Za darmo

El Reino de los Dragones

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CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Odd caminaba por el monasterio, intentando calcular cuánto tiempo podrían resistir una vez que la mayor parte de las fuerzas sureñas se propusieran tomarlo. No era un cálculo agradable. No habrían traído ningún equipo de asedio a bordo y eso les daría algo de tiempo, pero no demasiado cuando la mayoría de los monjes estaba entrenada en el arte de las murallas. En realidad, todo lo que necesitaban eran escaleras.

–Tendremos que evacuar —le dijo a los otros que caminaban junto a él.

En su mayoría eran monjes más jóvenes, porque no había visto a los mayores desde el ataque.

–Eso significa que algunos tendrán que entretenerlos mientras logramos…

–¿Hermano Odd? —Un joven monje corrió hacia él—. El abad solicita su presencia, hermano.

El hermano Odd asintió. Por supuesto que debía hablar con el abad. Tenían que discutir qué hacer a continuación y calcular la mejor forma de salvar la mayor cantidad de monjes posible. Siguió al joven monje por el monasterio hacia la recámara del abad. El anciano estaba sentado en una silla, escribiendo lo que parecía una serie de cartas. Aunque eso no fue lo que hizo que el hermano Odd se detuviera en seco.

Odd reconoció el baúl que estaba al lado del abad. Era de madera oscura, que se decía que había sido carbonizada por el fuego de un dragón, y ribeteado con hierro opaco. La cerradura era sencilla y sólida, y el hermano Odd se sorprendió al ver que tenía la llave puesta.

–Pensé que había sido destruido —dijo él sin pensar.

–Normalmente, el hermano espera a que hable el abad —señaló el abad, y levantó la vista hacia el hermano—. Aunque eso no es un problema en este caso.

–¿Qué? —Dijo Odd, incapaz de decir más.

Sus pensamientos ya se aceleraban con las posibilidades que podían ocurrir. El abad no querría decir…

–Cuando llegaste aquí —dijo el abad—, me dijiste que querías ser un hombre distinto. Entregaste las cosas con las que habías venido, renunciaste a quién eras. En ese momento, te dije que no funcionaba así y desde entonces te lo he dicho muchas veces.

Odd podía recordar la conversación más reciente, cuando él no había sido capaz de liberarse de los recuerdos de todo lo que había hecho.

–Aún así —continuó el abad—, pensé que quizás harías las paces con tu antiguo yo, eras al menos un hermano leal y diligente en nuestro monasterio. Hasta hace unas horas.

–Lo iban a matar —dijo Odd—. Yo sé que las reglas de la orden prohíben la violencia, pero…

–Así es —dijo el abad, con una triste sonrisa—. Ahora buscas una excusa, como las has buscado desde que llegaste. No soy el hombre que era. No sabía qué iba ocurrir. Era necesario. Iban a matarlo. A veces, debes aceptar las responsabilidades, sir Oderick.

–No me llame así —dijo Odd.

Se había identificado de esa manera durante la batalla, pero escucharlo de la boca del abad era demasiado doloroso.

–¿Por qué no? —Preguntó el abad— ¿Me atacarás por hacerlo? ¿Me matarás?

–Por… Por supuesto que no —dijo Odd—. Soy un hermano y usted es mi abad. Nunca podría lastimarlo.

El abad lo contempló durante varios segundos. Se levantó. El anciano tenía un poder ahora que no tenía nada que ver con la violencia.

–Si fueras un hermano, hubieras obedecido mis instrucciones —dijo el abad—. Te ordené que te arrodillaras en silencio y esperaras. Tú elegiste no hacerlo.

–¡Si lo hubiese hecho, hubiera muerto! —Dijo Odd, y había más fuerza en tu tono de la que tenía intención.

–Hubiese muerto —coincidió el abad—. Y también aquellos conmigo, pero el monasterio hubiese sido perdonado, porque los hombres aquí se habrían rendido. No tendrías las manos llenas de sangre.

–¿Qué hombre puede quedarse al margen mientras matan a buenas personas? —Reclamó Odd.

–Un monje —dijo simplemente el abad.

Él sacudió la cabeza.

–¿Qué crees que ocurrirá ahora?

