Un Rito De Espadas

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Un Rito De Espadas
Un Rito De Espadas
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Czyta Fabio Arciniegas
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CAPÍTULO NUEVE

Andrónico irrumpió en su campamento y en un arranque de ira, estiró la mano y con sus largos dedos cortó la cabeza del joven soldado quien, para su gran desgracia, estaba parado cerca de él. Mientras marchaba, Andrónico decapitó a un soldado tras otro, hasta que finalmente sus hombres entendieron el mensaje y corrieron para mantenerse alejados de él. Debían haber imaginado que era mejor no estar cerca de él cuando estaba en un estado de ánimo como éste.

Los soldados se alejaron mientras Andrónico salía hecho una furia por su campamento de decenas de miles de hombres, todos manteniendo una sana distancia. Incluso sus generales se mantuvieron alejados y a salvo, caminando detrás de él, sabiendo que era mejor no acercarse cuando estaba así de molesto.

La derrota era una cosa. Pero una derrota como ésta – no tenía precedentes en la historia del Imperio. Andrónico nunca había experimentado una derrota antes. Su vida había sido una larga cadena de victorias, cada una más brutal y satisfactoria que la siguiente. No sabía qué se sentía ser derrotado. Ahora lo supo. Y no le gustaba.

Andrónico repitió mentalmente una y otra vez lo que había sucedido, cómo es que las cosas habían salido tan mal. Apenas ayer parecía que su victoria era completa, que el Anillo era suyo. Él había destruido la Corte del Rey y había conquistado Silesia; había subyugado a todo los MacGil y humillado a su gobernante: a Gwendolyn; él había torturado a sus soldados de mayor rango en las cruces, ya había asesinado a Kolk y había estado a punto de matar a Kendrick y a los demás. Argon se había entrometido en sus asuntos, le había arrebatado a Gwendolyn antes de que él pudiera matarla, y Andrónico había estado a punto de corregir eso, de recuperarla y ejecutarla, junto con todos los demás. Había sido un día de victoria completa y de grandeza.

Y entonces todo había cambiado, rápidamente, para empeorar. Thor y el dragón habían surgido en el horizonte como una mala aparición, había descendido como una nube y con sus grandes llamas y la Espada del Destino había conseguido acabar con divisiones enteras de soldados. Andrónico lo había presenciado todo a una distancia segura; tuvo el buen juicio de batalla de retirarse aquí, a este lado de las tierras altas, mientras sus exploradores continuaban llevándole reportes, durante todo el día, del daño que Thor y el dragón habían ocasionado. En el sur, cerca de Savaria, un batallón entero fue aniquilado; en la Corte del Rey y Silesia todo estaba igual de mal. Ahora todo el Reino Occidental del Anillo, que antes estuvo bajo su control, fue liberado. Era inconcebible.

Él se sentía ansioso al pensar en la Espada del Destino. Había ido tan lejos para alejarla del Anillo y ahora había regresado aquí y el Escudo se había activado otra vez. Eso significaba que estaba atrapado aquí con los hombres que tenía; podría irse, por supuesto, pero ya no podría conseguir más refuerzos adentro. Él estimaba que aún tenía medio millón de soldados aquí, en este lado de las montañas, más que suficiente para superar en número a los MacGil; pero contra Thor, la Espada del Destino y ese dragón, las cifras ya no importaban. Ahora las probabilidades, irónicamente, estaban en su contra. Era una posición en la que nunca había estado antes.

Como si las cosas no pudieran ponerse peor, sus espías también le habían llevado reportes de disturbios en casa, en la capital del Imperio, de que Rómulo se había confabulado para destronarlo.

