La locura de amar la vida

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Árbitra

En el vídeo porno que se estaba reproduciendo en el pequeño televisor cuando Mack y yo entramos, había un tío en un disfraz de gorila con una polla blanca exageradamente grande, persiguiendo a lo que debería de pasar por una rubia platino en un vestido de satén. Fay Wray y King Polla. La habitación del vídeo parecía de motel. Había un cuadro de un paisaje muy soso y cutre, y una colcha barata. El piso en el que estamos es parecido, solo que en la pared de encima del sofá, donde debería de haber un cuadro cutre, hay un agujero del tamaño de una cabeza aplastada en el pladur.

La casa del padre de Mack.

Puse mi mano helada sobre el agujero de la pared, dejando que el pladur se desmoronara bajo mis dedos y dije:

—¡Qué expresivo!

Me froté los nudillos agrietados.

—Siéntate, Nessa —me dijo Mack.

Pisó con fuerza para quitarse la nieve de las botas. Donde nosotros vivíamos, se podía ver nieve en la montaña todo el tiempo; pero nevadas de verdad, de esas con copos revoloteando en el aire y cubriendo el suelo, que solo ocurrían una vez al año, durante una semana más o menos. Ahora estábamos en esa semana. Ninguno de nosotros, excepto los niños ricos que esquiaban, teníamos suficiente ropa de abrigo.

—Estamos de luto y de celebración al mismo tiempo, así que bebe —me dijo.

Le dio la vuelta a la mochila, dejando caer unas latas de cerveza en la encimera. Era una isla de madera falsa que se interponía entre el suelo de linóleo, la cocina y la zona que se suponía que era el salón, cubierta con una alfombra.

—¿Por qué estás de luto?

No estaba segura de si debiera importarme, si es que hablaba en serio.

Mack abrió una cerveza y le lanzó una a Sanjiv, que estaba repantingado en el sofá.

—Juventud perdida —dijo.

—Tus posibilidades son infinitas —le respondí. Era una estrella del hockey, acabaría jugando con los Winterhawks. Todo el mundo lo veía venir. El hielo era su elemento.

Eructó.

Incluso cuando eructaba era hermoso, con sus rizos oscuros y su piel morena. Tenía las cejas negras y una curvatura en el puente de la nariz, unos labios gruesos y carnosos de esos que nunca se ven en un chico. Kevin, el medio hermano de Mack, estaba echado en un puf, desparramado sobre el tejido afelpado y enmarañado. No se parecían en nada, como si en secreto, a lo mejor, ni siquiera fueran del mismo padre. Pero Kevin también era sexy, con esos ojos del color de las avellanas y el caramelo líquido. Eran chicos impregnados en humo de maría, sus cabellos despeinados, aquellas cicatrices de hockey. Eran demasiado grandes y desgarbados para el hundido sofá a cuadros y el puf aplastado. Lo sexy de los jugadores de hockey es que toman lo que quieren: necesidades cubiertas. Espacio, tiempo, lo que fuera. Se movían lentamente, conducían rápido, se reían sin que nadie contase un chiste. Me reí porque hacían que me diera vueltas la cabeza.

Yo no pesaba nada. Ahí era donde vivíamos; en una ciudad anoréxica. Las chicas trabajaban duro para ser menos, esperar menos. Cuando quería algo, decía «no». Decía «no, gracias, pero no». Pero ¿qué es lo que quería decir en realidad? ¿Qué ocultaban esas palabras? Una sola cosa: Amadme, cabrones.

El aire se veía gris por el humo. La puerta corredera de cristal al otro lado de la habitación estaba medio abierta. Había un pequeño balcón. Un frío aire invernal se colaba por la puerta, suficiente para que pudiera ver mi propio aliento. En la televisión, la estrella porno se escabullía en sus tacones altos, escondiéndose detrás de una maceta. El señor Disfraz de Gorila se agachó y saltó, su polla de goma blanca y dura se balanceaba contra una alfombra de falso pelo negro. Era la única chica en ese piso. Le coloqué el pelo a Mack detrás de la oreja y le toqué la barbilla.

—Los dibujos después del cole —dije, me giré y pisé una bolsa de patatas tirada en el suelo. Estaba vacía.

