Alex Dogboy

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Una buena vida

Ahora comienza la vida, pensó Alex.

Su amigo el Rata, que vivía en la calle, se lo había sugerido. Era el primer niño de la calle con el que había hablado. Se habían encontrado en el mercado: el Rata, un muchacho delgado y lleno de cicatrices, se le acercó:

– Me pareces conocido. ¿No vives en Pedregal?

– Sí, respondió, expectante.

Tuvo miedo al principio porque había oído que los niños de la calle eran peligrosos y podían de pronto sacar un cuchillo y acuchillarlo a uno.

– Yo también vivía en Pedregal, dijo el Rata. Crecí allí, en la casa de mi abuela. Pero me fui. Me fui a vivir a la calle. Es bonito vivir en la calle. Uno no necesita trabajar, alcanza con pedir limosna. Todos dan dinero, es fácil. Pero lo mejor de todo es que nadie lo manda a uno. Nadie molesta. Nadie dice: "Ahora tienes que ir a la escuela." Nadie dice que hay que lavarse los dientes. Nadie dice ahora es hora de acostarse.

Es una buena vida, dijo el Rata antes de irse y desaparecer entre toda la multitud del mercado.

Era para allí que Alex se iba ahora. A vivir la buena vida en la calle. Estaba excitado y contento. Como no tenía dinero para el autobús fue caminando hasta el centro de la ciudad. Caminaba con pasos largos, moviendo los brazos, silbaba.

Fue una larga caminata.

Cuando por fin llegó a uno de los puentes que atraviesan el río Choluteca supo que había llegado a su destino, estaba en el centro ahora, era allí que iba a vivir su nueva vida. Pero la larga caminata lo había cansado mucho, la camisa estaba pegada en la espalda, le dolían los pies y tenía mucha sed. También tenía hambre y se arrepentía de no haber comido nada en casa de la tía antes de salir para empezar su vida de niño de la calle.

La sed era lo peor. La boca estaba tan seca que tenía dificultades para tragar. Se preguntó ¿dónde tomarían agua los niños de la calle? ¿Dónde estaba el agua? En casa de la tía bastaba con abrir un chorro. Sí, el río, por supuesto. Se detuvo en la mitad del puente, se apoyó en la baranda y miró para abajo, para el río Choluteca.

Agua marrón oscura, olor pegajoso, basura maloliente en las orillas. Su mirada se detuvo en el cadáver hinchado de un perro que iba lentamente por debajo suyo. El mal olor y el perro muerto lo hicieron irse rápidamente. Se dio cuenta de que lo mejor era no beber el agua del río, pero ¿cómo apagaría su sed? ¿Había chorros en las calles? ¿Cómo hacían los niños que vivían en la calle?

No veía ningún chorro.

Alex entró en la enorme aglomeración que constituía centro de la ciudad. Autos sonando la bocina, amontonamiento en las aceras, vendedores gritando lo que vendían; todo lo inquietaba y lo confundía. La sensación de confianza lo estaba abandonando. La angustia lo envolvió como un pulpo de brazos largos. ¿Cómo se las iba a arreglar?

Afuera de un restaurante vio a unos niños sentados con la espalda recostada a la pared; de que eran niños de la calle no cabía ninguna duda. Se veía en la ropa que les quedaba demasiado grande y en las bolsitas con pegamento que rítmicamente se llevaban a la boca y a la nariz. Cuando vio que el Rata no estaba entre ellos caminó para el otro lado de la acera. Los niños estos lo asustaban, sin embargo, sabía que tenía que tomar contacto con ellos. De alguna manera se convertiría en uno de ellos.

Una buena vida, había dicho el Rata. Es fácil pedir limosna, todos dan, le había dicho.

Pero ¿cómo se hacía para pedir?

Llegó al Parque Central y vio las altas torres de la catedral gris. En la escalera de la iglesia vio unos mendigos acurrucados, no eran niños, sino ancianos, con ropas andrajosas y sin zapatos. Los miró un rato. Ninguno de ellos decía nada, pero extendían la mano como una garra hacia todos los que subían por los escalones que llevaban a la iglesia. Alex vio que eso funcionaba, de vez en cuando a alguno de los ancianos le daban alguna moneda.

El hambre y la sed lo hicieron animarse.

