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Esclava, Guerrera, Reina

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                              Todo estaba a punto de cambiar.

CAPÍTULO QUINCE

Ceres estaba sentada en la fría piedra del suelo de una mazmorra y observaba a un niño pequeño que estaba a su lado, retorciéndose de dolor, y se preguntaba si viviría. Estaba allí tumbado, sobre su estómago, su pálida piel blanca en la penumbra, los ojos medio abiertos, recuperándose todavía de un azote en el mercado. Estaba esperando su sentencia, igual que todos los que estaban en aquella mazmorra.

Igual que ella.

Echó un vistazo a la celda y vio que estaba llena de hombres, mujeres y niños, algunos encadenados a la pared, otros libres para deambular. Allí estaba oscuro y el olor a orina era incluso más notable aquí que en el carro del mercader, sin ninguna brisa que se llevara el hedor. Las paredes de piedra eran resbaladizas por la mugre y la sangre seca, el techo se cernía sobre ellos con el peso del mundo, apenas lo suficientemente alto para que ella pudiera ponerse totalmente de pie y el suelo estaba cubierto de heces esparcidas y excrementos de ratón.

Ceres volvió a mirar al chico con preocupación. No se había movido de su posición desde que la habían arrojado aquí a ella ayer, pero su pecho todavía se hinchaba y hundía con silenciosas respiraciones.

Mientras los rayos de sol se colaban entre la pequeña ventana de barras, vio que las heridas de su espalda se estaban curando con la tela de su túnica pegada a ella. Ceres quería hacer algo –lo que fuera- para aliviar su dolor, pero ella ya le había preguntado varias veces si quería que lo ayudara y no había habido respuesta, ni siquiera un destello en sus pálidos ojos azules.

Ceres se puso de pie y se acurrucó en una esquina, con los ojos hinchados de llorar y la boca y la garganta secas de sed. Sabía que no debía haber pegado a un miembro de la realeza en la cara, pero al hacerlo solo había reaccionado.

¿Vendría Thanos a por ella? se preguntaba. ¿O sus promesas eran tan despreciables como las de toda la realeza?

La mujer embarazada que había frente a ella se frotaba la barriga, quejándose en voz baja y Ceres se preguntaba si estaba de parto. Quizás la mujer tendría que dar a luz en aquel miserable agujero. Miró de nuevo al niño y le dolía el corazón al pensar que no habían pasado tantos años desde que Sartes era de aquel tamaño y recordaba cómo le cantaba nanas hasta que se quedaba dormido.

Se puso tensa al ver las siluetas de dos prisioneros que se le acercaban.

“¿Quién es este niño para ti?” preguntó una voz ronca.

Ceres alzó la vista. Uno de ellos tenía una cara barbuda y sucia con unos furiosos ojos azules, el otro era un hombre calvo, musculoso como un combatiente, la piel de debajo de sus ojos estaba cubierto por unos tatuajes negros en forma de remolino. El robusto se apretaba los nudillos y estos crujían y la cadena que tenía alrededor del tobillo traqueteaba al moverse.

“Nadie”, dijo ella apartando la vista.

El barbudo apoyó sus brazos, que estaban a ambos lados de ella, contra la pared, acorralándola, echándole su apestoso aliento a la cara.

“Mientes”, dijo. “He visto cómo lo mirabas”.

“No miento”, dijo Ceres. “Pero si lo hiciera, no cambiaría nada para ti o para cualquier otro de los que estamos aquí. Todavía estaríamos atrapados en esta prisión, esperando nuestros castigos”.

“Cuando te hago una pregunta, espero una respuesta sincera”, dijo el hombre tatuado, dando un paso adelante, haciendo que su cadena repiqueteara de nuevo. “¿O eres demasiado buena para nosotros?”

Ceres sabía que ser agradable o intentar evitar a los matones no haría que la dejaran en paz.

Tan rápido como pudo, se agachó y pasó a toda velocidad por delante de los matones para ir al otro lado de la habitación donde no alcanzaban sus cadenas. Pero no llegó tan lejos.

El hombre tatuado levantó la pierna junto con la cadena que había en ella atrapando las piernas de Ceres, haciendo que esta tropezara y cayera de cara. El barbudo pisó la espalda del niño y el pequeño gritó de dolor.

