La inquisición española

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Aun disperso y poco sistemático, no era escaso el repertorio jurídico penal, de origen civil y canónico, al que remitirse a la hora de procesar a los herejes y se disponía además de las glosas contenidas en los antiguos manuales redactados por Bernard Gui (1261-1331) y Nicolau Eymerich (1320-1399) principalmente. Con todo, debido al papel protagonista del inquisidor en este procedimiento penal, él mismo un investigador más próximo al alegato acusatorio del fiscal que al relato exculpatorio del acusado, no fueron pocas las situaciones en las que pudo decidir a su arbitrio cuando la ley no determinaba de manera explícita algo en concreto.33 Las diversas urgencias con que en los primeros años fueron incoados y sentenciados los procesos debieron dar paso a notorios abusos en cuanto a la indefensión de los acusados y los atropellos de que fueron objetos sus bienes y haciendas. Las protestas formuladas ante la Curia romana, si no la necesidad de ofrecer una imagen más imparcial del Santo Oficio a quienes le reclamaban una mayor equidad, debieron aconsejar a Torquemada, tan pronto se hizo cargo de su organización y gobierno, formular unas normas de actuación propias: «que en los capítulos susodichos se dé alguna forma en la orden del proceder sobre el dicho delito de la herética pravedad».34 En consecuencia, irían promulgándose de modo sucesivo las llamadas Instrucciones antes aludidas.

En la anterior edición de esta colección documental, al final de la transcripción de las impresas, ofrecíamos como primer apéndice un documento manuscrito y sin fecha que Lea había incluido en el primer tomo de su Historia, datándolo sin más explicaciones en enero de 1485.35 Conocido pues desde los albores del siglo XX y publicado otra vez por mí en 1981,36 fue objeto de un curioso «descubrimiento» propio por fray Juan Meseguer, quien lo sacó otra vez a luz en 1982 ignorando sus dos anteriores ediciones.37 Más acertado estuvo en cambio al considerar lo embrionario y demasiado sucinto de su contenido normativo, expuesto en una quincena de preceptos, a los que denominó por ello preinstrucciones. Una consideración atenta remite lo expuesto en ellas a un desarrollo posterior en otras promulgadas después, ampliando su sentido o sencillamente transcribiendo su mismo enunciado refiriéndolo a un contexto más amplio, tal y como queda indicado en las notas puestas a la edición de este documento incluido en el apéndice II. Probablemente, luego de comprobarse lo insuficiente aún de estas apresuradas disposiciones, ordenaron los reyes a Torquemada reunir en Sevilla a los inquisidores de los cuatro primeros tribunales instituidos: Sevilla, Córdoba, Ciudad Real y Jaén, junto a un amplio grupo de letrados, pertenecientes a ambos cleros y graduados universitarios todos, para que, manifestando sus opiniones justificadamente, estableciesen un ordenamiento procedimental explícito, así en lo tocante a las causas de fe como al amplio tema de las confiscaciones de los bienes pertenecientes a los herejes condenados, objeto de innumerables disputas y siempre bajo sospecha de abuso inicuo. Se promulgaron así las primeras instrucciones hispalenses el 29 de noviembre de 1484. Enseguida fueron remitidas otras a los tribunales,38 redactadas el seis de diciembre, aunque se las haya datado un mes más tarde –el 9 de enero de 1485−, probablemente cuando fueron realizadas las copias. Eran estas las segundas hispalenses, cuyo contenido pasó luego fragmentado a la compilación impresa.

Como se verá, el cuerpo de las primeras instrucciones fue dado a la imprenta, tardíamente, en 1537. Se trataba de una recopilación, realizada en el Consejo de la Suprema por orden del Inquisidor General Alonso Manrique (1523-1538), que sumaba disposiciones de tres de los primeros inquisidores castellanos, Torquemada, Deza y Cisneros, desmembradas de sus documentos originales y organizadas con un criterio funcional al estilo de este tipo de instrumentos destinados a un continuo uso práctico. Hasta cuatro series de instrucciones fueron promulgadas durante el mandato de Torquemada (Sevilla, noviembre y diciembre de 1484, Valladolid, 1488 y Ávila 1498), si bien no todas pasaron de su versión manuscrita a la impresa.39 Con ella se lograba sin duda unificar en gran medida el procedimiento, al promulgar en un solo corpus los textos manuscritos subsistentes. En apéndice ofrecemos estas instrucciones relegadas y otras complementarias, tocantes a los tribunales de la Corona de Aragón, Sicilia y Méjico.