Subió por los escalones y se sentó en uno de ellos, un poco alejado de los viejos mendigos, él también extendió su mano derecha hacia todos los que venían. Los ancianos lo miraban fijo, sin simpatía, pero nadie dijo nada.

Ni una sola persona de las que entraba a la iglesia le puso una moneda en su mano extendida.

De todas maneras se quedó allí sentado, extendiendo la mano.

Debajo de la escalinata en donde estaba crecían árboles gigantescos. Allí arriba, dentro de las coronas de los árboles, había pájaros, no los veía pero los sentía. Se escondían entre la tupida hojarasca, los oía trinar con tono agudo. Sonaba desagradable y amenazador y aquí en la escalinata de la catedral desapareció el último resto de la sensación de aventura. Lo que le quedaba: el hambre, la sed y una gris y pesada tristeza.

Por último Alex se dio por vencido, se levantó y con el paso cansino descendió los escalones y empezó a moverse entre la gente de la plaza. Sabía que tenía que hacer algo. A la casa de la tía no iba a volver jamás. Por eso tenía que aprender a pedir.

Tenía que empezar ahora.

Pero no se animaba aquí, entre tanta gente.

Caminar por ahí era una tortura, todo lo que se vendía en la plaza era para comer. Un vendedor de helados iba con su carrito, tocando una campanita para atraer a los compradores. Para no verlo, Alex miró para otro lado. Su mirada se detuvo en un puesto donde vendían fresas rojas. Había comido fresas sólo una vez en su vida. No iba a olvidar jamás el gusto dulce de las fresas. ¿Comería fresas de nuevo? Sin fuerza siguió caminando. Por todas partes cosas para comer. Golosinas. Papitas. Tabletas de chocolate. Refrescos fríos. Algunas mujeres vendían tortillas de trigo rellenas de frijoles, muchos habían comprado y estaban sentados en el muro, a la sombra de los árboles y comían tortillas y bebían refrescos en latas frías.

Alex apartó la mirada para no ver.

Pero lo peor era el olor. Cinco mujeres vendían cosas para el almuerzo, servían grandes porciones de arroz y carne asada en platos de cartón. La carne olía tan bien que quería llorar y trató de no acordarse de las exquisitas tortillas de su tía y de su carne asada.

No, tenía que sobreponerse.

Tenía que empezar a pedir.

AHORA MISMO.

Como no soportaba los tentadores olores de la comida que se vendía en la plaza se fue de allí, a una calle con mucho movimiento de vehículos. Pero era peor. Allí estaba MacDonald’s. Afuera, en la acera, vendían helados. El olor dulce a helado de vainilla lo hizo detenerse a olerlo mejor.

El aroma que le entraba por la nariz le llenó todo el cuerpo de nostalgia. Una vez había estado allí con su tía y todos sus primos. 5 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla, 6 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla y chocolate. Se detuvo como paralizado recordando el sabor de su helado preferido, mitad de chocolate y mitad de vainilla, y recordó cómo se sentía el pasar la lengua sobre el helado frío y delicioso. La cola para comprar era larga y el olor a vainilla lo hizo quedarse. Probablemente fue el aroma de la vainilla que lo hizo valiente, porque de pronto se adelantó y se puso a la cabeza de la cola, mirando a todos los que pagaban y se iban con un helado en la mano. Los miraba a cada uno con mirada suplicante, inclinando la cabeza. Los que compraban debían darse cuenta de que allí había un niño de la calle, terriblemente hambriento, que más que nada en la vida quería un helado de vainilla y chocolate.

Uno detrás del otro pagaban, recibían su barquillo envuelto en una servilleta blanca y se iban. Nadie parecía darse cuenta del hambre que Alex tenía.

La gente no lo miraba.

Era como si fuera invisible.

El hambre lo obligó a cambiar de táctica.

Ahora iba a extender la mano justo en el momento en que un cliente recibía su helado.

Estaba claro que eso alcanzaría para hacerles ver que tenía tanta hambre y le darían el helado.

En ese momento vio a dos muchachos que con paso decidido venían hacia él. Dos chicos grandes, con las caras sucias y pantalones que se arrastraban por la tierra. Tenían suéteres grandes y rotos y bolsitas con pegamento en la mano. Fueron directamente a él.

– Vete a casa de tu madre, le gritaron con voces roncas.

Se fue corriendo.

