Playas en la costa caribeña colombiana: Visiones y mutaciones

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Un aviso comercial de la época —el de Terylene, que circuló en periódicos como El Heraldo de los años 1960— nos revela otros rasgos atribuidos tanto a lo masculino en relación con la playa como a la playa misma, en el camino de construir estos espacios como sitios turísticos idóneos para los colombianos del centro del país (figura 3). Se trata de un comercial de tela para la playa. En la imagen se aprecia a un hombre rubio, delgado y alto, con lentes de sol, enfundado en un traje de manga larga. Tiene en las manos un par de maracas, sonríe y está atajado por una pila de sombreros en la esquina inferior izquierda. Se promociona esta tela con estas cualidades: liviana, fresca, de rápido secado e indeformable. La publicidad explota algunos atributos estereotipados de lo inglés, país donde este poliéster se inventó en los años 1940, aunque recién se estuviera introduciendo al país, trasladándolos a la figura: elegancia, buen gusto, “frialdad”. Hay choques tácitos en esa atribución, en especial la contigüidad entre lo tropical (un sol ardiente, la insinuación del mar en una línea de veleros y las maracas) y lo inglés, o lo cool. Este hombre tiene el traje, pero también tiene maracas, una pila de sombreros panamá a sus pies, y en el fondo, otras huellas de lo que será “tropical”: veleros, vendedoras con carga sobre la cabeza, y palmeras.

Figura 3. Anuncio de Terylene. El Heraldo, Barranquilla, 10 febrero 1960, p.11


Para fines de este análisis, quisiera resaltar que la propaganda proviene de Medellín, sede de Coltejer, donde se fabricará la tela. Es decir, que los elementos de la imagen vehiculan también un imaginario Paisa de la “costa” para el momento.

Las imágenes precedentes son recreaciones de la masculinidad hegemónica, de un patrón de comportamiento dominante proyectado hacia el seno social. Esta forma de la masculinidad “tiene que ver con cómo hombres específicos habitan posiciones de poder y riqueza y cómo legitiman y reproducen relaciones sociales de dominancia” (Carrigan et al, 1987, citados por Hope, 2010, p. 2). Nuestras tres imágenes actúan como ejemplos de masculinidad, modelos a imitar que traen prohibiciones implícitas para otros grupos subordinados (mujeres y hombres en otras formas de masculinidad), mientras abanderan los intereses de grupos dominantes. Por lo regular, las fantasías, deseos y troquelamientos asociados a esta forma imaginaria de lo masculino se asientan en cuerpos anónimos, como los de los anuncios comerciales, que encarnan un ideal al que todas las clases sociales están incitadas a concretar, a emular, como bien lo expresa Hope (2010):

la cara pública y normativa de la masculinidad hegemónica en una coyuntura histórica determinada, no necesariamente reside en encarnaciones de la vida real de ser hombre en un determinado momento. Los ejemplares publicitados de la masculinidad hegemónica no tienen que reflejar con precisión lo que son los hombres poderosos, pero sí, más importante aún, deben reflejar el ideal actual de masculinidad que sostiene el poder de este grupo dominante. (p.4)

Que este ideal de masculinidad entraña la exhibición de un cuerpo viril, en compañía y contraste con cuerpos femeninos a los que domina y subordina, un cuerpo con marcas de poder adquisitivo (marcas de ropa, viajes de placer), es visible en comerciales del momento, como el de Terylene o el de Avianca, donde una figura de hombre yacente es acompañada de una de mujer sentada sobre sus talones, riendo a carcajadas.

Excepcionalmente, sin embargo, esos ideales se proyectan, como en nuestro caso, en cuerpos de hombres de carne y hueso, figuras de la política local. ¿Qué es un verdadero hombre colombiano, según estas tres imágenes de hombres en lugares contiguos al mar? La respuesta parcial sería: un hombre colombiano es un blanco, maduro, con poder, con capacidad pecuniaria, que puede costearse un viaje a las islas, a la playa, a Miami. En nuestro caso, el presidente y el ministro, confluyen en unas playas isleñas y su presencia allí no solo envía el mensaje de que la isla es del país, sino que invita a cuerpos como los suyos a visitarla, a ocuparla.

