capitalismo corporativo. También tenían otras diferencias. En Rusia, la voz populista fue, ante todo, la voz de los intelectuales urbanos, quienes imaginaban una comunidad ideal de campesinos puros. Por otra parte, en Estados Unidos, era la voz de los ciudadanos que discrepaban de las élites gobernantes en nombre de su propia Constitución.64 Por lo tanto, el caso estadounidense, no el ruso, representa el primer ejemplo de populismo como movimiento político democrático que dijo ser el representante verdadero del pueblo dentro de un sistema partidista y de gobierno.65

 

No obstante, es importante recordar que en Estados Unidos —y también en Canadá, cuando se instituyó el movimiento populista canadiense— el populismo no produjo un cambio de régimen, sino que más bien se desarrolló junto con una ola de democratización política y junto con los efectos de la construcción de una economía de mercado en una sociedad tradicional. Esta ola democratizadora planteó cómo incluir a más sectores de la población en una época en que la polis en realidad seguía siendo una oligarquía electa.66 En efecto, en el contexto de la democratización el populismo puede ser una estrategia para volver a equilibrar la distribución del poder político entre grupos sociales consolidados y emergentes.67

En los países latinoamericanos surgieron otros importantes casos históricos de regímenes populistas. Ahí, el populismo fue capaz de llegar al poder tras la segunda Guerra Mundial. La reacción que suscitó fue distinta según las fases históricas y se le evaluaba al principio de su trayectoria o ya en la cúspide, como régimen consolidado o como régimen de cara a la sucesión del poder, como partido de oposición que protestaba contra un gobierno existente o como gobierno en sí mismo.68 Al igual que en Rusia y en Estados Unidos, en América Latina el populismo floreció en la era de la modernización socioeconómica, pero al igual que el fascismo en los países católicos europeos fomentó la Modernidad empleando el poder del Estado para proteger y empoderar a las clases populares y medias, acotar la divergencia política y reprimir la ideología liberal, al tiempo que instrumentó políticas sociales y protegió valores éticos tradicionales. Por último, en Europa occidental el populismo surgió a principios del siglo XX con los regímenes predemocráticos. Ahí coincidió con el expansionismo colonial, la militarización de la sociedad que se suscitó durante la primera Guerra Mundial y el auge del nacionalismo étnico, que a modo de respuesta frente a una depresión económica desenmarañó las divisiones ideológicas existentes bajo el mito de una nación incluyente.69 En la Europa predemocrática, la respuesta del populismo frente a la crisis del gobierno representativo liberal se manifestó, en última instancia, en el ascenso de los regímenes fascistas.

El término populismo comenzó a emplearse para nombrar un sistema de gobierno tras el colapso del fascismo, sobre todo en América Latina. Desde entonces, como modelo político que se ubica entre un gobierno constitucional y una dictadura, ha mostrado parecidos de familia con sistemas políticos que se ubican en el punto opuesto del espectro. Hoy en día, el populismo se desarrolla tanto en sociedades aún en proceso de democratización como en sociedades por completo democráticas. Y adopta su perfil más maduro y problemático en democracias representativas constitucionales. Si queremos identificar una tendencia general de estos contextos tan disímiles, podríamos decir que el populismo cuestiona el gobierno representativo desde dentro para después denunciarlo, reconfigurar la democracia de raíz y crear un nuevo régimen político. Sin embargo, a diferencia del fascismo, no suspende las elecciones libres y competitivas, y tampoco les niega un papel legítimo. De hecho, la legitimidad electoral es un factor definitorio en los regímenes populistas.70

No obstante, resultan muy interesantes las usuales acusaciones que reciben los populistas en el poder por ser “fascistas”. Esto es frecuente sobre todo en la actualidad, dado que Salvini ha mostrado afinidad con los movimientos neonazis que infestan las calles de las ciudades italianas y golpean e intimidan a los migrantes africanos, y dado que los asesores políticos de Trump han admitido de manera explícita el haberse inspirado en los libros y las ideas de Julius Evola, filósofo fascista, esotérico y místico, que postuló que la ideología fascista oficial dependía mucho del principio de soberanía popular y del mito igualitario de la Ilustración para ser fascismo genuino. Otros líderes populistas europeos han hecho declaraciones igual de alarmantes sobre cómo las ideas islámicas han “contaminado” las raíces cristianas de sus naciones, o sobre cómo la migración contamina el núcleo étnico del pueblo. Estas afirmaciones resultan llamativas y alarmantes. Pero me sigo resistiendo a la idea de que el nuevo modelo de gobierno representativo que se inició con el populismo sea fascista. Como explicaré en el capítulo 3, en el que describo las similitudes y las diferencias entre el antipartidismo populista y el antipartidismo fascista, es cierto que el fascismo es una ideología y un régimen, muy parecido al populismo, y también es cierto que el fascismo surgió como “movimiento” y militó en contra de los partidos organizados, cosa muy parecida al populismo.71 Sin embargo, debemos mantener la diferencia conceptual porque un partido fascista nunca renunciaría a su plan de llegar al poder para construir una sociedad fascista: una sociedad muy adversa a los derechos fundamentales, la libertad política y, de hecho, la democracia constitucional. Por esta precisa razón, Evola criticó la lectura del fascismo como una versión de la soberanía popular absoluta en la que el fascismo derivaba de la Revolución francesa (y, por lo tanto, popular y “populista”). Por el contrario, concibió el fascismo como una idea de la política y la sociedad radicalmente jerárquica y holística, opuesta por completo al liberalismo y la democracia debido a su negación radical de un punto de vista universalista de los seres humanos,72 para nada parasitaria de la democracia y más bien como un proyecto antidemocrático radical.

El fascismo en el poder no se conforma con hacer algunas enmiendas a la Constitución ni con ejercer su mayoría como si fuera el pueblo. El fascismo es un régimen por propio derecho que busca moldear la sociedad y la vida civil a partir de sus principios. El fascismo es la fusión del Estado y el pueblo.73 No se limita a ser parasitario del gobierno representativo, porque no acepta la idea de que la legitimidad surge libremente de la soberanía popular y las elecciones libres y competitivas. El fascismo es tiranía y su gobierno es una dictadura. El fascismo en el poder siempre es antidemocrático, no sólo en su discurso sino también de facto. No se conforma con limitar a la oposición por medio de propaganda diaria: recurre al poder del Estado y a la represión violenta para silenciar a la oposición. El fascismo busca el consenso, pero no correrá el riesgo de la discrepancia, por lo que proscribe la competencia electoral y reprime las libertades de expresión y de asociación, pilares de la política democrática. Mientras que el populismo es ambiguo, el fascismo no lo es, y al igual que la democracia el fascismo depende de un núcleo pequeño de ideas inequívocas gracias a las cuales es reconocible de inmediato. Raymond Aron ya aludía a esta interpretación a finales de los años cincuenta del siglo pasado, cuando intentó entender la idea de “regímenes sin partidos”, que “exigen una especie de despolitización de los gobernados” y que sin embargo no alcanzaron la omnipresencia y la intensidad de los regímenes fascistas.74