Era fácil pedir, todos dan, había dicho el Rata. Pero ¿cómo se hacía? Quizás lo veían demasiado limpio. Se miró en el espejo de un escaparate y pensó que ahora entendía. No parecía un niño de la calle. Se había puesto sus pantalones vaqueros limpios por la mañana y una camisa azul y sus zapatos de tenis Adidas. No hacía mucho le habían cortado el pelo.

Ese era el problema.

No parecía un niño de la calle.

Dio vueltas sin meta alguna. No se acordaba ya de la gran alegría de la mañana. Lentamente se metió por una calle peatonal en donde los vendedores que vendían discos compactos trataban de ensordecerse con la música. Salsa, rock pesado y rap se mezclaban en gran algarabía. Dio vuelta y llegó a una pequeña plaza rodeada de casetas azules y verdes. Todas esas casillas eran restaurantes. Los comensales se sentaban en bancos afuera y comían. Alex vio que tres personas se levantaban y se iban, dejando tres botellas de Pepsi a medio beber en el mostrador.

Alex apresuró el paso. Se adelantó y bebió rápidamente de una botella y luego de la otra y luego la tercera.

 

Nadie le gritó. Nadie lo apresó. Se fue rápidamente de allí. Sintió cómo la alegría le volvía. Iba a salir adelante. Había aprendido el primer truco de supervivencia.

Por primera vez había saciado su sed en la calle.

En una esquina de la plaza estaba la viejísima iglesia de Los Dolores, con la fachada pintada de verde y blanco y pequeñas repisas en donde cientos de palomas se amontonaban. Delante de la iglesia había vendedores ofreciendo verduras. Cada uno de ellos tenía una carretilla llena de las verduras más bonitas que había visto en su vida. Brócoli. Remolachas. Atados de ajos. Tomates hinchados de sol. Zanahorias gigantescas. Berenjenas negras y brillantes. Chiles rojos, verdes y amarillos. De tanto en tanto los vendedores echaban agua encima de las verduras, para que brillaran aún más.

Alex pasó al lado de las carretillas de los verduleros. Iba muy derecho mirando para todos lados. Entonces los vio. Dos verduleros que estaban parados hablando entre ellos. Rápidamente se agachó y arrancó una zanahoria de un manojo y salió corriendo.

Corría como si lo persiguiera el diablo.

Corrió por el medio de una bandada de palomas que comían en la plaza, afuera de la iglesia; toda la bandada salió volando.

– Disculpen, no era mi intención, murmuró mientras seguía corriendo, como nunca había corrido antes. Se metió la zanahoria dentro de la camisa azul. Sólo cuando había pasado de largo la iglesia y una calle con mucho tránsito se animó a detenerse y a mirar para atrás. Ningún verdulero enojado lo perseguía y no se veía a ningún policía con el arma en la mano.

Se detuvo, respiró aliviado, se metió la zanahoria en la boca y empezó a comerla.


La cámara frigorífica

La Pepsi y la zanahoria le devolvieron el buen humor. Iba a salir adelante. Todo se iba a resolver.

Pasó su primera noche en la calle en una acera, apelotonado, para evitar el frío. Dos veces lo despertaron las pesadillas. Una cuando su mamá se fue con sus cuatro hermanos. Se despertó con las palabras “Tú no puedes venir con nosotros” resonándole dentro de la cabeza. El corazón le saltaba y tenía dificultades para respirar. La otra vez se despertó oyendo a su padre decirle a su tía que se iba a ir a los Estados Unidos. “Pero el chico no puede acompañarme. No se puede entrar en los Estados Unidos con un niño tan feo.”

Se despertó temprano, congelado y hambriento. Pero de todas maneras estaba contento. Había dejado la vida triste y sin esperanzas detrás de sí, aunque lo acosara en los sueños. Se levantó y empezó a correr para calentarse. Después de un rato sus dientes dejaron de castañetear y pudo caminar con paso normal.

Hoy voy a aprender cómo conseguir comida pensó.

Cuando haya aprendido voy a buscar al Rata.