Ceres intentó ponerse de pie, pero el tatuado le rodeó el cuello con su cadena y apretó.

“Soltad…al chico”, graznó, sin apenas poder hablar.

Los gritos del chico le perforaban directamente el corazón y ella tiraba de la cadena para poder liberarse.

El tatuado tiró todavía con más fuerza, hasta que ella no podía respirar.

“Te preocupa, ¿verdad?” Ahora, por haber mentido, el chico se desangrará hasta la muerte”, siseó el barbudo.

Le dio una patada rápida al chico en la espalda, los gritos del niño llenaban la abarrotada celda, los otros prisioneros giraban la cabeza, otros lloraban sin hacer ruido.

Ceres notó que su cuerpo volvía a la vida, un arrebato de poder se apoderó de ella como una tormenta. Sin saber incluso qué estaba haciendo, vio cómo agarraba con más fuerza la cadena y la partía en dos.

El hombre barbudo la miró fijamente como si hubiera visto un fantasma que volvía a la vida.

Libre de su cadena, Ceres se puso de pie, cogió la cadena y golpeó al barbudo, una y otra vez, hasta que este se encogió de miedo en una esquina, suplicando piedad.

Con su interior en llamas, se dio la vuelta y se puso frente al hombre tatuado, la fuerza interior todavía alimentaba su cuerpo con la fuerza que necesitaba para detener a los agresores.

“Si lo tocas a él, o a mí, o a cualquier persona de las que están aquí una vez más, te mataré con mis propias manos, ¿me oyes?” dijo señalándolo con el dedo.

Pero este gruñó y se lanzó sobre ella. Ella levantó las manos, sintiendo el calor que le quemaba dentro y, sin tocarlo, salió volando hacia la pared por la habitación dando un golpe seco y desplomándose en el suelo, inconsciente.

Se hizo un tenso silencio y Ceres sintió que todas las miradas de la habitación estaban sobre ella.

“¿Qué fuerza es esta?” preguntó la mujer embarazada.

Ceres la miró y después miró a los demás; todos en la celda estaban perplejos.

El niño se incorporó e hizo un gesto de dolor y Ceres se arrodilló a su lado.

“Necesitas descansar”, dijo.

Ahora que la tela se había separado de la espalda del chico, ella vio que también había pus entre la sangre. Ella sabía que si no se limpiaban sus heridas, moriría por la infección.

“¿Cómo lo hiciste?” preguntó el chico.

Todos miraban todavía a Ceres, querían saber la respuesta a aquella pregunta.

Era una respuesta que ella misma deseaba conocer.

“Yo…no lo sé”, dijo. “Simplemente…se apoderó de mí cuando vi lo que te estaba haciendo”.

El chico hizo una pausa y mientras se tumbaba, con los ojos agotados dijo, “Gracias”.

“Ceres”, dijo un repentino susurro en la oscuridad. “¡Ceres!”

Ceres se dio la vuelta y miró a través de las barras de la celda y vio la forma de una persona que llevaba una capa con capucha, las antorchas del pasillo iluminaban el material negro. ¿Era un sirviente enviado por Thanos? se preguntaba.

Con cuidado de no pisar dedos de manos y pies, Ceres se dirigió hacia el extraño. Este se quitó la capucha y, ante su sorpresa y alegría, vio que era Sartes.

“¿Cómo me encontraste? ¿Qué estás haciendo aquí?” preguntó ella, con las manos agarrando con fuerza las barras, el pecho rebosante de alegría –e inquietud.

“El herrero me dijo que estabas aquí y tenía que verte”, susurró, con lágrimas en los ojos. “He estado muy preocupado por ti”.

Sacó una mano por entre las barras y le apretó una mano contra su mejilla.

“Dulce Sartes, estoy bien”.

“Esto no es estar bien”, dijo, con la gravedad dibujada en su rostro.

“Lo suficiente. Por lo menos no han dicho nada sobre…”

Ella paró antes de hablar de lo que no se podía hablar, pues no quería preocupar a Sartes.

“Si te matan, Ceres, yo…yo…”

“Shhhh, ya está. No harán tal cosa”. Ella bajó su voz varios grados antes de susurrar, “¿Cómo está la rebelión?”