–Nos atacarán —dijo Odd—. Al principio probablemente con un par de grupo de exploración, luego en bloque. Si podemos contenerlos, eso quizás nos dé suficiente tiempo para escaparnos por el mar. Hay suficientes botes pequeños en la isla para hacerlo.

–No, eso es no es lo que ocurrirá —dijo el abad—. Porque eso resultará en más muertes. En su lugar, yo iré hasta ellos.

–Lo matarán —dijo Odd.

–Sí.

–¡No… No puede!

Esta vez, la mirada del abad era severa.

–Si realmente piensas que le temo a la muerte, entonces no has aprendido nada en tu tiempo aquí, sir Oderick.

–No soy ese hombre —dijo Odd.

El abad sacudió la cabeza.

–No eres un monje. Lo que eres, depende de ti

¿No era un monje? Las palabras tomaron a Odd por sorpresa, tan brutales como un golpe. Se sintió impactado.

–¿Qué está diciendo? —Reclamó.

–Has actuado con violencia aquí y deseas seguir haciéndolo —dijo el abad—. Has ignorado mis instrucciones y aún peor, algunos monjes jóvenes están empezando a acudir a ti, como si tu camino fuese algún tipo de respuesta. Eso no se puede permitir. Desde este momento, no eres más un hermano de este monasterio. Te marcharás y no regresarás.

–¿Así, sin más? —Dijo Odd.

Podía sentir como crecía su antigua ira, la que amenazaba con ahogar el resto de su ser. No, no sería ese hombre.

–Abre la cerradura —dijo el abad—. Es momento de que tomes lo que es tuyo. No hay lugar para eso, o para ti aquí.

–No quiero hacerlo —dijo Odd.

El abad lo miró serenamente.

–Lo que queremos no tiene nada que ver en esto. A veces, hay cosas que debemos hacer.

Gruñó y se arrodilló frente al baúl. Abrió la cerradura, empujando la llave para adelante y luego para atrás para evitar el dardo que había sido colocado allí por un hombre astuto de la Casa de las Armas, hacía mucho tiempo. Abrió la tapa cuidadosamente, sintiendo más miedo del que alguna vez había sentido al correr hacia una batalla.

En su interior había ropa de noble, con el símbolo de la llama ennegrecida. Había una armadura y una bolsa llena de dinero que Odd había traído con la esperanza de poder sobornar su entrada al monasterio. Había una segunda bolsa que contenía su anillo grabado y las joyas de su familia.

Encima había una espada. Era larga y delgada, con un mango diseñado para usar con las dos manos y una empuñadura con elegantes volutas de metal oscuro. La hoja estaba cubierta por una vaina de cuero negro, y los recuerdos de Odd le proporcionaron el brillo del acero y los grabados. Odd sabía el trabajo que había llevado producirla, porque había tenido que esperar por tanto tiempo, que había sido como esperar por noticias de un amante perdida. Ahora parecía llamarlo de la misma forma.

–Toma lo que es tuyo, sir Oderick —dijo el abad—. Tómalo y márchate. Llévate un bote, si lo deseas. Quizás mi muerte te dé más tiempo.

Odd palpó la armadura pero la dejó allí, junto con la ropa de noble. Aunque sí tomó la espada, porque había ciertos lazos que eran demasiado fuertes para ignorar. También tomó las bolsas, porque iba necesitar sus contenidos, junto con un trozo de cuerda. Se levantó y miró al abad.

–Puede que no sea más un hermano, pero tampoco soy sir Oderick —dijo él— Y usted… es un tonto que está a punto de morir sin ninguna razón. Podría huir.

–Pero entonces, no sería quien soy —dijo el abad, y esas palabras hicieron que Odd se enfureciera más que nunca.

Se volteó antes de que pudiera actuar en consecuencia.

–Me iré —dijo él—. Si tus monjes tienen algo de sensatez, también huirán. Los hombres del rey Ravin no están aquí para ser amables o gentiles.