Andrónico gruñó con furia mientras salía de su campamento, debatiendo sus opciones, buscando a alguien a quien culpar. Él sabía como comandante que lo más inteligente que podía hacer, tácticamente, sería retirarse y dejar el Anillo ahora, antes de que Thor y su dragón los encontraran, para salvar las fuerzas que él había dejado, abordar sus barcos y navegar de regreso hacia el Imperio en desgracia, para conservar su trono. Después de todo, el Anillo, era solamente una mancha en la enorme extensión del Imperio y todo gran comandante tenía derecho, por lo menos, a una derrota. Aún gobernaría un noventa y nueve por ciento del mundo, y sabía que debería estar más que satisfecho con eso.

Pero ése no era el estilo del gran Andrónico. Andrónico no era prudente ni conformista. Siempre había seguido sus pasiones, y aunque sabía que era arriesgado, no estaba dispuesto a abandonar este lugar, admitir la derrota, permitir que el Anillo se fuera de sus manos. Aunque tuviera que sacrificar todo su Imperio, encontraría una manera de aplastar y dominar este lugar. Sin importar lo que costara.

Andrónico no podía controlar al dragón ni a la Espada del Destino. Pero a Thorgrin… eso era un asunto diferente. Era su hijo.

Andrónico se detuvo y suspiró ante la idea. Qué ironía: su propio hijo, era el último obstáculo para su dominación del mundo. De alguna manera, parecía ser apropiado. Era inevitable. Él sabía que siempre, la gente más cercana a uno, es la que más nos lastima.

Recordó la profecía. Había sido un error, por supuesto, dejar vivo a su hijo. Era su gran error en la vida. Pero tenía un punto débil para él, aunque sabía que la profecía decía que eso podría llevarlo a su propio fin. Él había dejado vivir a Thor, y ahora había llegado el momento de pagar el precio.

Andrónico continuó irrumpiendo por el campamento, seguido por sus generales, hasta que finalmente llegó a la periferia y encontró una tienda más pequeña que los demás, una escarlata en un mar de negro y oro. Solamente había una persona que tenía la audacia de tener una tienda de color diferente, el único a quien sus hombres temían.

Rafi.

El hechicero personal de Andrónico, la criatura más siniestra que había conocido; Rafi había aconsejado a Andrónico a cada paso del camino, lo había protegido con su energía malévola, había sido más responsable por su ascenso que nadie. Andrónico odiaba dirigirse a él, reconocer lo mucho que lo necesitaba. Pero cuando se encontró con un obstáculo que no era de este mundo, una cosa de magia, siempre acudía con Rafi.

Cuando Andrónico se acercó a la tienda de campaña, dos seres malignos, altos y delgados, ocultos en mantos escarlata, con brillantes ojos amarillos que sobresalían detrás de las capuchas, lo miraron. Eran las únicas criaturas en todo este campamento que se atrevían a no hacer reverencia ante su presencia.

"Llamo a Rafi", declaró Andrónico.

Las dos criaturas, sin girar, estiraron una mano y retiraron las solapas de la tienda.

Al hacerlo, salió un horrible olor dirigiéndose a Andrónico, haciéndolo retroceder.

Hubo una larga espera. Todos los generales se detuvieron detrás de Andrónico y observaron con expectación, al igual que todo el campamento, quienes voltearon a ver. En el campamento hubo un gran silencio.

Finalmente salió de la carpa escarlata una criatura alta y delgada, del doble de alto de Andrónico, tan delgada como la rama de un olivo, vestido con una túnica escarlata muy oscura, con una cara invisible, escondido en la oscuridad de su capucha.

Rafi se quedó allí parado y observó, y Andrónico fue capaz de ver sólo sus ojos amarillos sin pestañear, mirando, incrustados en su piel demasiada pálida.

Sobrevino un silencio tenso.

Finalmente, Andrónico dio un paso adelante.

"Quiero que Thorgrin muera", dijo Andrónico.

Tras un largo silencio, Rafi rió entre dientes. Era un sonido profundo y molesto.

"Padres e hijos", dijo. "Siempre es lo mismo".

Andrónico ardía por dentro, impaciente.

