Yo, el pueblo

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Para mi padre, veinte años después

Introducción

Un nuevo tipo de gobierno representativo

Para un sistema democrático, estar en transformación es el estado natural

NORBERTO BOBBIO, El futuro de la democracia1

El populismo no es nuevo. Surgió en el siglo XIX junto con el proceso de democratización y desde entonces sus prácticas han imitado las prácticas de los gobiernos representativos que ha desafiado. La novedad hoy es la intensidad y la omnipresencia de sus manifestaciones: los movimientos populistas se han hecho presentes en casi todas las democracias. De Caracas a Budapest, de Washington a Roma. Cualquier análisis político contemporáneo que pretenda ser tomado en serio debe lidiar con el populismo. No obstante, nuestra capacidad para estudiarlo es limitada porque, hasta hace poco, el fenómeno se analizaba a partir de cualquiera de los siguientes enfoques, muy específicos. Ya fuera que se conceptualizara como una subespecie de fascismo o que se estudiara como un sistema de gobierno que se creía exclusivo de los países en la periferia de Occidente, en especial los países latinoamericanos.2 Se cree que éstos son cuna del populismo porque han sido el origen de las generalizaciones que asignamos a los estilos políticos, los procesos emergentes, las condiciones socioeconómicas de éxito o fracaso, y las innovaciones de las instituciones estatales populistas.3

El interés reciente que han mostrado académicos y ciudadanos por el populismo también es nuevo. Hasta finales del siglo XX, los únicos que estudiaban el populismo eran aquellos pensadores que lo vinculaban con los procesos de construcción de la nación en países antes colonizados, como una nueva forma de movilización y de respuesta en contra de la democracia liberal, o bien como señal del renacimiento de los partidos de derecha en Europa.4 Pocos académicos sugerían que el populismo pudiera tener un papel positivo en la democracia contemporánea. Quienes sí lo hacían, veían sus virtudes desde el plano moral. Aseguraban que implicaba un deseo de “regeneración moral” y las aspiraciones “redentoras” de la democracia, que situaba la “política del pueblo” por encima de la “política institucionalizada” o que privilegiaba las experiencias que se vivían en las comunidades por encima de un estado abstracto y distante, y que podía ser el medio para alcanzar la soberanía popular, sobre las instituciones y las reglas constitucionales.5

Eso quedó en el pasado. Ahora, en el siglo XXI, los académicos y los ciudadanos atraídos por el populismo son más numerosos y su interés es ante todo político. Conciben el populismo no sólo como síntoma de fatiga ante el “sistema” y ante los partidos del sistema, sino también como exigencia legítima de la gente en general de hacerse con el poder, gente que durante años ha visto que sus ingresos y su influencia política son cada vez menores. En él ven la oportunidad de lograr que la democracia rejuvenezca, así como un arma que la izquierda debería emplear para derrotar a la derecha (que por tradición funge como custodio de la retórica y la estrategia populistas).6 Aún más importante, afirman que los movimientos populistas se han alejado de su primera patria, Latinoamérica, y se han asentado en el gobierno de lugares poderosos, como Estados Unidos y algunos Estados miembros de la Unión Europea.

Pese a la cifra cada vez mayor de académicos adeptos al populismo, y pese al éxito electoral de candidatos populistas, el término populismo se sigue empleando con frecuencia como herramienta polémica y no analítica. Se utiliza como nom de bataille para etiquetar y estigmatizar ciertos movimientos y líderes políticos, o como grito de guerra para quienes aspiran a arrebatar el modelo democrático-liberal de las manos de las élites, firmes creyentes de que ese modelo es la única forma válida de democracia que tenemos.7

