Un Canto Fúnebre para Los Príncipes

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CAPÍTULO CUATRO

Desde arriba, la invasión parecía el movimiento circular de un ala abrazando la tierra que tocaba. El Maestro de los Cuervos disfrutaba de ello y, probablemente, era el único en posición de apreciarlo, pues sus cuervos le daban una perspectiva perfecta mientras su barcos hacían una entrada triunfal en la orilla.

—Tal vez haya otros vigilantes —dijo para sí mismo—. Tal vez las criaturas de esta isla verán lo que se les avecina.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó un joven oficial. Era listo y tenía el pelo rubio, su uniforme brillaba por el esfuerzo de pulirlo.

—Nada de lo que te tengas que preocupar. Prepárate para desembarcar.

El joven se fue a toda prisa, con una especie de brío en sus movimientos que parecía ansiar acción. Tal vez se creía invulnerable porque luchaba con el Nuevo Ejército.

—Al final, todos ellos son comida para los cuervos —dijo el Maestro de los Cuervos.

Pero no hoy, pues él había escogido los lugares para desembarcar con cuidado. Existían partes del continente más allá del Puñal-Agua donde la gente disparaba a los cuervos como parte de la rutina, pero aquí todavía tenían que aprender la costumbre. Sus criaturas se habían esparcido, mostrándole los lugares donde los defensores habían colocado cañones y barricadas como preparación para una invasión, donde habían escondido hombres y fortificado aldeas. Habían creado una red de defensas que debería haberse tragado a una fuerza invasora entera, pero el Maestro de los Cuervos veía los agujeros que había en ellas.

—Empezad —ordenó, y resonaron las cornetas, el sonido transportado por las olas. Bajaron las barcas de desembarco y una marea de hombres montados en ellas se propagó por la orilla. En su mayoría, lo hacían en silencio, pues un jugador no anunciaba la posición de sus piezas en el tablero de juego. Se dispersaron, trayendo cañones y provisiones, moviéndose rápidamente.

Ahora sí que empezaba la violencia, exactamente en el modo que él había planeado, hombres arrastrándose lentamente a los lugares de emboscada de sus enemigos para echárseles encima desde atrás, armas machacando los grupos de enemigos que querían detenerlo. Desde esta distancia, debería haber sido imposible oír los gritos de los moribundos, o incluso el disparo de los mosquetes, pero sus cuervos le informaban de todo.

Veía una docena de frentes a la vez, la violencia explotando en un caos multifacético como siempre lo hacía en los momentos después de que hubiera empezado un conflicto. Vio que sus hombres iban a la carga en una playa contra un grupo de campesinos, blandiendo las espadas. Vio a los caballos desembarcar mientras, a su alrededor, una compañía luchaba para mantener su cabeza de playa contra la milicia armados con herramientas para la agricultura. Veía ambos puntos de masacre y valor conseguido con mucho esfuerzo, aunque costaba diferenciarlos.

A través de los ojos de sus cuervos, vio un grupo de caballería que se estaba reuniendo un poco más en el interior, sus corazas brillaban al sol. Había tantos que, potencialmente, podían perforar su red de puntos de desembarco tan cuidadosamente coordinada y, aunque el Maestro de los Cuervos dudaba de que conocieran el lugar correcto en el que atacar, no quería correr ese riesgo.

Desplegó su concentración, usando sus cuervos para encontrar a un oficial adecuado por allí cerca. Para su diversión, encontró al joven que había sido tan entusiasta antes. Se concentró, el esfuerzo de hacer que una de sus bestias llevara las palabras era mucho más grande que simplemente mirar a través de sus ojos.

—Hay caballería al norte de donde estáis —dijo, oyendo el graznido del cuervo cuando este repitió las palabras—. Id en círculo hacia la cresta que hay al oeste de donde estáis y tomadlos cuando vengan a por vosotros.

No esperó a tener una respuesta, sino que echó a volar al cuervo, observando desde arriba mientras los hombres obedecían sus órdenes. Esto era lo que le proporcionaba su talento: la habilidad para ver más, para propagar su alcance más lejos de lo que cualquier hombre normal podría haberlo hecho. La mayoría de comandantes estaban atrapados en la nube de la guerra, o paralizados por mensajeros que no podían moverse con suficiente rapidez. Él podía coordinar un ejército con la facilidad que podría haber mostrado un niño moviendo soldaditos de plomo alrededor de una mesa.