"¿Me puedes ayudar?", dijo presionando.

Rafi se quedó allí parado, en silencio, demasiado tiempo, tanto, que Andrónico consideró matarlo. Pero él sabía que eso sería frívolo. Una vez, lleno de rabia, Andrónico había intentado apuñalarlo impetuosamente, y en el aire, la espada se había derretido en su mano. La empuñadura también había quemado su mano; le había tomado meses recuperarse del dolor.

Así que Andrónico se quedó parado, apretando los dientes y soportando el silencio.

Por último, debajo de la capucha, Rafi ronroneó.

"Las energías que rodean al muchacho son muy fuertes", dijo Rafi lentamente. "Pero todo el mundo tiene una debilidad. Él ha sido elevado con la magia. También puede descender con la magia".

Andrónico, intrigado, dio un paso adelante.

"¿De qué magia hablas?".

Rafi hizo una pausa.

"De un tipo que nunca has conocido", respondió. "Es una clase reservada sólo para un ser como Thor. Él es tu problema, pero es más que eso. Es incluso más poderoso que tú. Si vive para ver el día".

Andrónico enfureció.

"Dime cómo atraparlo", exigió.

Rafi meneó la cabeza.

"Ésa fue siempre tu debilidad", dijo. "Eliges atraparlo, no matarlo".

"Primero lo atraparé", contestó Andrónico. "Luego lo mataré. ¿Hay alguna manera de hacerlo o no?".

Hubo otro largo silencio.

"Hay una manera de despojarlo de su poder, sí", dijo Rafi. "Sin su preciosa espada y sin su dragón, será como cualquier otro muchacho".

"Enséñame", exigió Andrónico.

Hubo un largo silencio.

"Tiene un costo", respondió Rafi, finalmente.

"Lo que sea", dijo Andrónico. "Te daré lo que sea"

Hubo una risita sofocada larga y sombría.

"Creo que algún día llegarás a lamentarlo", respondió Rafi. "Mucho, mucho".

CAPÍTULO DIEZ

Mientras Rómulo marchaba por el sendero meticulosamente asfaltado, hecho de ladrillos de oro, que conducía hacia Volusia, la capital del Imperio, los soldados ataviados con sus mejores trajes, se pusieron en posición de firmes. Rómulo caminaba delante del resto de su ejército, reducido a unos cientos de soldados, abatido y derrotado por su episodio con los dragones.

Rómulo estaba furioso. Era la caminata de la vergüenza. Toda su vida había regresado victorioso, desfilaba como un héroe; ahora regresaba al silencio, a un estado de vergüenza, trayendo, en lugar de trofeos y prisioneros, soldados que habían sido derrotados.

 

Le quemaba por dentro. Había sido muy tonto de su parte ir tan lejos en busca de la Espada, atreverse a luchar con los dragones. Había sido llevado por su ego; debió haberlo imaginado. Había sido afortunado por el simple hecho de escapar, y en especial con cualquiera de sus hombres intactos. Aún podía escuchar los gritos de sus hombres, aún olía su carne carbonizada.

Sus hombres habían sido disciplinados y habían luchado valientemente, marchando a sus muertes bajo su mando. Pero después de que sus miles de soldados habían disminuido ante sus ojos a unos pocos cientos, sabía cuándo huir. Había ordenado una retirada apresurada, y el resto de sus fuerzas se había deslizado por los túneles, a salvo del soplido de los dragones. Se habían quedado bajo tierra y habían logrado ir de regreso a la capital, a pie.

Ahora estaban aquí, marchando por las puertas de la ciudad que se elevaban unos treinta metros hacia el cielo. Cuando entraron a esta legendaria ciudad, fabricada enteramente en oro, miles de soldados del Imperio entrecruzaban por todos lados, marchando en formaciones, revistiendo las calles, poniéndose en posición de firmes cuando él pasaba. Después de todo, no estando Andrónico, Rómulo era el líder de facto del Imperio y el más respetado de todos los guerreros. Es decir, hasta su derrota de hoy. Ahora, después de su derrota, no sabía cómo lo vería la gente.

