Alex Dogboy

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Paraíso

El hombre los llevó a su auto. El tránsito era todavía intenso cuando condujo a las afueras de la ciudad, pero la oscuridad vino rápidamente. Mientras el auto subía por los caminos serpenteantes de la montaña, afuera de Tegucigalpa, vieron encenderse las luces del centro. La ciudad brillaba y parpadeaba, era como mirar un cielo estrellado. Alex pensó que era muy bonito y le dio un codazo al Rata, diciendo:

– Muy bonito, ¿verdad?

Los cinco niños estaban callados, nunca les había pasado algo como esto. Un extranjero bueno, un gringo, que vivía en una gran casa afuera de la ciudad y que tenía una cocinera y los iba a invitar a comer. ¿Podía la vida ofrecer algo mejor o más emocionante?

La casa estaba rodeada por un muro alto, era grande y blanca y tenía un jardín tupido y verde. El hombre que dijo llamarse George tomó una cámara fotográfica de la guantera del automóvil y los fotografió uno por uno, luego abrió la pesada puerta e hizo entrar a los niños en la casa, al mismo tiempo que gritaba:

– Lupe, Lupe. Tenemos invitados. Haga algo bueno de comer porque estos chicos tienen mucha hambre.

Luego los llevó adentro de la casa, pasaron por dos cuartos grandes con sofás y sillones y por último a un corredor. Iba abriendo puerta tras puerta diciendo:

– Un cuarto para cada uno.

Alex entró en el suyo. No tenía las paredes de cemento pintadas de color celeste como en la casa de su tía, este cuarto estaba empapelado con flores y había una cama con una colcha a lunares y almohadas haciendo juego, un escritorio con una silla, una mesita redonda y un sillón. En la cama había tres animalitos de peluche.

– ¿Te gustan?, preguntó George. Son tuyos. Puedes dormir con ellos esta noche. Pero primero te vas a dar un baño.

Lo llevó a un gran cuarto de baño, Alex miraba todo con la boca abierta, mosaicos rosados, pileta brillante y, empotrada en la pared, una bañera. Era la primera vez que Alex veía una bañera. En la casa de la tía había una única ducha en el patio en donde todos se bañaban detrás de una cortina. Ahora decía el extranjero que ese cajón era una bañera y que allí se tenía que bañar. El hombre abrió los chorros y llenó la bañera de agua. De un frasco vertió unas gotas verdes que hicieron que el agua se llenase de espuma blanca. Todo el cuarto de baño olía bien.

– Sácate la ropa, dijo George. Me voy ahora. Ahí tienes tu jabón y tu champú. Y esa toalla verde es para ti.

Alex se desvistió y probó la temperatura del agua. Estaba caliente, deliciosamente caliente. Se metió en la bañera, qué sensación maravillosa, levantó el pie y vio los dedos, saliendo de la blanca espuma. Era la primera vez en su vida que se bañaba con agua caliente. No pudo evitar sonreír. Vio la sonrisa en el espejo arriba de la bañera. Alex disfrutaba. Así quería vivir siempre. Ojalá que esto no se termine nunca, pensó. Y en ese momento fue como si todo lo anterior dejase de existir, mamá que se fue con sus cuatro hermanos y lo dejó, papá que se fue a Houston sin siquiera despedirse. Ya no existían. Habían desaparecido. Ahora vivía en una gran casa con jardín, se bañaba en una bañera llena de agua caliente y se secó luego con una toalla tan suave que era como secarse con una nube.

Cuando todos los niños se habían bañado con agua caliente fueron al comedor. Allí había una mesa servida con seis platos y la cocinera, que se llamaba Lupe, entró con pollo asado, ensaladas, arroz y botellas de a litro de Coca–Cola.

Los niños se miraron entre ellos.

– El paraíso, dijo el Rata y se rió. Yo que creía que estaba en el cielo, ahora sé que estaba equivocado, está aquí en la tierra.

Les sirvieron helados de chocolate y rodajas de mango fresco de postre.

George se levantó de la mesa y dijo:

– Quédense sentados. Voy a hacer unas llamadas.

Tan pronto como George dejó el cuarto entró la cocinera Lupe. Era una mujer gorda, todo en ella era abundante y expansivo y amistoso de alguna manera. Pero el rostro estaba serio. Se inclinó y empezó a decirle algo en el oído a el Rata, pero justo en ese momento George regresó y la cocinera se enderezó y empezó a levantar la mesa.

El extraño llevó a Alex a su cuarto, abrió la cama y sacó la colcha. Le alborotó el pelo y le dio un rápido abrazo antes de irse del cuarto. Alex durmió rodeado de los animales de peluche, sonreía todavía cuando se durmió.