El día en que iba a aprender a conseguir comida fue largo. Caminaba sin rumbo. Horas y horas. Vio que había llegado a la parte elegante de la ciudad. Pensó que ayer había bebido tres Pepsis y comido una zanahoria. Hoy necesito más comida. Pensó en el dorado que había pescado y del que su papá y él habían comido una semana entera. Pensó en el pollo asado de la tía. Y pensó en golosinas. Pensó en pasteles. Sólo pensaba en comida. Para el que tiene hambre no existen otros pensamientos.

Pero ¿cómo iba a conseguir comer? ¿Intentaría pedir de nuevo? ¿O seguiría robando? Entonces recordó algo que su tío había dicho: “En este país hay gente tan rica que no come todo cuando van al restaurante. Van a lugares finos, piden los platos más caros, pero dejan la mitad en el plato, tan ricos son.”

Se preguntó si sería verdad.

Los pies le dolían, encerrados dentro de los Adidas, ardía de sed y trataba de no pensar en comida, pero era imposible. Se paró afuera de un restaurante y miraba con hambre para adentro, por las ventanas. Vio mesas con manteles blancos y gente bien vestida comiendo. Una pareja se levantó y empezó a ir hacia la puerta y vio que era exacto lo que su tío había dicho. En la mesa estaban todavía sus platos con comida, copas medio llenas de un líquido rojo.

Vio su oportunidad.

Cuando la pareja salió, él corrió para adentro. Se apuró a llegar hasta la mesa, se tomó lo que había en una de las copas, tenía mal gusto, probablemente era vino, algo de lo que él había oído hablar pero que no había probado nunca. Estiró la mano a uno de los platos y tomó un trozo de carne y se lo metió en la boca. Masticaba lo más rápido que podía, pero aún así pudo notar que la carne tenía muy buen sabor, se derretía en la boca. Iba en camino de tomar otro trozo cuando sintió un brazo alrededor del cuello y lo tiraron al suelo.

Lleno de pánico miró un rostro con un bigote negro y de expresión enojada. Vio que el hombre de bigote negro que se inclinaba sobre él estaba vestido con uniforme y que de su cinturón colgaban una pistola y un garrote.

El hombre lo miró fijamente un instante, antes de patearlo. Alex gritó y trató de escaparse, pero el hombre del uniforme fue más rápido, lo tomó por los pies y lo arrastró por todo el restaurante. Alex vio que los demás clientes lo miraban, pero nadie dijo nada. También se dio cuenta de que el guardia abría una puerta de una patada y cuando estaban adentro el guardia lo puso de pie.

Alex vio que estaban en la cocina del restaurante. El personal vestido de blanco estaba inmóvil, mirándolo fijamente.

– Trató de comer de un plato que había quedado en una mesa, dijo el hombre con uniforme. ¿Le doy una paliza?

La pregunta parecía dirigida a un hombre que no estaba vestido con ropas blancas sino con un traje y corbata y zapatos brillantes.

– No, dijo el hombre, no alcanza con eso. Enciérralo en la cámara frigorífica.

¿Cámara frigorífica? ¿Qué era eso? Refrigerador sabía lo que era, su tía tenía uno y un vecino tenía un pequeño congelador, pero de una cámara frigorífica no había oído hablar nunca. ¿Y cómo podía ser peor que una paliza?

El hombre uniformado abrió una puerta de acero. El frío lo asaltó, pudo ver cajones con pollos congelados y de ganchos en el techo colgaban jamones, pedazos de carne y chorizos.

– Veinte grados bajo cero, que te aproveche, dijo el guardia riendo. Fue lo último que Alex oyó antes de que lo echaran adentro de la cámara frigorífica. Se cayó de rodillas y se apoyó en las manos, mientras la puerta se cerraba con un ruido sordo. Todo quedó oscuro porque allí adentro no había luz alguna.

Las manos se le pegaron al piso congelado y las tuvo que arrancar de allí. El frío lo paralizaba. Alex que había vivido toda la vida en un país tropical no sabía que existía un frío de ese tipo.

El pánico lo hizo levantarse, sus gritos angustiados rebotaban en el oscuro y frío cuarto.

Golpeó la puerta de acero.

Le dio patadas.

Gritó más alto.

El frío terrible le mordía las mejillas y las manos. Tenía tanto frío que temblaba. Aún en medio del pánico, todavía tenía hambre y tanteó en la oscuridad y sintió que tocaba algo. Eran chorizos congelados. Sacó uno de ellos del gancho y se lo metió en la boca. Pero estaba muy duro y tan frío que se quemó la lengua, se lo sacó de la boca y se lo metió en el bolsillo. Tomó otro y se lo puso en el otro bolsillo.