Tiré del bolsillo trasero de sus Levi’s y luego me dejé caer en el sofá al lado de Sanjiv, con mi pierna junto a la suya para robar el calor de su cuerpo. Mi abrigo estaba remendado con cinta plateada. Mis vaqueros estaban mojados hasta las espinillas, mis botas camperas, resbaladizas. Me quité una bota, dejé que cayera la nieve compacta y presioné la rodilla que tenía doblada contra el muslo de Sanjiv. Me trataba con todos desde hacía un tiempo, pero a Sanjiv lo había conocido un poco antes. Eran mis chicos.

—¿Tu madre sabe que ves estas cosas? —pregunté.

Kevin, desde el suelo, respondió:

—Lo compró ella.

Seguro que era verdad. No apartó la vista de la tele. El cuerpo de Kevin era una ganga de músculos y huesos, ahí tumbado en el puf. Quería pegarme a él, acurrucarme contra sus caderas.

En vez de eso, dije:

—Lo veis como si fuera educativo. ¿No deberíais estar todos haciéndoos una paja o algo?

A lo mejor era yo, que tenía ideas limitadas sobre cómo ven el porno los chicos. ¿Qué sabía yo? Recogí un trozo de nieve que se había caído entre mis pantalones congelados y mis botas y lo estrujé sobre la cabeza de Kevin hasta que la nieve empezó a gotear por el calor de mis manos. Una gota cayó sobre la piel suave y rosada de su nuca, ese lugar dulce y olvidado entre su camisa y su cabello despeinado; terreno inexplorado, tres pecas, un mundo entero, esa piel de bebé cálida y rosada. Kevin. Tanta belleza en la dureza de su cuerpo. Se estremeció, se inclinó hacia un lado y me apartó la mano.

—¡Ja! —me reí.

Sanjiv hizo un sonido con la garganta y se movió. A base de retorcerme, estaba medio echada en su regazo. ¿Cómo había llegado ahí, arrimada al calor de sus vaqueros?

Sanjiv y yo habíamos estado juntos en el colegio desde quinto curso. Ahí fue cuando mi familia se mudó a nuestra casa, el Arboreto, y la suya vino de la India, o Indiana, o California, o de donde fuera. Debería saber dónde vivía antes de mudarse, ¿verdad? Pero cuando llegó a la ciudad éramos unos niños. Nadie preguntó. En una ciudad donde la mayoría de la gente era blanca, no sabíamos cómo preguntar. Ahora eso quedaba demasiado lejos como para dar marcha atrás. Todo lo que sabía era que tenía familia en todos esos lugares.

Quizás por timidez, siempre hablaba entre dientes. Solía charlar más cuando era pequeño, pero había dejado atrás ese hábito. ¿Ahora? Podría haber deslizado la mano por dentro de sus pantalones, haberle robado el calor de sus huevos con mis dedos helados, y él solo habría mascullado un par de palabras en voz baja. Metí las manos en los bolsillos del abrigo, manoseé un papel doblado y me recosté, preparada para ver porno de la misma forma en que lo veían los chicos, como si fuera un programa normal, como si yo viera porno todo el tiempo.

Nunca había visto porno, pero sentí como si ya hubiera visto esta película. Era como añadirle a una situación obscena la melodía de Benny Hill. Como ver a Los tres chiflados haciendo King Kong el obsceno.

¿El papel que tenía en el bolsillo? Una nota de mamá, suave por el desgaste, como un viejo animal de peluche. Estaba de nuevo en el hospital.

—¿Cerveza? —me preguntó Mack.

Asentí y sacudí el pie contra la moqueta, zarandeando el edificio entero, hasta que me di cuenta y paré, porque sacudirse era como escabullirse, y yo no era esa clase de chica.

Mack y Kevin solían vivir de alquiler en una granja. Su padre cultivaba maíz. También tenían manzanas. A principios de otoño, su padre me pagaba, junto a otros niños, para que las recogiéramos. Daba igual cuántas manzanas recogiera, nunca me daba más que un par de dólares. Él las metía en su furgoneta y las llevaba al lagar al otro lado de la ciudad. Algunas veces iba con Mack y Kevin. El lagar era húmedo y estaba hecho de madera. Tenía paredes de cristal en la zona de la licuadora. Podías trepar por un lado, quedarte ahí colgado y ver las manzanas caer en la maquinaria. Salían hechas jugo y pulpa, separadas hacia dos caminos distintos. Olía a gloria en la pequeña casucha de madera alrededor del lagar. Era en parte el olor del moho y los suelos de madera, aunque también el de las manzanas. Pero luego vendieron el terreno para construir algo llamado polígono industrial, y no volvimos a ir al lagar. Se deshicieron de los manzanos y el maíz, y demolieron la casa de campo.