“Hubo una batalla en el norte de Delos ayer, una enorme batalla. Ganamos”.

Ella sonrió.

“O sea que ha empezado”, dijo ella.

“Nesos está luchando mientras nosotros hablamos. Ayer lo hirieron, pero no lo suficiente para quedarse en cama”.

Ceres sonrió un poco.

“Siempre el chico duro. ¿Y Rexo?” preguntó.

“Él está bien también. Te echa de menos”:

Oír decir aquello a Sartes casi la hace llorar. Oh, cómo echaba de menos a Rexo también.

Sartes se inclinó para estar más cerca, su capa le cubría el brazo y ella miró hacia abajo y sintió un objeto frío y afilado contra su mano –un puñal. Sin mediar palabra, solo con el silencioso entendimiento entre los dos, ella cogió el puñal y se lo colocó en la parte de delante de sus pantalones y lo cubrió con su camisa.

“Debo irme antes de que me vea alguien”, dijo Sartes.

Ella asintió y alargó sus tiernos brazos a través de las barras.

“Te quiero, Sartes. Recuérdalo”.

“Yo también te quiero. Espero que estés bien”.

Justo cuando desaparecía por el pasillo, por delante de él, ella vio que se acercaba un carcelero. Se fue hacia la esquina, junto al niño y le acarció el pelo con su mano, mientras el carcelero abrió la puerta y entró en la celda.

“Escuchad, criminales. Aquí están los nombres de aquellos que serán ejecutados pasado mañana al amanecer: Apolo”.

El chico soltó un grito ahogado y Ceres notó que empezaba a temblar bajo sus manos.

“…Trinity…” continuó el carcelero.

La mujer embarazada se encogió y rodeó su hinchada barriga con sus brazos.

“…Ceres…”

Ceres sintió que el sentimiento de pánico se apoderaba de ella.

“…e Ichabod”.

Un hombre encadenado al fondo de la celda se tapó la cara con las manos y lloró en voz baja.

El carcelero se dio la vuelta, salió de la celda y la cerró tras él, solo se escuchaba el ruido de sus pasos pesado al marcharse.

 

Y con esas pocas palabras, su muerte se hacía inminente.

CAPÍTULO DIECISÉIS

Thanos entró hecho una furia en el salón del trono, agarrando con fuerza el pergamino firmado por el rey –el abominable documento que contenía las órdenes de ejecución de Ceres. Su corazón retumbaba contra sus costillas mientras sus pies golpeaban el mármol blanco que había bajo ellos y la rabia ardía dentro de él de la cabeza a los pies.

Thanos siempre había pensado que aquella habitación era irracionalmente espaciosa, los techos arqueados ridículamente altos, la distancia desde la enorme puerta de bronce hasta los dos tronos al final no era más que espacio desperdiciado. O espacio envenenado. El salón del trono era el espacio donde se forjaban todas las normas y, para Thanos, era el origen de todas las desigualdades.

Los consejeros y los dignatarios estaban sentados en asientos de madera grabados de manera elaborada a lado y lado de la sala, haciendo girar sus anillos de oro, llevando su fina vestimenta, mostrando con orgullo sus bandas de colores, que los clasificaban según su importancia.

El sol brillaba a través de los vitrales, cegándolo cada pocos pasos, pero esto no le privó de echar una mirada fulminante al rey, que estaba sentado en su asiento de oro al final de la habitación. Pronto, Thanos estuvo a los pies de las escaleras de debajo de los tronos. Lanzó el orden de ejecución a los pies del rey y de la reina, que estaban en aquel momento hablando con el ministro de comercio.

“¡Solicito que revoque esta orden de ejecución de inmediato!” dijo Thanos.

El rey miró hacia arriba con ojos cansados.

“Esperarás tu turno, sobrino”.

“No hay tiempo. ¡Ceres será ejecutada mañana!” dijo Thanos.

El rey sopló y ahuyentó al ministro para que se fuera. Una vez hubo marchado el ministro, el rey miró a Thanos.

“Ceres, mi armera, debo recordarle, fue puesta en prisión por Lucio y ¿ahora es sentenciada a muerte?” dijo Thanos.

“Sí, golpeó a un miembro de la realeza y esto es sancionable, por ley, con la ejeución pública”, dijo el rey.