Bajo su pájaro que se movía en círculos, vio que la caballería llegaba bramando, con el aspecto de un ejército elegante sacado de una leyenda en cada detalle. Oyó el estruendo de los mosquetes que empezaban a derribarlos y, a continuación, vio que los soldados que estaban esperando iban a por ellos, convirtiendo rápidamente la carga de cuento en una cosa de sangre y muerte, dolor y angustia repentina. El Maestro de los Cuervos veía caer a los hombres uno tras otro, incluido el joven oficial, al que una espada extraviada le cortó el cuello.

—Todos son comida para los cuervos —dijo. No importaba; esa pequeña batalla estaba ganada.

Vio una batalla más difícil alrededor de las dunas que llevaban hacia la pequeña aldea. Uno de sus comandantes no había sido lo suficientemente rápido para seguir sus órdenes, lo que significó que los defensores se habían atrincherado, resistiendo la ruta hasta su aldea incluso contra una fuerza más grande. El Maestro de los Cuervos se estiró y, a continuación, bajó hasta una barca de desembarco.

—A la orilla —dijo, señalando.

Los hombres que estaban con él se pusieron a trabajar con la velocidad que proporcionaba una larga práctica. El Maestro de los Cuervos observaba el desarrollo de la batalla mientras se acercaba, oyendo los gritos de los moribundos, viendo cómo sus fuerzas arrollaban a un grupo tras otro de probables defensores. Era evidente que la Viuda había ordenado la defensa de su reino, pero estaba claro que no lo suficientemente bien.

Llegaron a la orilla y el Maestro de los Cuervos caminó a pasos largos a través de la batalla como si estuviera dando un paseo. Los hombres a su alrededor se mantenían agachados, con los mosquetes levantados mientras buscaban peligros, pero él andaba con la cabeza bien alta. Él sabía quiénes eran sus enemigos.

Todos sus enemigos. Ya podía notar el poder de esta tierra y sentir el movimiento en ella cuando algunas de las criaturas más peligrosas que allí había reaccionaron a su llegada. Dejó que lo sintieran llegar. Dejó que sintieran el miedo de lo que iba a pasar.

Un pequeño grupo de soldados enemigos se levantaron de golpe de un escondite detrás de una barca volcada y no hubo más tiempo para pensar, solo para actuar. Desenfundó una larga espada de duelo y una pistola en un movimiento rápido, disparó en la cara a uno de los defensores y, a continuación, atravesó a otro. Se apartó para esquivar un ataque, atacó de nuevo con una fuerza letal y continuó.

Las dunas estaban allí delante y la aldea estaba tras ellas. Ahora el Maestro de los Cuervos podía oír la violencia sin tener que recurrir a sus criaturas. Podía distinguir el choque de espada contra espada con sus propios oídos, el estruendo de los mosquetes y las pistolas resonando mientras se acercaba. Veía a los hombres luchando el uno contra el otro, sus cuervos le permitían identificar los puntos donde los defensores estaban arrodillados o tumbados, sus armas preparadas para cualquier cosa que se acercara.

Él estaba en el centro de todo esto, retándolos a que le dispararan.

—Tenéis una oportunidad para vivir —dijo—. Necesito esta playa y estoy dispuesto a pagar por ella con vuestras vidas y las de vuestras familias. Bajad vuestras armas y marchaos. Mejor aún, uníos a mi ejército. Haced estas cosas y sobreviviréis. Continuad luchando y haré que arrasen vuestros hogares por completo.

Se quedó allí quieto, esperando una respuesta. La tuvo cuando sonó un disparo, su dolor y su impacto le golpearon tan fuerte que se tambaleó y cayó sobre una rodilla. Pero, ahora mismo, había demasiada muerte alrededor para detenerlo tan fácilmente. Hoy los cuervos se estaban alimentando bien y su poder curaría cualquier cosa que no lo matara inmediatamente. Oprimió el poder contra la herida y la cerró estando él de pie.

—Que así sea —dijo, y fue a la carga.

Normalmente, no lo hacía. Era un modo estúpido de luchar; una manera antigua que no tenía nada que ver con ejércitos bien organizados o tácticas eficientes. Avanzó con toda la velocidad que le daba su poder, esquivando y corriendo mientras reducía la distancia.