Nunca había estado dentro de este piso del padre de Mack, pero era exactamente igual a otros cientos de pisos del complejo. Cavernas de divorciados, todos ellos. Eran los pisos a los que se mudaba la mitad perdedora de cada divorcio. Había hecho de niñera por los alrededores, en distintos pisos. Me quedaba esperando junto a la luz blanca de un microondas mientras una cena congelada daba vueltas, carne y salsa, y un postre que sabía a perfume barato. Me había puesto de rodillas, había jugado con muñecas, camiones y juegos de mesa, noches largas jugando al Candy Land, aquel juego de mesa infantil basado en colores, persiguiendo la carta de la suerte de la Reina Frostine, mientras una madre o un padre solteros intentaban tener una cita en nuestra fútil ciudad. Cada piso tenía la misma minicocina, el mismo balcón estrecho sobre un aparcamiento. El balcón apenas lo bastante profundo para que papi o mami se echaran un cigarrillo a hurtadillas de madrugada.

Cuando perdieron la granja, comenzó todo el asunto del divorcio. La granja y el divorcio parecían ser una gran cicatriz.

Pero Mack y Kevin... sus sueños de hockey gorjeaban en el horizonte. ¡Serían los próximos hermanos Babych! Eso era lo que se escuchaba en la ciudad. Los hermanos Babych fueron los anteriores jugadores estrella de los Winterhawks. Cuando éramos pequeños, Wayne Babych estuvo viviendo cerca de nosotros. Había venido de Canadá y residía en un alojamiento militar. Alojamiento militar era un concepto extraño para mí, pero que aparecía en las noticias deportivas por aquel entonces. Era lo que se llamaba viviendas locales, ofrecido por familias para los reclutas más prometedores.

 

Mack me pasó una cerveza Pabst. Sin ningún motivo aparente para mí, Sanjiv pegó un brinco como si el sofá fuera eléctrico y hubiese recibido una sacudida. Se sacó una pelota de tenis del bolsillo del abrigo y la hizo botar contra la pared. El señor Disfraz de Gorila agarró el vestido de la mujer, endeble como el papel higiénico, y lo desgarró. Unas tetas blancas emergieron como palomas de una chistera en un truco de magia. Kevin, el hermano de Mack, encendió un mechero, inhaló de una lata como si fuera un bong y llenó la habitación con el aroma de la hierba. Sanjiv salió al balcón, miró hacia un lado, luego al otro. Cuando rozó el cenicero que estaba en equilibrio en la baranda, este se cayó al patio de uno de los pisos de abajo y se rompió. También golpeó una maceta con una planta marchita.

—Cálmate, tío —dijo Kevin con la voz contenida, aguantando el humo—. Alguien va a llamar a la poli.

Sanjiv lanzó la pelota de tenis hacia el aparcamiento.

Al otro lado del terreno había zonas de campo, más pequeñas de lo que solían ser cuando yo correteaba por ellas de niña, pero estaban ahí, y al otro lado de ese campo estaba nuestra casa.

La mayoría de las veces, cuando Mack decía «vente», yo le decía que no, porque últimamente cuando estábamos cerca hacía que se me ralentizara el cerebro. Me asustaba, porque se había convertido en un dios. Cuando miraba sus hombros de jugador de hockey, la cicatriz en la mandíbula, sus músculos, sus rizos, la forma en que el pelo oscuro le ensombrecía la cara, se podría pensar que era yo la que estaba demasiado drogada como para pasar Educación Física. Sus ojos eran aceite de motor. Su tabaco de mascar le había dejado un anillo blanco en el bolsillo trasero de los vaqueros. Olía a piel limpia, pero en una nube de humo y cerveza rancia, como si siempre acabara de llegar de una fiesta a la que yo nunca estaba invitada. Era un jugador de hockey y un fumeta, era un momento agradable y todo lo que yo quería en el mundo entero.

Le decía: «No, gracias».