Meterse un chorizo congelado en el bolsillo era un acto optimista, un acto de mirada al futuro.

¿Pero hay algún futuro para alguien encerrado en un frigorífico? Recordó una expresión que había oído una vez, la sala de espera de la muerte. Esto debía de ser la sala de espera de la muerte.

Temblaba de frío. Golpeó de nuevo la puerta. Tenía tanto miedo que ya no gritaba.

Golpeaba y golpeaba.

Pero nadie abrió.

Alex se desmoronó sobre el piso congelado. Trató de gritar pero ya no tenía fuerzas. Una niebla oscura se lo llevaba para atrás, para abajo, lejos, ya no se resistía. Antes de perder el conocimiento se preguntó si su tía sabría que se había muerto en una cámara frigorífica. Y si se moría aquí, ¿quién se haría cargo del entierro? ¿Lo enterrarían? Y su madre y su padre, ¿se enterarían de cómo había muerto su hijo menor?


Burger King Blues

La puerta de acero se abrió y el guardia uniformado que había encerrado al niño en la cámara frigorífica vio que estaba tirado en el piso, hecho un nudo, cerca de la puerta. Tenía los ojos cerrados y el rostro pálido como el de un muerto. No sirvió de nada que le gritara: ¡DESAPARECE AHORA! y le dio una patada liviana en el estómago; el muchacho estaba inmóvil en el piso de cemento. Por un instante el guardia tuvo miedo de lo que había hecho. Entonces vio que el cuerpo del muchacho temblaba de frío y se tranquilizó, el chiquillo vivía. Lo levantó en los brazos y lo llevó a través de la cocina. Uno de los cocineros abrió la puerta y el guardia lo dejó en un patio trasero, con la espalda contra una lata de basura.

Alex oyó cómo la puerta se cerraba detrás suyo.

Abrió los ojos y no supo donde estaba, pero ya no estaba en la cámara frigorífica. Que estaba en el exterior era claro. ¿Estaba muerto? No, en el cielo no estaba, porque cuando miró alrededor se dio cuenta de que estaba sentado apoyado en una lata de basura maloliente. En el cielo no había latas de basura. No, él había sobrevivido y estaba en algún patio trasero. Encima de él vio el cielo azul. ¿Habría cielo en el cielo? No lo había pensado antes. Pero estaba convencido de que estaba todavía en la tierra y había sobrevivido a la cámara frigorífica.

Debería de estar enormemente alegre, pero no sentía nada. Los dientes le castañeteaban y las manos se sentían como pedazos de carne congelada, no las podía mover. Pero la luz del sol le caía sobre el cuerpo y de pronto le empezaron a doler las manos y los pies y no pudo evitar llorar de dolor y por todo lo que le había pasado. Entonces recordó los chorizos. Se metió una mano dolorida en el bolsillo, pero los chorizos estaban todavía duros y congelados.

Cuando por último se pudo enderezar y levantarse, empezó a caminar en dirección al centro pobre y gastado de la ciudad, allí era su casa. Pensaba en una sola cosa: chorizo. Cuando los chorizos se descongelen me los comeré.

Se sentó en un banco verde en el pequeño parque de La Merced. La barriga le dolía por el hambre, pero los chorizos seguían helados. Los puso al lado de él, en el banco, al sol. Después de una larga y hambrienta espera los chorizos se habían calentado lo suficiente como para que pudiera comer el primer bocado.

Se rió. Mmm. Nunca había comido algo tan rico. Trató de masticar lentamente para hacer durar los dos chorizos lo más posible. Justo cuando se metía el último trozo de chorizo en la boca oyó una voz que decía:

– ¿Qué estás comiendo?

Era el Rata. El muchacho que le había dado la idea de irse a vivir a la calle. Allí estaba, frente a él, flaco y desnutrido, con la cara llena de cicatrices y unas botas que le quedaban grandes.

– Chorizo, dijo Alex con cierto orgullo. Los robé de una cámara frigorífica. Me encerraron ahí, pero yo me llevé unos chorizos cuando me soltaron.

– ¿Te metiste en un restaurante?

– Sí, en algún lugar en la parte fina de la ciudad, no sé cómo se llama pero había bancos allí.

