La inquisición española

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18 Alusión a la legendaria destrucción de las mieses de los filisteos realizada por Sansón valido de una manada de zorras a las que emparejó por las colas, sujetando en cada nudo una tea encendida. Cfr. Jue, 14,4.

19 Rom 10, 15.

20 Cfr. Monumenta Germaniae Historica, Legum sectio IV, Constitutiones et acta publica imperatorum et regum, t. II (1198-1272), Ludewicus WEILAND, ed., Hannover, Impensis Bibliopolii Hahniani, 1896, pp. 126-127.

21 Se trata de la bula Ille humani generis pervicax inimicus. Cfr. Tomás Ripoll y Antonino BREMOND, Bullarium ordinis fratrum praedicatorum, t. I, Roma, Hieronymus Mainardus, 1729, n. LI, p. 37. Vid. POTTHAST, Regesta pontificum romanorum, n. 8859. Recibieron luego esta bula principalmente los priores de varios conventos europeos de frailes predicadores. Se conservan distintos ejemplares de ella con escasas diferencias en el texto. Vid. Yves DOSSAT, Les crises de l’Inquisition toulousaine au XIIIe siècle (1233-1273), Burdeos, Imprimerie Bière, 1959, pp. 325-327. El ejemplar más antiguo, datado el 22 de noviembre de 1231, tuvo como destinatarios al prior Burkard y al hermano Teodoro, frailes ambos del convento de Ratisbona. Sigue otro, dirigido el 27 del mismo mes y año al prior y subprior de Friesach. El 20 de abril de 1232 fue enviada también a los obispos de Francia. Vid. POTTHAST, n. 9143. El 20 de mayo se escribió al provincial de Lombardía, cfr. Nicolás EYMERIC, Directorium Inquisitorum, con comentarios de Francisco Peña, Roma, Stamperia del Popolo Romano, 1587, parte III: Litterae apostolicae diversorum summorum pontificum pro officio Sanctissimae Inquisitionis, pp. 3-4. De 29 de octubre de 1232 data el documento dirigido al arzobispo de Maguncia (POTTHAST, n. 9031) y del 2 de diciembre el destinado al prior de los dominicos de Estrasburgo. El 20 de abril de 1233, Gregorio IX informaba a los arzobispos y obispos de Francia y las provincias vecinas de que había confiado la lucha contra los herejes a los frailes predicadores, particularmente calificados para cumplir esta tarea, y les exhortaba a darles la ayuda necesaria para cumplirla. Vid. GRAU-BERGA-CINGOLAN, L’herètica pravitat, I, n. 87, pp. 183-185. El 23 de abril de 1233 se dirigía al provincial de Provenza para que enviara frailes a predicar contra los herejes y nombrara jueces instructores de la fe (vid. infra 1.2.10).

22 Hemos intentado identificar las citas bíblicas, literales o indirectas, que aparecen en este y los siguientes textos paralelos del documento. Et alius angelus secutus est dicens: Cecidit, cecidit Babylon illa magna: quæ a vino iræ fornicationis suæ potavit omnes gentes. [«Y siguió otro ángel diciendo: Cayó, cayó aquella gran Babilonia, que dio a beber a todas las gentes del vino de la ira de su fornicación.»] Ap 14, 8.

23 Mt 20, 1-16.

24 Hb 1,1.

25 Lc 10, 1-24.

26 Se conserva una copia de esta bula en el AHN, Inquisición, lib. 176, fols. 547 rº-549 vº, lo que indica que fue considerada importante como sustento jurídico previo por los promotores del renovado Santo Oficio hispano. Consta en RIPOLL-BREMOND, Bullarium, n. LII, p. 38, y la publica Bernardino LLORCA, Bulario pontificio de la Inquisición Española en su período constitucional (1478-1525), Roma, Pontificia Università Gregoriana, 1949, pp. 41-44.

27 Gn 2, 15-16.

28 De radice enim colubri egredietur regulus, et semen ejus absorbens volucrem. [«De la raíz de la culebra saldrá un basilisco y su estirpe que engulle al pájaro.»] Is 14, 29.