Mató al primer hombre sin detenerse, clavándole profundamente la espada y sacándola después violentamente. De una patada tiró al suelo al siguiente y, a continuación, acabó con él con un amplio golpe de espada. Agarró el mosquete del hombre con una mano y lo disparó, usando la vista de sus cuervos para decirle dónde apuntar.

Se precipitó hacia un grupo de hombres que se escondía tras una barricada de arena. Contra un avance lento de sus fuerzas, hubiera bastado con demorarlos, creando tiempo para que vinieran más hombres a resistir. Contra su carga salvaje, no cambiaba nada. El Maestro de los Cuervos brincaba los muros de arena, saltando en medio de sus enemigos y atacando en todas direcciones.

Sus hombres irían tras él, aunque no pudiera malgastar su concentración para buscarlos a través de los ojos de sus cuervos. Estaba demasiado ocupado parando golpes de espada y hachazos, contraatacando con una eficacia despiadada.

Ahora sus hombres estaban allí, saltando las barricadas de arena como la marea entrante. Morían en cuanto lo hacían, pero eso ahora no les importaba, siempre y cuando lo hicieran con su líder. Esto es con lo que había contado el Maestro de los Cuervos. Mostraban una lealtad sorprendente para ser hombres que, para él, eran poco más que comida para los cuervos.

 

Con sus grupos tras él, los defensores no tardaron mucho en morir y el Maestro de los Cuervos dejó que sus hombres avanzaran hacia la aldea.

—Adelante —dijo—. Matadlos por su desafío.

Observó el resto de desembarcos durante unos minutos más, pero parecía no haber otros cuellos de botella importantes. Había elegido bien su sitio.

Para cuando el Maestro de los Cuervos llegó a la aldea, algunas partes ya estaban en llamas. Sus hombres avanzaban atravesando las calles, matando a todos los aldeanos con los que se encontraban. Aunque la mayoría ya estaban muertos, de todas formas. El Maestro de los Cuervos vio que uno arrastraba a una mujer fuera de la aldea, el miedo de esta solo lo igualaba el evidente disfrute del soldado.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó cuando se acercó.

El hombre lo miró fijamente sorprendido.

—Yo… la vi, mi señor y pensé…

—Pensaste que podías quedarte con ella —acabó por él el Maestro de los Cuervos.

—Bueno, en el lugar adecuado, podríamos pedir un buen precio por ella. —El soldado se atrevió a sonreír pensando que eso los haría a ambos parte de una gran conspiración.

—Ya veo —dijo—. Pero yo no di esa orden. ¿O sí?

—Mi señor… —empezó el soldado, pero el Maestro de los Cuervos ya estaba levantando una pistola. La disparó tan cerca de la cara del hombre que esta desapareció casi por completo con su estallido. La joven, que estaba a su lado, parecía demasiado aturdida incluso para chillar cuando su atacante cayó.

—Es importante que mis hombres aprendan a actuar en concordancia con mis órdenes —le dijo el Maestro de los Cuervos a la mujer—. Hay lugares en los que permito los prisioneros y otros en los que existe un acuerdo para no hacer daño a nadie, con excepción de los dotados. Es importante que se mantenga esa disciplina.

Entonces la mujer parecía esperanzada. Así parecía justo hasta el momento en que el Maestro de los Cuervos le atravesó el corazón con su espada, un golpe firme y limpio, probablemente incluso indoloro.

—En este caso, les di una oportunidad a tus hombres y lo hicieron —dijo mientras ella intentaba agarrar el arma. Él tiró del arma y ella cayó—. Es una oportunidad que tengo pensado dar a, más o menos, el resto de este reino. Tal vez ellos elegirán más sabiamente.

Miró a su alrededor mientras continuaba la masacre, sin sentir ni placer ni disgusto, solo una especie de tranquila satisfacción por el deber cumplido. Por lo menos un paso, pues al fin y al cabo, esto no era más que la toma de una aldea.

Habría mucho más por venir.

CAPÍTULO CINCO

La Reina Viuda María de la Casa Flamberg se encontraba en las grandes salas de audiencias de la Asamblea de los Nobles, intentando no parecer demasiado aburrida en su trono en medio de todo mientras los supuestos representantes de su pueblo hablaban y hablaban.