– Tú estás loco. ¿No sabes que todos los restaurantes tienen guardias armados? Si uno pasa al lado de ellos y pide dentro de los restaurantes o come comida de los platos, te va mal. Te pueden pegar o matarte. Entiende, eso no se hace. Ningún niño de la calle se atreve a hacer eso más. ¿Te vas a tu casa a Pedregal ahora?

Alex sacudió enérgicamente la cabeza.

– No, no, no, vivo en la calle ahora.

Ese día Alex recibió su primera lección en el arte de sobrevivir en la calle. Primero, hay que parecer un niño de la calle, dijo el Rata. Alex estaba todavía bien vestido, pero los pantalones se habían engrasado con los chorizos y después de su primera noche en la calle empezaba a tener la cara sucia.

– Pero de eso no tienes que preocuparte, dijo el Rata. Se va a resolver. En tres días vas a parecer uno de nosotros.

 

Y otra cosa, no entres nunca a un restaurante.

Afuera de Burger King había ya tres muchachos. Estaban sentados con la espalda recostada a la pared y las miradas dirigidas hacia la puerta. Todos parecían un poco mayores que Alex. Nadie dijo su nombre, lo miraban con desconfianza, pero el Rata dijo:

– Este es Alex, un amigo. Es nuevo.

Los otros tenían frascos de comida para bebés llenos de pegamento. Tenían los frascos dentro de los suéteres grandes o en los grandes bolsillos afuera de los pantalones. Con frecuencia los sacaban, abrían la tapa y aspiraban las emanaciones del pegamento. Todos le ofrecían a Alex los frascos, pero él decía que no, no le gustaba el olor áspero.

Intentó imitar todo lo demás que el Rata y su pandilla hacían. Se paraban de tanto en tanto y miraban a través del vidrio de la ventana de Burger King. Cuando lograban captar la mirada de alguien arrugaban la cara y trataban de parecer hambrientos y sufrientes. De vez en cuando hacían un gesto y se señalaban la boca para mostrar que querían algo para comer. Cada vez que Alex se paraba veía un póster de una Whopper gigante dentro del restaurante y pensaba que en dos días no había comido otra cosa que una zanahoria, un pedacito de carne y dos chorizos. El hambre aumentaba.

Los chicos lo entretenían contando historias de cómo gente que al salir del Burger King les había dado la mitad de una Whopper y una bolsa entera de papas fritas.

– El año pasado vino un gordito y dijo: ¿Te compro algo? ¿Qué quieres?

Alex escuchaba todo ávidamente. Qué historias fantásticas. Pronto saldría alguien y le preguntaría qué quería.

Él diría que quería una Whopper doble con queso y la porción más grande de papas fritas. Y una Pepsi grande.

Cada vez que la puerta del restaurante se abría y alguien se iba se sentía el olor a hamburguesas y papas fritas y los cinco niños miraban expectantes a todos los que salían.

Como en casi todos los restaurantes había también un guardia armado. Éste tenía una pistola y un cinturón con balas y un garrote que le colgaba del cinturón. Pero el guardia estaba por la parte de adentro y no trataba de ahuyentarlos de la puerta. Cuando vieron que desapareció por un minuto golpearon la ventana para atraer la atención de los parroquianos. Pero nadie salió y les dio algo para comer.

En la tarde no les habían dado otra cosa que una Pepsi para compartir y unas pocas monedas.

Alex pensó en las palabras del Rata sobre una buena vida; le iba a decir algo cuando un hombre se detuvo al lado. Un hombre alto, mayor, con el pelo veteado de gris. Tan pronto como abrió la boca se dieron cuenta de que el hombre era un extranjero, un gringo, hablaba castellano pero el acento era extraño.

– Pero chicos, no tienen que estar sentados aquí. ¿Les gusta la comida de Burger King?

Los cinco asintieron enérgicamente. La suerte se había dado vuelta. Este hombre iba a entrar y a comprar lo que querían. Antes de que Alex tuviera oportunidad de decir que quería una Whopper doble con papas fritas, el extranjero dijo:

– Burger King vende sólo comida chatarra. No comería jamás allí. Yo tengo una casa afuera de la ciudad y una buena cocinera. Pueden venir conmigo y los invito a comer mejor. ¿Vienen?