29 Erat autem tunica inconsutilis, desuper contexta per totum. [«La túnica no tenía costura, estaba tejida toda entera desde arriba.»] Jn 19, 23.

30 Tollens itaque Josue Achan filium Zare, argentumque et pallium, et auream regulam (…) [«Y de esta manera, tomando Josué a Acam, hijo de Zare, la plata y el manto y el lingote de oro (…)»] Jos 7, 24.

31 Nm 16, 16-32.

32 Sal 18,3.

33 Capite nobis vulpes parvulas quæ demoliuntur vineas. [«Cazadnos las vulpejas jóvenes que destrozan las viñas».] Cant 2, 15.

34 Intenderunt arcum, rem amaram, ut sagittent in occultis innoxios. Sal 63, 4.

35 Decretales, V, VII, 15, Excommunicamus, febrero de 1231, vid. supra, nota 17. POTTHAST, Regesta pontificum romanorum, n. 9675 bis.

36 RIPOLL-BREMOND, Bullarium, n. LXXII, pp. 47-48.

37 Et alius angelus secutus est dicens: Cecidit, cecidit Babylon illa magna: quæ a vino iræ fornicationis suæ potavit omnes gentes. [«Y siguió otro ángel diciendo: Cayó, cayó aquella gran Babilonia, que dio a beber a todas las gentes del vino de la ira de su fornicación.»] Ap 14, 8.

38 Nam et qui certat in agone, non coronatur nisi legitime certaverit. [«Pues también, quien disputa en la lucha, no recibe la corona del premio si no hubiese disputado conforme al reglamento.»] II Tim 2, 5.

39 Mt 20, 1-16.

40 Capite nobis vulpes parvulas quæ demoliuntur vineas. [«Cazadnos las vulpejas jóvenes que destrozan las viñas.»] Cant 2, 15.

41 GRAU-BERGA-CINGOLAN, L’herètica pravitat, I, pp. 193-196; Gonzalvo i Bou, Gener (ed.), Les Constitucions de Pau i Treva de Catalunya: segles XI-XIII. Barcelona, Generalitat de Catalunya, 1994, doc. 27, pp. 174-181.

42 Partidas, VII, tít. XXVI, leyes 1 a 6.

43 «Viciar, adulterar, corromper y depravar el sentido de las palabras y de los escritos, torciéndolos e interpretándolos mala y perversamente.» Aut., donde se cita precisamente este texto como apoyo.

44 Esta disposición contradice la del derecho canónico, cfr. Decretales de Gregorio IX, V, VII, 10: Los bienes de los herejes se confiscan; en las tierras de la Iglesia se aplican al fisco de la Iglesia, en las tierras del Imperio al fisco del Juez Secular y esto procede aun cuando tengan hijos católicos; VI Decretalium, V, 11, 2, 2. El glosador Gregorio López, que escribe en el contexto del pleno funcionamiento ya de la Inquisición española, tras una larga disquisición y confrontación de distintos autores, que no se mostraron tampoco unánimes en este punto, concluye que, puesto que el delito de herejía es meramente eclesiástico, debe contemplarse enteramente a la luz de la legislación de la Iglesia. Sobre todo siguiendo el espíritu del canon Vergentis de las Decretales (V, VII, 10), donde se estima que si esta pena se infiere a los hijos de los reos de lesa majestad sin discusión por parte de nadie, es lógico que un delito semejante en la forma pero de categoría muy superior atenta la dignidad de la persona ofendida, que en este caso es Dios, merezca una pena semejante. Cfr. Sexta Partida, fol. 47 vº, ed. Salamanca, 1555, t. III.

45 Cfr. VI Decretalium, V, 11, 2, 2; ibid., V, 11, 15; Decretum, II, causa XVII, quaest. IV, can. 31.

46 Cfr. Recopilación, lib. VIII, tit. III, II. 1-4; Novísima Recopilación, lib XII, tit. III, 11. 1-5.

47 Don Fernando y Doña Isabel, en Zaragoza, por pragmática de 2 de agosto de 1498.

48 Los mismos, en Granada, por pragmática de 30 de septiembre de 1501. Iba a ser incluida en las Instrucciones impresas, según parece por el libro 1225 del AHN, donde se hallan junto a la prohibición de Deza de que los oficiales del Santo Oficio traten en mercaderías. fol. 125 rº-126 rº. Cfr. infra, L, XVI ter.