Normalmente, esto no hubiera importado. Hacía tiempo que la Viuda dominaba el arte de parecer imperturbable y majestuosa mientras las grandes facciones que allí había discutían. Como de costumbre, dejaba que los populistas y los conservadores se agotaran antes de hablar ella. Hoy, sin embargo, estaban tardando más de lo normal, lo que suponía que la constante opresión de sus pulmones estaba aumentando. Si no acababa pronto con esto, estos estúpidos podrían ver el secreto que ella se esforzaba tanto por ocultar.

Pero no había prisa. La guerra había llegado, lo que significaba que todos querían su oportunidad para hablar. Lo que era peor, unos cuantos de ellos querían respuestas que ella no tenía.

—Simplemente deseo preguntar a mis ilustres amigos si el hecho de que los enemigos han desembarcado en nuestra orilla es indicativo de una mayor política del gobierno al descuidar el potencial militar de nuestra nación —preguntó Lord Hawes de Briarmarsh.

—El honorable señor está muy bien informado sobre las razones por las que esta Asamblea ha desconfiado de la idea de un ejército centralizado —respondió Lord Branston de Vereford Superior.

Continuaron farfullando, volviendo a luchar en viejas batallas políticas mientras unas más verdaderas se acercaban.

—Querría exponer la situación, de modo que esta Asamblea no me acuse de descuidar mi deber —dijo el General Sir Guise Burborough—. Las fuerzas del Nuevo Ejército han desembarcado en las orillas del sudeste, logrando burlar muchas de las defensas que colocamos para evitar esa posibilidad. Han avanzado a gran velocidad, arrollando a los defensores que han intentado detenerlos y quemando aldeas a su paso. De hecho, ya existe un gran número de refugiados que, al parecer, piensa que deberíamos proporcionarles alojamiento.

Era gracioso, pensó la Viuda, que el hombre hiciera que la gente que escapaba para salvar sus vidas parecieran los parientes indeseados decididos a quedarse demasiado tiempo.

—¿Y qué hay de los preparativos alrededor de Ashton? —preguntó Graham, Marqués de Shale—. Imagino que se dirigirán hacia aquí. ¿Podemos sellar las murallas?

Esa era la respuesta de un hombre que no sabía nada de cañones, pensó la Viuda. Podría haber reído con ganas si hubiera tenido aliento para ello. Tal y como estaban las cosas, le resultaba difícil mantener su expresión imperturbable.

—Así es —respondió el general—. Antes de que acabe el mes, puede que debamos prepararnos para un asedio y ya se están construyendo excavaciones contra esta posibilidad.

—¿Estamos considerando evacuar a la gente del camino del ejército? —preguntó Lord Neresford—. ¿Deberíamos aconsejar al pueblo de Ashton que huya hacia el norte para evitar la lucha? ¿Debería nuestra reina, por lo menos, considerar retirarse a sus fincas?

Era extraño; la Viuda nunca había pensado que le preocupara su bienestar. Siempre había votado rápidamente en contra de cualquier propuesta que ella presentara.

Decidió que era el momento de que hablar ella, mientras todavía pudiera hacerlo. Se levantó y se hizo silencio en la sala. A pesar de que los nobles habían luchado por su Asamblea, todavía la escuchaban dentro de ella.

—Ordenar una evacuación desataría el pánico —dijo—. Habría saqueo en las calles y los hombres fuertes que podrían defender sus hogares huirían en su lugar. Yo también me quedaré aquí. Este es mi hogar y no voy a escapar de él frente a una muchedumbre de enemigos.

—Es mucho más que una muchedumbre, Su Majestad —puntualizo Lord Neresford, como si los consejeros de la Viuda no le hubieran explicado la magnitud exacta de la fuerza invasora. Tal vez daba por sentado que, al ser mujer, no tendría el suficiente conocimiento sobre la guerra para comprenderlo—. Aunque estoy seguro de que toda la Asamblea está deseosa de oír sus planes para derrotarlo.

La Viuda lo miró fijamente, aunque era difícil hacerlo cuando parecía que sus pulmones iban a estallar en un ataque de tos en cualquier momento.

—Como sabrán los honorables señores —dijo—, he evitado a propósito tener un papel demasiado cercano a los ejércitos del reino. No querría que se sintieran incómodos reclamando comandarles ahora.