“¿Sabía que Lucio la pegó en primer lugar? ¿Y todo porque ella ganó en una lucha de espadas que él pidió?”

“¿Cómo sabe esa plebeya empuñar una espada?” preguntó la reina. “Va contra las leyes del país hacerlo”.

El rey asintió y los consejeros murmuraron en acuerdo con él.

“Su padre trabajó como herrero aquí en palacio”, dijo Thanos.

“Si le enseñó a empuñar una espada, deberían ser ejecutados los dos de inmediato”, dijo la reina.

“¿Cómo puedes ser un buen herrero si no sabes empuñar una espada?” insistió Thanos. “Ser herrera no está prohibido para las mujeres”.

“No se trata de ser herrero o espadachín, Thanos. El problema es que un plebeyo ataque a un miembro de la realeza en territorio real”, dijo el rey.

La reina puso una mano sobre la del rey.

“Si no supiera que Thanos está prometido con Estefanía, pensaría que le interesa esta chica”, dijo.

“No tengo ningún interés en ella salvo que es la mejor armera que jamás he tenido”, mintió Thanos.

“Estefanía dijo que te vio en el campo de entrenamiento de palacio con…¿cuál era el nombre de la sirvienta?” preguntó la reina.

“Ceres”, dijo Thanos.

“Sí, Ceres. Y estefanía dijo que la llevabas del brazo”.

“La chica no tiene hogar y por eso le ofrecí que se quedara en la casa de verano del sur por ahora”, dijo Thanos.

“¿Y quién te dio esa autoridad?” preguntó la reina.

“Sabe tan bien como yo que era la casa de campo de mis padres y que no se ha usado desde que fallecieron”, dijo Thanos.

“Estefanía es una joven brillante con dignidad e integridad y dice que no se fía de esta chica extraña. ¿Tiene credenciales Ceres? ¿Algún documento oficial? Podría ser una sicaria trabajando para la rebelión por lo que sabemos”, dijo la reina, poniéndose nerviosa.

“Vamos, querida, no nos dejemos llevar. ¿Realmente piensas que la rebelión enviaría a una mujer como asesina?” dijo el rey.

“Quizás no”, respondió la reina. “O quizás lo haría, pensando que un joven príncipe ingenuo como Thanos caería a los pies de una guerrera viva que se pondría de su lado en contra de su familia”.

“No importa. La chica tiene una sentencia y, para proteger el honor de Lucio, se llevará a cabo”, dijo el rey.

“¡No pensaba en protegerle cuando lo mandó a competir en las Matanzas!” dijo Thanos.

El rey se movió hacia delante hasta la punta de su asiento y señaló a Thanos, con los ojos oscurecidos por la cólera.

“Chico, tú vives en palacio a la merced y generosidad de la reina y mía. ¿De verdad quieres desafiarnos de nuevo?” preguntó.

Thanos señaló a la bandera del Imperio que estaba a la derecha del rey.

“¡Libertad y justicia para todos los ciudadanos!” vociferó, su voz retumbó en toda la sala.

“La responsabilidad de los líderes de un país es proteger la libertad de su pueblo y gobernar en justicia. Esto no es justicia”.

“Detén esa tontería”, dijo el rey. “La decisión es inapelable y por mucho que supliques o que razones tonterías no la cambiarás”.

“Entonces también debería encarcelar y sentenciar a muerte a Lucio por lo que hizo”, dijo Thanos.

“Aunque no lamentaría la pérdida de Lucio ni por un solo segundo, seguiré las leyes de este país”, dijo el rey. “Y si interfieres en mi decisión de algún modo, serás expulsado de la corte. Ahora vete para que pueda emplear mi tiempo en asuntos importantes”.

Echando humo, Thanos se dio la vuelta y se marchó del salón del trono, con su pulso retumbando en sus oídos.

Después de haber vuelto a la arena de prácticas, cogió una espada larga. Se ensañó con un muñeco hasta que no quedó más que el palo de madera que lo sujetaba, que a continuación despedazó también.

De pie con la espada en las manos, se quedó paralizado mientras respiraba con dificultad durante un buen rato y, a continuación, lanzó el arma todo lo lejos que pudo hacia los jardines de palacio.