49 Los mismos, en Écija, por pragmática de 4 de septiembre de 1501.

50 Don Alonso [XI] en Madrid, año de 1329, petición 61 [de las Cortes] y año 1330, pet. 62. En Alcalá, año 1348, pet. 27, y en el tít. de poenis, cap. 8. Don Enrique II, en Toro, año 1371, pet. 15 de los Prelados; Don Juan I, en Guadalajara, año 1390, ley 5 de los Prelados, y Don Enrique III, tít. de poenis, cap. 8. La Novísima Recopilación, lib. XII, tit. III, refunde en una –ley V– las leyes I y II del libro VIII, tit. V de la Nueva.

51 Insertamos aquí el texto traducido de la bula de Sixto IV de 1 de noviembre de 1478, por la que el Papa decreta el establecimiento de la Inquisición en España, puesta bajo la tutela de los reyes. La Novísima Recopilación alude erróneamente a ella, fechándola en el año siguiente, pero no la trae. Ni siquiera en la primera edición de la Recopilación de las leyes destos Reinos, mandada hacer por Felipe II (Alcalá, 1569), hay un título referente a la Santa Inquisición. Luego, en sucesivas ediciones, además de ofrecer este texto, irá ampliando su contenido incorporando otras diversas leyes. (cfr. Novísima Recopilación, II, VII).

De todos modos, lo cierto es que fue objeto en la práctica de la promulgación correspondiente desde el momento en que los Reyes Católicos, dos años después de otorgarse en Roma, nombraron los primeros inquisidores, recibiendo éstos de tal nombramiento el doble refrendo real y pontificio, puesto que del pontífice había recibido la Corona total libertad de acción en este sentido. El texto de los tres documentos que a continuación se hallan constituye una prueba de cuanto decimos, puesto que los inquisidores se dirigen en demanda de ayuda a las autoridades civiles urgiendo su petición e invocando para ello el nombramiento recibido de los monarcas, el cual a su vez fue hecho gracias a la correspondiente autorización recibida de manos del pontífice en virtud del tenor de esta bula. Los trae el P. Bernardino LLORCA, Bulario Pontificio, n. 3, pp. 49-59. La traducción de la bula es nuestra.

 

52 Cfr. VI Decretalium, V, II, 12-20.

53 De injunctus, encargado.

54 Según LLORCA, «esforzasteis, de strennus, fuerte».

55 Ibid., «Minción, del latín missione, gasto o costa».

56 Cfr. Recopilación de leyes de los reynos de las Indias, mandadas imprimir y publicar por la magestad católica del rey Don Carlos II nuestro señor. Madrid, Julián de Paredes, 1681, t. I, lib. I, tít. XIX.

57 Don Felipe segundo, en El Pardo, a 25 de enero de 1569 y en Madrid, a 16 de agosto de 1570.

58 Felipe II en Madrid, a 16 de agosto de 1570. Felipe III, en Lerma, a 22 de mayo de 1610.

59 Felipe II en San Lorenzo, a 26 de diciembre de 1571 y a 26 de agosto de 1573. Felipe III en Valladolid, a 8 de marzo de 1610.

60 El emperador don Carlos y el príncipe Felipe en Madrid, a 10 de marzo de 1553.

61 Felipe III en Lerma, a 22 de mayo de 1610.

62 El gesto de dar la paz antes de la comunión en las misas solemnes, ofreciendo a besar, el subdiácono o un acólito, el portapaz a los asistentes a ellas de rango social eminente, se había convertido en una ceremonia harto protocolaria y, por ende, conflictiva, al introducirse necesariamente en ella criterios de precedencia jerárquica. Lo mismo sucedía a la hora de recibir la incensación después del ofertorio.