Por último, sobre todo tras el referendo del Brexit en 2016, políticos y politólogos han acuñado el término para referirse a cualquier movimiento de oposición: para calificar a nacionalistas xenófobos o críticos de las políticas neoliberales por igual. Con este uso, el sustantivo populismo se convierte en un término que incluye a todo aquel que no gobierna, sino que critica a los gobernantes. Los principios que sustentan su crítica se vuelven irrelevantes. Un predecible efecto secundario de este enfoque polémico es que reduce la política a un concurso entre el populismo y la gobernanza, de modo que populismo nombra a cualquier movimiento de oposición y gobernanza equivale a política democrática o sencillamente a un asunto de gestión institucional.8 Pero cuando los movimientos populistas llegan al poder, el enfoque polémico se queda mudo. Le resulta imposible explicar la asimilación del populismo en las democracias constitucionales, que se han vuelto el punto de referencia y el objetivo de las mayorías populistas. Esto quiere decir que ese enfoque no puede idear una estrategia exitosa para contrarrestarlo.

Mi objetivo en este libro es enmendar esta debilidad conceptual. Propongo desterrar la actitud polémica y abordar el populismo como proyecto de gobierno. Propongo también considerarlo una transformación de los tres pilares de la democracia moderna: el pueblo, el principio de mayoría y la representación. No soy partidaria de la perspectiva generalizada según la cual los populistas son, ante todo, opositores y que son incapaces de gobernar. En cambio, subrayo la capacidad de los movimientos populistas para construir un régimen particular dentro de la democracia constitucional. Reitero que el populismo en el poder es un nuevo modelo de gobierno representativo, si bien desfigurado, situado en la categoría de “desfiguración” que planteé en mi libro anterior.9

Esta introducción consta de cuatro partes que conforman el entorno conceptual para la teoría que desarrollaré en el resto del libro. Primero, propongo un resumen del contexto constitucional y representativo en el que en la actualidad el populismo se está desarrollando, pues debe juzgarse en relación con ello. Segundo, planteo que el populismo se puede entender como una tendencia global, con un patrón fenomenológico claro, si bien toda instancia particular de populismo tiene rasgos específicos por su contexto. Tercero, ofrezco un resumen sintético y crítico de las principales interpretaciones contemporáneas del populismo, en relación con las cuales desarrollo mi teoría. Por último, trazo un breve mapa de los capítulos subsecuentes.

CÓMO EL POPULISMO TRANSFORMA LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA

Este libro busca entender las implicaciones del resurgimiento del populismo en relación con la democracia constitucional. La democracia constitucional es el modelo político que promete proteger los derechos básicos (esenciales en el proceso democrático) limitando el poder de la mayoría en el gobierno y brindando oportunidades estables y regulares para alternar las mayorías y los gobiernos, garantizar mecanismos sociales y de procedimientos que permitan a la mayoría de la población participar en el juego de la política, influir en las decisiones que se toman y cambiar a los actores que toman esas decisiones. La democracia constitucional se estabilizó en 1945 tras la derrota de las dictaduras de masas; su objetivo era neutralizar los problemas que hoy en día el populismo intenta aprovechar.10 Se trata de: 1] la resistencia de los ciudadanos democráticos frente a la intermediación política, en particular frente a los partidos políticos organizados y tradicionales; 2] la desconfianza de la mayoría respecto de la vigilancia institucional del poder, que la mayoría obtiene de forma legítima a partir del voto de los ciudadanos; por último, 3] la tensión con el pluralismo o las opiniones y los grupos que no encajan con el significado mayoritario del “pueblo”. Sostengo que la representación es el terreno en donde se libra la batalla de los populistas sobre estos asuntos. Me parece que el populismo es la prueba definitiva de las transformaciones de la democracia representativa.11

