Za darmo

El Reino de los Dragones

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CAPÍTULO CINCO

Devin blandió su martillo y aporreó la masa de metal que se convertiría en una hoja. Los músculos de su espalda le dolían al hacerlo, y el calor de la forja hacía que la traspiración le traspasara la ropa. En la Casa de las Armas siempre hacía calor, y así de cerca a una de las forjas era casi insoportable.

–Lo estás hacienda bien, niño —dijo el viejo Gund.

–Tengo dieciséis, no soy un niño —dijo Devin.

–Sí, pero aún tienes el tamaño de uno. Además, para un hombre viejo como yo, ustedes son todos niños.

Devin se encogió de hombros. Él sabía que, para cualquiera que estuviese mirando, él no debía parecer un herrero, pero él pensaba. El metal requería pensamiento para realmente entenderlo. Las sutiles gradaciones de calor y los diseños del acero que podían hacer de un arma defectuosa una perfecta eran casi mágicos, y Devin estaba decidido a saberlos todos, a entenderlos realmente.

–Con cuidado o se enfriará demasiado —dijo Gund.

Rápidamente, Devin devolvió el metal hacia el calor, observando su tono hasta que estuvo en el punto correcto, y luego lo apartó para trabajar en él. Estaba cerca, pero aún no estaba del todo bien, había algo en el filo que no era perfecto. Devin lo sabía con la misma seguridad con la que distinguía la derecha de la izquierda.

Aún era joven, pero sabía de armas. Sabía las mejores formas de fabricarlas y afilarlas…incluso sabía cómo blandirlas, aunque sus padres y el maestro Wendros parecían decididos a impedírselo. El entrenamiento que ofrecía la Casa de las Armas era para nobles, hombres jóvenes que venían a aprender de los mejores maestros de la espada, lo que incluía al increíblemente talentoso Wendros. Devin tenía que hacerlo solo, practicar con todo desde espadas a hachas, de lanzas a cuchillos, cortar los postes y esperar que lo hiciera bien.

Un clamor cerca del frente de la Casa llamó brevemente su atención. Las enormes puertas de metal del frente estaban abiertas, en perfecto equilibrio para abrirse al mínimo toque. Los hombres jóvenes que habían entrado eran claramente de la nobleza, y era casi igual de claro que estaban un poco borrachos. Estar borracho en la Casa de las Armas era peligroso. Un hombre que llegara a trabajar borracho era enviado de vuelta a su casa, y si lo hacía más de una vez, lo echaban.

Incluso se echaba a los clientes si no estaban lo suficientemente sobrios. Un hombre borracho con una cuchilla era peligroso, incluso si esa no era su intención. En cambio estos…vestían los colores de la realeza, y no ser cortés era arriesgar más que el trabajo.

–Necesitamos armas —dijo el que estaba al frente.

Devin reconoció inmediatamente al príncipe Rodry por las historias acerca de él si no en persona.

–Mañana habrá una cacería, y probablemente un torneo después de la boda.

Gund se acercó a ellos porque era uno de los maestros herreros de allí. Devin mantuvo su atención en la espada que estaba forjando, porque el mínimo error podía generar burbujas de aire que formarían rajaduras. Era motivo de orgullo que las armas que él forjaba no se quebraban o destrozaban al golpearlas.

A pesar de que el metal necesitaba su atención, Devin no pudo quitarles los ojos a los jóvenes nobles que habían llegado. Parecían tener más o menos su edad; eran muchachos intentando hacerse amigos del príncipe más que Caballeros de la Espuela que servían a su padre. Gund empezó a mostrarles lanzas y hojas que podían ser apropiadas para los ejércitos del rey, pero ellos las desestimaron rápidamente.

–¡Esos son los hijos del rey! —dijo uno de los hombres, gesticulando al príncipe Rodry primero y luego a otro hombre que Devin supuso que sería el príncipe Vars, solo por no tener la apariencia suficientemente delgada, sombría y afeminada del príncipe Greave.