63 Felipe IV en Madrid, a 11 de junio de 1621.

64 Felipe IV en Madrid, a 11 de junio de 1621.

65 Felipe II en San Lorenzo, a 23 de agosto de 1595.

66 Felipe II en Madrid, a 16 de agosto de 1570. Felipe III en Lerma, a 22 de mayo de 1610.

67 Felipe IV en Madrid, a 4 de junio de 1624.

68 Felipe IV en Madrid, a 11 de junio de 1621 y a 20 de abril de 1629.

69 Felipe III en San Lorenzo, a 26 de agosto de 1618.

70 Felipe II en Madrid, a 7 de febrero de 1594.

71 Felipe II en San Lorenzo, a 4 de junio de 1572.

72 Felipe IV en Madrid, a 5 de octubre de 1626.

73 Felipe IV en Madrid, a 7 de abril de 1623.

74 Felipe II en Madrid, a 30 de diciembre de 1571.

75 Felipe II en Madrid a 23 de febrero de 1575. «Por estar prohibido a los inquisidores apostólicos el proceder contra los indios, compete su castigo a los ordinarios eclesiásticos y deven ser obedecidos y cumplidos sus mandamientos. Y contra los hechizeros que matan con hechizos y usan de otros maleficios procederán nuestras justicias reales.»

76 Felipe II en Madrid, a 16 de agosto de 1570. Felipe III en Lerma, a 22 de mayo de 1610.

77 «Otrosí determinaron que si alguno, siendo denunciado [e] inquirido del dicho delito, lo negare y persistiere en su negativa hasta la sentencia y el dicho delito fuere cumplidamente provado contra él, como quiera que el tal acusado confiesse la fe cathólica y diga que siempre fue cristiano y lo es, lo deven y pueden declarar y condenar por herege, pues jurídicamente consta el delito y el reo no satisfaze devidamente a la yglesia para que lo absuelva y con él use de misericordia, pues no confiesa su error.» Cfr. Instrucciones hispalenses de 1484, XIV.

Había dos clases de relapsos, es decir, de reincidentes, que de modo indefectible habían de ser relajados al brazo secular. Unos lo eran porque habían abjurado de su error, siendo convictos del mismo, y caían en él de nuevo. (VI Decretalium, V, 11, 4.) Otros, habiendo abjurado de vehementi (es decir, no siendo convencidos del delito, pero albergando los inquisidores una gran sospecha acerca de su culpabilidad), confirmaban su culpa anterior haciéndose de nuevo reos de ella. (VI Decretalium, V, 11, 8.)

78 Felipe II en Madrid, a 23 de diciembre de 1595. Felipe III en Madrid, a 12 de diciembre de 1619.

79 Felipe III en el Pardo, a 21 de febrero de 1610.

80 Felipe III en San Lorenzo, a 16 de agosto de 1607.

81 Felipe IV en Madrid, a 10 de noviembre de 1634.

82 Felipe II en San Lorenzo, a 26 de agosto de 1573.

83 Felipe IV en Aranjuez, a 20 de abril de 1629 y en Madrid, a 28 de junio de 1630.

84 Cfr. infra, Repertorio, LX, 1.

85 «El señalamiento o asignación de algún efecto para que uno cobre lo que le pertenece.» Aut.

86 Felipe IV en Madrid, a 26 de septiembre de 1635.

87 Felipe II en el Pardo, a 25 de enero de 1569.

88 Felipe II en Madrid, a 20 de enero de 1587.

89 «La concordia y orden y los casos y cosas en que las justicias seglares pueden y deven proceder contra los familiares del Santo Oficio y del número y calidades de los dichos familiares y quando huviere competencia sobre la jurisdicción, lo que se ha de hazerCfr. infra, Repertorio, LXXIII, 22.