Los días que Mack cogía el autobús para ir a clase, lo convertía en su viaje privado. Básicamente, convertía a todas las conductoras en su madre. Eran todas mujeres, todas mayores, con el cabello recogido en bucles y la cazadora puesta. Él les hablaba con dulzura y siempre se sabía sus nombres, y ellas se reían de sus tonterías, meneaban la cabeza, sacudían la grasa bajo sus viejas barbillas, giraban los ojos. Lo dejaban subir y bajar donde fuera que lo pidiera, lo cual iba totalmente en contra de las normas del colegio. Arriesgaban sus trabajos por él. Por la tarde, si íbamos los dos en el autobús, él solía bajarse enfrente de mi casa, caminar a través de nuestros campos y pasar por encima de la verja justo donde los cuadrados de alambre estaban presionados contra el suelo, doblados para amoldarse a años de pisadas.

—¿Vienes? —me decía, e inclinaba el pulgar hacia la boca, con la mano en un puño y el dedo meñique hacia arriba. Bebidas.

Siempre le decía que no, por la misma razón por la que esta vez le dije que sí: sabía que sería la única chica en el piso del padre de Mack. ¿Mi meta actual? Llegar hasta el final, por amor o por dinero.

Un niño salió a un balcón al otro lado del camino y tiró medio sándwich de pan blanco por el borde. El pan se separó en el aire, dejando que un trozo de mortadela cubierto de kétchup cayera libremente.

—Yo hice de niñera allí una vez —dije, y saludé al niño justo cuando apareció un brazo y lo metió de nuevo en casa de un empujón a través del repiqueteo de los estores verticales.

—¿Ese es tu primo pequeño? —dijo Kevin, el medio hermano de Mack.

Me ofreció el bong-lata, pero lo rechacé. Le di un sorbo a mi cerveza Pabst. Estaba fría como el aire y dulce como los jugos de Kool-Aid. King Polla tenía a la estrella porno contra la pared. Su vestido era un montón de satén desgarrado a sus pies, pero los tacones altos seguían en su sitio. Puso caras falsas de susto, todo «ohhh» y «oh, no», y deslizó las manos de las tetas a los muslos, luego entre las piernas, frotándose de arriba abajo. Sus uñas eran horribles, pero perfectas.

—¿Qué es esta basura? —pregunté, intentando estar por encima.

Kevin se volvió a retorcer en el puf y dijo:

—¿En qué piso vives?

Mack lanzó un golpe contra la cabeza de Kevin.

—Cállate, tío.

—¿Qué…? —dijo Kevin.

—Ella no vive en un piso, tío.

—No me importaría —dije.

No era como las chicas de la parte nueva de la ciudad que vivían en aquellas casas enormes con columnas blancas y tres plazas de garaje. Nosotros teníamos una entrada de tierra. Pero nuestra casa tenía un nombre: el Arboreto. Podía ver la silueta de nuestro tejado cuando miraba hacia fuera desde las puertas correderas del piso de su padre, más allá de los campos. Tiré del remiendo de cinta de mi abrigo.

Mack me agarró la mano. Doblé la esquina tras él. Cerró la puerta del dormitorio. Le toqué la cicatriz de la mandíbula. El hielo se manchó de sangre, la noche en que su barbilla se fragmentó como un pescado destripado, capas y capas de grasa.

—Yo estaba en ese partido —susurré. Me llevé una mano a la parte trasera de la cabeza, haciendo una señal de árbitro: Carga a la cabeza.

Vi cuando el otro tipo lo golpeó.

—Lo provoqué yo —dijo Mack, encogiéndose de hombros como avergonzado.

Extendí una mano hacia un lado haciendo la señal de árbitro para indicar dureza innecesaria. El hockey no era un deporte influyente en Oregón. Estaba marginado, se les dejaba a los forasteros, excepto por los Winterhawks.

—Déjame a mí tomar las decisiones. Tú puedes hacer lo que sea. Lo tienes todo por delante —dije.

Era fuerte y alto, y tenía una sonrisa fácil. Yo diría que era una sonrisa bonita, con esos labios. Era el chico malo favorito de toda madre. Sin su casco, derribado, el pelo de Mack había quedado extendido en el hielo como un halo oscuro. Había una salpicadura de sangre brillante. Se lo llevaron a algún lugar lejano. Yo quería ir con él.

—¿Qué se siente cuando te noquean? —le pregunté.