La derrota no podría haber llegado en peor momento. Fue el momento cuando Rómulo estaba preparando su golpe, preparándose para tomar el poder y expulsar a Andrónico. Mientras caminaba por esta pulcra ciudad, pasando por fuentes, jardines meticulosamente pavimentados, con sirvientes y esclavos por todas partes, se maravilló de que en lugar de regresar, como había previsto, con la Espada del Destino en sus manos, con más poder del que había tenido, regresaba en cambio con una posición de debilidad. Ahora, en lugar de ser capaz de reclamar el poder que era suyo por derecho, tendría que pedir disculpas ante el Consejo, con la esperanza de no perder su puesto.

El Gran Consejo. El pensar en ello lo hacía retorcerse por dentro. Rómulo no respondía a nadie, mucho menos a un Consejo formado por ciudadanos que nunca habían blandido una espada. Cada una de las doce provincias del Imperio enviaba a dos representantes, a dos docenas de líderes de todos los rincones del Imperio. Técnicamente, ellos gobernaban el Imperio; pero en realidad, Andrónico gobernaba como deseaba, y el Consejo hacía lo que él ordenaba.

Pero cuando Andrónico se había ido al Anillo, había dado al Consejo más autoridad que nunca; Rómulo supuso que Andrónico había hecho eso para protegerse y mantener vigilado a Rómulo, para asegurarse de tener un trono al cual regresar. Su movimiento había envalentonado al Consejo; ahora actuaban como si tuvieran autoridad real sobre Rómulo. Y Rómulo, por el momento, tenía que sufrir la humillación de tener que responder a estas personas. Todos eran compinches elegidos por Andrónico, gente que Andrónico había afianzado para asegurar que su reinado nunca acabara. El Consejo buscó cualquier excusa para fortalecer a Andrónico y debilitar cualquier amenaza hacia él – especialmente de Rómulo. Y la derrota de Rómulo les daba un comienzo perfecto.

Rómulo marchó hasta el brillante Capitolio; un edificio enorme, negro y redondo que se elevaba por lo alto hacia el cielo, rodeado de columnas de oro, con una cúpula dorada brillante. Ahí ondeaba el estandarte del Imperio, y sobre su puerta estaba la imagen de un león dorado con un águila en su boca.

Mientras Rómulo subía los cien escalones dorados, sus hombres esperaban en la base de la plaza. Caminó solo, subiendo los escalones del Capitolio de tres en tres, con sus armas sonando contra su armadura, conforme avanzaba.

Se necesitaba una docena de sirvientes para abrir las enormes puertas en la parte superior de los escalones, cada uno de quince metros de altura, hecho de oro reluciente con broches negros a lo largo, cada uno grabado con el sello del Imperio. Ellos abrieron las puertas completamente y Rómulo sintió la fría corriente, erizando los pelos de su piel conforme caminaba hacia el sombrío interior. Las enormes puertas se cerraron detrás de él, y sintió, como siempre que entraba en este edificio, como si estuviera siendo sepultado.

Rómulo se pavoneó por los pisos de mármol, sus botas resonaban, apretaba la mandíbula, queriendo acabar con esta reunión y seguir con cosas más importantes. Él había oído el rumor acerca de un arma fantástica, justo antes de venir aquí y necesitaba saber si era cierto. Si fuera así, eso cambiaría todo, inclinaría la balanza totalmente a su favor. Si realmente existía, entonces todo esto – Andrónico, el Consejo – ya no significaría nada para él. De hecho, todo el Imperio finalmente sería suyo. Pensar en esa arma era lo único que mantenía a Rómulo confiado y seguro de subir otra serie de escalones, a través de otra serie de enormes puertas y finalmente hacia la sala redonda, donde estaba el Gran Consejo.