–Merecen algo más fino que esto.

Gund empezó a mostrarles cosas más finas, con mango dorado o decoración grabada en las puntas de las lanzas. Incluso les mostró las de mejor calidad, con capas y capas del más fino acero, diseños ondulantes impresos por medio de arcilla tratada en calor y con un filo que les permitía usarlas como cuchillas de ser necesario.

–Demasiado finas para ellos —murmuró Devin para sí.

Tomó la espada que estaba forjando y la contempló. Estaba lista. La calentó una vez más y se aprontó para sofocarla en la larga tina de aceite oscuro que la esperaba.

Pudo deducir por la forma en que levantaban las armas y las agitaban que la mayoría de ellos no tenía idea de lo que hacían. Quizás el príncipe Rodry sí, pero él estaba del otro lado del piso principal de la Casa, probando una lanza enorme con la punta en forma de hoja, haciéndola girar con el dominio de la práctica. En cambio, los que estaban con él parecían estar jugando a ser caballeros más que ser realmente caballeros. Devin podía notar la torpeza en algunos de sus movimientos y como la manera de agarrarlas era sutilmente incorrecta.

–Un hombre debería conocer las armas que fabrica y usa —dijo Devin mientras sumergía la espada que había forjado en la zanja.

Por un momento flameó y ardió, luego siseó mientras se enfriaba lentamente.

Él practicaba con espadas para saber cuando estaban listas para un guerrero entrenado. Trabajaba en su equilibrio y flexibilidad así como también en su fuerza, porque le parecía que un hombre debía forjarse a sí mismo como a cualquier arma. Ambas cosas le resultaban difíciles. Saber de las cosas era más fácil para él, hacer las herramientas perfectas, entender el momento en que…

Un estruendo que vino desde donde los nobles estaban jugando con las armas llamó su atención, y la mirada de Devin giró a tiempo para ver al príncipe Vars en medio de una pila de armaduras que se había desplomado de su soporte. Miraba con furia a Nem, otro de los muchachos que trabajaba en la Casa de las Armas. Nem había sido amigo de Devin desde siempre, era corpulento y demasiado bien alimentado, quizás no era el más inteligente pero con sus manos podía fabricar los trabajos en metal más finos. El príncipe Vars lo empujó rápidamente, como Devin podría haber empujado una puerta atascada.

–¡Estúpido muchacho!—dijo el príncipe Vars de mala manera—. ¿No puedes ver por dónde vas?

–Lo siento, mi señor —dijo Nem—, pero fue usted quien se tropezó conmigo.

Devin contuvo la respiración porque sabía lo peligroso que era contestarle a cualquier noble, y mucho menos a uno borracho. El príncipe Vars se enderezó completamente y luego golpeó a Nem en la oreja lo suficientemente fuerte como para hacerlo rodar entre el acero. Él chilló y se levantó con sangre, algo filoso le había cortado en el brazo.

–¿Cómo te atreves a contestarme? —Dijo el príncipe—. Yo digo que te tropezaste conmigo, ¿y tú me llamas mentiroso?

Quizás otros habían venido enojados, listos para pelear, pero a pesar de su tamaño, Nem siempre había sido amable. Solamente parecía herido y perplejo.

Devin vaciló por un momento, mirando alrededor para ver si alguno de los otros iba a intervenir. Aunque ninguno de los que estaban con el príncipe Rodry parecía que fuese a intervenir, probablemente les preocupaba demasiado insultar a alguien que de rango superior incluso siendo nobles, y alguno de ellos quizás pensara que su amigo realmente se merecía una golpiza por lo que fuera que creyesen que él había hecho.

En cuanto al príncipe Rodry, aún estaba del otro lado de ese piso de la Casa, probando una lanza. Si había escuchado el escándalo en medio del alboroto de los martillos y el rugido intense de la forja, no lo demostraba. Gund no iba a interferir, porque el anciano no había sobrevivido tanto tiempo en el ambiente de la forja por causar problemas a sus superiores.