Se marchó ofendido de la recámara del abad, atravesando el monasterio. Era consciente de que los hermanos que estaban allí lo observaban, pero en ese momento no le importaba. Dejen que lo miren. Dejen que todos vean el hombre que era, el hombre que había salvado su vidas miserables. Se dirigió a una parte del muro por la que esperaba poder descender, y vio que los hermanos se volteaban para verlo al pasar. Cuando llegó al lugar que quería, miró hacia abajo. Bien, no había enemigos debajo de este punto, solo un grupo alrededor de la compuerta.

Odd volvió a mirar su hogar… su antiguo hogar, y gritó.

–El abad va a abrir las compuertas. Si piensan que no los matarán, entonces son unos tontos. Yo sé qué tipo de hombres son, porque yo era como ellos. Corran ahora, mientras puedan.

Ninguno de los monjes allí abajo se movió. Tontos. Odd se mofó de ellos mientras empezaba a descender el muro, con la espada colgada de los hombros. Era lo único en ese momento que evitaba que su corazón se rompiera por el hogar que había tenido y había perdido, y por la idea del monje que no había alcanzado ser. Se deslizó hacia abajo en silencio, moviéndose a través de las sombras para que, si había soldados vigilando, no pudieran ubicarlo.

Partió a cruzar la isla, manteniéndose en los caminos alternativos, dirigiéndose a las pequeñas ensenadas y caletas alrededor de la isla. Desde allí, podía ver a los soldados que rodeaban el monasterio. Esperaba que sus hermanos, sus antiguos hermanos, estuvieran a salvo.

Finalmente, llegó a la caleta. Allí había un pequeño bote con un mástil y una vela, un par de remos y suficiente espacio para cargar provisiones. Odd descargó lo que traía y desató la cuerda que lo mantenía en la orilla.

–¿Ahora, a dónde? —Se preguntó a sí mismo.

La verdad era que no lo sabía. No quería volver a ser quien había sido, y no podía ser un monje, entonces ¿qué le quedaba? ¿Quién le quedaba?

Supuso que solo había una forma de averiguarlo.

CAPÍTULO TREINTA Y TRES

—¡Otra vuelta, yo invito! —Gritos Renard y el aliento que recibió de los otros clientes en la Escama Rota fue más grande que cualquier otro que hubiese recibido tocando el laúd.

Probablemente, debería haberse sentido mal por eso, pero ¿cómo podía sentirse mal por algo en ese momento?

 

–A este ritmo, no te quedará nada de dinero —señaló Yselle cuando él se acercaba al mostrador.

Renard se apoyó sobre él, y si eso le ofrecía una buena vista de ella, bueno, él era humano.

–Ah, tú sabes que no puedo aferrarme a nada —dijo Renard—. Dinero, mujeres…

Yselle le dio un golpe juguetón en el brazo, que sintió que le había dejado un moretón.

–Más vale que yo sea la única a la que te estás aferrando —dijo ella, y comenzó a servir tragos.

Renard no dijo nada. Pensó que eso probablemente contaba como diplomacia.

–¿Cuánto te queda? —Preguntó Yselle, en el tono de alguien preocupado porque no pudiera pagar la vuelta que acababa de ordenar.

–Ajá, yo sabía que solo me querías por mi dinero —bromeó Renard.

Con eso, se ganó un moretón en el otro brazo.

–¿Cómo es que esta se volvió la parte peligrosa del emprendimiento?

–¿Cuánto? —Preguntó Yselle—. Por favor, no me digas que ya te lo has gastado todo. Ya no eres tan joven, lo sabes. No puedes seguir poniéndote en peligro y esperar que todo salga bien. Necesitas asentarte y ahorrar.

–¿Quizás invertir en una posada? —Sugirió Renard— ¿Quizás sentar cabeza con una buena mujer?

Yselle se rió.

–¿Y cómo sabrías la diferencia?

Renard definitivamente sabía la diferencia. Sabía lo buena que era Yselle con él, y quizás… pero entonces, pensamientos como este eran casi tan peligrosos como una decena de guardias, y ciertamente capaces de atraparlo más rápido.

–Queda algo de dinero —dijo Renard—. Obviamente, tuve que retribuir al guardia que me ayudó y al marinero. Y luego, una buena parte… —vaciló.

–La regalaste, ¿no? —Le reclamó Yselle en ese tono severo que le salía tan bien.