90 Felipe III en Lerma, a 22 de mayo de 1610.

91 Felipe III en Valladolid, a 29 de marzo de 1601 y en Lerma, a 22 de mayo de 1610.

92 Indios que servían de correos en Perú.

93 Véase la Concordia de 11 de abril de 1633, capítulo 18.

94 Véase la Concordia de 11 de abril de 1633, capítulo 8.

95 Felipe IV en Madrid a 11 de abril de 1633.

96 Lo hemos corregido, en el texto publicado dice «Notario del Secreto».

97 Ley 19, título 7 del libro I. Felipe III en San Lorenzo, 3 de octubre de 1604 y Felipe IV en esta Recopilación.

98 Cada año, durante el mes de enero, con asistencia corporativa del clero y las autoridades civiles, se recibía solemnemente en las catedrales hispanas un ejemplar de la Bula de Cruzada, emitido por el Comisario General de la misma. En este documento, de reminiscencias bélicas medievales en cuanto a su fundamento práctico, se contenían las gracias e indultos en materia de mitigación de la abstinencia de comer carne los viernes y vigilias de las principales festividades a los que el abono de la limosna correspondiente -cuyo beneficiario era la Real Haciendahacía acreedores a los fieles. La pomposa recepción así tributada reconocía de manera formal el doble respaldo, apostólico y regio a la vez, del documento que iba a ser proclamado.

99 Ley 12, título 20 del libro I. Felipe III en Madrid a 17 de marzo y 21 de abril de 1619. Felipe IV en Madrid a 24 de septiembre de 1621.

100 Ley 7, título 24 del libro I. Felipe II y la Princesa Juana en Valladolid a 9 de octubre de 1556.

101 Ley 14, título 24 del libro I. Felipe III en Madrid a 11 de febrero de 1609.

102 Ley 29, título 5 del libro 7. El príncipe Felipe en Valladolid a 14 de agosto de 1543.

103 El texto aquí transcrito ha sido tomado de la copia de esta provisión que se conserva en AMC, leg. 210, fols. 115 vº-118 rº. Aparece algo fragmentada en la Recopilación, VIII, II, 2 y en la Novísima Recopilación, XII, I, 3. A partir de un original del AGS, la publica asimismo Luis SUÁREZ FERNÁNDEZ, Documentos acerca de la expulsión de los judíos, Valladolid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Patronato Menéndez Pelayo, 1964, n. 177, pp. 391-395.

104 Cfr. Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, publicadas por la Real Academia de la Historia, t. IV, Madrid, 1882, n. 76, pp. 149-151.

105 ACC, Reg. 3569, fols. 129 rº-131. Publicado por Rafael CONDE Y DELGADO DE MOLINA, La Expulsión de los Judíos de la Corona de Aragón, Zaragoza, 1991, pp. 41-44. Vid. además, Maurice Kriegel, «La prise d’une decisión: l’expulsion des juifs d’Espagne en 1492» en Revue Historique, 260, (1978), pp. 49-90.

106 Vid. Conde, op. cit, pp. 44-51

107 Cfr. Recopilación, VIII, II, 25, Novísima Recopilación, XII, II, 4. Bando del Marqués de Caracena en nombre del Rey para que los Moriscos del Reino de Valencia salgan de estos Reinos. Valencia, 22 de septiembre de 1609. BNE, Vª, caja. 250/33; 226-67; 57/50; R/5251.

108 Alevosos, traidores.

109 ¿Zaidán I al-Násir (1603-1628)?

110 Fronteras.

111 «Receptar»: Ocultar o encubrir. DRAE.

2. LA CONFIGURACIÓN DEL SANTO OFICIO

El cristianismo y sus orígenes.

De manera tradicional, el dogma religioso cristiano, objeto de la fides divina et catholica, se ha planteado como un elenco de verdades, directa o formalmente reveladas por Dios, de manera implícita o explícita, a través de la Sagrada Escritura o la tradición y propuestas por la Iglesia mediante su magisterio.1 Partiendo de la inicial proclamación apostólica del acontecimiento salvador llevado a cabo por Cristo a lo largo de su vida, concretado en sus enseñanzas, muerte y resurrección (κήρυγμα/kerigma), preámbulo a la instauración definitiva del reino de Dios en el mundo, el acceso a las verdades que componen la creencia salutífera ha sido compendiado de antiguo en los llamados símbolos o enunciados dogmáticos a los que el creyente ha de adherirse para confesar su fe. Así constituido, el dogma se explicita en un ámbito doctrinal cerrado, sustancialmente intangible y que ningún humano puede modificar sin culpa, mayor o menor, en modo alguno.2 Procede de una revelación libérrima y gratuitamente realizada por Dios de modo paulatino en el transcurso de un «tiempo sagrado» primordial, concluido el cual, tal comunicación se ha convertido en una realidad totalmente autónoma en relación al hombre, capaz de explicarle con toda validez y suficiencia los arcanos de su propia realidad y los de ambos mundos, trascendente y terreno.3