Devin sabía que también debía mantenerse al margen, aún cuando vio que el príncipe volvía a levantar la mano.

–¿Vas a disculparte? —exigió Vars.

–¡No hice nada! —insistió Nem, probablemente demasiado aturdido para recordar cómo funcionaba el mundo y, a decir verdad, no era particularmente inteligente cuando se trataba de cosas como esta.

Él aún creía que el mundo era justo, y que no hacer nada malo era una excusa suficiente.

–Nadie me habla de esa manera – dijo el príncipe Vars, y volvió a golpear a Nem—. Te voy a enseñar modales a los golpes, y cuando termine contigo me agradecerás por la lección. Y si te confundes mi título en tu agradecimiento, aprenderás eso a los golpes también. O, no, voy a darte una verdadera lección.

Devin sabía que no debía hacer nada, porque él era más grande que Nem y sabía cómo funcionaba el mundo. Si un príncipe de sangre te pisa los talones te disculpas, o le agradeces por tener ese privilegio. Si quiere tu mejor trabajo, se lo vendes, aún si parece que no puede blandirlo correctamente. No interfieres, no intervienes, porque eso implica consecuencias para ti y tu familia.

Devin tenía una familia afuera, más allá de los muros de la Casa de las Armas. No quería que la lastimaran solo por haberse exaltado y no le haberle importado sus modales. Aunque tampoco quería permanecer al margen y ver cómo golpeaban sin sentido a un muchacho por el capricho de un príncipe borracho. Apretó con fuerza el martillo y luego lo soltó, intentando obligarse a mantener distancia.

Entonces, el príncipe Vars sujetó a Nem de la mano. La forzó hacia abajo sobre uno de los yunques.

–Veamos qué  tan buen herrero eres con una mano quebrada —dijo él.

Tomó un martillo y lo alzó, y en ese momento Devin supo lo que ocurriría si no hacía algo. Se le aceleró el corazón.

Sin pensarlo, Devin se lanzó hacia adelante y sujetó al príncipe del brazo. No desvió mucho el golpe, pero fue suficiente para que no le diera a Nem en la mano y golpeara el hierro del yunque.

Devin siguió sujetándolo, por si acaso el príncipe intentaba golpearlo a él.

 

–¿Qué? —Dijo el príncipe Vars— Quítame las manos de encima.

Devin resistió, sujetándolo con la mano. A esta distancia, Devin pudo sentirle el aliento a alcohol.

–No si va a seguir golpeando a mi amigo —dijo Devin.

Él sabía que por solo sujetar al príncipe se había metido en problemas, pero ahora era demasiado tarde.

–Nem no entiende, y él no fue la razón por la que derribó la mitad de las armaduras que hay aquí. Esa sería la bebida.

–Quítame la mano de encima, dije —repitió el príncipe, y movió la otra mano hacia el cuchillo de cocina que tenía en el cinturón.

Devin lo empujó lo más suave que pudo. Una parte de él aún esperaba que esto fuera pacífico, aún cuando él sabía exactamente que iba a ocurrir después.

–No quiere hacer eso, su alteza.

Vars lo miró con furia y aversión pura, respirando con dificultad.

–Yo no soy el que se ha equivocado aquí, traidor —gruñó el príncipe Vars con voz fulminante.

Vars soltó el martillo y levantó una espada de uno de los bancos, aunque para Devin era obvio que no era un experto.

–Así es, eres un traidor. Atacar a un integrante de la realeza es traición, y los traidores mueren por ello.

Balanceó la espada hacia Devin, y de forma instintiva, Devin atrapó lo que pudo encontrar. Resultó ser uno de sus martillos de forja, y lo alzó para bloquear el golpe, escuchando el ruido del metal sobre el metal mientras evitaba que la espada le diera en la cabeza. El impacto le hizo sacudir las manos, y ahora no había tiempo para pensar. Atrapó la hoja con la cabeza del martillo y con todas sus fuerzas se la quitó al príncipe de un tirón, retumbó en el piso y se sumó a la pila de armaduras desechadas.