—Estoy seguro de que podríamos perdonarlo, por esta vez —dijo el lord, como si él tuviera el poder de perdonarla o de condenarla—. ¿Cuál es su solución, Su Majestad?

La Viuda encogió los hombros.

—Pensé en empezar con una boda.

Se quedó quieta, esperando a que el escándalo se fuera apagando, las diferentes facciones de la Asamblea se gritaban entre ellas. Los monárquicos vitoreaban su apoyo, los antimonárquicos se quejaban por los gastos. Los miembros militares daban por sentado que los ignoraba, mientras que los que no tenían tanta influencia en el reino deseaban saber lo que todo esto significaba para su gente. La Viuda no dijo nada hasta estar segura de que tenía su atención.

—Escúchense, farfullando como niños asustados —dijo—. ¿Sus maestros y sus institutrices no les enseñaron la historia de nuestra nación? ¿Cuántas veces los enemigos extranjeros han buscado reclamar nuestras tierras, celosos de su belleza y de su riqueza? ¿Quieren que se las enumere? ¿Quieren que les cuente los fracasos de la Flota de Guerra Havvers, de la Invasión de los Siete Príncipes? Incluso en nuestras guerras civiles, a los enemigos que venían sin ellas les hacíamos retroceder siempre. Hace mil años que nadie conquista esta tierra y sin embargo ahora sienten pánico porque unos cuantos enemigos han evitado nuestra primera línea de defensas.

Miró alrededor de la sala, avergonzándolos como si fueran niños.

—Yo no puedo ofrecer mucho a nuestra gente. No puedo ordenar sin su apoyo y de la forma correcta. —No quería que discutieran sobre su poder allí y en ese momento—. Pero puedo ofrecerles esperanza, por lo que hoy, en esta Asamblea, deseo anunciar un acontecimiento que ofrece esperanza para el futuro. Deseo anunciar la inminente boda de mi hijo Sebastián con Lady d’Angelica, Marquesa de Sowerd. ¿Alguno de ustedes pide forzar un voto en el asunto?

Pero no lo hicieron, aunque ella sospechaba que era tanto porque estaban estupefactos por el anuncio como por cualquier otra cosa. A la Viuda no le importaba. Salió de la sala, decidiendo que sus propias preparaciones eran más importantes que cualquier asunto que pudieran concluir en su ausencia.

Todavía había mucho por hacer. Debía asegurarse de que las hijas de los Danses habían sido contenidas, debía hacer las preparaciones para la boda…

El ataque de tos la cogió de repente, aunque lo había esperado durante la mayor parte de su discurso. Cuando apartó el pañuelo manchado de sangre, la Viuda supo que hoy había forzado demasiado. Eso, y que las cosas avanzaban más rápido de lo que a ella le hubiera gustado.

Ella iba a terminar las cosas aquí. Aseguraría el reino para sus hijos, contra todas las amenazas, de dentro y de fuera. Procuraría que su dinastía continuara. Haría que eliminaran los peligros.

Pero antes de todo esto, tenía que ver a alguien.

***

—Sebastián, lo siento —dijo Angelica y, a continuación, se detuvo frunciendo el ceño. Así no estaba bien. Demasiado impaciente, demasiado alegre. Debía intentarlo de nuevo—. Sebastián, lo siento mucho.

Mejor, pero todavía no estaba del todo bien. Continuaba practicando mientras andaba por los pasillos de palacio, sabiendo que cuando llegara el momento de decirlo realmente, tendría que ser perfecto. Tenía que hacerle comprender a Sebastián que ella sentía su dolor, pues ese tipo de compasión era el primer paso cuando se trataba de tener su corazón.

Hubiera sido más fácil si ella no hubiera sentido otra cosa que no fuera alegría al pensar en que Sofía ya no estaba. Solo el recuerdo del cuchillo clavándose dentro de ella le hacía sonreír de una manera en la que no podría hacerlo delante de Sebastián cuando este regresara.

No tardaría mucho. Angelica había llegado a casa antes que él cabalgando con esfuerzo, pero no tenía ninguna duda de que Ruperto, Sebastián y todo el resto regresarían pronto. Debía estar preparada cuando lo hicieran, pues no tenía ningún sentido eliminar a Sofía si no podía aprovecharse del vacío que quedaba.

