Novelas ejemplares

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Vuelve en ti, niña, que todo lo que ves ha de redundar en tu gusto y provecho.



Ella, que estaba ignorante de aquello, no sabía cómo consolarse, y la gitana vieja estaba turbada, y los circunstantes, colgados del fin de aquel caso.



El corregidor dijo:



—Señor tiniente cura, este gitano y esta gitana son los que vuesa merced ha de desposar.



—Eso no podré yo hacer si no preceden primero las circunstancias que para tal caso se requieren. ¿Dónde se han hecho las amonestaciones? ¿Adónde está la licencia de mi superior, para que con ellas se haga el desposorio?



—Inadvertencia ha sido mía —respondió el corregidor—; pero yo haré que el vicario la dé.



—Pues hasta que la vea —respondió el tiniente cura—, estos señores perdonen.



Y sin replicar más palabra, porque no sucediese algún escándalo, se salió de casa y los dejó a todos confusos.



—El padre ha hecho muy bien —dijo a esta sazón el corregidor—, y podría ser fuese providencia del cielo esta, para que el suplicio de Andrés se dilate, porque, en efecto, él se ha de desposar con Preciosa, y han de preceder primero las amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida a muchas amargas dificultades; y, con todo esto, querría saber de Andrés, si la suerte encaminase sus sucesos de manera que sin estos sustos y sobresaltos se hallase esposo de Preciosa, ¿si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés Caballero o ya don Juan de Cárcamo?



Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:



—Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio, y ha descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo, la tuviera en tanto que pusiera término a mis deseos, sin osar desear otro bien sino el del cielo.



—Pues por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y agora os la doy y entrego en esperanza por la más rica joya de mi casa, y de mi vida, y de mi alma, y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy a doña Constanza de Acevedo y Meneses, mi única hija, la cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.



Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban, y en breves razones doña Giomar contó la pérdida de su hija, y su hallazgo, con las certísimas señas que la gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito y suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento. Abrazó a sus suegros, llamoles padres y señores suyos; besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le pedía las suyas.



Rompiose el secreto, salió la nueva del caso con la salida de los criados que habían estado presentes; el cual, sabido por el alcalde, tío del muerto, vio tomados los caminos de su venganza, pues no había de tener lugar el rigor de la justicia para ejecutarla en el yerno del corregidor.



Vistiose don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana; volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la tristeza de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado. Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque bajase de la querella y perdonase a don Juan; el cual, no olvidándose de su camarada Clemente, le hizo buscar; pero no le hallaron ni supieron dél hasta que desde allí a cuatro días tuvo nuevas ciertas que se había embarcado en una de dos galeras de Génova que estaban en el puerto de Cartagena, y ya se habían partido.



Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don Francisco de Cárcamo, estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y que sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las bodas.



Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase. Pero que, ante todas cosas, se había de desposar con Preciosa.



Concedió licencia el arzobispo para que con sola una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bienquisto el corregidor, con luminarias, toros y cañas el día del desposorio; quedose la gitana vieja en casa; que no se quiso apartar de su nieta Preciosa.



Llegaron las nuevas a la Corte del caso y casamiento de la gitanilla; supo don Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano y ser la Preciosa la gitanilla que él había visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por perdido, por saber que no había ido a Flandes. Y más porque vio cuán bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de Acevedo. Dio priesa a su partida por llegar presto a ver a sus hijos, y dentro de veinte días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas de la ciudad, que hay algunos y muy buenos, tomaron a cargo celebrar el extraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren.



Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió a la justicia no ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano, y confesó su amor y su culpa, a quien no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia.





Rinconete y Cortadillo



En la venta del molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años el uno, y el otro no pasaban de diez y siete. Ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa no la tenían, los calzones eran de lienzo, y las medias de carne; bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates tan traídos como llevados, y los del otro, picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que de zapatos. Traía el uno montera verde de cazador. El otro, un sombrero sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda, y ceñida por los pechos, traían el uno camisa de color camuza, encerrada y recogida toda en una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman valonas, almidonado con grasa, y tan deshilado y roto, que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos y guardados unos naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del sol, las uñas caireladas, y las manos, no muy limpias. El uno tenía una media espada, y el otro, un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros.



Saliéronse los dos a sestear en un portal o cobertizo que delante de la venta se hace, y sentándose frontero el uno del otro, el que parecía de más edad dijo al más pequeño:



—¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para dónde bueno camina?



—Mi tierra, señor caballero —respondió el preguntado—, no la sé, ni para dónde camino tampoco.



—Pues en verdad —dijo el mayor— que no parece vuesa merced del cielo, y que este no es lugar para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha de pasar adelante.



—Así es —respondió el mediano—, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho. Porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo y una madrastra que me trata como alnado. El camino que llevo es a la ventura, y allí le daría fin donde hallase quién me diese lo necesario para pasar esta miserable vida.



—¿Y sabe vuesa merced algún oficio? —preguntó el grande.



 Y el menor respondió:



—No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo, y corto de tijera muy delicadamente.



—Todo eso es muy bueno, útil y provechoso —dijo el grande—; porque habrá sacristán que le dé a vuesa merced la ofrenda de Todos Santos, porque para el Jueves Santo le corte florones de papel para el monumento.



—No es mi corte de esa manera —respondió el menor—, sino que mi padre, por la misericordia del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cortar antiparas, que, como vuesa merced bien sabe, son medias calzas con avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas, y córtolas tan bien, que en verdad que me podría examinar de maestro, si no que la corta suerte me tiene arrinconado.



—Todo eso y más acontece por los buenos —respondió el grande—, y siempre he oído decir que las buenas cualidades son las más perdidas. Pero aún edad tiene vuesa merced para enmendar su ventura. Mas si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene vuesa merced secretas, y no las quiere manifestar.



—Sí tengo —respondió el pequeño—; pero no son para en público, como vuesa merced ha muy bien apuntado.



A lo cual replicó el grande:



—Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en grande parte se puedan hallar. Y para obligar a vuesa merced que descubra su pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrille el mío primero; porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte, y pienso que habemos de ser, de este hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por los ilustres pasajeros que por él de contino pasan. Mi nombre es Pedro del Rincón; mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada: quiero decir, que es bulero o buldero, como los llama el vulgo. Algunos días le acompañé en el oficio, y le aprendí de manera que no daría ventaja en echar las bulas al que más presumiese en ello. Pero habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé con un talego y di conmigo y con él en Madrid, donde, con las comodidades que allí de ordinario se ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego y le dejé con más dobleces que pañizuelo de desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí, prendiéronme, tuve poco favor, aunque viendo aquellos señores mi poca edad, se contentaron con que me arrimasen al aldabilla y me mosqueasen las espaldas por un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la corte. Tuve paciencia, encogí los hombros, sufrí la tanda y mosqueo, y salí a cumplir mi destierro, con tanta priesa, que no tuve lugar de buscar cabalgaduras. Tomé de mis alhajas las que pude y las que me parecieron más necesarias, y entre ellas saqué estos naipes (y a este tiempo descubrió los que se han dicho, que en el cuello traía), con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna; y aunque vuesa merced los ve tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende, que no alzará que no quede un as debajo; y si vuesa merced es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta, que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un embajador ciertas tretas de quínolas, y del parar, a quien también llaman el andaboba, que así como vuesa merced se puede examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia villanesca. Con esto voy seguro de no morir de hambre; porque aunque llegue a un cortijo, hay quien quiera pasar tiempo jugando un rato, y desto hemos de hacer luego la experiencia los dos: armemos la red, y veamos si cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay: quiero decir, que juguemos los dos a la veintiuna, como si fuese de veras; que si alguno quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.

 



—Sea en buen hora —dijo el otro—, y en merced muy grande tengo la que vuesa merced me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no le encubra la mía, que, diciéndola más breve, es esta: yo nací en el Pedroso, lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo. Mi padre es sastre. Enseñome su oficio, y de corte de tijera, con mi buen ingenio, salté a cortar bolsas. Enfadome la vida estrecha de la aldea y el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio, y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca ni hay faldriquera tan escondida que mis dedos no visiten, ni mis tijeras no corten, aunque le estén guardando con los ojos de Argos. Y en cuatro meses que estuve en aquella ciudad, nunca fui cogido entre puertas, ni sobresaltado ni corrido de corchetes, ni soplado de ningún cañuto; bien es verdad que habrá ocho días que una espía doble dio noticia de mi habilidad al corregidor, el cual, aficionado a mis buenas partes, quisiera verme; mas yo, que por ser humilde no quiero tratar con personas tan graves, procuré de no verme con él. Y así, salí de la ciudad con tanta priesa, que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras, ni blancas, ni de algún coche de retorno o, por lo menos, de un carro.



—Eso se borre —dijo Rincón—; y pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas grandezas ni altiveces. Confesemos llanamente que no tenemos blanca ni aun zapatos.



—Sea así —respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se llamaba—; y pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.



Y levantándose Diego Cortado, abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia, y a pocas manos, alzaba también por el as Cortado como Rincón, su maestro.



Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que quería hacer tercio. Acogiéronle de buena gana, y en menos de media hora le ganaron doce reales y veintidós maravedises, que fue darle doce lanzadas y veintidós mil pesadumbres. Y creyendo el arriero que por ser muchachos no se lo defenderían, quiso quitarles el dinero; mas ellos, poniendo el uno mano a su media espada, y el otro, al de las cachas amarillas, le dieron tanto que hacer, que a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara harto mal.



A esta sazón pasaron acaso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que iban a sestear a la venta del Alcalde, que está media legua más adelante; los cuales, viendo la pendencia del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si acaso iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.



—Allá vamos —dijo Rincón—, y serviremos a vuesas mercedes en todo cuanto nos mandaren.



Y sin más detenerse saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al arriero agraviado y enojado, y a la ventera, admirada de la buena crianza de los pícaros: que les había estado oyendo su plática, sin que ellos advirtiesen en ello; y cuando dijo al arriero que les había oído decir que los naipes que traían eran falsos, se pelaba las barbas, y quería ir a la venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía que era grandísima afrenta y caso de menos valer que dos muchachos hubiesen engañado a un hombrazo tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron y aconsejaron que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le dijeron que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.



En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes, que lo más del camino los llevaban a las ancas; y aunque se les ofrecían algunas ocasiones de tentar las valijas de sus medios amos, no las admitieron, por no perder la ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían grande deseo de verse. Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración y por la puerta de la Aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la valija o maleta que a las ancas traía un francés de la camarada; y así, con el de sus cachas le dio tan larga y profunda herida, que se parecían patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un libro de memoria, cosas que cuando las vieron no les dieron mucho gusto, y pensando que pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenían aquellas preseas, quisieran volver a darle otro tiento. Pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habían echado de menos, y puesto en recaudo lo que quedaba.



Habíanse despedido antes que el salto hiciesen de los que hasta allí los habían sustentando, y otro día vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron veinte reales. Hecho esto se fueron a ver la ciudad, y admiroles la grandeza y suntuosidad de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era en tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras, cuya vista les hizo suspirar, y aun temer el día que sus culpas les habían de traer a morar en ellas de por vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban; informáronse de uno dellos qué oficio era aquel, y si era de mucho trabajo, y de qué ganancia.



Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado, y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con cinco y con seis reales de ganancia, con que comía y bebía, y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todos los hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad, en la cual había tantos y tan buenos.



No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó el oficio, por parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo podían usar sin examen. Y preguntándole al asturiano qué habían de comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios o nuevos, y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y una pequeña, en las cuales se repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal, el pan. Y él les guio donde lo vendían; ellos, del dinero de la galima del francés, lo compraron todo, y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les ensayaban las esportillas y asentaban los costales. Avisoles su adalid de los puestos donde habían de acudir: por las mañanas, a la carnicería y a la plaza de San Salvador; los días de pescado, a la pescadería y a la Costanilla; todas las tardes, al río; los jueves, a la feria.



Toda esta lección tomaron bien de memoria, y otro día, bien de mañana, se plantaron en la plaza de San Salvador, y apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del oficio, que por lo flamante de los costales y espuertas vieron ser nuevos en la plaza; hiciéronles mil preguntas y a todas respondían con discreción y mesura. En esto llegaron un medio estudiante y un soldado, y convidados de la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado, a Rincón.



—En nombre sea de Dios —dijeron ambos.



—Para bien se comience el oficio —dijo Rincón—; que vuesa merced me estrena, señor mío.



A lo cual respondió el soldado:



—La estrena no será mala, porque estoy de ganancia; y soy enamorado, y tengo de hacer hoy banquete a unas amigas de mi señora.



—Pues cargue vuesa merced a su gusto; que ánimo tengo y fuerzas para llevarme toda esta plaza, y aun si fuere menester que ayude a guisallo, lo haré de muy buena voluntad.



Contentose el soldado de la buena gracia del mozo, y díjole que si quería servir, que él le sacaría de aquel abatido oficio; a lo cual respondió Rincón que por ser aquel el día primero que le usaba, no le quería dejar tan presto hasta ver, a lo menos, lo que tenía de malo o bueno; y cuando no le contentase, él daba su palabra de servirle a él antes que a un canónigo.



Riose el soldado, cargole muy bien, mostrole la casa de su dama para que la supiese de allí adelante y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle. Rincón prometió fidelidad y buen trato; diole el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza, por no perder coyuntura; porque también de esta diligencia les advirtió el asturiano, y de cuando llevasen pescado menudo, conviene a saber, albures, o sardinas, o acedías, bien podían tomar algunas, y hacerles la salva, siquiera para el gasto de aquel día; pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento, porque no se perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.



Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegose Cortado a Rincón y preguntole que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y mostrole los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno y sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venía algo hinchada, y dijo:



—Con esta me pagó su reverencia del estudiante, y con dos cuartos; mas tomadla vos, Rincón, por lo que puede suceder.



Y habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el estudiante trasudando y turbado de muerte, y viendo a Cortado le dijo si acaso había visto una bolsa de tales y tales señas, que con quince escudos de oro en oro, y con tres reales de a dos, y tantos maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba, y que le dijese si la había tomado en el entretanto que con él había andado comprando.



A lo cual,con extraño disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:



—Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida, si ya no es que vuesa merced la puso a mal recaudo.



—¡Eso es ello, pecador de mí —respondió el estudiante—: que la debí de poner a mal recaudo, pues me la hurtaron!



—Lo mismo digo yo —dijo Cortado—; pero para todo hay remedio, si no es para la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es, lo primero y principal, tener paciencia; que de menos nos hizo Dios, y un día viene tras otro día, y donde las dan las toman, y podría ser que con el tiempo, el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuestra merced sahumada.



—El sahumerio le perdonaríamos —respondió el estudiante. Y Cortado prosiguió diciendo:

 



—Cuanto más, que cartas de descomunión hay, paulinas y buena diligencia, que es madre de la buenaventura; aunque, a la verdad, no quisiera yo ser el llevador de la bolsa, porque si es que vuesa merced tiene alguna orden sacra, parecerme hía a mí que había cometido algún grande incesto o sacrilegio.



—¡Y cómo que ha cometido sacrilegio! —dijo a esto el dolorido estudiante—; que puesto caso que yo no soy sacerdote, sino sacristán de unas monjas, el dinero de la bolsa era del tercio de una capellanía, que me dio a cobrar un sacerdote amigo mío, y es dinero sagrado y bendito.



—Con su pan se lo coma —dijo Rincón a este punto—. No le arriendo la ganancia. Día de juicio hay, donde todo saldrá como dicen, en la colada, y entonces se verá quién fue Callejas, y el atrevido que se atrevió a tornar, hurtar y menoscabar el tercio de la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año? Dígame, señor sacristán, por su vida.



—¡Renta la puta que me parió! ¿Y estoy yo agora para decir lo que renta? —respondió el sacristán con algún tanto de demasiada cólera—. Decidme, hermano, si sabéis algo; si no, quedad con Dios; que yo la quiero hacer pregonar.



—No me parece mal remedio ese —dijo Cortado—; pero advierta vuesa merced no se le olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del dinero que va en ella; que si yerra en un ardite, no parecerá en días del mundo, y esto le doy por hado.



—No hay que temer de eso —respondió el sacristán—, que lo tengo más en la memoria que el tocar de las campanas. No me erraré en un átomo.



Sacó en esto de la faldriquera un pañuelo ranciado para limpiarse el sudor, que llovía de su rostro como de alquitara, y apenas le hubo visto Cortado cuando le marcó por suyo y habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las Gradas, donde le llamó y le retiró a una parte, y allí le comenzó a decir tantos disparates, al modo de lo que llaman bernardinas, cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir jamás razón que comenzase, que el pobre sacristán estaba embelesado escuchándole.



Y como no acababa de entender lo que le decía, hacía que le repitiese la razón dos y tres veces.



Estábale mirando Cortado a la cara atentamente, y no quitaba los ojos de sus ojos. El sacristán le miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras. Este tan grande embelesamiento dio lugar a Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera, y despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar, porque él traía entre ojos que un muchacho de su mismo oficio y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había tomado la bolsa, y que él se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.



Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado, el cual se vino donde estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado dél; y más abajo, otro mozo de la esportilla que vio todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a Rincón, y llegándose a ellos, les dijo:



—Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada o no?



—No entendemos esa razón, señor galán —respondió Rincón.



—¿Que no entrevan, señores murcios? —respondió el otro.



—No somos de Teba ni de Murcia —dijo Cortado—: si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con Dios.



—¿No lo entienden? —dijo el mozo—. Pues yo se lo daré a entender, y a beber, con una cuchara de plata; quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son. Mas díganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?



—¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? —dijo Rincón.



—Si no se paga —respondió el mozo—, a lo menos, regístranse ante el señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo; y así, les aconsejo que vengan conmigo a darle la obediencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin su señal, que les costará caro.



—Yo pensé —dijo Cortado— que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y alcabala, y que si se paga es por junto, dando por fiadores a la garganta y a las espaldas; pero pues así es, y en cada tierra hay su uso, guardemos nosotros el desta, que por ser la más principal del mundo, ser

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?