Cinco niños vendidos

Alex se despertó descansado, había dormido toda la noche de largo, sin despertarse una sola vez. En el desayuno George dijo que iban a ir al centro, de compras.

– Ustedes necesitan ropa nueva, dijo. ¿Quieren ropa nueva?

– Sí, claro, respondieron los muchachos a coro.

Alex fue el que habló más durante el desayuno, los demás estaban callados y nerviosos. El extranjero les había sacado las bolsitas con pegamento ayer por la noche y ahora empezaban a sentir la abstinencia. Les era difícil estar sentados quietos, movían los pies y golpeaban el mantel blanco con los dedos. Pero la perspectiva de recibir ropa nueva los tranquilizaba un poco.

En medio del abundante desayuno, que se componía de un gran surtido de quesos frescos, plátanos fritos, tocino, frijoles, huevos, pan recién horneado, jugo de naranjas y platos con granola y leche, George se levantó y dijo que tenía que hacer unas llamadas. Tan pronto como se fue entró la cocinera, Lupe, y les habló.

– Se tienen que ir, les dijo. ¿Entienden? Han venido a la casa de un hombre malo. Se los lleva al extranjero. Escápense cuando los lleve al centro a comprar ropa.

El Rata se rió, una risa cruda y sorda. Los otros también se rieron. ¿Estaba loca o qué? El Rata, los otros muchachos y Alex la miraban con lástima. ¿De qué hablaba? Por fin tenían una casa, George les había dicho eso. Esta es su nueva casa, les había dicho ayer por la noche. Me voy a hacer cargo de ustedes. ¿Podía ser mejor?

Se subieron al auto de George, un Grand Cherokee de color gris acero. Hizo sentar a Alex, el más joven de todos, en el asiento más próximo a él. El auto, grande y pesado, se deslizó montaña abajo, ahora veían la ciudad a la luz del día, ninguno de ellos había creído que la ciudad era tan grande. Esta parte de la ciudad era desconocida para ellos. Cuando llegaron al centro George condujo por una calle larga y ancha.

– Boulevard Morazán, les dijo. ¿Han estado aquí antes?

Ninguno de ellos había estado allí. Este lugar no les era familiar. Bancos en palacios de vidrio, negocios iluminados y una calle tan ancha que los automóviles se podían estacionar cómodamente. Hasta los autos les eran desconocidos. Largas filas de autos brillantes y nuevos, con esmalte que brillaba al sol. Muchos eran jeeps con ruedas anchas. Alex vio que la mayoría de los autos que estaban aparcados en el boulevard Morazán tenían las ventanas polarizadas, pero no le dio gran importancia.

George estacionó su pesado auto en un aparcamiento afuera del Centro Comercial Castaño.

– Vengan conmigo.

– Alex lo acompañó sin pensar dos veces, él era nuevo como niño de la calle y no sabía que éste era un centro comercial y que los centros comerciales eran territorio absolutamente prohibido para los niños de la calle. Pero oyó que los otros niños decían palabrotas cuando George los hizo subir por una escalera de mármol por la que se entraba en la galería. No habían hecho más que entrar cuando un guardia se les acercó con el garrote en la mano. Alex se quedó mudo de espanto. Por un instante pensó que el guardia había venido para buscarlo. El miedo lo hizo temblar y transpirar al mismo tiempo. Los otros chicos también se quedaron rígidos y volvieron la cabeza para que el guardia no les viera los rostros. Cuando el guardia pasó al lado de ellos George pasó un brazo protectoramente por el cuello de Alex; Alex pensó que no tenía porqué tener miedo. Estaba allí con George, su benefactor, un extranjero rico, no tenía por qué tener miedo.

Pasaron por al lado de tiendas que vendían sombreros para damas, negocios con muebles en blanco y dorado, tiendas con joyas relucientes y una tienda entera que vendía flores artificiales. George mantenía un brazo alrededor de los hombros de Alex, que estaba muy a gusto y que pretendía que iba con su papá. Él ha regresado de Houston para verme y ahora me va a llevar a una tienda para comprarme ropa nueva.

George los hizo entrar en un lugar en donde vendían ropa, pero era como si quisiera que la visita fuera lo más corta posible. Los empujó adentro de los probadores, luego de que eligieron pantalones vaqueros, y camisetas, gorra y zapatos, podían elegir su marca predilecta y Alex dijo que quería Nike.