–Bueno… —comenzó Renard, pero la mentira que se le estaba ocurriendo empezó a decaer bajo el peso de su mirada—. Una parte. Un poco. Está bien, la mayoría.

Hablando de eso, vio a un grupo de granjeros pobres en una esquina del bar de la Escama Rota. Renard se acercó a ellos con una pequeña bolsa de monedas de las que había liberado de lord Carrick, y la puso sobre la mesa.

–¿Qué es esto? —Preguntó uno de ellos, mirándolo con sospecha.

Era un hombre de rostro ancho, de unos cuarenta años, que obviamente había trabajado demasiado tiempo bajo el sol, porque estaba curtido como una roca vieja.

–He oído que las cosas han sido difíciles este año. Los impuestos, la merma en la cosecha… Tiempos difíciles por todos lados.

–¿Y nos está dando dinero? —Dijo el granjero.

–Lord Carrick les está dando dinero —dijo Renard con una sonrisa—. Solo que él no lo sabe. Ahí tiene que haber suficiente para pagar la próxima tanda de impuestos, por lo menos.

Otro de los hombres se paró y abrazó a Renard con un apretujón que hedía a oveja.

–Gracias —dijo él—. Mi familia podrá comer este invierno. ¿Quién puedo decir que los ayudó?

Un hombre humilde hubiese retrocedido, fingiendo que no era nada. Sin embargo, Renard nunca había fingido ser un hombre humilde. Dio un paso hacia atrás y se inclinó en una elegante reverencia de artista, que había perfeccionado para los momentos poco comunes en los que recibía aplausos.

–Renard, a su servicio.

Entonces sí, recibió aplausos. Se irguió con una sonrisa, manteniendo el equilibrio antes de que sus pies borrachos se tropezaran entre ellos, y volvió al mostrador dando zancos. Bueno, más se tambaleó más que caminó, pero ¿qué se le va a hacer?

Yselle lo sujetó cuando él se acercó lo suficiente y lo besó.

–Tú —dijo ella mientras empujaba otra jarra hacia él—, eres un idiota. Un hermoso y maravilloso idiota. ¿Qué hombre roba al señor de la zona y luego lo regala?

–Bueno —dijo Renard—. De todos modos, si me quedara con el oro me lo bebería todo.

Tomó la cerveza de un trago y pudo ver que Yselle aún tenía los ojos puestos sobre él. Esta se estaba convirtiendo en una buena noche.

***

No había palabras para describir el dolor de cabeza que tenía Renard cuando se despertó. Hasta abrir los ojos le dolía. Francamente, sentía que si le cortaban la cabeza con un hacha iba a ser un bendito alivio.

Como en una respuesta retorcida a esa plegaria, los ojos de Renard empezaron a enfocarse, permitiéndole ver las espadas que estaban a milímetros de su garganta.

–Arriba —ladró una voz—. Despacio y con cuidado.

–Si crees que me moveré con rapidez —murmuró Renard—, realmente nunca has tenido una resaca.

Miró alrededor y vio que estaba en su habitación de la posado, no en la de Yselle, lo que probablemente era una bendición. No quería arrastrarla al medio de esto. No quería que lo arrastraran a él al medio de esto, pero esa parte no parecía ser opcional.

En lugar de ella, había cerca de una docena de hombres de lord Carrick, de los… bueno, decir mejores probablemente era demasiado, pero eran grandes y fuertes.

–¿De qué se trata todo esto muchachos? —Dijo Renard, intentando usar su encanto.

Era increíble a donde te podía meter el encanto, o de donde te podía sacar.

–Estoy seguro de que esto es un gran malentendido.

–Ah no, no es un malentendido —dijo uno de los guardias.

Levantó la bolsa de monedas de Renard y la vació en una lluvia de oro robado.

–Solo un error que no debiste haber cometido.

–Ah, eso —dijo Renard—. Anoche había un hombre regalando monedas, y ¿quién le iba a decir que no al dinero gratis? Quiero decir, nadie lo haría, ¿verdad?

Renard solo podía culpar al dolor de cabeza por la torpeza de su intento de sobornarlos. Eso no mejoró cuando de uno de ellos lo golpeó.