Puesto que los ideales de masculinidad conviven, no necesariamente se desplazan, vemos que a medio camino entre las dos fotos de los políticos, está este ideal de hombre en la playa, el de comercial de Terylene: de ambiente, pero elegante; blanco de nuevo. Y aparecen con fuerza, ahora sí (pues en el de Saenz Santamaría eran un telón de acompañantes), los lugareños representados en la mujer que vende, que es una silueta oscura. No se concibe aquí la playa para mojarse, pues difícilmente esto convive con la presencia de los veleros. Es una playa para tener de recorte imaginado en el horizonte, una playa que contiene a todo el lugar: en pocas palabras, es la condensación andina de los años sesenta de “la costa” (Figueroa, 2009). Lo que se vende: el disfrute de un lugar que ofrece música, comida y viajes. Y podríamos agregar, ocasos o amaneceres enmarcados por palmeras, pues ambos elementos, el sol y las palmeras, están presentes igualmente en el dibujo. Lo que hay en juego, entonces, es el desplazamiento de una mirada de la ribera marina como “infecta” o pobre, para llevarla a lo lujoso. No se trata solo de la playa en sí, sino de todo el espacio que bordea esas playas y que se contagia de la nueva caracterización. De ahí que se pudiera llamar, sin empacho, “la costa”, a lugares como Montería, que no tenían mar o que estaban bien alejados del mismo como Valledupar.

Notamos que esta vivencia de la “costa” está sesgada en el género (el turista aquí es hombre: la mujer Negra es vendedora) y en la clase (la afiliación con lo inglés no deja lugar a dudas del nivel adquisitivo que se preconiza), lo que corresponde a que en los años sesenta el turismo de playa para el interior es lo que se está tratando de impulsar apenas, es lo que está tratando de articularse (véase Barón Pino y Ordóñez Robayo, s.f.). Por eso estas imágenes están dirigidas a cierta esfera social, a cierto tipo de hombre, en este caso. Un hombre con capacidad pecuniaria, que usa pantalón con pliegue (es una de las ventajas que se promocionan en la tela).

Hay que insistir, sin embargo, en entresijos para otras clases de hombres o para hombres de otra clase, más bien: la paulatina iconización de ciertos elementos de la playa como la palmera y la sombrilla, se acompaña de la aparición de un turista de menos capacidad económica. Están en boga los comerciales de Kodak en los periódicos, y en ellos se inserta con fuerza cierta presentación de hombres y mujeres, cierto comportamiento esperado de unos y otros en la playa. Por ejemplo, en uno de los anuncios, además de ese trasfondo icónico, los roles pasivo y activo de mujer y hombre se perpetúan, en tanto ella posa y él toma la foto. El comercial de viajes a Miami antes mencionado es diciente también en este renglón, pues indica que tal iconicidad no es local, sino que sufre un contagio desde las películas y lo comercial estadounidense, por una parte y, por otra parte, está también permeado por visiones de las islas en grande, del resto del Caribe, de donde San Andrés atrae elementos, pero que también circulan en los periódicos locales del Caribe colombiano. Los elementos se repiten, en un comercial de rebajas para viajar a San Andrés (figura 4), pero allí ya aparece un turista cuyo aspecto contrasta vivamente con el personaje del anuncio de Terylene: su cachucha, su actitud de espaldas a la playa, su posición corporal, indican un hombre más joven, tal vez, dispuesto a otro tipo de relación con el mar, a fotografiar, sí, pero tal vez a más aventura que contemplación.

Figura 4. Anuncio Rebajas a San Andrés. El Heraldo, 1960, 8 de marzo, p.12.


En este grupo de masculinidades diversas, hegemónicas todas, debemos incluir una muy emblemática y cuya presencia perdurará en los medios impresos y audiovisuales más allá de este momento: el hombre de película.

Esta masculinidad glamorosa está atizada por actores que, de visita en las playas de Cartagena, son retratados en acción, y en interacción con mujeres del mundo del arte también. Son imágenes donde se refuerza la noción de un hombre blanco, protector, romántico y alegre, fuerte, todo eso condensado en el hecho de que sostiene a una mujer en brazos.