George entró a los probadores con los brazos llenos de ropa. Cuando se habían probado y elegido lo que querían puso su ropa vieja en una bolsa de plástico que se llevó.

Cuando los chicos salieron de los probadores y se miraron empezaron a reírse. Se los veía tan distintos con las ropas nuevas. Al salir de la tienda sentían que casi eran de allí. No podían evitar el mirarse en todos los espejos y escaparates que encontraban. Ahora sentían que ya no tenían razón para tener miedo alguno y registraban todo lo que veían en ese entorno que no les era familiar. Vieron los bares, la música suave que salía por los altoparlantes invisibles y se dieron cuenta que el ritmo de la gente aquí era distinto que el de sus barrios. Su centro era el centro de los pobres, con aglomeraciones y apuro. Aquí toda la gente se movía lentamente y estaba bien vestida, nadie se empujaba como la gente de su mundo.

 

– Pensé que podíamos comprar una pelota de fútbol también, dijo George. ¿O quieren jugar al básquet? Tengo pelotas en casa, pero están un poco gastadas. ¿Qué prefieren?

– Fútbol, dijeron todos los muchachos a la vez, el fútbol era su pasión.

George se adelantó y entró en una tienda gigantesca que dejó a los niños mudos. En una estantería que corría a lo largo de la pared y que era tan alta que llegaba al techo había pelotas de fútbol. Otra pared estaba llena de estantes con zapatos para jugar al fútbol. En el medio de la tienda había camisetas deportivas.

George tomó una pelota de fútbol y se las mostró.

– ¿Está bien ésta?

Los chicos asintieron con la cabeza, estaban todavía asombrados de su enorme suerte.

George sabía que a los niños de la calle había que tentarlos con algo para conservarlos. Por eso les dijo:

– La próxima vez que vengamos al centro les voy a comprar zapatos de fútbol de verdad. Y camisetas deportivas. Aquí hay muchas para elegir. ¿Cuál quieren?

Y señaló hacia la estantería en donde estaban las camisetas deportivas, que tenían los nombres de todos los clubes, desde Manchester United hasta los clubes locales.

– Una camiseta de la selección nacional, dijo el Rata. Los otros chicos asintieron con los ojos brillantes. Todos querían la camiseta de la selección, blanca y azul.

– ¿Qué número?, dijo George.

– Número 10 para mí, dijo Alex rápidamente. Y tiene que decir Pavón.

Los otros también querían número 10 y Pavón en las camisetas.

– Las van a tener, dijo George. Las compramos mañana. ¿Pero por qué el número 10? ¿Y quién es Pavón?

Entonces se dieron cuenta de que George no sólo era extranjero, sino que también era nuevo en el país; nadie que hubiera vivido en Honduras un largo tiempo podía ser tan ignorante. Hablaban todos a la vez.

– Carlos Pavón es el mejor jugador de fútbol hondureño. Juega con el número 10. Juega en la selección, pero no vive acá. Juega en el exterior.

Le contaban excitadamente, los ojos brillando de pasión. Como todos los demás niños en Honduras, tenían el sueño secreto de alguna vez convertirse en el nuevo Carlos Pavón.

Lo extraño era que George parecía indiferente. No parecía interesarle el fútbol. Le hablaron de la Liga italiana, del Inter y de Roma, pero nada de eso parecía interesarle. Y del Real Madrid parecía no haber oído hablar nunca.

Camino de regreso detuvo el auto afuera de una peluquería y les cortaron el pelo a todos. Ahora estaban realmente transformados. Los cinco estaban limpios, vestidos con ropas modernas y con el pelo muy corto.

De nuevo en la gran casa blanca se pusieron enseguida a jugar al fútbol. Jugaban en el césped, detrás de la casa. Como no había una cancha de verdad usaban los arbustos como arcos. Pero nadie quería ser el arquero. George los miraba. Lo intentaron convencer de ponerse en el arco pero él parecía no estar interesado en el fútbol.

– Jueguen ustedes, dijo. Voy a decirle a Lupe que haga algo rico para el almuerzo. Quiero que coman bien.

Cuando la comida estuvo lista entraron en el comedor cansados y sudorosos, pero muy contentos. George había regresado al centro, pero no importaba. El televisor estaba encendido en uno de los cuartos y pensaron que podían mirar después de la comida.

Lupe había hecho pupusas salvadoreñas. Unas rellenas de queso, otras con carne picada picante o con frijoles volteados. Alex se comió nueve, después de la novena estaba tan lleno que no se podía ni levantar. Con una expresión alegre en la cara se fue a sentar en uno de los sillones blandos y confortables, en el salón grande. Se puso a ver televisión. Los otros chicos hicieron lo mismo. Entonces vino Lupe. Tomó el control remoto y apagó el televisor.