Las primeras Instrucciones normalizaron la forma de proclamar el tiempo de Gracia de alrededor de un mes, durante el cual, los inquisidores absolverían de sus errores a todos cuantos se presentaran a manifestar haber permanecido en la fe judaica de modo clandestino, a pesar del bautismo recibido. También el modo de formular y recibir las denuncias contra los presuntos integrantes del grupo de los falsos conversos.

La función teórica de los inquisidores era, sin duda, la de acabar con la herejía, y en los primeros tiempos, sobre todo con una herejía muy determinada, marcada de modo singular por la apostasía de los judeoconversos bautizados. Importaba castigar, pero no menos procurar la reconciliación del hereje con la Iglesia, de la que voluntariamente se había apartado, tanto si venía de grado ante el tribunal, como si era conducido ante él contra su voluntad a consecuencia de una denuncia. Muy distinto era pecar de rechazar la culpa inherente al pecado sosteniendo la bondad de este. Quien peca, al quebrantar la ley divina positiva, comete indiscutiblemente un delito del que debe ser juzgado en el tribunal competente. Al recibir el sacramento de la Penitencia, luego de manifestar en secreto al confesor sus faltas, éste, usando del poder de perdonar los pecados otorgado a la Iglesia por su fundador, absuelve de la culpa contraída y prescribe como sanción el cumplimiento de una pena de diverso carácter, tasada a veces, para evitar el castigo eterno en la otra vida al que le hace acreedor su transgresión. El pecador queda así reincorporado a la comunión de gracia que, en virtud de la redención obtenida por Cristo, liga a todos los miembros del Cuerpo Místico.

Ahora bien, si la falta cometida atenta en cambio contra el fundamento mismo de la adhesión del fiel a la Iglesia en tanto comunidad de creyentes, por atacar a la fe que íntegramente ha de profesarse, la calidad de ésta ya no es sólo de índole moral. Al caer directamente bajo la explícita condena de la Iglesia, pasa a depender directamente de la instancia penal arbitrada de manera expresa para su enjuiciamiento, competente contra los fieles vivos y los difuntos, aunque estos hubiesen fallecido treinta o cuarenta años antes.40 Los tribunales de la fe procederían contra aquel miembro de la comunidad, voluntariamente excluido de ella al rechazar algún dogma, sobre todo si lo hace de manera pública sin que importase bajo qué jurisdicción, señorial o regia se hallara su domicilio.41 Por todo ello, aunque el pecador dejase de participar íntegramente del beneficio de la redención administrado por la Iglesia a través de los sacramentos hasta tanto no recibiese la absolución de su pecado concreto, siempre le estaba abierta la puerta del retorno. El hereje, en cambio, incurría en la pena de excomunión desde momento mismo en que su adhesión al error era voluntaria y consciente. Una pena canónica lo convertía en un proscrito espiritual y social, privado de todos los privilegios a que era acreedor por su bautismo y desligado de la comunidad de los fieles que debían evitarlo formalmente. En consecuencia, aunque la herejía sea considerada un pecado contra la virtud de la religión, no puede el hereje ser absuelto de tal falta por un confesor cualquiera sin dirigirse antes a recibir la absolución de la excomunión en que había incurrido por su herejía. Potestad esta arrancada a los obispos y únicamente atribuida a los inquisidores por delegación directa del Papa. De esta forma, el tribunal de la Inquisición no podía entender de otros delitos distintos a los que implicaran un atentado contra la fe. Debido a ello, todo el proceso ínquisitorial se orientaba a convencer de su culpa al reo denunciado cuando existían indicios suficientes de haber incurrido en ella, con el fin de reintegrarle al seno de la Iglesia. Por otro lado, la necesidad de luchar contra tamaño peligro de disolución social y política, reclamaba ejemplaridad en las penas que acompañaban a las absoluciones, otorgadas en proporción al grado de culpabilidad, arrepentimiento o contumacia probados al acusado. La pena máxima quedaba reservada sólo a los obstinados en el error. Aquellos que no admitían su falta cuando ésta les había sido suficientemente demostrada con testigos o caían otra vez en la herejía después de absueltos de tal delito.