¿Cómo podía decir el rey que estaba al servicio de la justicia? se preguntaba. La justicia significaría que todas las personas tienen los mismos derechos, privilegios y castigos y Thanos sabía que este no era para nada el caso.

Caminó hacia la glorieta y se dejó caer sobre un banco, reposando su sien sobre sus manos.

Ceres -¿qué tenía ella? ¿Por qué la necesitaba del mismo modo que el aire? Había llegado a su vida como un aliento de aire fresco, sus ojos verdes brillaban de forma maravillosa, sus pálidos labios rosas hablaban palabras de las que él sabía que nunca se cansaría, había una tranquila fuerza en su ágil cuerpo envuelto de vulnerabilidad. No era como las otras chicas de la corte, que farfullaban sobre temas estúpidos y criticaban a los demás tan solo para parecer mejores. Ceres era una persona profunda y cada parte de ella era auténtica, no podías encontrar ni una mota de pretenciosidad en ella. Y pareía que veía lo que él necesitaba antes que él mismo -¿un sexto sentido quizás?

Se puso de pie y andó de una punta a la otra de la glorieta durante varios minutos, preguntándose qué hacer.

Cuando habían estado bajo el Stade, esperando a las Matanzas, él le había preguntado si podía confiar en ella hasta con su vida. Ella había dicho que sí. Y aunque su voz había titubeado en la respuesta, sabía que ella se sacrificaría para salvarlo si fuera necesario.

Si la salvaba, lo echarían de palacio. Si la abandonaba a su destino, él no sería capaz de vivir.

Echó los hombros hacia atrás y respiró profundamente.

Sabía lo que debía hacer.

CAPÍTULO DIECISIETE

Aunque le pesaban los ojos y las extremidades, Ceres, a pesar del agotamiento, no había pegado ojo en toda la noche. Desde su pequeña ventana de barras podía ver que el cielo se estaba volviendo claro lentamente y ella deseaba que no lo hiciera. Con la mañana llegaban sus últimos momentos y, en menos de una hora, sabía que estaría muerta.

“¿Tienes miedo?” preguntó Apolo, descansando su cabeza sobre su regazo mientras acariciaba su pelo rubio.

Ella lo miró y pensó en mentirle. Pero no podía.

“Sí. ¿Y tú?” dijo Ceres.

Él asintió con una lágrima en sus ojos.

Podía sentir cómo temblaba bajo su mano, ¿o era su mano la que temblaba así?

La mujer embarazada miró a Ceres con alarma en sus ojos cuando se oyó el débil sonido de unos pasos del pasillo. El lejano ruido se acercó más y más hasta que Ceres no podía escuchar nada salvo el redoble de hombres marchando y, antes de que se diera cuenta, el carcelero estaba delante de la celda, abriéndola.

“Apolo, Trinity, Ceres e Ichabod, venid conmigo”, dijo, otros varios soldados del Imperio esperaban detrás de él.

Con las manos que apenas obedecían sus órdenes cuando les mandaba que se movieran, Ceres ayudó a Apolo a levantarse. Totalmente erguido, Ceres vio que el chico apenas le llegaba por la cintura y pensó que sería una pena horrible que no creciera para convertirse en el hombre que podría ser.

Cuando lo soltó, sus piernas cedieron y se desplomó en el suelo.

“Lo siento”, dijo Apolo con los ojos tristes.

Agachada al lado del chico con las lágrimas quemando dentro de sus ojos, Ceres lanzó una mirada fulminante al carcelero y ayudó a Apolo a ponerse de nuevo de pie. Con cuidado de no tocar las heridas de su espalda, le ayudó mientras iban por el oscuro pasillo iluminado por las antorchas, los otros dos prisioneros los seguían.

El carcelero tiró a Apolo hacia delante, un soldado a cada lado sujetaban los brazos del chico para que no se desplomara. Ceres, intentando calmar sus temblorosas piernas era la siguiente y, tras ella, Trinity y el anciano Ichabod. Las cadenas traquetearon cuando los soldados del Imperio encadenaron los tobillos y las muñecas de Ceres y los demás y, una vez hubieron encadenado a los prisioneros, dos soldados del Imperio escoltaron a cada uno de ellos, uno a cada lado. Trinity se balanceaba hacia delante y hacia atrás, sujetándose la barriga y entonces Ceres escuchó que empezó a cantar una vieja nana –la misma que Ceres le cantaba a Sartes para que se durmiera.