Entonces, se obligó a detenerse. Estaba furioso de que el príncipe pudiera venir y golpearlo de esa manera, pero Devin tenía mucha paciencia. El metal lo requería. El hombre que fuera impaciente en la forja era el que terminaba lastimado.

–¿Lo ven? —Clamó el príncipe Vars, señalando con un dedo tembloroso por la furia o el miedo—. ¡Él me ataca! Deténganlo. Quiero que lo arrastren a la celda más profunda del castillo, y en la mañana ver su cabeza en una pica.

Los jóvenes a su alrededor parecían reacios a reaccionar, pero era igual de obvio que no iban a quedarse al margen cuando alguien de baja cuna como Devin se peleaba con el príncipe. La mayoría aún sostenía las espadas y lanzas que habían probado de forma inexperiente, y ahora Devin se encontraba en el medio de un círculo de armas, todas apuntándole directo al corazón.

–No quiero tener problemas —dijo Devin, sin saber qué más hacer.

Dejó caer el martillo al suelo, porque no le serviría allí. ¿Qué podía hacer? ¿Intentar luchar contra muchos de ellos para salir? Aunque sospechaba que tenía un mejor dominio de la espada que los hombres que estaban allí, eran demasiados para siquiera intentarlo, y si lo hacía, ¿qué haría luego? ¿A dónde podría escaparse, y qué significaría para su familia si lo hiciera?

–Quizás no sea necesaria una celda —dijo el príncipe Vars—. Quizás le corte la cabeza aquí, en donde todos puedan verlo. Pónganlo de rodillas. ¡Dije de rodillas! —repitió cuando los otros no o hacían lo suficientemente rápido.

Cuatro de ellos se adelantaron y empujaron a Devin hacia el suelo, mientras que el resto mantenía las armas apuntando hacia él. Entre tanto, el príncipe Vars volvió a tomar la espada. La levantó, claramente probando su peso, y en ese momento Devin supo que iba a morir. Lo invadió el terror, porque no podía ver cómo escaparse. Por más que pensara y por más fuerte que fuera, nada de eso cambiaría las cosas. Los otros allí podrían no estar de acuerdo con lo que el príncipe estaba a punto de hacer, pero lo apoyarían de todos modos. Permanecerían parados allí, observando mientras el príncipe blandía la espada y…

…y el mundo parecía extender en ese momento, un latido fundiéndose con el próximo. En ese instante, fue como si pudiese ver cada músculo de la figura del príncipe y las chispas de pensamiento que lo impulsaban. En ese momento parecía muy fácil estirar el brazo y cambiar tan solo uno de ellos.

–¡Ay! ¡Mi brazo! —Gritó el príncipe Vars, y su espada retumbó en el suelo.

Devin se volteó confundido. Intentó encontrarle sentido a lo que acababa de hacer.

Y estaba aterrorizado de sí mismo.

El príncipe estaba allí parado, sujetándose el brazo y frotándose los dedos para devolverles la sensibilidad.

Devin solo podía mirarlo. ¿Realmente había hecho eso, de alguna forma? ¿Cómo? ¿Cómo podía hacer que a alguien se le acalambrara el brazo con solo pensarlo?

Volvió a recordar el sueño…

–Es suficiente —interrumpió una voz—. Déjalo ir.

El príncipe Rodry entró en el círculo de armas y los jóvenes allí las bajaron ante su presencia, casi con un suspiro de alivio de que él estuviese allí.

Devin definitivamente suspiró, pero mantuvo sus ojos en el príncipe Vars y el arma que ahora tenía en la mano menos hábil

–Es suficiente, Vars —dijo Rodry.

Se puso entre medio de Devin y el príncipe, y el príncipe Vars dudó por un momento. Devin pensó que blandiría la espada de todos modos, a pesar de la presencia de su hermano.

Entonces arrojó la espada a un lado.

–No quería venir aquí de todos modos —dijo él, y se marchó.