Secundando la doctrina expuesta, las Instrucciones de Torquemada disponían procederse ante todo a la promulgación del tiempo de gracia en cada distrito. En su transcurso, se recibirían confesiones espontáneas y se admitiría a los herejes a reconciliación con las mínimas penas. Pasado el plazo, se iniciarían los procesos contra quienes hubiesen sido objeto de denuncia, realizada so pena de incurrir, quien ocultare alguna información, en la consideración de encubridor o favorecedor de herejes.

El proceso fue muy sumario en estos primeros tiempos, tal y como disponía el derecho se hiciera en las causas de fe, por cuanto la enormidad de delito justificaba que el procedimiento no fuera tan minucioso como en otras ocasiones, admitiendo un menor número de testificaciones y tolerando que éstas procedieran de personas menos cualificadas jurídicamente de lo que ordinariamente se requería.42 Las primeras Instrucciones apenas si se refieren a él en lo que respecta a la precisión de la parte técnica, limitándose a ordenar que en las publicaciones de testimonios que se presentaban al reo para avalar la acusación formulada desapareciera todo vestigio concreto de lugar o tiempo que permitiera identificar al acusador, encareciéndose igualmente fueran siempre ocultados al reo los nombres de sus testigos de cargo. Si se nombraba un abogado defensor éste debía ser advertido de la obligación de abandonar su actuación tan pronto alcanzara la certeza de ser culpable su cliente para no resultar sospechoso de complicidad.43

 

Mucho más que la tortura u otra cosa, era el secreto riguroso en todo lo tocante a la causa lo que caracterizaba a los procesos inquisitoriales; no había audiencias públicas y se llegó a ordenar reducir al mínimo tolerado por el derecho el número de personas presentes en el tribunal para evitar que se filtrase fueran alguna información de cuanto allí se actuaba.

Las leyes civiles y canónicas disponían que los reos convictos, además de recibir penitencias materiales y espirituales, quedasen socialmente tachados e inhábiles, trasmitiendo dicha mácula infamante a sus descendientes y por ello las últimas disposiciones de Torquemada encarecían a los jueces se moderasen con toda prudencia, tanto a la hora de recibir testificaciones como cuando hubiesen de sentenciar ciertas causas que no parecieran suficientemente probadas, por los enormes perjuicios que de la simple penitencia pública inferida a un reo se le derivaban a él y su familia.

Quedaba abierto siempre el camino de la consulta al Consejo de la Suprema y General Inquisición en caso de duda y existía también la obligación de remitir periódicamente el estado de las causas pendientes o ya cerradas, así como de franquear los papeles a los visitadores que de vez en cuando eran enviados a los distintos tribunales. Desde bien pronto se mandó además conservar con todo cuidado los papeles relativos a la actuación inquisitorial, fuente informativa de primer orden, así para abrir nuevas causas como para perpetuar la infamia que acompañaba a los descendientes de condenados o certificar al contrario de la limpieza de linaje de aquellos cuyos nombres no apareciesen mezclados con causa alguna de herejía.

Disponían finalmente estas primeras ordenanzas acerca de cómo habían de tratarse las cuestiones económicas. Unas eran las originadas por los secuestros de bienes, administrados desde el tribunal por los receptores para atender a los gastos ocasionados por el reo mientras permanecía encarcelado en tanto se resolvía su causa. Otras las derivadas de las definitivas sentencias de pérdida y confiscación de bienes, pertenecientes al fisco real luego de liquidarlos en pública subasta el juez de bienes confiscados. En lo que toca a las penas sentenciadas, hechas públicas cada cierto tiempo en el transcurso de un Auto de fe para vergüenza de sus destinatarios, estas iban desde la muerte en la hoguera o la cárcel perpetua de los primertos tiempos, mudada a mediados del siglo XVI en el remo en las galeras reales, a los azotes, las multas o el destierro.

Las Instrucciones de Torquemada y sus sucesores estuvieron plenamente vigentes hasta 1561, año en que Fernando de Valdés (1547-1566) ordenó la publicación de un pequeño código sistemático de normas tocantes sobre todo al desarrollo del proceso, que configuraría la definitiva imagen de la Inquisición Española.

Toda causa se iniciaba con una testificación o denuncia. Recibida en su caso durante la visita por el inquisidor que la realizaba, reintegrado éste al tribunal, leída el acta, formulaba el fiscal su demanda y si se consideraba que lo expuesto en aquella constituía materia de delito, se dictaba auto de prisión, ejecutada por el alguacil acompañado por el notario de secuestros. Este levantaba acta de cuantos bienes se hallaban en posesión del reo, así como de los que se vendían o del dinero en metálico que se tomaba para atender a su transporte y gastos de mantenimiento en la cárcel secreta. Al llegar a ella el acusado era entregado al alcaide, después de haber sido privado de cuanto pudiera facilitarle la huida, armas, dinero o joyas, quedando incomunicado en su celda.

