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Z serii: Candaya Narrativa #45
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No sabe botar. Fernando siempre le dice que tiene que defender más, que correr más, que no se lo toma en serio, que no sabe botar. Pero a él lo único que le interesa son los tiros. A veces Fernando lo separa del grupo y lo tiene botando durante todo el entrenamiento. Bota y corre, bota y corre. Después párate. Bota. Cerca del suelo, más lejos. No tires. Hoy la canasta ni mirarla.

Han recuperado el balón y hay un contraataque y Óscar hace una bandeja.

No sabes defender. Las puntas de los pies en el suelo, las piernas en movimiento, como si el asfalto quemase, los brazos extendidos. Atento, atento.

Las niñas gritan en la banda, o cantan.

Canasta. ¿Cómo ha sido? El gordito, la ha metido el gordito. Otra vez a cinco. Otra vez a correr hacia el otro lado. Bordea la línea de tres, sin pisarla, recibe, no piensa, mira la raya, otro tiro. Sería tan fácil. Pero le da la pelota a Ricardo, el base titular del equipo, que pasa a su lado, se deshace de ella, y Ricardo se la devuelve y le grita: ¡te ha sacado para que tires los triples! ¡Yo te bloqueo! Ahora parece increíble que puedan hablar o argumentar en mitad del partido, pero es verdad, es así.

La raya, el tiro, la parábola, un movimiento que cubre el espacio, todo el espacio, de forma continua, sin interrupciones. Un arco.

La pelota rebota en el aro, sale disparada hacia arriba pero después cae en vertical, un peso muerto, y atraviesa la red, el agujero que hay en la red que rodea la circunferencia perfecta del aro.

A dos puntos. De repente sólo están a dos puntos. Un verbo que ha escuchado muchas veces pero cuyo significado nunca había puesto en práctica: remontar.

Tiempo muerto. El partido se detiene.

¿Por qué no los cogieron, si metieron el gol, si él metió el gol? ¿Por qué no los cogieron a Carlos y a él para el equipo de futbito?

La música, esta música no existe todavía, aún nadie la ha inventado, son las niñas que cantan y se desvanecen, las niñas del equipo de baloncesto, que juegan después de ellos. ¿Qué ha sido de vosotras? Son demasiado jóvenes y no lo miran, pero él también fue joven. No hay equipo femenino de futbito todavía, a veces entrenan juntos, se tocan, se defienden, partidos mixtos.

Todos en torno al banquillo, Fernando da las instrucciones. Quedan veinticinco segundos. Tenéis que hacer falta. No meterán los dos tiros. Sólo meterán uno, o ninguno, son muy malos, son peores que vosotros, que ya es decir. Y después, e es igual a eme ce cuadrado, dice Fernando. Y tiras tú, Gustavo, dice, y ahora sí lo mira a los ojos. Tiras de tres. Da igual si vais perdiendo de dos o de tres después de los tiros libres, tú tiras el triple y lo metes. Estás en racha, te entra todo. Hoy ya has metido dos. Eres nuestro mejor tirador de triples, Gustavo. Tienes un don. No nos falles. Confiamos en ti. E es igual a eme ce cuadrado. Estarás solo. No os desmadréis, no hagáis cosas raras, va a salir bien. Podéis hacerlo.

E es igual a eme ce cuadrado es el nombre en clave de una jugada ensayada que se le ocurrió a Fernando.

En esta categoría no hay faltas intencionadas, ni técnicas, no sabe muy bien por qué. En el baloncesto de los mayores sí, dos tiros y posesión. Dos tiros y posesión. Aquí no. Hace dos años sí existían las faltas intencionadas, cuando eran alevines y jugaban en las canastas pequeñas, pero las han prohibido o las han quitado, ya no aparecen en el reglamento.

En las canastas pequeñas no había línea de tres puntos, no había triples, y sin embargo él siempre tiraba desde lejos, los tiros lejanos siempre le entraban.

Empújalo. Hay que hacer falta. Ya ha pasado junto a él y no ha sabido reaccionar. Sólo un empujón. Bastaba con eso. Con las dos manos. Que no avance más, que no se acerque a vuestra canasta, que no pueda pasar la pelota, que se pare el reloj. Persíguelo.