Ceres no pudo aguantar más las lágrimas y al pensar en sus hermanos, en Rexo, era como si el corazón se le partiera en dos. Nunca los volvería a ver, nunca volvería a bromear con ellos, a romper el pan con ellos, a pelear con ellos. Ella recordaba que aquellos habían sido tiempos felices aunque envenenados por la crueldad de su madre. Pero ella los quería y se preguntaba si ellos realmente lo sabían.

Ceres caminaba por el pasillo, sus pies parecían bloques de piedra mientras las cadenas se arrastraban por el suelo, la hermosa canción de la mujer embarazada guiaba sus pasos. Subiendo las escaleras que los llevaba fuera de las mazmorras, Ceres vio que todavía estaba un poco oscuro, unas cuantas estrellas todavía brillaban allá arriba, negándose a dejar su luz en los cielos de antes del amanecer. Un carro de caballos descubierto estaba en el patio y empujaron a Ceres y a los otros prisioneros, los látigos de los soldados hacían que se encogiera de miedo, hacían que odiara al Imperio todavía más.

Cuando Apolo no pudo subir al carro por sí mismo, un soldado del Imperio agarró al chico y lo tiró al carro, de manera que su cabeza golpeó contra un lateral del vagón, un alarido se le escapó de los labios cuando su cabeza se echó hacia atrás con un crujido.

“¿Cómo puedes ser tan cruel?” gritó Ceres al soldado del Imperio, antes de dirigir su atención hacia Apolo.

Se arrimó más al chico, mirando fijamente con impotencia a la forma nada natural en que estaba torcido su cuello y, todavía con más cuidado, levantó su cabeza ensangrentada sobre su regazo.

“¿Apolo?” graznó, mientras el pecho se le llenaba de terror cuando sintió que su cuerpo se había quedado de repente sin vida.

“No veo…” susurró Apolo con una voz ronca y los ojos vidriosos por las lágrimas. “No…siento…no siento mis piernas”.

Se inclinó hacia delante y le besó la frente y, al ver que luchaba por respirar, quiso ayudarle. Pero lo único que podía hacer era coger su pequeña y fría mano en la suya.

“Estoy aquí”, dijo Ceres, las palabras casi se le atragantaban en la garganta, las lágrimas caían sobre su túnica sucia y rota.

“Promete que me cogerás la mano…hasta que esté…muerto”, tartamudeó Apolo.

Ceres, sin poder articular palabra, simplemente asintió con la cabeza y le apretó la mano, acariciando con suavidad el pelo rubio que había sobre su frente sudada.

Sus ojos se agitaron antes de cerrarse y entonces notó que su pecho había cesado de subir y bajar mientras su rostro cedía el paso a la máscara de la muerte.

 

Ella hizo un sollozo y acercó su mano a sus labios antes de colocársela con cuidado sobre el pecho. Ahora, por lo menos, no tenía que enfrentarse a la decapitación, pensó. Era libre.

Mientras avanzaban entre la multitud, no podía dejar de mirar al pobre chico, a sus pequeños labios, a sus pestañas, a las pecas que había en su nariz.

Quería que supiera que todavía estaba pensando en él y que jamás lo dejaría solo en el carro, a la merced de los soldados del Imperio que le robaron su libertad y su vida. Quizás ella lo necesitaba de algún pequeño modo también, para recordar que no solo había gente cruel en este mundo y que la inocencia y la amabilidad todavía eran más hermosos que cualquier poder de la tierra.

El carro avanzaba dando tumbos en una nube de palabras de odio y caras furiosas, pero ella mantenía su mirada en la pacífica expresión de Apolo. Ni incluso cuando un tomate podrido golpeó a Ceres en la mejilla, apartó la vista de él.

El carro disminuyó la velocidad hasta detenerse ante el patíbulo de madera y ordenaron a los prisioneros que salieran del carro. Sin embargo, Ceres se negó a dejar a Apolo, agarrándose a él.

Un soldado del Imperio, el que lo había tirado, agarró a Apolo por las piernas y lo arrancó de los brazos de Ceres y lo echó fuera.