Sin que se le presumiera en absoluto la inocencia, el acusado, por el hecho de haber llegado hasta el tribunal y a la vista de los indicios puestos de manifiesto, quedaba convertido en un reo que habría de superar los cargos derivados de las sospechas de culpabilidad que sobre él pesaban. Al poco tiempo era conducido a la primera audiencia, en cuyo transcurso era sometido por los inquisidores a un minucioso interrogatorio. Se informaban así de la condición social del reo, de sus circunstancias familiares, de si tenía antecesores o parientes próximos que hubiesen sido condenados por el Santo Oficio, de su instrucción en la doctrina y conocimiento de las oraciones principales, de si había salido del reino o realizado estudios, dentro o fuera de él, de si presumía la causa por la que había sido conducido allí, etc. En muchos casos estas manifestaciones contenían una singular historia de vida sumamente interesante por sus detalles acerca de la sociedad del tiempo en que eran formuladas.

En los primeros días de prisión el acusado era escuchado cuantas veces lo solicitaba y finalmente se le amonestaba por tres veces a que dijese la verdad declarándose culpable. El fiscal, mediante el testimonio de la denuncia recibida y las confesiones que hubiera podido realizar el reo en las audiencias, presentaba el escrito de acusación en el que recomendaba fuese torturado para obtener de él un testimonio cierto. En este momento recibía el encausado un abogado encargado de asesorarle en su defensa y, si era menor de veinticinco años, un curador que le representaba. Cuando el fiscal había logrado la ratificación de los testigos «de tachas» procedía a la publicación de sus testimonios de forma anónima, elevando a definitivas sus conclusiones de acusación. El reo había de responder a ellas, con la ayuda de su abogado, aunque siempre en presencia del juez pudiendo reclamar para su descargo la declaración de testigos «de abono», cabiéndole además procurar invalidar los testimonios contrarios que lograba dentificar alegando inspirarlos la enemistad.

Cada vez que concluía la audiencia, el fiscal releía las actuaciones, con el fin de mantenerse informado y poder ratificar su acusación. Finalmente se reunían los jueces con el ordinario, representante del obispo, y los calificadores adscritos al tribunal, que sólo tenían voto deliberativo, y se examinaba cuál de las partes, fiscal o reo, había probado mejor sus alegaciones. Si la inocencia del acusado quedaba plenamente probada se le absolvía, si confesaba, se le admitía a reconciliación y se le señalaba pena adecuada, pero si la culpabilidad no parecía suficientemente probada por el fiscal, ni tampoco la inocencia por los descargos presentados, o bien se le hacía abjurar de levi o vehementi sospecha de herejía, o se admitía que invocara un número suficiente de testigos cualificados que avalasen su inocencia mediante la compurgación, o se le sometía a cuestión de tormento como medio más seguro de confirmar sus confesiones. Era éste un procedimiento judicial ordinario, regulado por el derecho, que debía ser administrado con prudencia y mesura, contando siempre además con el acuerdo del obispo o su representante nombrado ante el tribunal.

La sentencia de tormento debía ser unánimemente decretada por los jueces y sólo cuando el testimonio posterior a su aplicación coincidía con la declaración hecha en ella se consideraba que había probanza suficiente. La falacia jurídica se ocultaba, sin embargo, en que, aunque el derecho no autorizaba más que una sola sesión de tormento, cabía reiterarlo con la argucia de suspenderlo sin término fijo cada vez y este temor influiría sin duda en las sucesivas declaraciones del acusado. Los fallos de los tribunales locales podían ser apelados a la Suprema, y los jueces con alguna tacha, recusados.

Si el reo abandonaba finalmente las cárceles tras de su sentencia de penitencia o absolución, había de prestar juramento de guardar secreto de todo cuanto había visto o le hubiere sucedido, lo mismo que se le prohibía actuar de intermediario para con los familiares o amigos de los presos que permanecían en la cárcel.

