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Dejaron, pues, a Extremadura y entráronse en la Mancha, y poco a poco fueron caminando al reino de Murcia. En todas las aldeas y lugares que pasaban había desafíos de pelota, de esgrima, de correr, de saltar, de tirar la barra y de otros ejercicios de fuerza, maña y ligereza, y de todos salían vencedores Andrés y Clemente como de solo Andrés queda dicho; y en todo este tiempo, que fue más de mes y medio, nunca tuvo Clemente ocasión, ni él la procuró, de hablar a Preciosa, hasta que un día, estando juntos Andrés y ella, llegó él a la conversación, porque le llamaron, y Preciosa le dijo:

—Desde la vez primera que llegaste a nuestro aduar te conocí, Clemente, y se me vinieron a la memoria los versos que en Madrid me diste; pero no quise decir nada por no saber con qué intención venías a nuestras estancias; y cuando supe tu desgracia me pesó en el alma, y se aseguró mi pecho que estaba sobresaltado, pensando que como había don Juanes en el mundo que se mudaban en Andreses, así podía haber don Sanchos que se mudasen en otros nombres. Háblote de esta manera, porque Andrés me ha dicho que te ha dado cuenta de quién es y de la intención con que se ha vuelto gitano —y así era la verdad; que Andrés le había hecho sabidor de toda su historia, por poder comunicar con él sus pensamientos—. Y no pienses que te fue de poco provecho el conocerte, pues por mi respeto y por lo que yo de ti dije se facilitó el acogerte y admitirle en nuestra compañía, donde plega a Dios te suceda todo el bien que acertares a desearte. Este buen deseo quiero que me pagues en que no afees a Andrés la bajeza de su intento, ni le pintes cuán mal le está perseverar en este estado; que puesto que yo imagino que debajo de los candados de mi voluntad está la suya, todavía me pesaría de verle dar muestras, por mínimas que fuesen, de algún arrepentimiento.

A esto respondió Clemente:

—No pienses, Preciosa única, que don Juan con ligereza de ánimo me descubrió quién era: primero le conocí yo, y primero me descubrieron sus ojos sus intentos; primero le dije yo quién era, y primero le adiviné la prisión de su voluntad, que tú señalas, y él, dándome el crédito que era razón que me diese, fio de mi secreto el suyo, y él es buen testigo si alabé su determinación y escogido empleo; que no soy, ¡oh Preciosa!, de tan corto ingenio que no alcance hasta dónde se extienden las fuerzas de la hermosura, y la tuya, por pasar de los límites de los mayores extremos de belleza, es disculpa bastante de mayores yerros, si es que deben llamarse yerros los que se hacen con tan forzosas causas. Agradézcote, señora, lo que en mi crédito dijiste, y yo pienso pagártelo en desear que estos enredos amorosos salgan a fines felices y que tú goces de tu Andrés, y Andrés de su Preciosa, en conformidad y gusto de sus padres, porque de tan hermosa junta veamos en el mundo los más bellos renuevos que pueda formar la bien intencionada naturaleza. Esto desearé yo, Preciosa, y esto le diré siempre a tu Andrés, y no cosa alguna que le divierta de sus bien colocados pensamientos.

Con tales afectos dijo las razones pasadas Clemente, que estuvo en duda Andrés si las había dicho como enamorado o como comedido; que la infernal enfermedad celosa es tan delicada y de tal manera, que en los átomos del sol se pega, y de los que tocan a la cosa amada se fatiga el amante y se desespera. Pero con todo esto, no tuvo celos confirmados, más fiado de la bondad de Preciosa que de la ventura suya; que siempre los enamorados se tienen por infelices en tanto que no alcanzan lo que desean. En fin, Andrés y Clemente eran camaradas y grandes amigos, asegurándolo todo la buena intención de Clemente y el recato y prudencia de Preciosa, que jamás dio ocasión a que Andrés tuviese della celos.