–Si vuelves a hacer eso —dijo él—, es muy probable que te vomite encima.

En ese momento, era la única amenaza que podía conseguir. Con uno o incluso dos de ellos podría haber peleado con ventaja, ¿pero una docena?

–Tú eras el que estaba regalando dinero —dijo uno de los guardias.

Hizo un gesto y entró otro guardia más, sujetando del brazo a una figura que le era conocida. Renard reconoció al granjero de rostro ancho al instante.

–Ese es él —dijo el hombre, señalándolo—. Ese es el que nos dio esas monedas extrañas. Solo recuerden que  fui yo quien se los dijo. Soy leal.

Renard suspiró. A alguna gente no se la podía ayudar. Si intentaba hacer algo bueno por ellos, ellos solo encontraban la forma de transformarlo en un problema. O quizás era él; él siempre había tenido un talento para encontrar problemas en donde no había ninguno.

–Ah, él —dijo Renard—. Él solo está celoso porque le gané en un juego de cartas y me quedé con todas sus monedas. Si me preguntan a mí, probablemente haya sido él que las robó.

–Le anunciaste tu robo a toda la posada —señaló el campesino.

Ah, él había hecho eso, ¿no? ¿Exactamente qué tan borracho estaba la noche anterior?

–Tenemos todas las pruebas que necesitamos —dijo el guardia—. Tenemos monedas que solo pueden provenir de las reservas de lord Carrick, y un testigo que dice que fuiste tú quien se las dio. Estoy seguro de que cuando interroguemos a los demás que estaban en la taberna, dirán lo mismo.

¿Interrogarlos? Por un instante, solo un instante, Renard tuvo una imagen de esos hombres intentando obligar a Yselle a responder, quizás tratándola como una cómplice. Ese pensamiento era suficiente para que Renard se lanzara hacia delante con la fuerza y la furia de… bueno, en realidad ese era el problema. Aún estaba demasiado resacoso para pelear, por lo que uno de los guardias simplemente lo esquivó y lo golpeó detrás de la oreja con la empuñadura de su espada. Esta vez, sí vomitó.

Unas manos fuertes lo sujetaron, le tiraron los brazos detrás de la espalda y los ataron.

–Si fuera por mí —dijo el guardia que parecía estar a cargo—, te llevaría para afuera y te colgaría inmediatamente como ejemplo, pero tienes suerte. Su señoría quiere saber cómo supiste del tesoro, y luego de eso…bueno, quizás no tengas tanta suerte después de todo.

–Siempre tengo suerte —logró decir Renard mientras los guardias empezaban a arrastrarlo— ¿No se dan cuenta?

Forzó una sonrisa, pero solo terminó escupiendo sangre. Esto no era bueno, era peor que la vez en que… bueno, francamente esta vez era la peor de todas. Antes había sido capaz de pelear para liberarse, o convencer para que lo liberaran, o simplemente huir, en un acto de cobardía que definitivamente no aparecía en los recuentos de sus hazañas. Sin embargo, ahora no podía ver cómo se iba a librar de esto.

Iba a morir.

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

Erin cabalgó hacia el pueblo sin parar, incapaz de detenerse. No estaba mal que los otros hubiesen dicho que debían quedarse y esperar por más caballeros, pero cada momento que esperaban era una oportunidad para que la gente en el pueblo, los hombres del silencio que fingían ser pobladores, pudiera marcharse y librarse de las cosas que había hecho.

Erin no lo podía permitir, no importaba el costo.

El posible costo le pasó por ambos lados mientras cabalgaba entre los espantapájaros hechos con los verdaderos pobladores. Erin pensó en cómo sería que la ataran allí de esa forma y la dejaran para los carroñeros, asesinada y abandonada. Eso solo alimentó su necesidad de hacer esto.

–¡Vuelve aquí, tonta! —Gritó Til detrás de ella.

Fenir estaba con él, los dos galopaban juntos, siguiendo los pasos de Erin. Ella supuso que, vistos desde afuera, deberían parecer una formación angular de caballeros al ataque, más que una princesa al ataque y dos caballeros intentando alcanzarla. Casi se rió de ese pensamiento, luego recordó a quién estaba atacando y se detuvo.