El resultado habitual de la mayoría de los procesos solía ser la demostración de la culpabilidad del encartado, lo cual daba ocasión a una manifestación exaltatoria de la fe finalmente victoriosa sobre la herejía que tenía lugar en los autos públicos de fe, regulados en los últimos artículos de las Instruciones de Valdés. Venía después lo tocante a proseguir la causa si el reo fallecía en su transcurso y los procedimientos contra la memoria y fama de quienes, luego de muertos, constase positivamente haber sido herejes. Se concluía con lo relativo a la perpetuación del efecto penal disuasorio perseguido por todo lo expuesto: la conservación en las respectivas iglesias parroquiales de los sambenitos o hábitos de penitencia impuestos a los vecinos de cada pueblo, transformados en inscripciones que, a los ojos de los fieles asistentes al culto, perpetuarían la infamia adquirida por las familias de los condenados y penitenciados.

Igual que había hecho Torquemada, la reorganización de la Inquisición hispana promovida por Valdés, su decidida centralización y sometimiento al control del Consejo de la Suprema, precisaron de toda una serie de disposiciones que complementaron el cuidado con que fueron elaboradas las Instrucciones en el aspecto procesal. La Hacienda y con ella todas las cuestiones económicas que atañían a cada tribunal, quedaron estrechamente vinculadas a la directa supervisión de los inquisidores propios, terminando con la relativa independencia de que habían disfrutado hasta entonces los receptores y escribanos de secuestros. De este modo, los gastos e ingresos quedaron escrupulosamente regularizados e intervenidos. La anexión desde 1559, a cada tribunal del Santo Oficio, de las rentas de una canonjía en cada uno de los cabildos colegiales o catedrales existentes en su respectivo distrito, vino a resolver por fin, de forma duradera, los problemas financieros de la institución. Se hacía frente con ello al permanente déficit en que era habitual se movieran hasta entonces las finanzas de los distintos tribunales dependientes del fisco regio, casi siempre en dificultades.

En 1570, los archivos inquisitoriales recibieron su definitiva norma de organización uniforme a partir de una orden dictada por el cardenal Espinosa, sucesor de Valdés, lo que facilitaría mucho su consulta. A partir de entonces cada archivo de Inquisición dispondría de un conjunto uniforme de series documentales donde se reunirían los papeles tocantes a sus distintas esferas de la actuación. En primer lugar, la legislación, luego lo referido al personal, las testificaciones, los procesos, ordenados por sentencias, las cartas recibidas de la Suprema con el copiador de respuestas, las visitas de cárceles y los presos de ellas, los autos de fe y la gestión de los bienes secuestrados o confiscados, la memoria individualizada de las sentencias pronunciadas, los expedientes de limpieza de sangre tramitados y los litigios de familiares y comisarios.

Durante los siglos XV y XVI la información de base que servía para iniciar los procesos de fe fue recogida directamente por los inquisidores en sus visitas periódicas a los distintos partidos en que se dividían sus respectivos distritos. La visita que recogemos no es sino una breve muestra, elegida al azar de entre los muchos testimonios conservados, pero resulta suficientemente significativa como reflejo de las divergencias de opinión respecto del dogma oficial que sostuvieron en el transcurso del Quinientos personas de distintos sectores sociales. Comprobará el lector cómo la primaria heterodoxia popular se veía acompañada de una contestación teórica -y sin duda práctica- en cuanto al comportamiento sexual del grupo, el cual tampoco divergía en exceso de la prevaricación que entre los clérigos se detectaba en el mismo terreno, siendo, lógicamente, mucho más técnica su herejía. Lo que aquí tenemos es un trozo apresurado de historia popular, un flash rápido que recoge algunas facetas de la vida en la Mancha castellana del siglo XVI y muestras del genuino pensamiento de sus gentes.

La continuidad del funcionamiento del Santo Oficio se lograba mediante estas visitas a una sección del distrito que, de manera periódica, estaba obligado a girar uno de los inquisidores de cada tribunal, en tanto permanecían los demás solventando los casos pendientes en la cabeza del mismo. La visita servía para proclamar el edicto de fe en las iglesias de los pueblos más importantes, donde permanecía unos días el inquisidor recibiendo testificaciones, solventando además directamente aquellos casos de menor importancia no merecedores, a su juicio, de un proceso formal en el tribunal. Tales visitas fueron hasta principios del siglo XVII un medio de información directa y de actuación judicial rápida, que conservaron todavía algunas de las ventajas del primitivo sistema inquisitorial de los tribunales itinerantes. Luego, las dificultades sobrevenidas tras la depresión en que fue entonces sumiéndose la economía desaconsejaron seguir realizándolas, toda vez que la dificultad de multar a los delincuentes menores las habría tornado demasiado gravosas. Se burocratizaron los tribunales, inmóviles los jueces en su sede, mientras se afianzaba en las ciudades y pueblos del distrito una red de familiares y comisarios, laicos y eclesiásticos, quienes, prevalidos del prestigio temible de la institución, además de anunciar cada año el edicto de fe, realizarían para el tribunal cuantos trámites, de carácter informativo o administrativo, precisase este.