Es apenas natural, dada la brecha entre la fantasía y la realización, que a medio camino entre la masculinidad glamorosa y la masculinidad de élite haya cuerpos trajinados por las faenas laborales, cuerpos carnudos, recatados en la exhibición. Para los años ochenta, ese cuerpo objeto de burlas por su blancura, su tacañería (véase el capítulo “A orillas del Golfo”, en este mismo libro), su inadecuación al espacio exhibicionista de la playa turística de la “costa” colombiana, será el de ese comercial: ni semidesnudo ni heroico, blanco por falta de sol (aquí ya no como marca de su clase social, sin embargo), entrado en años, padre de familia: el hombre andino que va de turismo a la “costa”.

Entre Rojas Pinilla en la playa y este hombre del común han transcurrido dos décadas. Hemos pasado de intentar apropiar un lugar (San Andrés) para el plano nacional, a colonizar la “costa” colombiana, hemos pasado de promover un puerto destinado al comercio barato, a tener playas y ciudades enfocadas en el turismo de bajo costo. Hemos pasado de colonizar una isla a colonizar la “costa” colombiana.

Otros hombres

Los habitantes de las inmediaciones de los lugares promocionados como destinos turísticos de playa aparecen poco en los periódicos: a fin de cuentas, son suprimidos en pro de los sujetos que se quieren protagónicos, imitables por parte de los que ven las imágenes y que se espera fantaseen con ocupar su lugar en una oportunidad próxima. (Eduardo Silva desarrolla variaciones de este tema en su capítulo en este libro). Este desalojo implica una borradura de sus acciones, salvo si están al servicio de los turistas. En esto son claras las imágenes del suplemento En la playa, de El Universal, un suplemento dedicado a cubrir los temas del turismo de playa durante los años de 1980 en Cartagena, principalmente. El hombre local es, pues, un personaje sin mucho relieve en los registros periodísticos visuales de las playas. En los años ochenta, se le ve como vendedor, casi exclusivamente. Y en Cartagena o en Puerto Colombia se selecciona al local racializado, vendedor de agua de coco, de ceviche, de jugos helados. Esta es la otra cara de la masculinidad hegemónica pues, como señala Hope en diálogo con varios estudiosos de las masculinidades

 

aunque la masculinidad hegemónica pueda ser percibida como la máxima, no es la única forma de masculinidad que existe en una sociedad. Sin embargo, es construida como el punto más alto en un percibido continuum de ejemplares de masculino y es, por tanto, ese ideal al que todas las otras representaciones de masculinidad (se espera) deben suscribirse o hacia la que deben luchar por llegar. (2010, p.3)

Sin embargo, aclara:

que aunque existe transversalmente a distintas clases sociales, generalmente excluye a los hombres negros y de clase trabajadora. Adicionalmente, la masculinidad hegemónica se teoriza como una masculinidad dependiente de arreglos sociales y a menudo es una experiencia vivida, una fuerza económica y cultural que se construye mediante difíciles negociaciones. (íbid., p.3, traducción y énfasis propios)

La implantación del turismo en las playas del norte de Colombia no se dio, en efecto, sin transacciones pedregosas, sin resistencias de parte de los sujetos marginalizados que se fueron insertando a la fuerza y a veces por persuasión, y se fueron adaptando al nuevo tinglado de la playa en parte por el empuje de las fuerzas dominantes que los ubicaban allí y en parte como disidentes de ese mismo espacio. Ejemplos mayúsculos de masculinidades marginales que se vuelven indispensable contrapartida de un nuevo tipo de masculinidad hegemónica relacionada con el turista andino, materialización de cierta Blanquidad, hacia las costas del Caribe colombiano son, de un lado, los vendedores y, de otro lado, los prostitutos de playa (un fenómeno más temprano de lo imaginable en relación con otros lugares del Gran Caribe).