Pero, por ahora, Sebastián no era el miembro de su familia de quien debía preocuparse. Se paró fuera de los cuartos de la Viuda y tomó aire mientras los guardias la observaban. Cuando abrieron de golpe las puertas en silencio, Angelica puso la mejor de sus sonrisas y se dispuso a avanzar.

—Recuerda que has hecho lo que ella quiere —se decía Angelica a sí misma.

La Viuda la estaba esperando, sentada en una cómoda silla y bebiendo algún tipo de infusión. Esta vez, Angelica recordó la gran reverencia y, al parecer, la madre de Sebastián no estaba de humor para juegos.

—Por favor, levántate, Angelica —dijo en un tono que era sorprendentemente suave.

Aun así, tenía sentido que estuviera contenta. Angelica había hecho todo lo que se le pidió.

—Siéntate aquí —dijo la anciana, señalando hacia un lugar a su lado. Era mejor que tener que arrodillarse ante ella, aunque recibir órdenes de esta manera era como una espinita que Angelica tenía clavada—. Ahora, háblame de tu viaje a Monthys.

—Ya está —dijo Angelica—. Sofía ha muerto.

—¿Estás segura de ello? —preguntó la Viuda—. ¿Comprobaste su cuerpo?

Angelica frunció el ceño ante el tono inquisitivo. ¿Nada bastaba para esta anciana?

 

—Tuve que escapar antes de eso, pero la apuñalé con un estilete infectado con el veneno más fuerte que tenía —dijo—. Nadie podría haber sobrevivido.

—Bueno —dijo la Viuda—, espero que estés en lo cierto. Mis espías dicen que apareció su hermana.

Angelica notó que se le abrían un poco más los ojos al oír eso. Sabía que Ruperto no había regresado todavía, así que ¿cómo podía haberse enterado de tanto la Viuda, tan rápidamente? Tal vez había mandado un pájaro antes.

—Así es —dijo—. Partió con el cadáver de su hermana, en un barco que se dirigía a Ishjemme.

—En dirección a Lars Skyddar, sin duda —murmuró la Viuda. Esta fue otra pequeña sorpresa para Angelica. ¿Cómo era posible que unas campesinas como Sofía y su hermana conocieran a alguien como el gobernante de Ishjemme?

—He hecho lo que usted quería —dijo Angelica. Incluso a ella le sonó defensivo.

—¿Esperas alabanzas? —preguntó la Viuda—. ¿Tal vez una recompensa? ¿Algún título insignificante para añadir a tu colección, quizás?

A Angelica no le gustaba que le hablaran con esa altanería. Había hecho todo lo que había pedido la Viuda. Sofía había muerto y Sebastián estaría en casa pronto, preparado para aceptarla.

—Acabo de anunciar vuestras nupcias a la Asamblea de los Nobles —dijo la Viuda—. Pensaba que casarse con mi hijo sería suficiente recompensa.

—Más que suficiente —dijo Angelica—. Pero ¿Sebastián aceptará esta vez?

La Viuda alargó el brazo y Angelica tuvo que esforzarse por no encogerse de miedo cuando la anciana le dio una palmadita en la mejilla.

—Estoy segura de que dije que eso era parte de tu trabajo. Distráelo. Sedúcelo. Ponte de rodillas delante de él y suplica, si es necesario. Mis informes dicen que está envuelto por el dolor mientras viene de camino a casa. Será trabajo tuyo hacerle olvidar todo esto. No mío, tuyo. Haz un buen trabajo, Angelica —la Viuda encogió los hombros—. Ahora lárgate. Tengo cosas que hacer. En primer lugar, tengo que asegurarme de que realmente acabaste con Sofía.

El despido fue tan brusco que fue grosero. Con cualquier otra persona, hubiera bastado para justificar un castigo. Con la Viuda, Angelica no podía hacer nada y eso solo lo empeoraba.

Aun así, haría todo lo que la anciana requiriera. Haría que Sebastián fuera suyo cuando volviera a casa. Pronto sería de la realeza por matrimonio y esa elevación sería suficiente recompensa.

Mientras tanto, las dudas de la Viuda acerca de Sofía la carcomían. Angelica la había matado; estaba segura de ello, pero…

Pero no haría ningún daño ver que podía descubrir de los acontecimientos en Ishjemme, solo para estar segura.

A fin de cuentas, por lo menos tenía un amigo allí.