 

Tras cesar la primera ofensiva anticonversa y antes de que se produjera la siguiente al mediar el siglo XVII, el control del Santo Oficio sobre la mentalidad popular dependió de la eficacia con que pudo vigilarse a las personas en distintos ámbitos, involucrando al efecto, en cada rincón del reino, a los más destacados miembros de la sociedad rural o urbana. Raro era que el más acaudalado labrador de cada pueblo no dispusiera él mismo o alguno de sus parientes más allegados de una familiatura o una vara de alguacil, adquiridas en metálico. La apetencia con que tales cargos auxiliares del tribunal eran buscados da idea del indudable refuerzo que para el propio poder supondrían, acreedores como eran, no sólo del respeto que imponía ostentar la venera inquisitorial, sino también de la posibilidad de llevar armas y de acogerse en algunas ocasiones al privilegiado fuero eclesiástico. Obtenía a cambio la Inquisición un auténtico servicio de información y apoyo, no por gratuito menos eficaz, cuyos componentes, amparados en el oscuro prestigio de la institución, provocarían con frecuencia el recelo de las autoridades civiles. Mientras tanto, un buen número de clérigos fueron nombrados comisarios o notarios al servicio de la Inquisición, ejerciendo, junto con la ocasional jurisdicción delegada, el control de los familiares y alguaciles que les estaban encomendados. Gracias a estas dos maniobras de atracción de los dos sectores sociales más influyentes, entre los que no hay que olvidar la presencia esporádica de algunos nobles, el enraizamiento y pervivencia del Santo Oficio adquirieron el éxito y vigor que luego experimentarían quienes durante años hubieron de luchar contra él, incluso desde privilegiadas posiciones de poder.

2.1. INSTRUCCIONES DE TORQUEMADA, DEZA Y CISNEROS.

COPILACIÓN DELAS INSTRUCTIONES DEL OFFICIO DE LA SANCTA INQUISICIÓN HECHAS POR EL MUY REVERENDO SEÑOR FRAY THOMÁS DE TORQUEMADA, PRIOR DEL MONASTERIO DE SANCTA CRUZ DE SEGOVIA, PRIMERO INQUISIDOR GENERAL DELOS REYNOS Y SEÑORÍOS DE ESPAÑA: E POR LOS OTROS REVERENDÍSSIMOS SEÑORES INQUISIDORES GENARALES [SIC] QUE DESPUÉS SUCCEDIERON, CERCA DELA ORDEN QUE SE HA DE TENER EN EL EXERCICIO DEL SANCTO OFFICIO, DONDE VAN PUESTAS SUCCESSIVAMENTE POR SU PARTE TODAS LAS INSTRUCTIONES QUE TOCAN A LOS INQUISIDORES. E A OTRA PARTE LAS QUE TOCAN A CADA UNO DE LOS OFFICIALES Y MINISTROS DEL SANCTO OFFICIO: LAS QUALES SE COPILARON EN LA MANERA QUE DICHA ES POR MANDADO DEL ILLUSTRÍSIMO Y REVERENDÍSSIMO SEÑOR DON ALONSO MANRIQUE, CARDENAL DE LOS DOZE APÓSTOLES, ARÇOBISPO DE SEVILLA, INQUISIDOR GENERAL DE ESPAÑA.44

Instruciones fechas en Sevilla, año de 1484, por el Prior de santa Cruz.