Un día Fernando se lo llevó aparte en un entrenamiento mientras los demás jugaban un partidillo. Habían ido once a entrenar y sobraba uno y Fernando se lo llevó a otra canasta y dijo que le iba a enseñar el tiro en suspensión. Tienes muy buena puntería, le dijo, pero sólo sabes tirar si estás solo, si nadie te cubre, tiras sin despegar apenas los pies del suelo, tienes que aprender a saltar antes de tirar y a soltar la pelota cuando estés en el aire, arriba del todo, eso es lo que se llama «tiro en suspensión». Así podrás tirar aunque tengas un rival relativamente cerca. Y los porcentajes de tiro aumentarán debido a la altura. Estuvieron practicando. Podía hacerlo desde cerca, dentro de la botella, saltar y tirar en mitad del salto, pero si se alejaba demasiado le faltaba fuerza, tenía que dedicar toda su energía a conseguir que la pelota llegara hasta la canasta y perdía precisión. Pierdo precisión, le dijo a Fernando, mis tiros en suspensión son muy poco precisos, dijo, y Fernando le pasó la mano por la cabeza y lo despeinó. No te preocupes, le dijo, practica, ya te saldrá.

Dentro de la botella y fuera de la botella.

El empujón, la falta, han sido para el gordito, que va a fallar los dos tiros, ya los ha fallado, lleva años fallándolos. Antes de que tirase ya sabían que iba a fallar, todos los sabían, también él, esa cara de circunstancias del gordito. Demasiada responsabilidad para un niño.

La pelota va de un lado para otro como un borracho que busca alguien con quien pelear. Quema. Siempre hay un límite, una demarcación. Todo tiene un límite. La raya que encierra el campo son las paredes del mundo. Basta con levantar la vista e imaginar algo allí, una frontera. No atravieses la pared, fantasma. No salgas. No entres.

Todo es blanco o gris o amarillo, una superficie resbaladiza. Los huecos están llenos de náusea, corre el agua pero se detendrá, que corra el aire, que corra el aire, no le pongas puertas al campo.

Es así (fue así): cuando quedan quince segundos para que termine el partido, a una señal de Fernando, todos los que están en el banquillo, y el propio Fernando, y las chicas del equipo femenino que trotan y saltan en la banda (al otro lado de la raya, allá fuera), incluso algunos padres y madres (no los suyos) y hermanos y profesores que pasan por allí empiezan a gritar, a corear, desde el exterior, desde el otro lado de esa pared imaginaria, de la jaula o la caja o la habitación cerrada e inhabitable:

«¡Diez, nueve, ocho...!»

Es un truco tan sencillo que da miedo.

Empezar la cuenta atrás cuando quedan quince segundos.

La consigna es esta: tranquilidad, no perdáis la pelota, el final se acerca, pero hay un desfase, un décalage (así lo dice Fernando, en francés), cinco segundos durante los cuales los rivales creen que el partido ha terminado cuando en realidad queda algo de tiempo, una tierra de nadie o tiempo de nadie, dice Fernando, un efecto relativista de contracción o dilatación, como en la paradoja de los gemelos o el gato de Schrödinger, The Twilight Zone. Gestos de asombro o hastío futuros, la nada absoluta.

No te conozco de nada, dice el tipo.

¿Fernando? ¿No eres Fernando Vázquez?

«¡Siete, seis, cinco, cuatro...!»

Sí, soy Ricky Rubio, no te jode.

No puede ser, todavía no, ni siquiera ha nacido.

La tensión que aumenta, el aire que se hace más denso, parece que de un momento a otro va a caer la gran tormenta de su infancia, la que recordarán como un hecho incontrovertible, el gran misterio de sus vidas, a medida que envejezcan y se deterioren. Hubo una vez un mundo más sencillo, más limpio, más puro, más intenso, de preocupaciones abstractas y abiertas. Siempre hay alguien a quien echar la culpa de todo lo que vendrá después, alguien que nos obligó a tomar una decisión equivocada.

Empújalo ahora, basta con lanzar las manos hacia su pecho. Sal a la calle si tienes huevos.

El balón es como una partícula subatómica, como un electrón, como el único electrón del átomo de hidrógeno, el elemento más común del universo, más del 70 por ciento de la materia visible. ¿Por qué nos decías esas cosas, si no tenías ni puta idea? ¿A quién querías engañar?