El pueblo de Israel, comunidad natural originada de la «semilla de Abrahán», reconociéndose como objeto de singular elección divina, es el primer depositario del testimonio que el Dios único y excluyente formula acerca de sí mismo, del que son intérpretes los redactores de sus escritos sagrados, crisol de muy distintas tradiciones religiosas paralelas cuyos mitos explican el origen del mundo y el hombre. Dios se manifestará luego interviniendo a lo largo de la historia humana en muy diversas circunstancias desde el éxodo liberador a la construcción de un reino primero triunfador e independiente sucesivamente sometido después a potencias extrañas de su entorno. La Ley eterna, otorgada por Dios a su pueblo como elemento fundante de este, instaura una relación recíproca de fidelidad ligada a un pacto formal, con mucha frecuencia quebrantado, personal y colectivamente, por los elegidos. La conciencia de elección se manifestará en la diferenciación ritual segregadora del resto de los pueblos y en el orgullo de vivir en un espacio geográfico señalado como patrimonio divino, en cuyo interior, una ciudad sagrada alberga un templo santo, habitado por la presencia del Dios invisible como singular diferencia frente al resto de los lugares de culto. Por eso resultarán tan traumáticas las sucesivas experiencias de exilio sufridas. Ley y culto identifican al cabo a los judíos frente a las demás gentes de su entorno, tanto como su esperanza mesiánica, fruto de una elaboración mítica del futuro histórico en clave de concordia universal e instauración del definitivo reinado de Dios que imponga el triunfo de Israel sobre sus irreductibles adversarios aherrojados por sus idolatrías.

En el contexto del nacionalismo religioso judío y su exclusivismo soteriológico se destaca la figura de Jesús de Nazaret. Tras experimentar su propia elección profética de carácter mesiánico, arraigado en la tradición bíblica que hasta ese momento ha informado su vida, rompe con la sacralidad nacional israelita y sus ritos de pureza excluyente para ofrecer un mensaje de liberadora salvación universal reuniendo en torno suyo a un grupo de carismáticos itinerantes afines animados de una común esperanza escatológica expresada de modo diverso, según lo eran las corrientes religiosas imperantes en Palestina entonces. Tras proclamar la singular filiación divina de todos y cada uno de los humanos y su ineludible corolario de fraternidad comunitaria, Jesús anuncia la llegada de un reino de paz y concordia, emblema de una sociedad nueva inminente, garante del bienestar de los pobres y los marginados. Implacables entonces las estructuras de dominio político ligadas al imperialismo romano, la aristocracia sacerdotal saducea vinculada al templo de Jerusalén imponía mientras el rigor de sus normas en debate abierto con las defendidas por fariseos y esenios mucho más reacios a colaborar como ellos con los ocupantes romanos.4 Que la enseñanza de Jesús cuestionara desde una nueva óptica teologal bien explícita la autoridad sacra ceñida en exclusiva al culto del templo y sus rituales de pureza sacerdotal desequilibraría el frágil encuentro logrado al fin con los romanos. Tolerada por ellos, la normativa religiosa defendida por saduceos y fariseos resultaba ser al cabo un elemento de cohesión controlado, opuesto a la rebeldía popular siempre latente, pronta a manifestarse en frecuentes levantamientos violentos.

 

La crucifixión del disidente, pacífico y antinacionalista, marcará, con la fe expresa en su resurrección, testimoniada temprano por sus discípulos, el nacimiento de un grupo en progresivo acrecimiento, distanciado de la sinagoga y ligado sobre todo al mundo urbano mediterráneo donde ya se había abierto camino de tiempo atrás la diáspora judía. Tras aguardar en vano la inminente parusía o segunda venida gloriosa de Jesús, fue abriéndose camino entre sus seguidores la convicción de que la realidad del reino de Dios anunciado poseía una índole menos evidente de lo esperado en su instauración comunitaria. Integrando a las diversas asambleas de creyentes en una realidad mistérica superior, la Iglesia, cunde entre sus miembros la creencia de pertenecer a una comunidad humana de redimidos, sustancialmente unida a su fundador, muerto y resucitado, donde se accede a lo sagrado mediante una dinámica de progreso espiritual capaz de transformar el mundo. La comensalía mistérica aglutina a los creyentes en el resucitado introduciendo un principio de igualdad entre ellos, desconocido y novedoso a un tiempo. Ligados además por unos inusuales lazos de apoyo mutuo material, de modo insólito contribuirían éstos a vertebrar sólidamente a las comunidades cristianas en cada uno de sus respectivos contextos sociales.