El príncipe Rodry se volvió hacia Devin, y no tuvo que pronunciar otra palabra para que los hombres que lo sujetaban lo liberaran.

–Fuiste muy valiente en defender al muchacho —dijo él, y alzó la lanza que sostenía—. Y haces un muy buen trabajo. Me han dicho que este es uno de tus trabajos.

–Sí, su alteza —dijo Devin.

No sabía qué pensar. En cuestión de segundos, había pasado de estar seguro de que iba a morir a que lo liberaran, de ser considerado un traidor a que lo halagaran por su trabajo. No tenía sentido, pero al fin y al cabo, ¿por qué tendría que tener sentido en un mundo en el que él había, de alguna manera, hecho… magia?

El príncipe Rodry asintió y luego se volteó para marcharse.

–Ten más cuidado en el futuro. Quizás no esté aquí para salvarte la próxima vez.

Devin estuvo varios minutes hasta que se obligó a pararse. Respiraba de forma brusca y entrecortada. Miró a donde estaba Nem, que intentaba mantener la herida en el brazo cerrada. Parecía asustado y alterado por lo que había ocurrido.

El viejo Gund estaba allí ahora, envolviendo el brazo de Nem con una banda de tela. Miró a Devin.

–¿Tenías que interferir? —Le preguntó.

–No podía dejar que lastimara a Nem —dijo Devin.

Eso era algo que volvería a hacer, cientos de veces de ser necesario.

–Lo peor que le podía pasar era que le dieran una paliza —dijo Gund—. Todos hemos sufrido cosas peores. Ahora…debes irte.

–¿Irme? —Dijo Devin— ¿Por hoy?

–Por hoy y todos los días que le siguen, idiota —dijo Gund—. ¿Crees que podemos permitir que un hombre que se peleó con un príncipe continúe trabajando en la Casa de las Armas?

Devin sintió que el pecho se vaciaba de aire. ¿Irse de la Casa de las Armas? ¿El único hogar verdadero que había tenido?

–Pero yo no…—comenzó Devin, pero se detuvo.

Él no era Nem para pensar que el mundo sería de la forma en que él quería solo porque era lo correcto. Por supuesto que Gund querría que él se marchara, Devin había sabido lo que podía costarle esto antes de interferir.

Devin lo miró y asintió, era todo lo que podía responder. Se volteó y empezó a caminar.

–Espera —gritó Nem, corriendo hacia su mesa de trabajo y luego volvió corriendo con algo envuelto en tela— No…no tengo mucho más. Tú me salvaste. Esto debería ser tuyo.

–Lo hice porque soy tu amigo —dijo Devin— No tienes que darme nada.

–Quiero hacerlo —respondió—. Si me hubiese dado en la mano, no podría hacer nada más, así que quiero darte algo que hice yo.

Se lo entregó a Devin, y Devin lo tomó con cuidado. Al desenvolverlo, vio que era… bueno, no exactamente una espada, sino un cuchillo grande, un messer, allí estaba, demasiado largo para ser un verdadero cuchillo, pero no lo suficiente para ser una espada. Tenía un solo filo, con una empuñadura que sobresalía en un costado y una punta en forma de cuña. Era un arma de campesino, que hacía mucho tiempo que ya no formaba parte de las espadas largas y el armamento de los caballeros. Pero era ligera. Mortal. Y hermosa. Con un vistazo, al voltearla y ver su brillo reflejando la luz,  Devin pudo ver que podía ser mucho más ágil y mortal que cualquier espada. Era un arma de sigilo, astucia y velocidad. Y era perfecta para la complexión ligera y corta edad de Devin.

–No está terminada —dijo Nem—, pero é que tú puedes terminarla mejor que yo, y el acero es bueno, te lo prometo.

Devin la blandió como prueba y sintió cómo la hoja cortaba el aire. Quería decir que era demasiado, que no podía aceptarla, pero podía ver que Nem realmente quería que él la tuviera.

–Gracias, Nem —le dijo.