Dos flechas de ballesta pasaron rapidísimo mientras Erin avanzaba, lo suficientemente cerca para que ella sintiera estremecerse de miedo porque había estado cerca. Sujetó su lanza corta por encima de la cabeza, lista para atacar con ella. Los supuestos “pobladores” estaban sacando sus armas, listos para pelear.

–¡Mueran! —Rugió Erin, atacando al primero mientras intentaba recargar su ballesta.

Casi de manera servicial, lo hizo, cuando ella le enterró la lanza en la garganta y la volvió a extraer. Erin saltó de su caballo en movimiento y este chocó contra un grupo de ellos, desparramándolos y aplastando a uno mientras Erin rodeaba y se ponía de pie.

Entonces, arremetieron contra ella. Uno intentó con una espada curva y Erin la bloqueó con la empuñadura de su lanza. Otro se lanzó con una espada larga en las dos manos y Erin sintió que le raspaba la cota de malla mientras se bamboleaba a un costado. Contraatacó con su lanza, un golpe tras otro, intentando encontrar una forma de pasar.

Entonces, más soldados disfrazados de pobladores avanzaron intentando rodearla. Allí había hombres y mujeres con una variedad de armas más amplia de lo que Erin había visto. Algunos tenían espadas, otros dagas o hachas. Una mujer tenía un lucero del alba, cuya cabeza hizo girar antes de arrojársela a Erin, en un intento de atrapar su lanza. Erin dejó que la cadena envolviera la empuñadura de su arma y luego se dejó llevar por ella, lanzando un cabezazo ruidoso contra la cara de la mujer. Ella cayó hacia atrás y Erin la apuñaló.

Los otros intentaron rodearla, pero Fenir y Til ya estaban allí, chocándose contra el enemigo con toda la habilidad y fuerza de los caballeros entrenados en la Espuela. Til bajó rápidamente de su caballo mientras que Fenir desmontó a la carrera, avanzando con espada y escudo para apalear a los enemigos más cercanos.

Sin embargo, Erin no tenía tiempo de observarlos, porque tenía sus propios oponentes de los que preocuparse. El que tenía la espada curva volvió a avanzar contra ella, con una serie de cortes perversos que amenazaban con atraparla al menor traspié. Erin utilizó la vaina de la cabeza de su lanza como un escudo para rebatir los golpes uno por uno, pero entonces el de la espada larga avanzaba hacia ella desde un costado, con el arma lista.

Desesperada, Erin se arrojó rodando para esquivarlo, arremetiendo hacia arriba con su lanza al incorporarse. Sintió que la cabeza de esta se enterraba en la carne y el hombre dio un grito ahogado, su espada larga retumbó en el suelo antes de que él cayera.

Erin intentó quitarle la lanza y por un momento, esta se quedó trancada. Sintió que algo le cortaba la pierna y gritó de dolor; luego puso un pie sobre el pecho del hombre muerto y tiró de la lanza. Se volteó a tiempo para bloquear otro golpe de espada y luego respondió, deslizando su arma a la altura de la garganta. Degolló al soldado y esta vez no se detuvo, sino que volvió a sumergirse en la pelea.

Ahora podía ver a Til peleando de pie, su caballo había sido derribado. Tenía una flecha atravesada en el hombro, pero eso no parecía detenerlo. Erin vio que un enemigo se acercaba a él por la espalda con una daga, y no había tiempo de llegar hasta allí. Erin sopesó su lanza y luego la arrojó, el arma cayó en picada y aterrizó en el pecho del hombre, derribándolo.

 

Eso dejó a Erin armada solo con la vaina de la lanza, que era como una vara, para enfrentarse con su último enemigo, una mujer armada con un hacha. Bloqueó el primer ataque, atrapando la cabeza del arma con el bastón y luego se presionaron una contra otra, atacando y empujando, intentando encontrar un ángulo para dar el próximo golpe. Erin intentó alcanzar el cuchillo en su cinturón, pero hasta eso era difícil de hacer en la estrechez de la batalla.

Erin sintió que se le había atascado el pie, tuvo un instante para registrar el cuerpo del primer oponente que había asesinado, y un momento después se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo. La mujer con el hacha estaba parada por encima de ella, su armadura ahora brillaba debajo del traje de campesina rasgado.