“¡Asesino!” gritó con todas sus fuerzas, mientras sus ojos derramaban lágrimas.

El soldado arrojó a Apolo sobre un montón de paja y se dirigió hacia Ceres, pero ella corrió a toda prisa hasta la esquina del carro, negándose a salir.

Siguiéndola, el soldado del Imperio que acababa de poner sus abominables manos sobre Apolo entró al carro. Ella no iba a dejar que quedara impune por el asesinato de un chico tan inocente. Viendo que los otros soldados del Imperio estaban ocupados obligando a los prisioneros a subir las escaleras del patíbulo, vio la oportunidad de vengarse de él. Podía morir en el intento, pero iba a morir de todas formas.

Cuando el soldado se inclinó para tirar de ella hasta sacarla del carro, Ceres

hizo un lazo con las cadenas que tenía alrededor de las muñecas y apretó con todas sus fuerzas.

Sobre su espalda, el soldado graznaba y daba golpes con brazos y piernas, sus sucios dedos tiraban de la cadena, su cara se volvía roja.

Pero Ceres se negaba a soltar al asesino, apretando más fuerte hasta que su cara se puso morada.

En lo que pareció un esfuerzo desesperado por salvar su vida, las manos del soldado se dirigieron hacia el cuello de Ceres. Ella paró el golpe con los codos y, justo cuando escuchó el vocerío de los otros soldados del Imperio corriendo hacia el carro, el hombre que tenía en brazos se quedó flácido.

Incluso después de saber que había muerto, mantuvo la cadena tensa todo el tiempo que pudo, hasta que dos soldados del Imperio la sacaron del carro y la obligaron a ir hasta los pies de las escaleras que llevaban al patíbulo.

Uno de los soldados sacó un puñal y presionó la punta contra su espalda, la hoja le perforó un poco la piel. Ella dio un paso. Y después uno más.

Sus pies avanzaban desorientados, Ceres subió las escaleras detrás de los demás, el clamor de la multitud era una lejana tormenta y, justo cuando llegó arriba, le quitaron las cadenas.

Ella notaba vagamente que el corazón le golpeaba las costillas, su garganta estaba seca y sus ojos húmedos. ¿Se había quedado en silencio la multitud? se preguntaba, incapaz de distinguirla por encima de su agitación.

Un soldado del Imperio le puso las manos detrás de la espalda y se las ató. Ell no se resistió. Sabía que no había nada más ahora a lo que resisitirse. Dejaría que la muerte se la llevara.

El soldado la empujó en dirección a un hombre que llevaba una capa blanca con capucha y que sujetaba un hacha –su verdugo.

Le ordenaron que se arrodillara ante un bloque de madera, pero ella no respondió de inmediato, el soldado la empujó para que se pusiera de rodillas, con la cabeza caída hacia delante. Con la visión borrosa, alzó la vista y miró a la multitud, le temblaba todo el cuerpo, su estómago ardía con nauseas.

“¿Tienes unas últimas palabras?” preguntó el verdugo.

Ella continuó paralizada, intentando entender que aquello se acababa. Su vida, ¿había terminado? No. No podía ser. Había pasado muy rápido, demasiado rápido y, de repente, ya no quedaba más tiempo.

“Bueno, ¿tienes algo que decir, chica?” insistió el verdugo.

Ella tenía algo que decir, pero las palabras no se formulaban en su mente.

La multitud se quedó en silencio, todas las miradas sobre ella y entonces el verdugo le vendó los ojos.

Sobre sus rodillas, estiró los brazos hacia delante hasta tocar el bloque, notando su suavidad bajo las puntas de sus dedos y, resignada a morir, se inclinó hacia delante y descansó su barbilla sobre el canto de madera.

Padre, pensó. Sartes. Nesos.

Rexo.

Entonces, ante su incredulidad, una imagen de Thanos se formó en su mente y finalmente se dio cuenta de que, aunque quería a Rexo, también estaba enamorada de Thanos.

Y justo cuando lo entendió, se odió a sí misma por ello. Estaba contenta de que él nunca lo iba a descubrir.

Se tragó las lágrimas, sacó aire y la multitud se quedó en silencio mientras ella esperaba que todo aquello acabara.