Así, entre los desencuentros propios y las persecuciones externas, lentamente institucionalizadas, las principales comunidades cristianas, instaladas en ciudades señeras del Imperio Romano, fueron fijando de manera inapelable, luego de haber fluctuado entre no pocas discrepancias, una ordenación de las verdades de fe, sometidas para su validación última al principio de su sumisión a la tradición apostólica. A partir de la segunda mitad del siglo II distintos autores formularían en términos parecidos un «canon de verdad» o regula fidei, suma de las creencias que deberían aceptar los catecúmenos en su iniciación prebautismal y profesarían unánimes los fieles de todas las Iglesias. Se trataba de subrayar lo esencial de la fe cristiana por encima de las diferencias de tradición que entre las distintas comunidades hubiese, señalando además la firme conexión existente entre la revelación antigua y la nueva, toda vez que las promesas hechas a Israel se habían verificado plenamente en la persona de Jesucristo.5 Era esta la única referencia posible desde la que interpretar la revelación formulada partiendo de los libros sagrados propios de la religión de Israel, enseguida añadidos a los textos atribuidos o compuestos por los apóstoles mismos o alguno de sus inmediatos discípulos, a la postre definidos como canónicos en asambleas episcopales cuyos acuerdos obtuvieron amplio alcance. Su desarrollo doctrinal corresponderá seguidamente al magisterio eclesiástico ejercido por los obispos y en especial al formulado por los titulares de la iglesia de Roma, sucesores del apóstol Pedro, depositarios del poder de las llaves a él atribuido por Jesucristo.6 De hecho la asendereada victoria de la ortodoxia quedará por fin ligada al triunfo del cristianismo romano, que la definirá por su fidelidad doctrinal al Antiguo Testamento y a la primitiva tradición apostólica expuesta en el Nuevo, limitando los excesos de la imaginación mitologizante, sometiéndola al rigor del pensamiento griego y ahormándola con arreglo a la normativa jurídica romana.7

Cristianismo e Imperio Romano.

Duramente perseguidos primero por negarse a participar del culto imperial, aglutinante político del orden vigente como antes, en la época republicana, cuando, al filo del siglo IV, imponer un monoteísmo universalista pareció a los teóricos una garantía de unidad frente a la secuencia de crisis políticas sobrevenidas, los cristianos y su doctrina medular fueron objeto de un reconocimiento por parte del emperador Constantino que sería después la clave del éxito futuro de una Iglesia católica puesta al amparo del Imperio. A partir de ese momento, la proximidad del reino de Dios, presente ya pero no definitivo aún, núcleo genuino del kerigma, va a encontrar un sustento y una circunstancia nuevos. La proclamación quedará vinculada a una Iglesia, comunidad de salvación para sus miembros leales, que ejerce poder y lo reclama de un Estado al que a su vez apoya en una mutua trabazón de intereses. Luchar contra las discrepancias doctrinales se habría convertido así en una clave de supervivencia para ambos poderes, temporal y religioso.