Tenía la medio esperanza de probarlo, alguna vez.

—No tiene nada de especial. Volver en sí es una mierda.

—Me refiero a cuando estás inconsciente…

Se quitó el abrigo y lo tiró sobre una pila de ropa amontonada en una silla. De una patada, metió unos calzoncillos sucios bajo la cama. Dejamos las cervezas en la mesita de noche, una al lado de la otra, dos latas perladas en su propio sudor. Acogedor.

—Podría hacerme árbitra o linier.

Ejecuté una danza de señales con una serie de gestos rápidos con los brazos: ¡Lanzamiento de penalti!, ¡Stick alto!, ¡Despeje prohibido!, ¡Gol!

Se remangó. Su brazo estaba hecho un desastre, lleno de costras y bultos en la piel. Lo toqué con mis dedos ligeros. Intentó engatusarme hacia la cama, marcha atrás. No sucumbí.

—¿Qué te pasó?

Se sacudió el pelo de los ojos.

—Me metí un pico de fibras de la alfombra. Así de sencillo, y casi pierdo el brazo.

Se rio como si fuera un chiste supergracioso.

—Anulación —dije, y balanceé los brazos intentando hacer la señal del árbitro—. Sin gol, no hay infracción. Es un error común.

Se dio un golpecito en la frente con el dedo índice, como si hubiera aprendido algo. Sus pestañas eran como arañas negras.

—Ya aprendí: no desparrames tu alijo —me dijo—. Ese error me costó el hockey.

Esas eran palabras serias.

—¿Ya no juegas?

¿Cómo no me había dado cuenta? Mack tenía la habilidad de escabullirse, quedándose con su madre al otro lado de la ciudad, yendo a quién sabe dónde.

—Podrías volver a meterte. Te adoran —le dije.

En voz baja y forzada, me respondió:

—El hockey es un deporte para fortalecer el carácter, pequeña.

Me empujó hacia atrás sobre la cama, dejando que la parte trasera de mis rodillas golpeara contra el colchón. Probé a decir que sí y me dejé acomodar como un edredón.

—Un atleta se preocupa por su cuerpo, en el hielo y fuera de él. Al parecer yo no lo hago.

Se apretó contra mí, con su peso sobre mis huesos y mis caderas. Intenté dejarme llevar, no tomar la iniciativa. Llegar hasta el final.

—Todavía… —comencé.

Su boca golpeó la mía y estaba demasiado abierta, demasiado húmeda, pero el olor estaba ahí, la fiesta. Estaba bajo su carpa de humo y cerveza, su piel del color del whisky, bajo su peso.

Mack desabrochó los botones de mis vaqueros. Mallas térmicas, calcetines de lana, camiseta, suéter. Eran capas sobre capas, las mismas que llevaban los chicos; uniformes de invierno, lo más alejado posible del vestuario de la estrella porno. Revolotearon plumas desde mi abrigo.

Algo se estrelló en el salón. Dejé caer una mano en la cama. Mack no se inmutó, no dejó de presionar su boca abierta contra la mía, su lengua contra mi lengua, sus dedos en busca de piel. Al otro lado de la pared, Kevin dijo: «Cielos, tío». La voz de Sanjiv surgió como uno de sus murmullos típicos, solo que un poco más apagada.

Otro estruendo y se escuchó el sonido de escombros cayendo dentro de la pared, entre las capas del pladur. Me aparté de Mack, empujándolo por los hombros, pero su peso sobre el mío me mantenía pegada a la cama.

Nuestros dientes chocaron. Su boca era una mordaza. Mis palabras salieron ahogadas, extrañas y rotas, como términos apenas traducidos, destinadas a un lenguaje que ni siquiera usaba palabras. Asfixiadas.

Otro golpe y esta vez una mano se abrió paso a través de la pared, por encima de la cabeza de Mack, con unos nudillos ensangrentados enredados en cables. El pladur me golpeó la cara, soltando gravilla fina como la arena en mis ojos.

Mack se levantó sin prisa, lleno de paciencia. Dejó que el polvo y los escombros cayeran de la amplia llanura de su espalda. Era enorme, un monstruo de hombre, sacudiéndose pedazos del mismísimo edificio. Él era el niñero esta vez y se irguió cuan alto era al abrir la estrecha puerta.