Dentro de esta enorme sala había una mesa negra circular, vacía en su centro, con un estrecho pasadizo para que entrara una persona. Alrededor estaban sentados los del Consejo, eran veinticuatro túnicas negras sentados con seriedad alrededor de la mesa, todos eran hombres de la tercer edad, con cuernos grises y ojos escarlata, escurriendo rojo, por los muchos años de edad. Era humillante para Rómulo tener que enfrentarse a ellos, tener que caminar a través de la estrecha entrada hacia el centro de la mesa, estar rodeado de las personas a las que tenía que dirigirse. Fue humillante ser forzado a girar a todos lados para abordarlos. Todo el diseño de esta habitación, esta mesa, era otra de las tácticas de intimidación de Andrónico.

Rómulo estaba parado allí en el centro de la sala, en silencio, quién sabe cuánto tiempo, ardiendo. Él estuvo tentado a salir, pero tenía que comprobarlo él mismo.

"Rómulo de la Legión de Octakin", uno de los concejales anunció formalmente.

Rómulo se volvió y vio a un concejal delgado, de edad mayor, con las mejillas hundidas y pelo canoso, mirándolo con sus ojos escarlata. Este hombre era un compinche de Andrónico, y Rómulo sabía que él diría lo que fuera para granjearse el favor de Andrónico.

El viejo aclaró su garganta.

"Has vuelto a Volusia, derrotado. Caído en desgracia. Eres valiente al venir aquí".

"Te has vuelto un comandante imprudente y precipitado", dijo otro concejal.

Rómulo se dio vuelta y vio una mirada desdeñosa hacia él, desde el otro lado del círculo.

"Has perdido a miles de nuestros hombres en la búsqueda infructuosa de la Espada, en tu imprudente confrontación con los dragones. Le has fallado a Andrónico y al Imperio. ¿Qué tienes que decir?".

Rómulo lo miró, desafiante.

"No me disculpo por nada", dijo. "Recuperar la Espada era importante para el Imperio".

Otro hombre mayor se inclinó hacia adelante.

"Pero no la recuperaste, ¿o sí?".

Rómulo enrojeció. Mataría a ese hombre, si pudiera.

"Casi lo hice", respondió finalmente.

"Casi no significa nada".

"Nos encontramos con obstáculos inesperados".

"¿Con dragones?", comentó otro concejal.

Rómulo se dio vuelta para mirarlo.

"¿Qué tan temerario podrías ser?", dijo el concejal. "¿Realmente creíste que podrías ganar?".

Rómulo aclaró su garganta, su ira aumentaba.

"No. Mi objetivo no era matar a los dragones. Era recuperar la Espada".

"Pero repito, no lo hiciste".

"Peor aún", dijo otro: "ahora has puesto a los dragones contra nosotros. Nos han llegado reportes de sus ataques por todo el Imperio. Iniciaste una guerra que no podemos ganar. Es una gran pérdida para el Imperio".

Rómulo dejó de intentar contestar; él sabía que eso sólo llevaría más acusaciones y recriminaciones. Después de todo, eran hombres de Andrónico, y todos tenían una agenda.

"Es una lástima que el gran Andrónico no esté aquí para castigarte", dijo otro concejal. "Estoy seguro de que no te dejaría vivo".

Aclaró su garganta y se reclinó de nuevo.

"Pero en su ausencia, tenemos que esperar su regreso. Por ahora, estarás al mando del ejército para enviar legiones de barcos para reforzar al Gran Andrónico en el Anillo. En cuanto a ti, serás degradado, despojado de tus armas y de tu rango. Permanecerás en los cuarteles y esperarás más órdenes de nosotros".

Rómulo lo miró, incrédulo.

"Alégrate de que no te ejecutemos ahora mismo. Ahora, vete", dijo otro concejal.