En imágenes y en textos, esta masculinidad se va cargando de sentidos que la configuran, la definen, la delimitan y la naturalizan. En otras palabras, las imágenes y los textos son formas a la vez de forjamiento y de proyección de algunas de esas formas de masculinidad que en esta ecuación, siendo contraparte de la masculinidad asignada al turista, corresponderían a “los locales”. En sintonía con los planteamientos de Sekula (1982), estas fotografías están “investidas de un poder metonímico complejo, un poder que trasciende lo perceptual y pasa al reino de lo afectivo” (p.100). La metonimia del disfrute asociada a un lugar y al trabajo proporcionado por otro allí. No se trata entonces de que estas imágenes reflejen la realidad, sino de que están articuladas sobre una serie de estructuras retóricas visuales cuyo propósito fue construyéndose. Ese fin era, parcialmente, insisto, poner a cada actor en un lugar “apropiado”. Entre las ediciones semanales de En la playa, suplemento dominical, hay solamente tres o cuatro que tengan como “protagonistas”; es decir, como figura central de la fotografía, a los trabajadores de la playa. En esas fotografías, esos trabajadores son ópticamente negros. Y suelen estar acompañados de gente ópticamente blanca, turistas. Lo que los rodea, incluidos “los clientes”, son parte fundamental de la construcción que se está subrayando o ayudando a montar; es decir, que ellos trabajan para otros, que son quienes disfrutan la playa, no son quienes allí se bañan.

John Tagg (1982) ha mostrado con mucha lucidez cómo las fotografías más “realistas” (en su caso, las de la comisión que trabajó para la Farm Security Administration en los años 30 y 40) están mediadas por designios, construidas sobre oposiciones sociales de clase, por ejemplo, y ayudan a reproducir esa división, y cómo aun las que tienen más aire de espontaneidad vibran sobre un marco de sentido que se nos ha preparado para la interpretación. En otras palabras, ante cualquier fotografía “realista” estamos frente a un conglomerado: “la relación de la fotografía con la realidad, los procesos y procedimientos que constituyen el sentido de la fotografía, la utilidad social de las fotografías, y los marcos institucionales dentro de los cuales son producidas y consumidas” (1982, p.114).

Sin embargo, los lentes de gente local y de fotógrafos especializados sí tienen espacio para los hombres locales en su vida cotidiana, en usos de la playa como quieren y pueden. Captan escenas que nos dicen varias cosas sobre estas masculinidades. En dos aspectos sobresalen los hombres de esas visiones: en que están en acciones de fuerza juguetona, a menudo colectiva, entre hombres, y en que sus cuerpos, cualesquiera sea su estado, son exhibidos con desenfado.

En las fotos de hombres locales en playas de San Andrés hay un guiño diferencial: tanto en los folletos de promoción turística (figura 5) como en fotografías del recuerdo en las redes sociales se trata de hombres que tienen niños en las manos y a menudo los alzan sobre un solo brazo. Se resalta la fuerza, su ubicación bien en el agua (dentro de la barca), pero la presencia de los niños dulcifica la escena. Podemos sugerir que se trata de un intento de ubicar a los sanandresanos, pescadores, en el ámbito doméstico, tal vez para hacerlos más cercanos a los colombianos, humanizándolos, en pleno momento de colombianización, pues esta no es la imagen común en las fotos de locales en las playas del mar Caribe colombiano. Es una imagen que, por otro lado, los feminiza también.

Figura 5. En el pie de foto: “El isleño es jovial, orgulloso y sencillo en el trato. Los hombres son fornidos y fuertes, y las mujeres espigadas y altas en la juventud”. Fuente: San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Meridiano de luz y color. (1989). Intendencia especial de San Andrés y Providencia. Bogotá: Editorial Gente Nueva. s.p.


Otra forma como aparecen los locales durante el período en los periódicos es como ahogados. Esto es llamativo, desde una perspectiva metafórica, incluso, pues no exageramos si decimos que el turismo representó la muerte de muchos locales en tanto atacó prácticas consuetudinarias suyas como la pesca y los obligó a mutar, o a abandonar su hábitat. La más interesante de estas imágenes, por la historia profunda que parece ocultar, es la de la figura 6, donde vemos a dos hombres en Puerto Colombia desenterrando un cadáver allí sepultado. El pie de foto reza: “dos moradores del balneario de Puerto Colombia escarban en la arena en el sitio donde fue sepultado el cadáver de un hombre ahogado hace pocas semanas. No ha sido posible establecer el número de personas que en estas playas yacen sepultados” (Diario del Caribe, viernes 23 de mayo de 1970, p.3). Las preguntas que surgen quedan sin responder, ante lo inusitado de esta noticia y de esta fotografía. El ahogado no es visible, pero los hombres lugareños nos siguen apareciendo en calidad de trabajadores de la playa, esta vez en un trabajo inusual.

Figura 6. Diario del Caribe, viernes 23 de mayo de 1970. En el pie de foto: “Tres moradores de Puerto Colombia excavan en la arena el lugar donde fue sepultado el cadáver de un hombre ahogado hace pocas semanas. No ha sido posible establecer el número de personas que en estas playas yacen sepultadas. Foto de Samuel Páez”.


En esta rápida revisión de tipos de masculinidad visible en comerciales y fotos de hombres en la playa en el período de 1950 a 1990 me he concentrado sobre tres tipos de hombre: el hombre andino que representa el poder (un presidente con unos ministros y tácitamente el hombre Blanco de élite), que sería una de las formas de masculinidad hegemónica; el hombre andino popular, movido por el programa de turistificar las playas de la “costa” colombiana, y el hombre local popular (caracterizado como ópticamente Negro o en algún grado de Negridad), representante de una de las formas de masculinidad subordinada. Estos tres tipos de hombre prestan sus atributos específicos, se los contagian a la playa donde se los enmarca: el ocio, para el caso del primero, las vacaciones, para el caso del segundo y el trabajo al servicio del turista (y de la turista y/o mujer) en el último caso.

Estas proyecciones de la masculinidad no son autóctonas, sino que se reactivan en el escenario de la playa transnacional (donde confluyen ideales estadounidenses y caribeños): los comerciales de productos como la tela ligera para el trópico, los rollos fotográficos, y las excursiones turísticas muestran que hay papeles más grandes que pueden traducirse como el del hombre veraniego, el hombre en posesión de sí, con un físico de playa que puede exhibir, y con la capacidad pecuniaria para disfrutar lo que “el trópico ofrece”. Pero también proyecciones locales de lo que es ser tropical, desde lugares como Medellín, que estaba ad portas de lanzarse a la “costa” e intentaba codificar lo tropical de un modo distinto a como se había codificado durante el siglo XIX en términos de lo malsano. Es fundamental insistir en que estas masculinidades son proyectadas a las playas de a poco y a veces en simultánea a través de formas de la pedagogía cultural como los comerciales y la prensa. Y que en estas representaciones se continúan visiones de género (qué se espera de hombres y mujeres en la playa), de clase (quiénes hacen qué cosa allí, cómo se visten). Y hay que insistir también en que esta aceptabilidad de la playa como un lugar para estar, por parte de los hombres, es una construcción progresiva lograda a través de esos mismos medios, pero especialmente, atravesada por toda una industria que solo en los años ochenta empezaría a cobrar auge como actividad masiva multitudinaria del turismo. De ahí que la foto inicial de este arco interpretativo —la de Rojas Pinilla— sea tan extraordinaria, pues nos muestra una función imprevista en este concierto de convertir la playa en habitable para el descanso: la de volver nacional una playa a la que en ese momento no afluían en masa y no era aún la icónica playa “colombiana”.

El gran silencio sobre el que estas imágenes de hombres subyugados y este proyecto de turistificación de la “costa” Caribe colombiana reverberan es el de las luchas por los derechos civiles que miles de personas “Negras” sostuvieron durante estos mismos años, desde Estados Unidos hasta el África poscolonial pasando por el arco caribeño (los rastafaris en Jamaica, sin ir más lejos). No causa poco asombro que precisamente en ese lapso y con esos clamores alrededor se fortaleciera en Colombia el turismo de playa, con la subordinación de poblaciones costeras que entrañó.

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