–¿Ya terminaron? —Dijo Gund, y miró a Devin—. No voy a decir que no me lamento porque te marches. Eres un buen trabajador y un herrero mejor que muchos aquí. Pero no puedes estar aquí cuando esto se vuelva en contra de nosotros. Tienes que irte, muchacho. Ahora.

Incluso entonces, Devin quiso discutirlo. Pero sabía que era inútil, y se dio cuenta de que ya no quería estar allí. No quería estar en un lugar en donde no lo querían. Este nunca había sido su sueño. Esta había sido una manera de sobrevivir. Su sueño siempre había sido convertirse en un caballero, y ahora…

Ahora parecía que sus sueños le deparaban cosas mucho más extrañas. Tenía que deducir qué eran esas cosas.

El día en que tu vida cambiará para siempre.

¿Era esto a lo que se refería el hechicero?

Devin no tenía opción. No podía dar la vuelta ahora, no podía volver a la forja para volver todo a su lugar.

En cambio, caminó hacia la ciudad. Hacia su destino.

Y hacia el día que tenía por delante.

CAPÍTULO SEIS

Nerra caminó por el bosque sola, deslizándose entre los árboles, disfrutando de sentir el calor del sol en su rostro. Se imaginó que, para entonces, todos en el castillo ya se habrían dado cuenta  de que se había escabullido, pero también sospechó que no les importaría tanto. Solo complicaría las preparaciones para la boda si estuviese allí. Ella encajaba aquí entre lo salvaje. Entrelazó flores en su cabello oscuro dejando que formaran parte de sus trenzas. Se quitó las botas, las ató y las colgó sobre su hombro para poder sentir la tierra bajo sus pies. Su complexión delgada zigzagueaba entre los árboles casi como una voluta con su vestido de colores otoñales. Por supuesto, era de manga larga. Su madre le había machacado esa necesidad hacía  mucho tiempo. Su familia podía saber acerca de su enfermedad, pero nadie más podía saberlo.

Amaba la naturaleza. Le encantaba ver a las plantas e identificar sus nombres, campánula y heracleum, roble y olmo, lavanda y champiñón. Además de sus nombres también sabía las propiedades de cada una, las cosas para las que podrían ayudar y el daño que podían hacer. Una parte de ella deseaba poder pasar el resto de su vida aquí afuera, libre y en paz. Quizás podría convencer a su padre a dejarla construir una casa en el bosque y aprovechar sus conocimientos, sanar a los enfermos y heridos.

Ese pensamiento la hizo sonreír tristemente, porque aunque  sabía que era un lindo sueño, su padre nunca lo consentiría, y en cualquier caso…Nerra refrenó su pensamiento por un momento, pero no podía hacerlo para siempre. En cualquier caso, no viviría tantos años como para construir ningún tipo de vida. La enfermedad mataba o la transformaba demasiado rápido para ello.

Nerra tiró de una hebra de corteza de sauce que sería buena para los dolores, colocando las tiras en la bolsa de su cinturón.

Probablemente las necesite pronto, supuso. Hoy no sentía dolor, pero si no eran para ella, quizás entonces para el hijo de la viuda Merril en la ciudad. Había escuchado que tenía fiebre, y Nerra sabía lidiar con enfermos como cualquier persona.

Quiero tener un día sin tener que pensar en eso, pensó Nerra para sí.

Como si pensar en ello lo hubiese atraído, Nerra sintió que se desvanecía y tuvo que sostenerse de uno de los árboles. Se aferró a él mientras esperaba que se le pasara el mareo, y sintió que respiraba con dificultad. También sentía que le pulsaba el brazo derecho, le picaba y punzaba, como si algo estuviese luchando para liberarse debajo de su piel.

Nerra se sentó, y allí, en la privacidad el bosque, hizo lo que nunca haría en el castillo: se arremangó, con la esperanza de que el aire fresco del bosque le hiciera bien en donde nunca había funcionado nada más.

 

La tracería de marcas en el brazo ya le era conocida a esta altura, negra y parecida a venas, sobresaliendo en la palidez casi translúcida de su piel. ¿Las marcas habían crecido desde la última vez que las había visto? Era difícil de saber, porque Nerra evitaba mirarla si podía, y no se atrevía a mostrarlas a nadie más. Ni siquiera sus hermanos y hermanas sabían toda la verdad, solo sabían de los desmayos, no del resto. Eso le correspondía a ella, a sus padres, a Maese Gris y al médico solitario a quien su padre se lo había confiado.

Nerra sabía por qué. Aquellos con marcas de escamas eran desterrados o algo aún peor, por miedo a que la enfermedad se extendiera, y por miedo a lo que pudiese significar. La leyenda decía que aquellos con la enfermedad de las escamas se transformaban, eventualmente, en cosas que eran de todo menos humanas, y mortales para aquellos que aún vivían.

–Y por eso debo estar sola —dijo en voz alta, volviendo a bajarse la manga porque no podía soportar ver lo que había ahí.

Casi lo mismo le molestaba pensar en estar sola. Por más que le gustara el bosque, la falta de compañía la hacía sufrir. Incluso cuando era niña no había podido tener amigos, ni la colección de doncellas y jóvenes nobles que había tenido Lenore, porque alguien podría haberla visto. Ni siquiera había tenido la promesa de tener enamorados, y aún menos probable para una muchacha que claramente estaba enferma era tener pretendientes. Una parte de Nerra deseaba haber tenido todo eso, imaginándose una vida en la que hubiese sido normal, sana, segura. Sus padres podrían haber encontrado un joven noble que se casara con ella, como habían hecho con Lenore. Podrían haber tenido un hogar y una familia. Nerra podría haber tenido amigos, y habría podido ayudar a la gente. En cambio…solamente tenía esto.

Ahora entristecí hasta al bosque, pensó Nerra con otra pálida sonrisa.

Se levantó y siguió caminando, decidida a permitirse al menos disfrutar del hermoso día. Mañana habría una cacería, pero eso significaba demasiada gente para poder disfrutar del exterior. Se esperaba que ella recordara cómo conversar con aquellos que veían la destreza de matar a criaturas del bosque como una virtud, y el ruido de los cuernos de caza sería ensordecedor.

Entonces, Nerra escuchó algo más; no era un cuerno de caza, sino el sonido de alguien en las cercanías. Pensó haber visto a alguien entre los árboles por un segundo, un muchacho joven, quizás, aunque era difícil decirlo con seguridad. Se empezó a preocupar. ¿Cuánto habría visto?

Quizás no era nada. Nerra sabía que tenía que haber gente en otros lugares del bosque. Quizás fuesen carboneros o guardabosques, quizás cazadores furtivos. Quien fuera que fuese, si seguía caminando, Nerra se volvería a topar con ellos. No le gustaba esa idea, no le gustaba el riesgo de que vieran más de lo que deberían, así que se dirigió en una nueva dirección, casi al azar. Sabía su camino en el bosque, por lo que no le preocupaba perderse. Simplemente siguió caminando, encontrándose ahora con acebos y abedules, celidonias y rosas silvestres.

Y algo más.

Nerra se detuvo al ver un claro  que parecía como si algo enorme hubiese estado allí, las ramas rotas y el suelo pisoteado. ¿Habría sido un jabalí o quizás una manada? ¿Habría un oso en los alrededores, lo suficientemente grande como para justificar la cacería después de todo? Aunque Nerra no veía huellas de oso entre los árboles, o nada que sugiriera que algo hubiese pasado a pie.

Aunque podía ver un huevo en el medio del claro, volteado sobre un lado sobre el pasto.

Se paralizó, dudando.

No puede ser.

Había historias, por supuesto, y las galerías del castillo tenían unas versiones aterrorizantes, desprovistas de vida.

Pero esto…no podía ser realmente…

Se acercó, y ahora podía empezar a asimilar el verdadero tamaño del huevo. Era enorme, tan grande que Nerra apenas podría rodearlo con los brazos si intentara abrazarlo. Tan grande que no podía ser de un pájaro.

Era de un color azul vivo y profundo, casi negro, con venas doradas que lo atravesaban como rayos de un relámpago en el cielo nocturno. Cuando Nerra estiró el brazo, con vacilación, para tocarlo, sintió que la superficie estaba extrañamente cálida, no del modo en que debería estarlo un huevo. Eso, además del resto, confirmaba lo que había encontrado.

Un huevo de dragón.

Eso era imposible. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que alguien vio un dragón? Incluso las historias hablaban de enormes bestias aladas que volaban los cielos, no de huevos. Los dragones nunca eran algo inútil y pequeño. Eran enormes, atemorizante, e imposibles. Pero Nerra no sabía qué más podía ser esto.

Y ahora, la decisión es mía.

Sabía que no podía marcharse ahora que había visto el huevo allí, abandonado, sin señales de un nido de la forma en que los pájaros ponían sus huevos. Si hacía eso, lo más probable era que algo viniera y se comiera el huevo, destruyendo a la criatura en su interior. Eso, o la gente lo vendería, de eso no tenía dudas. O la aplastarían por el miedo. La gente, a veces, podía ser cruel.

Tampoco se lo podía llevar a casa. Quién se podría imaginar, pasando por las puertas del castillo con un huevo de dragón entre las manos. Su padre ordenaría que se lo quitaran inmediatamente, posiblemente para que Maese Gris lo estudiara. En el mejor de los casos, la criatura terminaría encerrada y maltratada en una jaula. En el peor…Nerra se estremeció ante la idea de que los académicos diseccionaran al huevo en la Casa del Conocimiento. Incluso el galeno Jarran probablemente querría destriparlo para estudiarlo.

¿En dónde, entonces?

Nerra intentó pensar.

Conocía el bosque como el camino hacia su habitación. Tenía que haber un lugar mejor que al aire libre en donde dejar al huevo…

Sí, sabía el lugar justo.

Envolvió al huevo entre sus brazos y lo levantó, sintiendo la extraña sensación del calor contra su cuerpo. Era pesado, y por un momento Nerra se preocupó de que fuera a soltarlo, pero logró sujetarse las manos y empezar a caminar por el bosque.

Le llevó un tiempo encontrar el lugar que estaba buscando, siempre alerta a los álamos que señalizaban la pequeña área en donde estaba la antigua cueva, marcada con piedras cubiertas de musgo desde hace mucho tiempo. Se abría en la ladera de una pequeña colina en el medio del bosque, y Nerra vio por el suelo a su alrededor que nadie la había utilizado como lugar de descanso. Eso era una buena señal. No quería llevar su premio a un lugar donde estuviese en un peligro inminente.

El claro le había sugerido que los dragones no hacían nidos, pero ella hizo uno para el huevo de todos modos, juntó ramas grandes y pequeñas, maleza y pasto, luego los entrelazó lentamente en un óvalo irregular en donde logró colocar el huevo. Los empujó a la parte oscura de la cueva, segura de que nadie podría verlo desde afuera.

–Ahí —le dijo—. Estará a salvo ahora, al menos hasta que decida qué hacer contigo.

Encontró ramas de árboles y follaje y cubrió la entrada intencionalmente. Recogió piedras y las acomodó allí, todas tan enormes que apenas las podía mover. Esperó que fuera suficiente para mantener alejadas todas las cosas que pudiesen intentar entrar.

Estaba terminando cuando escuchó un ruido y se volteó sobresaltada. Allí, entre los árboles, estaba el niño que había visto antes. Estaba parado observándola, como si intentara entender lo que había visto.

–Espera —le gritó Nerra, pero solo el grito lo sobresaltó.

Se volteó y salió corriendo, y Nerra se quedó pensando en qué había visto y a quién le contaría.

Tenía la horrible sensación de que era demasiado tarde.