Los nudillos de Sanjiv estaban marcados con sangre roja del color de las rosas. Varios agujeros habían florecido en la pared. Este arte, su forma de expresarse, no conllevaba pintura, pero sí dolor. Grafiti, dibujado con su propia mano. Me limpié la saliva de Mack de la barbilla.

—Papá se va a poner furioso —dijo Kevin.

—Papá es un marica —masculló Mack.

—El marica eres tú —le soltó Kevin.

Kevin se lanzó contra Mack, yendo a por su garganta, pero Mack era más grande y lo derribó. Los dos se fueron al suelo juntos, golpeando una mesilla y derramando una cerveza. Me quedé a un lado. Los músculos de sus brazos y cuellos se tensaban contra la piel. Cada uno de sus músculos me llamaba, como si cada uno de ellos fuera mío. Eran tan hermosos. Eran chicos de granja sin granja, atletas sin deporte.

—Y aquí estamos, empatados, en espera de la muerte súbita en la prórroga…

La lucha continuó.

—Eh, Mack. No —dije y lancé un brazo a un lado, haciendo la señal del árbitro—. ¡Dureza innecesaria! —dicté—. Una pelea más y se acaba el juego.

Mack tenía a Kevin agarrado por los hombros, pero Kevin lo lanzó a un lado. El pie de alguien dejó otro agujero en la fina pared.

—¡Falta leve! ¡Fuera de la pista! —dije.

Cuando Mack derribó a Kevin contra el sofá, exclamé:

—¡Golpe con el taco del stick!

Tenían los brazos entrelazados, cada uno agarrando los hombros del otro, manteniéndose a distancia pero a la vez muy cerca, como si no pudieran zafarse ni tampoco llegar a unirse; eran los chicos más hermosos que había visto en mi vida. De hecho, sabía algo de arte y Mack y Kevin eran estatuas clásicas en combate. Si solo estuvieran desnudos, esos chicos serían los modelos de todas las grandes estatuas de dioses en guerra talladas en mármol.

Sanjiv se frotó la palma de la mano contra los nudillos ensangrentados y salió al balcón. El señor Disfraz de Gorila se follaba por detrás a la falsa Fay Wray, hasta que la cinta se jodió. La imagen saltaba. Mack tomó la delantera. Una vena en el lateral de su cuello resaltaba, azul y gruesa. Los ojos de Kevin eran redondos, pequeñas nueces, mientras luchaba. Un trozo de mi cinta plateada estaba enganchada al abrigo de Mack.

Me llevé una mano al labio y esta se tornó roja con la sangre. Mis labios agrietados se habían rajado al besarnos. Cogí una cerveza de la encimera y sostuve la lata contra mi boca como si fuera hielo, y me metí otra en el bolsillo del abrigo. La lata era tan reconfortantemente sólida. Encajaba en mi bolsillo como si estuviera diseñada para estar ahí, y tiraba de mí hacia abajo como un plomo. Sentía la cabeza ligera, esa lata de Pabst pesaba más que yo. Yo era helio.

 

Deslicé una segunda lata en el otro bolsillo, para evitar salir flotando.

Mack estrelló a Kevin contra el televisor, lo tiró y con él la mesilla. No era tarde, pero fuera estaba oscuro.

—Vale —dije, como si estuviera tratando de parar la pelea, como si de verdad pudiera.

Pero la cosa es que no lo estaba intentando. No podía. Yo no me esforzaba tanto. Me toqué el labio con un dedo y dibujé una línea con mi propia sangre en la esquina de la cocina.

Había un imán en la nevera imitando una página de cuaderno con un rotulador colgando de una cuerda. «TAREAS PENDIENTES». No había ninguna lista, como si hubiera alguien que no tuviera nada que hacer. Escribí: «Llamar a Vanessa».

Escribí mi número de teléfono. La tinta azul de la pizarra me manchó el lateral de la mano. Dejé la huella de mi puño manchado de tinta al lado de las palabras que acababa de escribir, parecía la huella de un pie de bebé.

Entonces me fui, dejando atrás el pasillo y las escaleras de metal repiqueteante del piso.