«¡Tres, dos, uno!»

Farsante, cabrón, farsante. Si ni siquiera terminaste tu triste licenciatura en Filosofía y Letras. ¿Qué relatividad ibas a conocer tú?

Una vez, durante un entrenamiento, Fernando les dijo: «Aunque pasaseis cien años luz practicando esta jugada no os saldría». ¿Cómo no se dieron cuenta entonces?

«¡Cero!» Cero.

Los niños del otro equipo empiezan a dar saltos y a abrazarse y dejan en paz a Ricardo, que lo mira a él y espera el gesto de asentimiento antes de apuntar a su pecho y soltar la pelota. Entonces él recibe el balón. Mira hacia abajo, sus pies, la raya. Piensa que puede tirar a canasta, que tal vez debería hacerlo. Tiene cinco segundos para colocarse, para apuntar, para lanzar el balón hacia el aro. Pero algo lo detiene. Piensa que en realidad el partido ya ha concluido, y que da lo mismo que él tire o no, que enceste o no, que el marcador varíe o no varíe, porque el plazo ya está cumplido. En un ramal de la realidad el partido ya ha finalizado. Ha oído la cuenta atrás, no puede fingir que no ha escuchado las voces de todos arrancando los números uno a uno como pétalos hasta desfigurarlos o desvanecerlos o dejarlos flotando en el aire en una caída demorada. Objetos que caen pero no terminan de caer porque no hacen ruido al golpear el suelo. Sus compañeros huelen su indecisión y le gritan. ¡Tira! ¡Tira! Fernando, en la banda, un pie apoyado sobre el banquillo, también mira en su dirección con una mueca de desprecio o de desinterés o de absoluta confianza.

Se miran los dos, como si sólo los separasen unos centímetros y no seis metros y pico, una distancia que acaso no sabrán manejar.

 

OXITOCINA

Mi hermana siempre decía que era mucho mejor tener un sobrino que tener un hijo. Supongo que nuestra madre habría estado de acuerdo. Según mi hermana, con un sobrino disfrutabas de todo lo bueno, de todas las alegrías de tener un niño cerca, pero sin ninguno de sus inconvenientes. El embarazo, por ejemplo. Y el parto. Los pañales. Despertar a medianoche. Y, cuando crecen, no tienes que reñirles, ni que educarlos, aseguraba mi hermana. La adolescencia, ese misterio, esa sangría. Puedes limitarte a darles todos los caprichos y a dejarte querer. Puedes comprar un pantalón, por ejemplo, pero no tienes la obligación de comprar todos los pantalones y de supervisarlos y de comprobar cómo se desgastan y cómo se quedan pequeños. Puedes ver cómo crecen los niños, sí, pero con distancia suficiente, a salvo de las explosiones y de los agujeros negros. Por no hablar del tiempo, del tiempo que se escapa, de la sensación de que la vida se desplaza lentamente hacia la nada como un barco a la deriva. Yo no podía estar menos de acuerdo con aquellas afirmaciones, aunque fingía que sí. Un barco a la deriva siempre es mejor que un barco que hace aguas por todas partes, que se va a pique, que ya se hunde sin remedio. Yo quería todos esos inconvenientes que enumeraba mi hermana. Yo quería planchar las rodilleras, limpiar culos, poner el termómetro, ir a las revisiones del pediatra. Dormir siempre mal, con una opresión en el pecho. Siempre es difícil llevarle la contraria a una hermana mayor.

Laura era hija de mi hermana, y por lo tanto era mi sobrina. Una niña frágil y fantasiosa que empezó a quedarse en mi casa una vez por semana, después del colegio, cuando acababa de cumplir cuatro años. Nació en octubre. Al principio nos pareció más conveniente que fuera los jueves, que pasara conmigo las tardes de los jueves. Recuerdo la tarde en que Laura, sentada en el sofá, señaló hacia el pasillo con una expresión de goce indudable, con esa mirada brillante que sólo tienen los niños. Era la segunda o la tercera vez que venía a pasar la tarde conmigo, mi hermana aún no había llegado de la sesión y ya empezaba a hacerse de noche, aunque acabábamos de merendar. Seguí la dirección de la mirada de Laura, pero no había nada allí, nadie, sólo mi triste pasillo en penumbra. El suelo estaba lleno de miguitas de pan. Entonces ella me miró fijamente y me dijo, entusiasmada: ¿No lo has visto? ¡Acaba de pasar un fantasma! ¡Estaba asustado como una paloma! Aquel día supe que me había ganado su confianza, porque ya era capaz de inventar junto a mí, de mentirme o de bromear o de ponerme a prueba. Hasta entonces había permanecido en silencio.

Después de las navidades mi hermana decidió que era mejor que su hija viniese a mi casa los viernes en lugar de los jueves. Ella, mi hermana, salía agotada de las sesiones, así que parecía preferible que fuesen los viernes por la tarde y que Laura se quedase a dormir conmigo. Mi apartamento sólo tenía un dormitorio, pero conseguimos una cama plegable, ya no recuerdo cómo, tal vez la trajimos de la Torre, una cama diminuta con un colchón de apenas diez centímetros de espesor. Aquellos primeros viernes de invierno Laura durmió siempre de un tirón, exhausta por los juegos y la emoción de pasar la noche fuera de casa (nunca antes lo había hecho), tal vez también por el misterio de las actividades adultas y casi clandestinas de su madre. Tardó varios meses en despertarse por primera vez en mitad de la noche, como hacía en su casa de forma habitual, al menos según me contaba su madre. Uno de los momentos más felices de mi vida fue la primera vez que Laura empezó a gritar en mi apartamento a las tres o las cuatro de la mañana. En mi cama, en medio de un sueño profundo, me despertó un llanto infantil situado a sólo dos metros de mí y durante unos segundos creí que quien lloraba era un bebé, mi hijo, un hijo o una hija inexistentes (no he tenido hijos, claro) y en medio de ese desconcierto, antes de ir a consolar a mi sobrina, lloré yo también, de alegría y de intuición y tal vez de rabia. Me sumergí en el llanto de Laura y buceé en él como en la idea de otra vida posible. Después me acerqué hasta su cama en la oscuridad y vi que gritaba dormida, con los ojos cerrados y el labio inferior tembloroso, los dedos rojos agarrados al borde del edredón. Le acaricié el pelo y se calmó poco a poco, como si mis dedos le hubieran inyectado alguna droga.

Aquellas estancias periódicas duraron dos años. Compré un cepillo de dientes, una almohada rosa con unos dibujos de animales, un pijama, juguetes, galletas de distintas formas y colores. En su casa dormía siempre con un oso de peluche que le había regalado Jaime, así que yo también le compré un muñeco para que tuviera algo a lo que aferrarse por las noches. Encontré un pato de tela que me cayó simpático desde el principio. Tenía la mirada vacía de los animales disecados o falsos, pero no daba demasiado miedo, porque no parecía real. No era sólido, había algo de gelatinoso en sus movimientos, sólo me costó diez euros. Yo lo guardaba en el armario empotrado de mi habitación y todos los viernes por la mañana lo colocaba con cuidado debajo de mi almohada, y lo primero que hacía Laura cuando entraba a mi casa era correr hasta mi cama para destapar al muñeco y saludarlo. Ella creía que el pato pasaba toda la semana allí, que dormía conmigo. Le daba un poco de pena que el muñeco no tuviera niños con los que jugar. Supongo que mi vida le parecía previsible y aburrida, a pesar de todo. Cada vez que Laura veía al pato, saltaba y chillaba de alegría, como si a lo largo de la semana hubiese llegado a dudar de la fidelidad del muñeco, o de la mía. Le inventamos un nombre, Feldespato. ¿Qué tal estás, Feldespato? ¿Me has echado muchísimo de menitos?, decía Laura, mientras le acariciaba el pico naranja o le besaba las patas amarillas y lo llenaba de babas.

Me encantaba pasar los viernes con mi sobrina. La iba a buscar al colegio con el coche, y pasábamos la tarde escuchando música, pintando, en el parque o en el cine. Hacíamos carreras. Escondíamos objetos. Olíamos hojas y pinturas. Nos maquillábamos. Bailábamos alrededor de una hoguera imaginaria mientras tocábamos instrumentos invisibles. Al final de la tarde preparábamos la cena: le gustaba probar, subida a una silla, cada uno de los ingredientes que añadíamos a la pizza o a la ensalada. Antes de acostarla le leía un cuento. Mi colección de cuentos infantiles creció poco a poco y pasó a ocupar más espacio que mi propia biblioteca. Laura construía verbos a partir de sustantivos: decía «bicicletear», «cuentear», «peliculear», «bocadillar». También decía «mantar» en lugar de «arropar». Cuando estaba con ella el mundo cambiaba de significado y cada objeto se convertía en una acción de maravilla posible.

Perdí a Feldespato. Un viernes por la mañana, nada más despertarme, tuve una extraña intuición, como un hueco que se abría en mitad del pecho. De inmediato vi, o imaginé, la mirada indiferente del muñeco. Busqué primero en el armario, donde lo guardaba siempre, y después, como un acto reflejo, debajo de la almohada. A continuación rastreé sin éxito toda la casa, al principio de forma alocada y aleatoria, después de forma sistemática. Los nervios me llevaron a buscarlo en lugares que llevaba años sin recorrer, en la esquina más inverosímil, debajo de la cama y del sofá, en el trastero, en una gigantesca caja de cartón en la que guardaba cartas y papeles antiguos, fotografías familiares, apuntes de la universidad. Pasé revista a mi vida y me sorprendí de haber sido, no muchos años antes, otra persona. Me sentí culpable. Recordaba que había metido el muñeco en la lavadora el domingo anterior, con las sábanas de Laura, y recordaba haberlo tendido en la terraza, sujeto a la cuerda con una pinza que le atenazaba el ala derecha y le daba un aspecto de sometimiento, como una marioneta en espera de una mano que la llene y la anime. Sin embargo, no tenía la certeza de haberlo colocado de nuevo en el armario, en su sitio. Los gestos repetidos pierden nitidez, se amontonan como calcetines o como camisetas, de dos en dos o de tres en tres, al final es imposible distinguirlos. Por suerte, tenía tiempo y pasé por la tienda en la que había comprado el muñeco perdido. Tenían varios iguales, colocados uno junto a otro en una estantería, las patas colgando, sin vida, como niños que esperan su turno. Todos con la misma postura de cansancio, con la misma expresión de nada.

Antes de ir a buscar a Laura coloqué el pato nuevo debajo de la almohada. Me pareció idéntico al otro, indistinguible. A lo mejor había alguna diferencia, el ligero desgaste del que se había perdido, pero una niña de cuatro años no podía darse cuenta.

Cogí el coche y fui hasta el colegio. A esa hora era imposible aparcar y siempre dejaba el coche en doble fila. Las madres (casi todas eran madres) formaban un semicírculo en torno a la puerta. Los niños de primero de infantil salían de uno en uno y corrían hacia la libertad. Laura solía ser una de las últimas. Caminaba hacia mí sonriendo, pero sin precipitarse, como si ya tuviera una idea precisa del concepto de dignidad.

Cuando llegué a casa con ella, repitió su ritual de todas las semanas y corrió hacia mi cama. Levantó la almohada, sacó el muñeco y se lo quedó mirando. La alegría desapareció de su cara. Me miró a mí. Volvió a mirar al muñeco. Este no es Feldespato, dijo. ¿Dónde está Feldespato?

Tuve que explicarle lo que había pasado. Me disculpé una y otra vez. Es difícil ponerle excusas a una niña de cuatro años. Aún no conocen los códigos, y las explicaciones se enredan, parecen absurdas, no sirven. Pero a medida que hablaba me di cuenta de que ella sentía más curiosidad que decepción. No hubo ningún reproche, ni una sola lágrima. En vez de mirarme a mí, miraba a su nuevo muñeco. ¿Sabes una cosa?, me dijo, por fin. Tenemos que ponerle otro nombre. Ah, claro, respondí. Tiene que tener un nombre. Le sugerí varios: Patoso, Matías, Ánade, Bartolo, Juan Carlos. Ninguno le parecía adecuado. No tiene cara de Bartolo, decía, por ejemplo, mientras examinaba con atención los ojos alucinados del muñeco. Pasamos la tarde así, mirando un pato de tela. Laura se tomó el asunto con mucha seriedad. A mí me costaba aguantar la risa. ¿Cómo había sabido que se trataba de otro muñeco? Fue por la noche, después de que la ayudara a ponerse el pijama, cuando me anunció que ya había encontrado el nombre adecuado. Se llamará Patológica, me dijo. Me quedé sin habla. ¿De dónde habría sacado esa palabra? Porque no es un pato, no es exactamente un pato, dijo. Es una chica, una pata. (Tenía una forma muy graciosa de pronunciar algunos adverbios: no dijo «exactamente», claro, sino «sastamente»: «no es sastamente un pato».) Le dije que entonces tendría que llamarse Patalógica, y no Patológica. Se volvió a quedar pensativa. Se llama Patológica, concluyó, dando por cerrada la conversación.

El sábado, cuando mi hermana vino a buscar a Laura, mi sobrina le contó a su madre las aventuras de la pata Patológica. «Lo mejor de todo», le dijo, «es que no tenemos ni idea de qué ha pasado con el otro muñeco. ¿Habrá salido volando?»

El domingo por la mañana sonó el timbre. La vecina de abajo traía bajo el brazo el muñeco originario, Feldespato. Al parecer había caído del tendedor a su terraza. A lo largo de la semana había pasado un par de veces por casa, pero no había dado conmigo. Se lo agradecí. Coloqué los dos patos, uno junto al otro, y traté de encontrar alguna diferencia entre ellos. Con un rotulador negro tracé una F en la etiqueta del pato que me había traído la vecina y una P en el que había comprado sólo tres días antes.

Al viernes siguiente quise hacer un experimento. Coloqué bajo la almohada el muñeco que tenía una F en la etiqueta. Fui a buscar a Laura al colegio, y cuando entramos en mi apartamento ella fue hasta mi cama, retiró el muñeco de debajo de la almohada y se puso a gritar como una loca: ¡Ha vuelto Feldespato! ¡Ha vuelto Feldespato! ¿Dónde estabas, Feldespato?

Laura decía que Feldespato era un muñeco triste, y que Patológica era una muñeca que siempre estaba contenta. No tenía ningún problema para diferenciarlos. A partir de ese día empezó a dormir con los dos. Cuando se lo conté a mi hermana, me dijo que yo siempre había sido, desde la infancia, una persona muy despistada y, al mismo tiempo, con una enorme imaginación. Seguro que hay algo que los distingue, algo que hasta una niña de cuatro años es capaz de percibir, y sin embargo a ti se te escapa porque siempre estás pensando en otra cosa. Sentí que en esas palabras había algo de reproche. No quise discutir.

Dos años después, cuando acabó todo, Laura se fue a vivir con su padre a Salamanca. Le ofrecí los patos como regalo de despedida, pero no los quiso. Están acostumbrados a tu casa, me dijo, en Salamanca estarían los dos muy tristes y no sabrían qué hacer. No les gustan las ciudades que no conocen. Además, seguro que los cuidas muy bien. Tuve que reprimirme para no llorar delante de la niña.

 

Sólo unos meses después desperté en mitad de la noche con la certeza de que me estaba ahogando. Encendí el televisor y traté de ver una película. Me comí una mandarina. Era viernes, así que al día siguiente no tenía que ir al despacho. Ya estaba amaneciendo cuando abrí la puerta del armario. Saqué los dos muñecos y les pasé la mano por la tripa de tela. Me fijé en las etiquetas y me di cuenta de que las letras que los distinguían se habían emborronado. La P y la F parecían iguales, una mancha vertical. Me pregunté si Laura todavía sería capaz de distinguirlos, de decirme cuál era cuál. Me acordé de mi infancia, de mi hermana, de nuestra madre, de los veranos en la Torre, cuando nos bañábamos en una palangana enorme y llena de bichos. ¿Tú eres Patológica, verdad?, le dije a uno de los muñecos. Devolví al otro al fondo del armario. Espero haber acertado, pensé, mientras me metía en la cama. Me abracé al muñeco con fuerza hasta que me venció el sueño. Cuando desperté, casi ocho horas después, el trozo de tela seguía allí. Fui al cuarto de baño, cogí las tijeras con las que me cortaba las uñas (las mismas que había utilizado tantas veces para cortarle las uñas a Laura) y volví a la cama. Miré al muñeco, miré la etiqueta, llegué a sostenerla entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha, pero no me decidí. ¿Y si me equivocaba?

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