Rómulo apretó sus puños, su cara se puso púrpura y miró a cada uno de los concejales. Se comprometió a matar a todos y cada uno de ellos. Pero se obligó a sí mismo a contenerse, diciéndose que ahora no era el momento. Era posible que recibiera alguna satisfacción al matarlos ahora, pero no lo llevaría a su objetivo final.

Rómulo se dio vuelta y salió furioso de la sala, sus botas resonaban, atravesando la puerta, mientras los sirvientes la abrían y luego se cerró de golpe detrás de él.

Rómulo salió del edificio del capitolio, bajando las cien escaleras doradas y hacia su grupo de hombres que lo esperaban. Dirigió a su segundo al mando.

"Señor", dijo el general, haciendo una reverencia, "¿cuál es su orden?".

Rómulo lo miró, pensando. Por supuesto que no podría obedecer las órdenes del Consejo; por el contrario, era el momento para desafiarlos.

"La orden del Consejo es que todos los barcos del Imperio que estén en el mar, regresen a nuestras costas de inmediato".

Los ojos se abrieron de par en par.

"Pero, señor, eso dejaría al Gran Andrónico abandonado dentro del Anillo, sin forma de regresar a casa".

Rómulo se dio vuelta y lo miró, con una mirada fría.

"Nunca me cuestiones", respondió, con una voz de acero.

El general inclinó la cabeza.

"Por supuesto, señor. Perdóneme".

Su comandante dio vuelta y se fue corriendo, y Rómulo sabía que iba a ejecutar sus órdenes. Era un soldado fiel.

Rómulo sonrió en su interior. Qué tonto había sido el Consejo al pensar que él podría acatar lo que dijeran ellos, que llevaría a cabo sus órdenes. Lo habían subestimado enormemente. Después de todo, no tenían a nadie para hacer valer su degradación y hasta que resolvieran eso, Rómulo, mientras tuviera el poder, ejecutaría los comandos suficientes para impedirles ganar poder sobre él. Andrónico era genial, pero Rómulo lo era más.

Un hombre estaba parado en la periferia de la plaza, vestido con una túnica verde brillante, con su capucha hacia abajo, revelando una cara ancha amarilla y plana, con cuatro ojos. El hombre tenía manos delgadas, los dedos tan largos como el brazo de Rómulo y esperaba pacientemente. Él era un Wokable. A Rómulo no le gustaba lidiar con esa raza, pero en ciertas circunstancias se veía obligado a hacerlo – y ésta era una de esas veces.

Rómulo se acercó al Wokable, sintiendo lo escalofriante que era a varios metros de distancia, mientras la criatura lo miraba con sus cuatro ojos. Estiró la mano con uno de sus largos dedos y tocó su pecho. Rómulo quedó frío al sentir el contacto del dedo baboso.

"Hemos encontrado lo que nos ha enviado a buscar", dijo la criatura. El Wokable hizo un gorgoteo extraño en la parte posterior de la garganta. "Pero le costará muy caro".

"No pagaré nada", dijo Rómulo.

La criatura hizo una pausa, como decidiendo.

"Debe venir solo".

Rómulo lo pensó.

"¿Cómo sé que no estás mintiendo?", preguntó Rómulo.

La criatura se inclinó y e hizo algo parecido a una sonrisa. Rómulo deseó que no lo hubiera hecho. Reveló cientos de dientes pequeños y afilados, en su mandíbula cuadrada.

"No lo sabrá", dijo.

Rómulo lo miró a sus ojos. Él sabía que no debería confiar en esta criatura. Pero tenía que intentarlo. El premio que recibiría era demasiado grande para ignorarlo. Era el premio que Rómulo había estado buscando toda su vida: el arma mítica que, según la leyenda, podría desactivar el Escudo y permitirle cruzar el Cañón.

La criatura le dio la espalda y comenzó a alejarse, y Rómulo se quedó allí parado, mirando.

Finalmente, lo siguió.

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