En el Nombre de Dios. Presidente en la sancta iglesia de Roma el nuestro muy sancto padre Inocencio octavo e reinantes en Castilla y Aragón los muy altos y muy poderosos príncipes, muy esclarecidos y excelentes señores don Fernando y Doña Ysabel, cristianíssimos Rey y Reyna de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jahén, de los Algarves, de Algezira, de Gibraltar, Condes de Barcelona y señores de Vizcaya y de Molina, Duques de Atenas y de Neopatria, Condes de Rosellón y de Cerdania, Marqueses de Oristán y de Gociano. Siendo llamados y ayuntados por mandado de sus altezas y por el reverendo padre fray Thomás de Torquemada, prior del monasterio de Sancta Cruz de la ciudad de Segovia, su confesor y inquisitor general, en su nombre, los devotos padres inquisidores de la ciudad de Sevilla y Córdoba y de Ciudad real y de Jahén, juntamente con otros varones letrados y de buena consciencia del Consejo de sus altezas; estando todos los susodichos ayuntados en la noble y muy leal ciudad de Sevilla a veinte y nueve días del mes de Noviembre, año del nascimiento de nuestro salvador Jesu Christo de mil y quatrocientos y ochenta y cuatro años, en la indición segunda,45 en el año primero del Pontificado de nuestro muy sancto Padre, estando en el dicho ayuntamiento los reverendos y circunspectos señores, el dicho fray Thomás de Torquemada, prior del monasterio de Sancta Cruz de la muy noble ciudad de Segovia y fray Johan de San Martín, presentado en sancta Theología,46 inquisidor de la herética pravedad en la dicha ciudad de Sevilla, y don Johan Ruiz de Medina, doctor en decretos, prior y canónigo en la sancta iglesia de la ciudad de Sevilla, del Consejo de los dichos reyes nuestros señores, assesor y acompañado47 del dicho fray Johan de San Martín en el dicho officio de Inquisición; e Pero Martínez de Barrio, doctor en decretos, y Antón Ruyz de Morales, bachiller en decretos, canónigo en la sancta iglesia de la muy leal ciudad de Córdoba, inquisidores de la herética pravedad en la dicha ciudad, y fray Martín de Casso, frayle professo de la orden de San Francisco, maestro en sancta Theología, assesor y acompañado de los dichos inquisidores de la dicha ciudad de Córdoba; e Francisco Sánchez de la Fuente, Doctor en decretos, Racionero en la sancta iglesia de la dicha ciudad de Sevilla y Pero Díaz de Costana, licenciado en sancta Theología, canónigo en la sancta iglesia de Burgos, inquisidores de la herética pravedad en la dicha Ciudad real y el licenciado Johan García de Cañas, Maestrescuela en las iglesias cathedrales de Calahorra y de la Calçada, capellán de los reyes nuestros señores; e fray Johan de Yarça, presentado en sancta Theología, prior del monasterio de San Pedro Mártyr de la ciudad de Toledo, inquisidores de la herética pravedad en la dicha ciudad de Jaén; y Don Alonso Carrillo, electo del obispado de Mascara en el reyno de Sicilia y Sancho Velázquez de Cuéllar, doctor en utroque iure;48 y Micer Ponce de Valencia, doctor en cánones y leyes, del Consejo de los dichos reyes nuestros señores; y Johan Gutiérrez de Lachaves, licenciado en Leyes; y el bachiller Tristán de Medina; luego los dichos inquisidores y letrados dixeron: Que por quanto, por mandado de la real magestad de los dichos reyes nuestros señores, avían praticado muchas y diversas vezes sobre algunas cosas tocantes a la dicha sancta Inquisición de la herética pravedad, assí cerca de la forma de proceder, como cerca de otros actos tocantes al dicho negocio e, conformándose con el derecho y con la equidad,49 avían dado y dieron su parecer y determinación en ciertos capítulos, los cuales, de una conformidad, assentaron, acatando el servicio de Dios, (según nuestro Señor les daba y dio a entender), y se contenía en un quaderno, el cual presentaron ante nos los notarios y testigos infraescriptos, que protestaban y protestaron que, en cuanto a lo por ellos dicho y determinado, se entendían someter y sometieron a la determinación de la santa madre iglesia y de nuestro muy sancto padre; contra lo cual no entendían yr ni venir por alguna forma; y que todas las conclusiones y determinaciones que davan y avían dado, y si otras cosas adelante diesen cerca del negocio de la fe, eran dadas por ellos con sana intención. Y porque les parece y parecía que se devían dar en aquella forma, acatando lo que el derecho dispone, y lo que de buena equidad se deve hacer, pidieron a nos los dichos notarios que ge lo diéssemos por testimonio signado y a los presentes rogaron que fuessen dello testigos. E el tenor de la qual dicha escriptura y de los capítulos en ella contenidos, de palabra a palabra, es este que sigue: