La inquisición española

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Ortodoxia y herejía

.



Herejía es, antes que nada, desobediencia, una postura moral que implica admitir claramente un error de manera libre, pertinaz y consciente, y es también mantener una duda recalcitrante acerca de la

fides divina

 revelada tutelada por la Iglesia. Puede ser

material

 o involuntaria, inocente casi como consecuencia de la ignorancia, pero la auténtica y culpable, la

formal

, se caracteriza por ser un error intelectual y voluntario, fruto del rechazo, libre y pertinaz, de alguna de las verdades que componen el dogma cristiano, apoyado en la Escritura y explicitado por el magisterio eclesiástico.

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Si el error acerca de una o muchas verdades de fe se profesa con adhesión voluntaria, pertinacia continuada y publicidad suficiente, quien así obra se convierte en un hereje, esto es, en un sectario que, marginándose voluntariamente de la comunidad de los creyentes, prefiere la propia opinión al sentir unánime de la Iglesia al respecto de la revelación.

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 En clave de estricta doctrina eclesial, el hereje se convierte con tal actitud, si la observa de manera voluntaria y consciente, en un terrible peligro para el resto de los fieles, frente a quienes se muestra como un continuo riesgo de condenación infernal a perpetuidad en caso de secundarle en su obstinada equivocación.



Aunque ha habido a lo largo del tiempo numerosas manifestaciones de clamorosa ruptura heterodoxa que en la mayoría de los casos llevaban impreso un matiz subversivo de alcance político y contra ellas se han lanzado todas las medidas de coerción y castigo al alcance de los poderes hegemónicos, una de las más arduas cuestiones con que, de antiguo, se han enfrentado teólogos y juristas ha sido la identificación, previa al castigo, de quienes, de forma insistente y voluntaria, se apartaban de la ortodoxia sin manifestar a la luz de modo expreso su íntima discrepancia de ella. La mentalidad obsidional, tan útil a la hora de vertebrar y sustentar cualquier sistema político, alcanzaría, apoyada en tal advertencia, un plural rango de atención permanente frente a las asechanzas, imaginadas o reales, de cualquiera de los enemigos de Dios enviados por Satán, el padre de todos, contra el edificio de la Iglesia espiritual.





La lucha antiherética





Sin que se confundiesen en absoluto el ámbito del poder laico y el espiritual, la unidad y cohesión de la fe de la Iglesia, garantizada con el reconocimiento de la

potestas

 pontificia de atar y desatar, sustentada en la institución del primado de Pedro, intencionalmente puesta en boca del mismo Cristo (

Mt

 16, 18), ofrecía un apoyo esencial para la trabazón política de los diferentes reinos cristianos. La Iglesia era previa a cualquiera de ellos y la institución del vicariato de Cristo a su frente invitaba a la unidad en la medida que a él podían acudir sus miembros más señeros cada vez que se produjera una disensión interna, evitando con ello la fractura de los lazos que los ligaban. La Iglesia no ejerce sólo poder/

potestas

, realiza además un

ministerium

 sacramental en nombre de Cristo, cifra y clave de la salvación universal que su muerte y resurrección garantizan al género humano. Ahora bien, cuantos por su voluntad expresa permanencen fuera de la Iglesia y rechazan la proclamación que ella realiza del misterio salvífico universal no pueden esperar sino la condenación eterna decretada por Dios. Propondrá por ello San Agustín, como eficaz medio de acción eclesial, justificar con diversas referencias bíblicas el empleo de la coerción ejercida por los magistrados contra los herejes.

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 De estas, la más emblemática luego, la contenida en la parábola de los invitados a un banquete donde Cristo, por boca del anfitrión, ordena entrar en el reino a los comensales reticentes, identificados con los paganos en un amplio llamamiento definitivo, por no sentirse dignos de él:

Exi in vias et saepes et compelle intrare, ut impleatur domus mea

.

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De antiguo consideradas delitos de carácter público las herejías,

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 sin necesidad de invocar estas antiguas disposiciones imperiales o lo acordado de manera esporádica en anteriores concilios, al mediar el siglo XII, la amenaza, exagerada y hasta caricaturizada, que la radicalidad del catarismo en sus diferentes versiones podía suponer para el orden vigente, obtuvo respuesta de la Iglesia romana reunida en asambleas conciliares de carácter local primero y universal más tarde, cuyas disposiciones ampliaron luego al detalle los sumos pontífices promulgando sucesivas

decretales

. Alentada primero la lucha antiherética protagonizada por príncipes y señores para restablecer el orden amenazado, los papas no sólo declararon excluidos de la Iglesia, los sacramentos y las exequias a los herejes sino que estimularon además, otorgando singulares beneficios espirituales y legitimando la propiedad de los despojos materiales logrados en el combate, que los fieles secundaran tal lucha, bien por propia cuenta o sumándose al llamado de aquellos. Vendrían luego a dirimir el conflicto en primer lugar los tribunales episcopales ordinarios y más adelante los inquisitoriales de excepción, directamente sometidos al papa. Se aplicarían en ellos los cánones conciliares y las decretales pontificias promulgadas a tal propósito de manera expresa. El tenor de estas, apoyado por la legislación civil, pactando el papa con el emperador y algunos príncipes en sus respectivos ámbitos de dominio, haría más eficaz la ofensiva lanzada al aplicarse potentes medios coercitivos, primero el destierro y confiscación de sus bienes y más tarde la pena capital para los herejes prevista en la normativa secular.



Inocencio III realizó en 1199 una fusión conceptual llamada a tener con posterioridad enorme éxito al criminalizar jurídicamente la deserción de la fe recta y exigir someter en consecuencia al disidente a las penas previstas por el derecho romano contra el delito de lesa majestad,

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 considerado el crimen político más grave.

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 Por fin, durante el Doscientos, se puso bien de manifiesto que arremeter con medios armados extraordinarios contra los herejes interesaba a ambos poderes y por ello las leyes promulgadas por el emperador Federico II, que «perseguían la honra de Dios y su Iglesia y el exterminio de los herejes»,

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 sirvieron de respaldo a la ofensiva inquisitorial promovida por el papa Bonifacio VIII.

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 Aceptada la infamia legal del hereje y el carácter público del delito herético prescritos en el derecho civil, se abría camino su sanción penal ejemplar por parte de los poderes laicos, sobre todo desde el momento indicado en que, asimilado al de lesa majestad humana, la ofensa infligida a Dios por el apóstata pertinaz mereció idéntico castigo.



Las primeras ejecuciones masivas de albigenses tendrían lugar de resultas de la cruzada emprendida contra ellos por Simón de Monfort en 1209, mandada predicar por Inocencio III. Comenzarían en la terrible matanza de Béziers llevada a efecto en julio de aquél año y proseguirían después, quemando sin hacerles causa a numerosos herejes, capturados en los diferentes núcleos de tenaz resistencia meridional, vencidos al cabo por las tropas venidas del norte del reino francés en 1210 y 1211. La Inquisición pontificia no comenzaría a actuar sino veinte años más tarde, con arreglo primero a unas precisas instrucciones promulgadas en el concilio reunido en Toulouse en 1229 , dirigidas entonces a los prelados diocesanos, antes de ser definitivamente encomendada por Gregorio IX a los dominicos en 1232, una vez apartados los monjes cistercienses, encargados antes de ella asimismo por mandato pontificio.

Cfr. supra

 1.2.8-10.



La fisonomía del hereje

.



Esto por lo que concierne a la lucha contra la disidencia, pero, ¿quiénes eran los disconformes? Mientras que, como hemos apuntado, en el mundo antiguo, con amplia repercusión popular y política, las herejías tuvieron que ver con arduos debates doctrinales tocantes sobre todo a la persona e identidad del fundador del cristianismo y a su obra redentora, en los siglos posteriores, menos complejos sin duda en el enunciado, aunque no menos turbadores, los temas de disensión y querella, de índole moral principalmente, concernieron de manera agresiva a los componentes de la jerarquía eclesial tanto como a la disciplina con que la Iglesia se regía principalmente en materia sacramental. Siquiera de forma aleatoria, a partir del siglo XI, lentamente, hasta llegar a mediados del XIV, primero en el ámbito sobre todo de las ciudades, aunque más tarde también en algunas zonas rurales, principalmente de Francia, los Países Bajos, sur alemán y norte de la península italiana, una porción notable del laicado, campesino y principalmente artesano, puso de manifiesto una actitud insubordinada, abiertamente antieclesiástica, marcada por un anticlericalismo beligerante. Sus demandas reformadoras cuajaron con frecuencia en movimientos de contestación amparados en doctrinas cuya hostilidad convirtieron en herejías condenadas quienes sintieron el agravio de tales invectivas. Algunos miembros del bajo clero unieron sus críticas a las de los laicos y fue así elaborándose, como tema clave, un ideal, utópico por mítico, de vuelta a la inicial simplicidad evangélica de los primeros tiempos cristianos, netamente opuesta al autoritarismo y opulencia con que procedían y vivían muchos jerarcas y numerosas comunidades monásticas también. Nacerán así el catarismo, los valdenses y los humillados, movimientos comunitarios reivindicativos, defensores de la pobreza radical como estilo de vida basado en la comunidad de bienes tanto como del libre acceso al texto de la Biblia en lengua vulgar o el derecho de los laicos a predicar. En este contexto, sin romper con la Iglesia, fundarán Domino de Guzmán (1170-1234) y Francisco de Asís (1182-1226) las órdenes mendicantes, cuyos miembros, además de predicar en las ciudades, ocuparán cátedras universitarias esforzándose en adaptar a los retos de la nueva sociedad la formulación teológica de la doctrina cristiana ortodoxa. De las filas de estos frailes saldrán también los inquisidores, a expresa demanda de los sumos pontífices.

 



La persecución no detuvo de momento la revuelta herética: el catarismo antisacerdotal y antisacramental, con su propuesta de acceso común al texto de la sagrada escritura en lengua vulgar, la comunicación con Dios sin intermediarios y un culto sin ritos apenas, sostendrá, sobre todo en el Languedoc, Provenza e Italia, entre los siglos XI y XIV, una organización eclesiástica alternativa. Sumándose a ofensivas armadas de mayor violencia, legitimándolas con la aplicación de normas canónicas expresamente promulgadas a tal efecto, la inquisición pontificia actuará contra éstos

perfectos

 y contra los seguidores del milenarismo profético, las comunidades laicas de hombres y mujeres (

beguinas

 y

begardos

), ansiosos de vivir con libertad espiritual, o el franciscanismo radical, inspirador de

espirituales

 y

fraticellos

, grupos todos situados en los márgenes de la ortodoxia, a cuyos miembros impondrá el retorno a esta.



Lo estarían, asimismo, ya en las postrimerías del Medievo, otros movimientos populares como los lolardos, los husitas y, luego de estos y más radicales, los taboritas que, si bien surgidos en regiones distantes e inspirados en la doctrina de maestros de distinto perfil teológico, coincidirían en su visión esencial de la Iglesia como comunidad de salvación desligada de los ritos y las manifestaciones del poder eclesiástico justificadas en el uso de las llaves petrinas. En Inglaterra el maestro oxoniense John Wyclif (1320-1384) y un poco después, en Bohemia, inspirado en sus escritos, Jan Huss (1370-1415), promueven entre sus discípulos inmediatos y posteriores la lectura de la Escritura en lengua vulgar, mientras ambos rechazan, aunque en grado diferente, la estructura clerical y jerárquica de la Iglesia y los sacramentos, sin que falten además a los bohemios motivaciones reivindicativas de índole nacionalista frente al Imperio. Esbozando ya algunos de los principios doctrinales que la Reforma divulgaría más tarde, sostenían ambos que la autenticidad de la Iglesia deriva de ser una comunidad invisible de predestinados a la salvación en estado de gracia. Obviamente la jerarquía clerical en su concreta manifestación histórica nada tenía que ver con tal grupo a la vista de la corrupción en que vivían la mayoría de los eclesiásticos. Para Huss la piedra de toque del inadmisible dominio clerical era la privación a todos los fieles de comulgar bajo ambas especies sacramentales, quedando reservado a los sacerdotes el uso del cáliz como un símbolo de insoportable superioridad.



La Inquisición española y sus destinatarios

.



Dicho lo anterior, parece necesario indicar la concreta diferencia de objetivos existente entre el antiguo y el remozado tribunal hispano. Para empezar, resulta evidente que la herejía atribuida a los falsos conversos del judaísmo a combatir por él nada tenía que ver con las disidencias rebeldes apuntadas, manifiestas u ocultas. No había en ella proyecto alguno de oposición directa a la estructura clerical de la Iglesia, por más que, ahondando en la esencia de los comportamientos culpados, sencillamente se soslayara su función como instrumento de salvación para los fieles bautizados. De hecho, la denunciada apostasía gestual de los judeoconversos implicaba rechazar el beneficio de la redención operada por el sacrificio de Cristo, instaurándose con ella la Ley de Gracia, abierta al conjunto del género humano. Una vez realizadas las promesas mesiánicas en la persona de Jesucristo, no tenían ya sentido los diversos rituales de Alianza preceptuados en la Ley Antigua, cuya codificación se atribuía a Moisés, puesto que la sangre derramada por Cristo en la cruz había establecido otra Alianza definitiva, superior a la de Abrahán, cuya clave eran los sacramentos, vehículo de la gracia universal. Esta era en suma la argumentación que sustentaba el combate contra los falsos conversos.



Ahora bien, que, en el seno de la sociedad cristiana hispana de fines del Medievo, camparan a sus anchas apóstatas y herejes ocultos, discrepantes del enunciado cristiano ortodoxo acerca de la redención y la salvación al seguir practicando ceremonias ligadas al superado judaísmo, resultaba inadmisible desde el punto de vista político.

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 Conviene recordar cuánto importaba al nuevo Estado monárquico puesto en marcha por los Reyes Católicos asentar sobre un fundamento trascendente inapelable su provechoso proyecto pacificador de arbitraje político, ofreciendo una salida al complejo conflicto social al que se había llegado durante la segunda mitad del siglo XV en sus reinos. No se propusieron los Reyes Católicos variar el esquema y sustento de aquella sociedad. Les importaba más bien introducir un principio unitario en el ejercicio del poder político que limitara el de los nobles, no el social, incorporándolos a sus proyectos, dignificara a la Iglesia nacional apartándola además de la tutela romana para valerse también del auxilio de sus jerarcas y contuviera a las pujantes oligarquías urbanas de las ciudades más importantes en las que habían hallado sitio un buen número de judeoconversos acomodados.



Mudada la antigua identidad jurídica, proporcionada por la pertenencia comunitaria de cada súbdito a un preciso credo propio, y cambiados sus efectos integradores en oportunista prevención discriminadora mucho más difusa, la memoria viva de la reciente ascendencia en la fe cristiana de un grupo dispar de individuos harto notorios, debido al poder o la fortuna ostentados, introduciría en el combate un arma nueva de base formalmente religiosa, si bien sustentada sobre todo en marcadas razones de estricta pugna política perfectamente coyuntural. El prejuicio así instrumentado, tocante al supuesto carácter ficticio de la conversión realizada, perpetuado luego en la falsía religiosa clandestina de los descendientes, contribuiría, por mucho tiempo aún, a mantener de forma patente la diversidad hostil, siendo utilizado con el propósito, no siempre logrado, de segregar de cualquier ámbito de influencia en el seno de la comunidad sociopolítica, sin discusión proclamada cristiana, a un grupo, interesadamente caracterizado, de forma buscada o manifiesta, por la memoria desconfiada de su origen religioso familiar.



Estimándose superiores

a priori

 por principio doctrinal inapelable, arguyendo como esencial alegato la rancia prosapia que el muy remoto bautismo de sus mayores les garantizaba, cooperativa y solidariamente, el

endogrupo

 de los cristianos viejos, al amparo del amplio proyecto político de la Corona, empeñado en hacer de la religión un argumento unitario de trabazón excluyente, desarrolló una amplia panoplia de premisas de índole cultural y ropaje religioso, orientadas a justificar unos objetivos concretos de monopolio del poder en diferentes instancias y escalas políticas o sociales. Tales discursos doctrinales, prevalidos además de extensa proyección jurídica, estaban destinados a estigmatizar de manera indeleble en lo social y lo político a los cristianos nuevos, ellos mismos o sus mayores procedentes del judaísmo. Partiendo del supuesto de que la infidelidad religiosa del falso converso implicaba inexcusablemente su deslealtad política, fácil era que, de la persecución inquisitorial, avalada por la Corona, obtuviera ésta jugosos réditos políticos y económicos a la vez. Infames según el derecho, así los convictos de herejía condenados como sus descendientes, de no mediar una onerosa habilitación, verían comprometida y cuestionada su anterior influencia social y política y muy menoscabada a la vez la fortuna material sustento de esta.



La piedra de toque de todo ello era la persistencia, real o supuesta, de la celebración clandestina de los ritos y ceremonias judaicas por parte de los conversos. La cuestión no era nada banal, desde el punto de vista del estatus canónico del presunto apóstata, excomulgado de manera inmediata al estimarse que rechazaba completamente la fe recibida y no tan sólo alguno de sus postulados, por más que ello bastara para convertir de inmediato al disidente en hereje, tal y como Santo Tomás enunciaba: «Quien rechaza un artículo de fe, los rechaza todos.»

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 Mucho menos lo era desde la perspectiva penal puesta en quien el derecho civil reputaba delincuente, susceptible de sufrir, entre otros castigos, el de la confiscación de sus bienes.

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 La infidelidad manifiesta los convertía en más que presuntos traidores a las autoridades públicas.

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 Ante tal estado de cosas, la única solución posible para el poder civil, amenazado en hipótesis veraz, por aquellos disidentes religiosos clandestinos era proceder judicialmente con todo rigor, desplegando para ello una institución remozada. El monarca moderno mostraba con ello hacer uso legítimo de sus prerrogativas. La consideración de la herejía como un delito de carácter

político

 estaba avalada por una larga tradición que se remontaba, como hemos visto, al

Código

 teodosiano.

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 La ejemplaridad de los castigos debería ser proporcional además a la envergadura de los delitos.

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 Por todo ello, los autores que se ocuparon de justificar la persecución y castigo de la herejía en los tiempos modernos no dejaron de abundar en el argumento: el crimen de herejía como atentado a la integridad de la república cristiana, exigía la inmediata intervención de las autoridades laicas para restaurar el desorden.



No cabe duda de que el miedo ante los procedimientos inquisitoriales, iniciados con la promulgación puntual de los

edictos de gracia

 y seguidos de multitudinarias sanciones penitenciales, provocaría que muchos intentaran obstaculizar aquellos de modo diverso, ocultándose, huyendo o simplemente ignorándolos, dando lugar a un breve pulso que, a la larga, corroboraría, desde la perspectiva de los jueces, la malicia del carácter contumaz de tales resistentes. Cierto era que ningún hecho concreto hacía a nadie hereje por más que lo realizase movido de una convicción errónea. Sin embargo, resistirse a la corrección, siquiera judicial, que los inquisidores proponían, mostraba a las claras la voluntad de permanecer en el error evidenciado por estos y con ello la condición de hereje rebelde. Dicho lo cual, celebrar, reales o supuestos, conventículos religiosos clandestinos, atenta tal cualidad, debía interpretarse siempre de la peor manera. De todos modos, tal escenario ha de ampliarse al de las luchas entre diferentes bandos nobiliarios, que precedieron a la guerra civil sucesoria en Castilla y se mantuvieron aún tras ella, a cuyas fidelidades no permanecieron ajenos muchos conversos. Doblegar la rebeldía nobiliaria y la hostilidad de las oligarquías urbanas exigió atacar a aquellos conversos que se mostraban como componentes destacados de ambas, considerados ostensiblemente refractarios a la fe cristiana al vérseles observar, o suponerlo, diferentes gestos rituales que indicaban su ligazón permanente con la fe mosaica un día abandonada por ellos mismos o sus mayores.



Persistir en la excomunión urgida en los

edictos

 contra quienes no acudiesen a purificarse adecuadamente de delitos o sospechas convertía

ipso facto

 en hereje convicto, merecedor de castigo y a quien se podían confiscar los bienes. Es muy probable que el rigor inexorable de los jueces se correspondiera con la urgencia política de aplicarlo a un sector social en principio identificado por sus prácticas judaicas reminiscentes, estudiadamente sospechoso de deslealtad política por serlo de infiel a la religión, aunque su desafección fuese mucho más terrenal. La clave última de todo esto se hallaba en lo implacable del procedimiento inquisitorial del que difícilmente se salía ileso, excluida de él por principio la presunción de inocencia. La excomunión en que incurrían quienes no se personaran con prontitud ante los jueces para responder de unas culpas genéricamente investigadas en un determinado territorio abría el camino a que las sospechas que sobre ellos pudiesen recaer en consecuencia se transformasen en «herejía inquisitorial» con arreglo a las prescripciones del derecho pontificio.

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 Denominándola así no pretendemos entrar en aquellas sutiles distinciones teológicas de carácter puramente académico a las que ha dado lugar el concepto estricto, ligado, al enunciarse a comienzos del siglo XX, a unas circunstancias eclesiales bien concretas. [Léon GARZEND:

L’Inquisition et l’Hérésie. Distinction de l’hérésie théologique et de l’héresie inquisitoriale: à propos de l’affaire Galilée

, París, Desclée, 1912] El hecho real es que la lectura sistemática de los procesos inquisitoriales hispanos, incoados sobre todo durante los siglos XV y XVI, más que de los tratadistas del derecho inquisitorial, pone de manifiesto cómo la persecución y castigo de los herejes, protagonizada sobre todo por inquisidores juristas, se realizaba a partir de unos supuestos procesales del todo formales cuyo propósito era objetivar los delitos de apostasía y herejía aplicando sin matices una lectura doctrinal ortodoxa a determinadas afirmaciones o conductas objeto de denuncia. Situándonos siempre en el terreno religioso, mal catequizados, como el resto de bautizados por otra parte, cualquiera fuese su prosapia en la fe, la ignorancia o la adhesión reminiscente de los judeoconversos al estilo de vida de sus mayores convertirían en apostasía y pertinaz adhesión al error determinados gestos más culturales que cultuales. Fijado el objetivo social en los miembros de un grupo bien diferenciado, no cabía a los jueces sino señalar con nitidez los errores cometidos por quienes pertenecían a él aplicándoles para su calificación penal una inflexible plantilla de verdades absolutas, agravados luego por la pertinacia en la voluntad testificada de apartarse de la verdadera fe, causa por fin del ineludible castigo. Con tal procedimiento podría convertirse en un sistema dogmático lo que no eran sino expresiones de la creencia o la rebeldía populares y se extraerían de su contexto expositivo, cualquiera fuese su desarrollo intelectual,

proposiciones condenadas

, literalmente opuestas al enunciado de la fe ortodoxa, privadas de cualquier posible matización. Analizar la actuación inquisitorial implica ir más allá de su lenguaje y figuras delictivas. Comprender éstas requiere situar al tribunal en el peculiar contexto políticamente beligerante hacia los heterodoxos de cada época, contemplados por sus jueces como secuaces diabólicos renovados, disfrazados enemigos de la verdad revelada, en realidad siempre idénticos a sus predecesores. En el voluntarismo anticristiano implícito a las prácticas rituales clandestinas de origen judío detectadas o presumidas residiría pues la sospecha de apostasía.

 



Este era, en líneas generales, el trasunto especulativo de los teólogos y canonistas defensores de la Inquisición hispana como el más adecuado instrumento de persecución del error doctrinal voluntario y pertinaz, para finalizar siempre con la consideración de que la herejía implica la enemistad con Dios y nada puede triunfar en el mundo terrenal si éste no mantiene buenas relaciones con el trascendente.



La Inquisición medieval se había adaptado en su actuación, estructura y funcionamiento interno al mundo escasamente organizado en entidades políticas superiores al que se dirigía. Nadie, fuera del papa, hubiera podido instituir nada parecido, aun cuando sus objetivos beneficiaran a muchos otros poderes, dado que la suya era la única instancia de autoridad con posibilidades efectivas de recabar una relativa obediencia universal. No obstante, necesitaba amoldarse cada vez al poder laico vigente allí donde actuaba, cuyo apoyo resultaba imprescindible para poner en práctica las funciones inquisitoriales delegadas. Mientras una parte de la vieja administración imperial romana subsistía aún en las provincias eclesiásticas, la pluralidad dispersa de jurisdicciones constituyó durante los siglos bajomedievales la norma general de la expresión política de las monarquías europeas.



A partir del siglo XIII, pontífices y concilios fueron promulgando distintas normas con el propósito de luchar contra las nuevas herejías, regulando al tiempo la actuación inquisitorial. Se llegó a contar finalmente con un cierto número de

decretales

 tocantes al tema, incluidas en el

Corpus Iuris Canonici

, pero, a pesar de ello, incluso sin desviarse demasiado de este conjunto de disposiciones, con frecuencia la pesquisa inquisitorial se atenía estrechamente a la voluntad personal de los jueces designados para cada región. Estos, tampoco estaban obligados a plegarse siempre a las decisiones de los obispos en cuyas diócesis actuaban, aunque debieran contar con ellos en ciertos momentos, dado que sus funciones estaban avaladas por un mandamiento directamente otorgado por el sumo pontífice. En tales circunstancias fueron escritos varios

Manuales de inquisidores

. Sus autores, inquisidores ellos mismos, comentando las leyes existentes, procuraban ilustración teórica y práctica a los jueces bisoños, ofreciéndoles argumentos teológicos que oponer en sermones a los errores de sus futuros reos, introduciéndoles en la mecánica de la pesquisa judicial, la celebración del proceso, su conclusión o la aplicación precisa de las penas sentenciadas. El procedimiento penal canónico medieval, directamente inspirado en el romano, suponía tres posibles modos de acción:

accusatio, denunciatio

 e

inquisitio

. Un acusador particular, sujeto a la pena del talión en caso de falsedad, formulaba la primera. A través de la segunda, el arcediano u otro oficial de la curia episcopal podía solicitar la instrucción de un proceso contra delincuentes conocidos por él en razón de su oficio. En la

inquisitio

 el obispo citaba al sospechoso malfamado y hasta decretaba para él prisión preventiva con el fin de poder proponerle los capítulos de que se hallaba acusado. En caso de no obtenerse una confesión convincente se llamaban testigos a favor y en contra, pudiéndose llegar para dilucidar una causa poco clara luego de examinadas las pruebas hasta la

purgación canónica

, un juramento de inocencia que el acusado prestaba conjuntamente con un número variable de testigos aceptados como válidos por el juez.





Las Instrucciones de la Inquisición española





Partiendo de la polémica suscitada cuarenta años antes por el problema converso, hubo alguna vacilación en cuanto al procedimiento judicial de la recién creada Inquisición española, sin embargo, por haber cambiado notoriamente el contexto político en el nuevo Estado español unificado, hubo pronto un alto organismo centralizador, el Consejo de Inquisición, a cuyo frente había un Inquisidor General designado por la Corona, encargado de regular de modo uniforme la actuación judicial de los distintos tribunales de distrito, mediante la redacción y promulgación de sucesivas

Instrucciones

. En consecuencia, aun ateniéndose siempre a la imprescindible norma canónica, la Inquisición española resultó configurada de acuerdo con un modelo organizativo bien distinto de sus inmediatos antecedentes institucionales. Para conseguir una eficaz centralización, jueces y oficiales estarían sometidos a un poderoso aparato burocrático, ramificado al cabo en una red de agentes intermedios profusamente jerarquizada. Autor visible del modelo fue el dominico fray Tomás de Torquemada, Prior del Monasterio de santa Cruz de Segovia, Inquisidor General de Castilla primero y luego de Aragón conjuntamente, cuyas sucesivas

Instrucciones

 sirvieron de guía a los jueces de la fe hispanos durante casi un siglo en su tenor literal y a lo largo de toda la historia del Santo Oficio en cuanto a la inspiración de las normas posteriores, plasmadas en las denominadas

madrileñas

, promulgadas por Fernando de Valdés en 1561 y vigentes hasta la extinción del tribunal.



No podemos detenernos a examinar las vicisitudes primeras de la Inquisición hispana ni menos entrar en el arduo terreno de los debates que dieron a luz sus primeras ordenanzas. Creada formalmente en 1478, encomendada primero a dos dominicos, no comenzó a actuar hasta dos años más tarde en Sevilla, por considerarse mayor allí el grupo de los apóstatas judaizantes y no menor sin duda la rebeldía manifiesta frente al proyecto autoritario que los monarcas intentaban implantar. El inusitado rigor, «superando la templanza del derecho», con que fueron llevados a cabo la indagación y el castigo de los hallados culpables entonces provocó quejas y protestas formales dirigidas al Papa como garante último de la legitimidad del tribunal. Tensas por muy diversos motivos entonces las relaciones entre los monarcas hispanos y la Santa Sede, vino el asunto inquisitorial a dificultarlas aún más. Auténtico sin duda el alegato de los injustamente perseguidos, aquello no era sino un elemento de fricción transaccional, por cuanto lo que se ventilaba de hecho era quién, el Papa o el monarca, tendría la última palabra a la hora de perseguir y castigar la herejía en los reinos hispanos, resultando beneficiario adem