En adelante la Iglesia se arrogará además la exclusividad del culto salvífico a través de la intermediación de una jerarquía legitimada por el ejercicio de un sacerdocio capaz de oponerse al de los cultos paganos. Ajeno a la práctica testimoniada del fundador, laico él mismo y enfrentado con el sacerdocio del templo de Jerusalén, dicho sacerdocio se manifiesta excluyente y bien diferenciado, expresamente segregado del común atribuido a los fieles bautizados (1 Pe 2, 9). La esencial liturgia practicada en las primitivas asambleas domésticas se hará cada vez más ritual en los templos, impregnándose las oraciones de fórmulas retóricas y gestos, usuales en el ámbito del ceremonial cortesano imperial, como expresión de ruego, obediencia o sumisión. Se establecerá además una ligazón estrecha entre la creencia y la práctica litúrgica, de tal modo que ésta se convierta en la expresión genuina de aquella, legitimadas ambas por su reconocido arraigo en la tradición apostólica. A mediados del siglo V, Próspero de Aquitania propone una fórmula, muy reiterada después, que concreta el principio doctrinal de que el modo de orar ha de responder con exactitud al contenido de la fe.8 A la inversa y como consecuencia, tergiversar el modo eclesiástico de realizar el culto o reducirlo a gestos evangélicos esenciales, pondrá de manifiesto el inequívoco desvío de la creencia ortodoxa de sus defensores.9

Siendo el sacerdocio ministerial, exclusivamente ejercido por los miembros de la jerarquía clerical, la clave de la celebración del único culto legítimo y grato a Dios, se entenderán las multiples controversias y ataques dirigidos contra el poder sacro así practicado por los disidentes cristianos a lo largo de una secular trayectoria cuya amplitud enlaza a los herejes donatistas del siglo IV con los reformadores del siglo XVI. De la perversión entreguista de obispos y sacerdotes que revelaron los misterios sacros y entregaron (traditores) los textos revelados a los perseguidores para salvarse (lapsi), perdiendo en consecuencia su validez los sacramentos conferidos por ministros tan poco ejemplares, a la condena lanzada contra la tiránica usurpación de los sacramentos, cauce gratuito de la gracia salvífica, perpetrada de antiguo por el conjunto de la jerarquía sacerdotal férreamente encabezada por el Papa romano.10

Creencia y disidencia.

En el plano de la expresión doctrinal de la fe, como reto planteado a la conciencia e intelecto humanos por el contenido en síntesis de la revelación, la única actitud posible es la de ofrecerle, mediante la fe, una voluntaria «sumisión razonable», por ser esta un modo de saber apoyado en el testimonio de Dios mismo, quien toma la iniciativa y otorga primero la virtud de la fe al creyente, haciendo así posible el encuentro entre ambos.11 De aquí parte la reflexión teológica, basada en el axioma de que la revelación constituye una herencia, un depósito intangible opuesto a cualquier novedad o enmienda humanas, no ideado por los hombres sino recibido de Dios y transmitido por la tradición.12 Un conjunto cerrado de verdades de las que únicamente cabe aclarar o explicitar ciertos puntos oscuros, deliberando con ayuda de la razón sobre la autoridad última del texto sagrado y la tradición recibida de los santos padres, los concilios y los papas.13

La herejía, expresión manifiesta de la diversidad de creencia con relación al dogma eclesial, compuesto de doctrinas de fe reveladas y normas de conducta ligadas a ellas, es tan vieja como el cristianismo, él mismo una secta del judaísmo [Hch 24, 14], empeñado durante muchos siglos en desautorizar la vigencia salvífica de su originario tronco de fe. Simplificando del todo y sin necesidad de remitirse a la teocracia, ha de tenerse presente además que ha sido sin duda la idea de división el aspecto que, a ojos del temprano poder cristianizado, ha hecho más temibles las disidencias doctrinales de mayor alcance, siempre que un enunciado de fe ortodoxa le sirva de sustento inamovible. Es algo admitido que los concilios ecuménicos de la Antigüedad (Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia), encaminados a promulgar los más esenciales principios dogmáticos tocantes a la cristología, fueron convocados en la práctica por los emperadores.14 Resulta por ello significativo que el concepto mismo de dogma tuviera una expresión jurídica temprana antes que teológica.15 En conclusión, dadas las repercusiones sociopolíticas del fraccionamiento en la creencia cuando esta aglutina y sustenta los sistemas políticos de signo explícitamente confesional, resulta fácil entender que sin tregua hayan perseguido a los herejes los poderes constituidos y no menos claro resulta que, en ocasiones, la disidencia religiosa haya vertebrado otras rebeldías de más amplio espectro y alcance. Por eso, al castigar a los herejes, declarándolos además infames, se les privaba a la vez tanto de sus bienes como de sus derechos.16