– ¿Qué mierda haces?

– Tengo algo para mostrarles, dijo Lupe, y se sentó en el sofá. Tenía un sobre grande y amarillo en la mano. Sacó un montón de fotografías del sobre y las puso en la mesa.

Primero unas fotos que mostraban niños tan sucios y desharrapados como habían estado ellos ayer.

Luego había otras fotografías que mostraban niños que estaban bien vestidos, que tenían el pelo corto, parecían bien alimentados y sonreían en las fotos.

El Rata y los otros tres niños de la calle examinaron las fotos con atención. Las levantaron, las miraron y las pusieron de nuevo en la mesa.

– Yo los conozco a todos, dijo el Rata.

Los otros los conocían también. No sabían bien cómo se llamaban, pero sabían los sobrenombres. Eran el Chino, Corazón, Flaco, Panza y Chillón, estaban delgados y tenían las caras sucias, estaban vestidos con ropa que les quedaba grande.

– Pero son los mismos que en las otras fotos, dijo el Rata con voz asombrada.

En el otro montón de fotos los cinco muchachos parecían totalmente transformados.

– Yo los conocía a todos cuando vivían en la calle, dijo el Rata. Desaparecieron hace un tiempo. Pero eso pasa. Chino era mi amigo. A veces me he preguntado qué ha sido de él. Pero es bastante normal que los niños de la calle desaparezcan. Pensé que se había muerto; no sabía que le había ido tan bien.

– No le fue bien. Estas son las fotos de los niños que Don George recogió de la calle la otra vez. Vivieron aquí y yo los hice engordar. Cuando parecían sanos y bien nutridos él se los llevó. Los niños desaparecieron.

– ¿Qué les pasó?, preguntó Alex.

– Él los vendió, ¿no entienden? Los vendió en el extranjero. Lo mismo va a hacer con ustedes.


¿Qué hará con nosotros?

Los gritos se oían a través de las paredes y llegaron al cuarto de Alex. Eran agudos y fuertes y también se oían golpes. Alex se revolvió inquieto, cuando los gritos cesaron tomó uno de los animales de peluche y lo apretó fuertemente, era un oso panda.

Sabía que el cuarto de al lado era de el Rata.

Se quedó inmóvil en su cuarto.

Todo estaba muy silencioso ahora. No oyó más ni gritos ni golpes del cuarto de el Rata. Por último se levantó, fue hacia la puerta y la abrió. El corazón le saltaba. Se quedó parado en el corredor, sin saber qué hacer. ¿Adónde iría? Unos murmullos ahogados adentro del cuarto de el Rata lo atraían como un imán. Abrió la puerta despacio y tomó valor para prepararse para lo que iba a ver.

El Rata estaba en el centro de la habitación, los otros niños estaban sentados en la cama. George no estaba allí y ningún otro adulto. El Rata tenía en la mano el marco roto de un cuadro, en el piso estaba la imagen, había sido la foto de un auto deportivo, ahora estaba roto. Uno de los chicos tenía la mano sobre el ojo izquierdo.

– Tú estás loco, murmuró el chico que se tapaba el ojo con la mano. ¿Vas a pelear ahora? Tenemos otras cosas en las que pensar. Tenemos que irnos de aquí.

– Lo siento, dijo el Rata. Me volví loco. Es la abstinencia. Cuando no inhalo quiero sólo pelear y gritar y romper cosas.

Uno de los otros muchachos le señaló a Alex un lugar en la cama, Alex se sentó allí también.

– A nosotros nos pasa lo mismo, dijo otro de los niños. Pero nosotros no nos golpeamos la cabeza en la pared ni rompemos los muebles ni nos peleamos con nuestros amigos. Tú eres una rata de cloaca, una mierda.

El Rata dejó el marco del cuadro en el escritorio y se sentó en un sillón.

– ¿Por qué nos va a vender?

Ahora Alex iba a recibir una lección de todo lo que le podía pasar a un niño de la calle, del precio de la libertad.

Los niños desaparecen, sin dejar rastro. Es muy común, le contaron los otros niños. No sabía eso.

– Pero ¿no has visto las fotografías en los periódicos? Pequeñas fotografías que muestran niños: “María Helena, 5 años, desapareció cuando jugaba en la puerta de su casa. César, 4 años, fue secuestrado por una mujer que lo tomó en los brazos y se lo llevó.”

Pero uno no lee jamás que algún niño sea encontrado.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Nadie sabe. Quizás los venden a gente que quiere adoptar un niño. Por lo menos consiguen una familia. Otros dicen que los venden para sacarles los órganos. Los venden para sacarles los riñones y las córneas. Pero cuando son niños de la calle los que desaparecen es otra cosa.

Somos demasiado mayores, nadie nos quiere adoptar. Y nadie quiere usar nuestros órganos porque creen que no somos lo suficientemente sanos, ya que inhalamos pegamento y usamos otras drogas.

– ¿Pero quién nos quiere comprar entonces?, dijo Alex.

– Justamente, dijo el Rata. ¿Quién quiere pagar por nosotros? De seguro que es algo peor todavía.

– Quizás nos venden a hombres a los que les gustan los niños, dijo el chico que había recibido el golpe en el ojo. Se le estaba hinchando ahora.

– O nos quieren vender para fotografiarnos, dijo otro. Para tomarnos fotos pornográficas. O hacer películas pornográficas. O películas snuff. Son las peores. No sé si es verdad, pero dicen que filman cuando a uno lo torturan hasta morirse de verdad. Eso es una película snuff.

No alcanzó a decir más porque oyeron pasos afuera de la puerta. Era el gringo George que venía y vio el cuadro roto y cinco rostros asustados. Extrañamente no pareció enojarse, sólo sonrió con sus dientes blancos y parejos.

– Ya veo que la pasan mal, chicos. Sé que es difícil terminar con el pegamento, voy a buscarles unas píldoras. Los van a tranquilizar y a hacerlos sentir mejor.

Volvió con un frasco lleno de píldoras blancas.

Cuando la puerta se cerró detrás de George uno de los niños extendió la mano para agarrar las tabletas, pero el Rata le pegó en la mano.

– No lo hagas. Pueden ser pastillas para dormir. O veneno.

Tomó el frasco, lo destapó, fue al baño y tiró todas las tabletas por el inodoro. Los otros niños dijeron palabrotas, hubieran querido usar las tabletas pero no se atrevieron a impedirle al Rata que las tirara.

Alex no opinaba nada.

Estaba mudo y tenía la cabeza vacía de pensamientos.

– ¿Se sienten mejor ahora?, les preguntó George cuando se sentaron a comer. ¿Tomaron las pastillas?

Los niños asintieron con la cabeza, los cuatro que inhalaban pegamento trataron de evitar mover los pies y las manos para que no se viera lo nerviosos que estaban. Los cuatro se habían sentido muy mal y habían tenido diarrea. Alex era el único de ellos que comía bien.

– Quizás estén somnolientos, dijo George y miraba a los niños que apenas comían.

– Sí, dijo el Rata. Creo que nos acostaremos temprano esta noche.

– Me parece muy bien, dijo George. Mañana vamos a comprar las camisetas de fútbol. Y un reloj de pulsera para cada uno. ¿Les gustaría eso? Pero antes de que se acuesten esta noche quiero que saluden a dos amigos míos. Quieren verlos.

Los niños se bañaron y se peinaron y se vistieron de nuevo. Lupe vino a buscarlos.

Alcanzó a decirles unas palabras mientras caminaban por el largo corredor:

– Ustedes están encerrados. Arriba del muro alrededor de la casa hay alambre de púas electrificado. Si tratan de escalar el muro van a quemarse. Pero cuando Don George se duerma esta noche voy a dejar abierta la puerta de la casa y la puerta del muro. Váyanse. Esta noche. Pero prometan que no van a decir jamás que fui yo la que los ayudé.

No pudo decir nada más porque ya habían llegado a los salones. Había tres hombres sentados en los sillones, George era uno de ellos. Se levantó tan pronto como vio entrar a los muchachos. Lupe volvió a la cocina.

– Aquí están los niños que viven en mi casa. El menor es Alex. Es nuevo en la calle y no ha empezado a inhalar. Al más delgado le dicen el Rata, pero se llama Emilio. Al otro le dicen Manuel Globo. Es su sobrenombre. Pero nosotros no usamos apodos aquí. Decimos sólo Manuel. Los otros dos se llaman José y Walter. Han vivido muchos años en la calle y han inhalado mucho. Es por eso que se les ve tan pálidos e inquietos, es porque están tratando de dejar la droga. Pero son sanos y despiertos. Los tendrían que haber visto jugando al fútbol temprano por la tarde.

 

Los otros dos hombres no les dieron la mano ni les dijeron hola.

Sólo miraban.

Los examinaban atentamente sin decir una palabra.

– Ahora sí se pueden ir a dormir, dijo el gringo George.

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