Procuraré resumir la teoría que propongo. Mi argumento consiste en que la democracia populista es el nombre de un nuevo modelo de gobierno representativo que se funda en dos fenómenos: una relación directa entre el líder y los miembros de la sociedad a los que se considera las personas “correctas” o “buenas”, y la autoridad superlativa de su público. Sus objetivos centrales son los “obstáculos” que impiden el desarrollo de estos fenómenos; las entidades que están en medio y pueden opinar, como los partidos políticos, los medios de comunicación consolidados o los sistemas institucionales que monitorean y controlan el poder político. El resultado de estas acciones positivas y negativas traza la fisonomía del populismo como interpretación de “el pueblo” y “la mayoría”, contaminada por una evidente —y entusiasta— política de la parcialidad. Esta parcialidad fácilmente puede desfigurar el Estado de derecho (que exige que los funcionarios del gobierno y los ciudadanos se rijan por la ley y actúen en consecuencia), así como la división de poderes, los cuales en conjunto se refieren a los derechos básicos, a los procesos democráticos y a los criterios sobre lo que es justo o correcto. Que estos elementos sean la esencia de la democracia constitucional no implica que por naturaleza sean idénticos a la democracia. Su relación surge tras un proceso histórico complejo, a veces dramático y siempre conflictivo, que ha sido (y es) temporal, abierto a la transformación, finito, y que puede revisarse y reestructurarse: el populismo es una forma posible de esta revisión y reestructuración.12 Los populistas quieren sustituir la democracia partidista con democracia populista; cuando lo consiguen, configuran su mandato mediante el uso incontrolado de los medios y los procedimientos de la democracia partidista. En específico, los populistas fomentan el despliegue permanente de la gente (el público) para apoyar al líder electo, o modifican la Constitución vigente para reducir las restricciones que tiene la mayoría para tomar decisiones. En una frase: “el populismo busca ocupar el lugar del poder constitutivo”.13

 

Existen motivos sociales, económicos y culturales indiscutibles que explican el éxito de las propuestas populistas en nuestras democracias. Se podría argumentar que su éxito es equivalente a reconocer que la democracia partidista no ha cumplido las promesas que hicieron las democracias constitucionales tras 1945. Entre esas promesas incumplidas, dos en particular han contribuido al éxito del populismo: por una parte, el aumento de la desigualdad socioeconómica, esto es, que las oportunidades de aspirar a una vida social y política digna sean pequeñas o nulas para la mayoría de la población; por otra, el crecimiento de una oligarquía global desenfrenada y rapaz frente a la que el Estado soberano se vuelve un fantasma. Estos dos factores se relacionan: violan la promesa de igualdad y manifiestan la necesidad urgente de que la democracia constitucional reflexione en forma autocrítica sobre por qué “no ha logrado derrotar totalmente al poder oligárquico”.14 El dualismo entre los pocos y los muchos, y la ideología antisistema que alimenta al populismo, proviene de estas promesas incumplidas. Este libro reconoce estas condiciones socioeconómicas, pero no pretende estudiar por qué el populismo creció o por qué lo sigue haciendo. La ambición de este libro tiene un alcance más limitado: busco entender cómo el populismo transforma (desfigura incluso) la democracia representativa.

El término populismo es ambiguo y difícil de definir de manera nítida e inobjetable, pues no es una ideología ni un régimen político específico, sino más bien un proceso representativo mediante el cual se construye un sujeto colectivo para llegar al poder. Si bien es “una forma de hacer política que puede adquirir distintas formas, según el periodo y el lugar”, el populismo no es compatible con regímenes políticos no democráticos.15 Esto se debe a que se define como un intento por construir un sujeto colectivo mediante el consentimiento voluntario de la gente y por cuestionar un orden social en nombre de los intereses de esa gente.

Según el Oxford English Dictionary, la política populista es un tipo de política que busca representar los intereses y los deseos de la gente común, “que siente que las élites consolidadas ignoran sus exigencias”.16 En esta definición hay dos actores definidos: la gente común y las élites políticas consolidadas. Lo que define y conecta a estos dos actores es lo que los últimos despiertan en los primeros, un sentimiento que el líder representativo intercepta, exalta y narra. El populismo implica una idea exclusivista de la gente y el sistema es el factor externo gracias al cual, y en contra del cual, se concibe a sí mismo. La dinámica del populismo es de construcción retórica. Requiere que un orador o una oradora interprete las exigencias de los grupos insatisfechos y los unifique en una narrativa por encima de su persona. En este sentido, como ha señalado Ernesto Laclau, todos los gobiernos populistas adoptan el nombre de su líder.17 El resultado es una suerte de movimiento al que, si se le pide explicar por qué motivo es la voz del pueblo, responde nombrando a los enemigos de la gente.18

Mi interpretación corrige la diferencia que hace Margaret Canovan entre el populismo en sociedades “con rezago económico” (en las que supuestamente el populismo puede incluso engendrar a líderes de corte cesarista) y el populismo en sociedades occidentales modernas (en donde se supone que puede existir incluso sin un líder).19 Según el marco teórico de Canovan, las sociedades occidentales son una especie de excepción, en cuanto que en esos contextos el “populismo” es casi indistinguible de la situación electoral de las llamadas mayorías silenciosas, las cuales son cortejadas y conquistadas por candidatos hábiles y partidos atrapatodo, o sea esos que aceptan a cualquiera como sus miembros.20 Mi interpretación del populismo como transformación de la democracia representativa pretende cambiar esta perspectiva. Según mi teoría, todos los líderes populistas se comportan igual, sean o no occidentales. Dicho esto, en sociedades que no son plenamente democráticas, las ambiciones representativas de los líderes populistas pueden subvertir el orden institucional existente (si bien no pueden lograr que el país sea una democracia estable).21 Esto fue lo que sucedió con el fascismo italiano en la década de 1920, así como con el caudillismo y con las dictaduras que uno encuentra en América Latina.

Más aún, planteo que, antes de llegar al poder, todos los líderes populistas amasan su popularidad atacando a los partidos políticos y a los políticos del sistema (de derecha y de izquierda). Cuando llegan al poder, reconfirman su identificación con “el pueblo” de manera cotidiana, convenciendo al público de que libran una batalla monumental en contra del sistema establecido para conservar su “transparencia” (y la de su gente), así como para evitar convertirse en el nuevo sistema. Para este fin, es esencial establecer una relación directa con la gente y el público. Hugo Chávez “dedicó más de 1 500 horas a denunciar el capitalismo en Alo Presidente, su programa de televisión”;22 Silvio Berlusconi fue, durante años, una presencia diaria en sus canales de televisión privados y en la televisión estatal italiana, y Donald Trump está en Twitter noche y día.

La construcción representativa del populismo es retórica e independiente de las clases sociales y de las ideologías tradicionales. Como afirman en Europa, se sitúa más allá de la división entre derecha e izquierda. Se trata de una expresión de acción democrática porque la creación del discurso populista ocurre en público, con el consentimiento voluntario de los protagonistas relevantes y de la audiencia.23 Con esto en mente, la pregunta central de este libro es la siguiente: ¿qué clase de consecuencias democráticas produce el populismo? Mi respuesta es que, hoy en día, la democracia representativa es tanto el entorno en el que se desarrolla el populismo como su objetivo, o aquello en contra de lo cual exige ejercer su poder. Los movimientos y los líderes populistas compiten con otros actores políticos respecto de la representación del pueblo y aspiran a la victoria electoral para demostrar que “el pueblo” al que representan es el “bueno” y que merecen gobernar por su propio bien.

Este libro busca demostrar cómo el populismo intenta transformarse para ser un nuevo modelo de gobierno representativo. En la bibliografía sobre el tema, que examinaré en la tercera sección de esta introducción, se plantea que el populismo se opone a la democracia representativa. Se le asocia con el reclamo del poder inmediato de los soberanos populares. A veces también se le vincula con la democracia directa. Por el contrario, este libro busca revelar que el populismo surge del interior de la democracia representativa y quiere construir su propio pueblo y gobierno representativos. El populismo en el poder no cuestiona la práctica electoral, sino que más bien la convierte en la celebración de la mayoría y de su líder, en una nueva estrategia de gobierno elitista, centrada en una (supuesta) representación directa entre la gente y el líder. En este marco, las elecciones funcionan como plebiscito o por aclamación. Hacen lo que no deberían: mostrar la que se considera la respuesta correcta ex ante y fungen como confirmación de los ganadores correctos.24 Así, el populismo es un capítulo en un fenómeno más amplio: la formación y la sustitución de las élites. Mientras pensemos en el populismo únicamente como un movimiento de protesta o como una narrativa, no podremos reconocerlo. Pero cuando lo contemplemos a medida que se manifiesta al llegar al poder, estas otras realidades se hacen completamente evidentes. Por el contrario, se podría decir que tendremos mayor claridad cuando dejemos de discutir qué es el populismo —si es una ideología “superficial”, una mentalidad, una estrategia o un estilo— y en cambio analicemos qué hace: en especial, cuando nos preguntemos cómo cambia o reconfigura los métodos y las instituciones de la democracia representativa.

La interpretación del populismo como un nuevo modelo de gobierno mixto que propongo en este libro se beneficia de la teoría diárquica de democracia representativa que planteé en mi libro anterior.25 Esta teoría entiende la idea de democracia como gobierno por medio de la opinión. La democracia representativa es diárquica porque es un sistema en el que “la voluntad” (es decir, el derecho a votar, así como los métodos y las instituciones que regulan la toma de decisiones de autoridad) y “la opinión” (es decir, el dominio extrainstitucional de los juicios y las opiniones políticas en sus expresiones multifacéticas) se influyen la una a la otra, pero conservan su independencia.26 Las sociedades en las que vivimos son democráticas, no sólo porque celebran elecciones libres a las que concurren dos o más partidos políticos, sino porque también prometen permitir la rivalidad y el debate políticos efectivos para presentar ideas diversas y contrastantes. El empleo de instituciones representativas —medios de comunicación libres y diversos, así como la elección regular de representantes, partidos políticos, etcétera— fomenta la formación de juicios políticos y fomenta asimismo que éstos influyan en el voto. También permite considerar, repensar y, de ser necesario, modificar las decisiones. Si bien la democracia directa reduce el tiempo entre la voluntad y el juicio, y con ello exalta el momento de la decisión, la democracia representativa lo amplía. Al hacerlo, abre los procesos políticos para que se formen y para que funcionen la opinión y la retórica públicas. Al confiar en las capacidades de la representación en la vida política, aprovechamos un mecanismo ideológico que nos permite usar el tiempo como recurso a la hora de guiar nuestras decisiones políticas. Por lo tanto, la diarquía promete que las elecciones y el foro en el que se vierten las opiniones lograrán que las instituciones sean el seno del poder legítimo y un objeto de control y escrutinio. Una Constitución democrática debe regular y proteger ambos poderes.

En conclusión, la teoría diárquica de la democracia representativa plantea dos puntos. Primero, afirma que “la voluntad” y “la opinión” son los dos poderes de los ciudadanos soberanos. Segundo, afirma que en principio son dos cosas distintas, y deberán diferenciarse en la práctica, aunque deben estar (y están) en comunicación constante. Denomino diarquía a una especie de autogobierno mediado o indirecto que asume que entre el soberano y el gobierno existe una distancia y una diferencia.27 Las elecciones regulan la diferencia, mientras que la representación (que es tanto una institución dentro del Estado como un proceso de participación fuera de él) regula la distancia. Los modelos de representación populista precisamente cuestionan y transforman esa distancia y esa diferencia, y el populismo en el poder busca deshacerse de ellas.28 Y sin embargo su “franqueza” se mantiene dentro del gobierno representativo.

De esta forma, el régimen mixto que inauguró el populismo se caracteriza por la representación directa. El concepto de representación directa es un oxímoron que empleo (y detallo en el capítulo 4) para expresar la idea de que los líderes populistas quieren hablar directamente al pueblo y para el pueblo, sin intermediarios (sobre todo partidos políticos y medios de comunicación independientes). Por ello, aunque el populismo no reniega de las elecciones, las aprovecha como celebración de la mayoría y de su líder, y no como una competencia entre líderes y partidos que facilita la valoración de la pluralidad de preferencias. En concreto, debilita a los partidos organizados, de los que la competencia electoral había dependido hasta ahora, y crea su propio partido ligero y maleable, que pretende unificar demandas más allá de las divisiones partidistas. El o la líder utiliza este “movimiento” a su antojo y, de ser necesario, lo ignora. En una democracia representativa convencional, los partidos políticos y los medios de comunicación son cuerpos intermediarios esenciales. Permiten que lo que está dentro del Estado y lo que está afuera se comuniquen, sin fusionarse. En cambio, una democracia representativa populista busca superar dichos “obstáculos”. “Democratiza” lo público (o eso afirma) al establecer una comunicación perfecta y directa entre las dos caras de la diarquía e, idealmente, las funde en una sola. El objetivo de oponer a la “gente común” con la “minoría establecida” es convencer al pueblo de que es posible ser gobernado mediante un sistema representativo sin necesidad de una clase política aparte o del sistema establecido. Como lo explico en el capítulo 1, prescindir del sistema (o de cualquier cosa que se crea que está entre “nosotros”, es decir la gente allá afuera, y el Estado, entendido como los aparatos “de adentro” conformados por quienes toman las decisiones, ya sean elegidos o designados) es el argumento central de todos los movimientos populistas. Sin duda fue el tema recurrente en el discurso inaugural de Trump, cuando declaró que su llegada a Washington no representaba la llegada del sistema establecido, sino la llegada de “los ciudadanos de nuestra nación”.

 

Para este análisis del populismo, es fundamental la relación directa que el líder establece y mantiene con el pueblo. También se trata de la dinámica que enturbia la diarquía democrática. Cuando está en la oposición, el populismo subraya el dualismo entre los muchos y los pocos, y expande su público al denunciar la democracia constitucional. Los populistas plantean que la democracia constitucional no ha cumplido su promesa de que todos los ciudadanos gozarán del mismo poder político. Pero cuando llegan al poder, los populistas trabajan sin descanso para demostrar que su líder es una encarnación de la voz del pueblo y que debe oponerse y estar por encima de todo aquel que se diga representar a alguien más y que debe corregir las fallas de la democracia constitucional. Los populistas aseguran que como el pueblo y el líder se han fusionado, y ninguna élite intermediaria los separa, el papel de la reflexión y la mediación se puede reducir drásticamente y que la voluntad del pueblo se puede ejercer con más fuerza.

Esto es lo que diferencia al populismo de la demagogia. Como explico en el capítulo 2, en las democracias representativas el populismo se estructura mediante el principio de “unificación versus pluralismo”. Este mismo principio apareció en la demagogia de la Antigüedad en relación con la democracia directa. Pero el efecto del atractivo populista en la unificación de “el pueblo” es distinto. En la democracia directa de la Antigüedad, el impacto de la demagogia en la legislación era inmediato porque la asamblea era la soberana y no existía mediación alguna, en lugar de ser un órgano constituido por individuos que físicamente no estaban presentes y a quienes los diversos competidores políticos definían y representaban. No obstante, el populismo se desarrolla en un orden estatal en el que un principio abstracto define al soberano popular, lo que permite a los retóricos interpretar con toda libertad ese principio y competir por su representación dentro del Estado. Esto ocurre a pesar de que, de entrada, el populismo se desarrolla en la esfera de la opinión, donde no rige el soberano, es decir, en el ámbito de la ideología, y bien podría permanecer ahí si nunca gobernara a una mayoría. En este sentido, soy consciente de las diferencias cruciales que las elecciones suponen para la democracia. Sin embargo, recurrir a los análisis de la demagogia hechos en la Antigüedad puede ayudarnos a explicar dos cosas: 1] al igual que la demagogia, en el sentido de la politeia de Aristóteles, el populismo interviene cuando la legitimidad del orden representativo ya está en decadencia, y 2] la relación del populismo con la democracia constitucional es conflictiva y este conflicto nos ayuda a nombrar y exponer los mecanismos mediante los que el populismo se apropia del principio de mayoría para concentrar su propio poder e inaugurar un gobierno mayoritario.29

En mi libro anterior, planteé que es simplista e inadecuado pensar en términos de simple dicotomía entre democracia directa y democracia representativa, como si la participación estuviera del lado de la primera y las aristocracias electas, de la última.30 La política democrática es siempre política representativa, en cuanto que se articula y se materializa mediante interpretaciones, afiliaciones partidistas, compromisos y, por último, decisiones que toma la mayoría de los votos individuales. Estos procesos no se reducen a producir una mayoría: producen la mayoría y la oposición en una dialéctica incesante y en conflicto. La expresión ciudadana de propuestas, su argumentación y su consentimiento a las propuestas y las ideas (y a los candidatos que hablan en su nombre) son componentes de la diarquía democrática de voluntad y opinión.

Desde una perspectiva diárquica, puedo oponerme a la concepción tradicional de que el populismo se puede entender como una “democracia iliberal”.31 Una democracia que infringe los derechos políticos más básicos —en especial, los derechos elementales de formarse una opinión y un juicio, expresar desacuerdos y puntos de vista cambiantes— y que sistemáticamente excluye la posibilidad de formar nuevas mayorías no es una democracia en ningún sentido. Una definición mínima de democracia (como la electoral) supone más que meras elecciones, si en efecto pretende describirla.32 Para Norberto Bobbio, es necesario que los electores “se planteen alternativas reales y estén en condiciones de seleccionar entre una u otra. Con el objeto de que se realice esta condición es necesario que a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación.”33

La diarquía de voluntad y opinión significa que la democracia es inconcebible sin un compromiso con las libertades políticas y civiles, lo que exige un pacto constitucional para establecerlas y un compromiso para protegerlas, así como la división de poderes y el Estado de derecho para protegerlos y garantizarlos. Desde luego, ninguna de estas libertades es ilimitada. Pero es fundamental que la interpretación de su alcance no recaiga en la mayoría en el poder, ni siquiera en una mayoría en el poder cuyas políticas parezcan satisfacer los intereses del grueso de la población.34 Ésta es la condición para que funcione la democracia representativa y para que sus procesos permanezcan abiertos y no determinados. Por definición, pensar y hablar en términos de la distinción entre “democrático” y “democrático liberal” es algo errado, así como pensar y hablar en términos de “democracia liberal” y “democracia iliberal”.35 Si bien estos conceptos son populares, son cortos de miras e imprecisos porque asumen algo que en realidad no puede existir: la democracia sin libertad de expresión y libertad de asociación, así como la democracia con una mayoría apabullante como para bloquear sus posibles evoluciones y mutaciones (es decir, el surgimiento de otras mayorías).36 Desde la perspectiva diárquica, la democracia liberal es un pleonasmo y la democracia iliberal una contradicción, un oxímoron.37

Más aún, quienes afirman que el populismo es la forma máxima de democracia se escudan en el concepto de “democracia liberal”. Esto permite a los partidarios del populismo manifestar que lo “liberal” limita la fuerza endógena de la democracia, es decir, su capacidad de respaldar el poder de la mayoría. Esto le conviene al discurso populista. En un discurso que el padre del populismo argentino, Juan Domingo Perón, pronunció durante la campaña electoral de 1946, se definió como auténtico demócrata, a diferencia de sus adversarios, a quienes acusó de ser demócratas liberales : “Soy, pues, mucho más demócrata que mis adversarios, porque yo busco una democracia real, mientras que ellos defienden una apariencia de democracia, la forma externa de la democracia.”38 El problema, claro está, es que “la forma externa de la democracia” resulta esencial para la democracia. No se trata de una mera “apariencia” y no es exclusiva del liberalismo. Si uno adopta un concepto no diárquico de la democracia y recalca que su esencia es la toma de decisiones (las del pueblo o las de sus representantes), las movilizaciones y el inconformismo ciudadanos parecen señalar una crisis dentro de la democracia, en vez de ser un componente de la democracia. Al reducir el momento democrático al voto o las elecciones, el dominio extrainstitucional se vuelve el ámbito natural del populismo, y al hacerlo, como escribió William R. Riker hace años, el liberalismo y el populismo se vuelven las únicas alternativas en juego.39 La teoría diárquica nos permite eludir este inconveniente.