–Debiste mantenerte lejos, muchacha —dijo ella en un acento que claramente era del sur.

Alzó el hacha, y en ese momento, Erin supo que no había forma de esquivarla a tiempo, y ciertamente no había forma de bloquearla sin un arma. Si aún tuviese su lanza, podría haber contraatacado, pero así… iba a morir.

Erin se encontró pensando en su familia. En ese momento, los extrañaba. Extrañaba a sus hermanas, incluso a sus hermanos. Deseaba que ellos hubiesen entendido que ella no era como ellos. Deseaba… deseaba tantas cosas….

Entonces, Fenir interfirió y le cortó la cabeza a la mujer con el hacha, cortando en seco todos sus pensamientos. Miró para abajo donde estaba Erin.

–No deberías arrojar tu arma —dijo él, escueto como siempre, antes de seguir peleando.

Excepto que ahora no había pelea, porque Til estaba terminando con el último de sus enemigos, derribándolo con un sonido húmedo y pegajoso. Erin hizo un esfuerzo para levantarse, apretando los dientes por el dolor del corte en la pierna. No iba dejar que los otros la vieran débil. Rengueó hasta el cuerpo que había atravesado con su lanza corta y se la quitó de un tirón. Tener que limpiarla significaba que tenía algo para hacer, para distraer su mente del estremecimiento posterior a la batalla que comenzó a sentir, que amenazaba con adueñarse de su cuerpo.

–Deberías vendar esa herida —dijo Fenir, gesticulando en dirección a su pierna—. Podría infectarse.

Fuera de sí, Til fue menos generoso.

–¿Qué estabas pensando?

–¿Qué? —Replicó Erin—. Ganamos, ¿no?

Ellos habían ganado. Ellos tres contra una docena o más de enemigos, y habían ganado. Parecía que todo lo que se decía de los Caballeros de la Espuela era cierto.

–¿Y qué hubiera pasado si había más de ellos escondidos en los edificios? —Preguntó Til— ¿Qué hubiera ocurrido si había uno más para distraer a Fenir mientras tú estabas al borde de la muerte?

–Tranquilo —dijo Fenir—. Ella peleó bien.

Til sacudió la cabeza.

–Tomó riesgos estúpidos, casi se murió y la hirieron. Y además… —Volvió su atención a Erin—. Además, ignoraste todo lo que dije sobre la necesidad de esperar.

–¿Qué hubiera pasado si ellos huían? —Replicó Erin— ¿Qué hubiera pasado si se marchaban mientras nosotros esperábamos? ¿Qué hubiera pasado si se hubiesen salido con la suya?

Til debió haber detectado la furia en su voz, porque dio un paso hacia atrás.

–¿Crees que yo quería que se salieran con la suya? —Le preguntó suavemente—. Estoy tan encantado de que estén muertos como lo estás tú, pero tenemos que pensar más allá de eso. Tenemos que pensar en salvar las vidas de los que aún personas que aún viven.

–Bueno, también impedimos que mataran a alguien más —dijo Erin.

Entonces habló Fenir.

–No se trata de eso. Estos son Hombres del Silencio.

–¿Y eso qué quiere decir? —Preguntó Erin.

Quizás era el dolor en la pierna, pero no tenía tiempo para que fuese conciso en ese momento.

–Quiere decir —explicó Til— que está ocurriendo algo más grande. Los Hombres del Silencio son espías y fuerzas avanzadas del sur. El rey Ravin los envía a realizar tareas específicas o los envía como aquí, de exploradores.

–¿Exploradores? —Dijo Erin— Quieres decir…

–Quiero decir que tomaron este pueblo para tener un lugar seguro para traer más hombres —dijo Til—. No hay nada especial aquí, nada de valor, así que es lo único que tiene sentido. Estaban preparando el terreno, abriendo el camino. Y si hubiésemos muerto intentando detenerlos, nadie más lo habría sabido. ¿Entiendes?

Erin entendía. Si estos eran exploradores, quería decir que el resto de un ejército estaba cerca. Había una invasión que venía del sur, y ella acababa de experimentar la primera pizca.