La nieve flotaba a la deriva como si fuera polvo. Aquellos copos blancos y voluminosos parecían sacados del sueño más extravagante que una persona pudiera tener. ¡Habían cubierto el mundo! En pocos días, habría desaparecido. Mis pies se hundían en los montículos entre las hierbas del campo. Bajo la luz azul, toda esa nieve congelada se asemejaba a las grietas del yeso destrozado. Nuestra casa se erguía alta contra el cielo azul y negro. Un canalón sobresalía como una astilla. El tejado se dividía alrededor de la chimenea. La nieve se apoyaba contra las ventanas. Mi hermana Lu estaría en casa con papá. Seguro que estaban viendo la televisión y haciendo la cena. Ella y papá se llevaban bien.

Lu había decidido que quería que su nombre fuera Carrion. Pensé que se refería a Karen, pero ella me corrigió.

—Carrion —dijo, e hizo una especie de baile saltando en el salón—. Es el nombre más bonito del mundo —aseguró con los brazos abiertos.

Yo apenas era una niña, algo mayor que ella, cuando nos mudamos a esta casa. Recuerdo cuando vivíamos en la ciudad, Portland, antes de que ella naciera. En el Arboreto, había pasado largos días fuera, en los campos, construyendo sillas con palos y hierbas que aún estaban enraizadas en la tierra. Haría sillas tan compactas que podía sentarme en ellas. Me imaginaba cómo una silla podría convertirse en un sillón si las hierbas enraizadas estuvieran verdes. Ahora la nieve brillaba con su blancura contra el cielo azul oscuro. Los campos habían sido allanados con cemento, algunos de ellos reconstruidos por completo, hasta que la economía se estancó y las construcciones cesaron. Lo que quedaba aún estaba señalado con banderas naranjas, listo para los contratistas, para más cavernas de divorciados.

¿Por qué esperar al divorcio? ¿Por qué esperar por los constructores? Me puse cómoda, sentada sobre un montículo cubierto de nieve. Balanceé un pie de un lado a otro, alejando la nieve a patadas. Ahí estaba mi cocina, mi salón.

De verdad quería convertirme en árbitra de hockey. En casa, siempre había sido la árbitra entre mis padres. Podía ponerme en medio de una pelea.

Qué pasaría si mi silla-montículo de nieve pudiera convertirse en un sillón. Qué pasaría si mi madre estuviera aquí. Le diría:

—Ma, creo que le gusto a Mack.

Cogí un puñado de nieve blanca de una mata de hierba alta y me lo puse en la lengua. Un helado anoréxico. La nieve se volvió roja gracias a mi labio partido. Pequeños copos caían sin rumbo sobre mis vaqueros, tejiendo un manto de seda, de satén blanco y suave como el vestido de la estrella porno.

—Puede que a Sanjiv también. Sanjiv no está mal, ¿verdad? Quiero decir, con su rollo de chico raro.

Era guapo. Podría sobrellevar su obvio problema de ira y su total falta de habilidades de comunicación.

La nieve caía en torbellinos vertiginosos, y por un momento el vértigo en mi cabeza tuvo sentido. Le di un sorbo a la cerveza, mastiqué nieve, cerré los ojos y me acurruqué contra el montículo de hielo. Sentía la cabeza muy ligera. El viento canturreaba a través del campo de hierba. Ese mismo viento me apartó el cabello de la cara, suave como las manos de mi madre y, cuando la nieve empezó a aglutinarse formando gruesos copos, cada uno de ellos cayó con el amor de un beso congelado, como si alguien estuviera guardando y congelando su cálido amor para más tarde.

Amontoné la nieve recién caída formando una almohada. Me acosté en el suelo. Entonces saqué la nota del bolsillo, esquivando la lata húmeda de cerveza. Desdoblé el papel desgastado. Tenía los dedos agarrotados. Podía escuchar la voz de mi madre al mirar su escritura.

En una cursiva tan suave como una nana, ella me cantaba:

«Naranjas.

Desinfectante.

4 l de leche.

Pan, espaguetis, sopa de lata».

Al final, había escrito:

«Llega hasta el final, por amor o por dinero».

Lo último que había hecho antes de volver al hospital esta última vez había sido escribir esa nota. Bueno, después de eso le prendió fuego a su cama, así que en realidad esa había sido la última cosa que había hecho. Cuando encontró lo que necesitaba en la medicina y en la terapia, cuando consiguieron equilibrarla, después de que hubiera llegado hasta el final de su maratón interno, volvió a casa cargando con bolsas de desinfectante y amor, leche y dinero.

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