Tenía Clemente sus puntas de poeta, como lo mostró en los versos que dio a Preciosa, y Andrés se picaba un poco, y entrambos eran aficionados a la música. Sucedió, pues, que estando el aduar alojado en un valle, cuatro leguas de Murcia, una noche, por entretenerse, sentados los dos, Andrés al pie de un alcornoque, Clemente al de una encina, cada uno con una guitarra, convidados del silencio de la noche, comenzando Andrés y respondiendo Clemente, cantaron estos versos:

ANDRÉS

Mira, Clemente, el estrellado velo

Con que esta noche fría

Compite con el día,

De luces bellas adornado el cielo;

Y en esta semejanza,

Si tanto tu divino ingenio alcanza,

Aquel rostro figura

Donde asiste el extremo de hermosura.

CLEMENTE

Donde asiste el extremo de hermosura,

Y adonde la preciosa

Honestidad hermosa

Con todo extremo de bondad se apura,

En un sujeto cabe,

Que no hay humano ingenio que le alabe,

Si no toca en divino,

En alto, en raro, en grave y peregrino.

ANDRÉS

En alto, en raro, en grave y peregrino

Estilo nunca usado,

Al cielo levantado,

Por dulce al mundo y sin igual camino,

Tu nombre, ¡oh gitanilla!,

Causando asombro, espanto y maravilla,

La fama yo quisiera

Que le llevara hasta la octava esfera.

CLEMENTE

Que le llevara hasta la octava esfera

Fuera decente y justo,

Dando a los cielos gusto,

Cuando el son de su nombre allá se oyera,

Y en la tierra causara,

Por donde el dulce nombre resonara,

Música en los oídos,

Paz en las almas, gloria en los sentidos.

ANDRÉS

Paz en las almas, gloria en los sentidos

Se siente cuando canta

La sirena, que encanta,

Y adormece a los más apercibidos;

Y tal es mi Preciosa,

Que es lo menos que tiene ser hermosa:

Dulce regalo mío,

Corona del donaire, honor del brío.

CLEMENTE

Corona del donaire, honor del brío

Eres, bella gitana,

Frescor de la mañana

Céfiro blando en el ardiente estío;

Rayo con que Amor ciego

Convierte el pecho más de nieve en fuego;

Fuerza que ansí la hace,

Que blandamente mata y satisface.

Señales iban dando de no acabar tan presto el libre y el cautivo si no sonara a sus espaldas la voz de Preciosa, que las suyas había escuchado.

Suspendiolos el oírla, y sin moverse, prestándola maravillosa atención, la escucharon. Ella (no sé si de improviso o si en algún tiempo los versos que cantaba le compusieron), con extremada gracia, como si para responderles fueran hechos, cantó los siguientes:

En esta empresa amorosa

Donde el amor entretengo,

Por mayor ventura tengo

Ser honesta que hermosa.

La que es más humilde planta,

Si la subida endereza,

Por gracia o naturaleza

A los cielos se levanta.

En este mi bajo cobre,

Siendo honestidad su esmalte,

No hay buen deseo que falte,

Ni riqueza que no sobre.

No me causa alguna pena

No quererme o no estimarme;

Que yo pienso fabricarme

Mi suerte y ventura buena.

Haga yo lo que en mí es,

Que a ser buena me encamine,

Y haga el cielo y determine

Lo que quisiere después.

Quiero ver si la belleza

Tiene tal prerrogativa,

Que me encumbre tan arriba,

Que aspire a mayor alteza.

Si las almas son iguales,

Podrá la de un labrador

igualarse por valor

Con las que son imperiales.

De la mía lo que siento

Me sube al grado mayor,

Porque majestad y amor

No tienen un mismo asiento.

Aquí dio fin Preciosa a su canto, y Andrés y Clemente se levantaron a recibilla. Pasaron entre los tres discretas razones, y Preciosa descubrió en las suyas su discreción, su honestidad y su agudeza, de tal manera que en Clemente halló disculpa la intención de Andrés; que aún hasta entonces no la había hallado, juzgando más a mocedad que a cordura su arrojada determinación.

Aquella mañana se levantó el aduar, y se fueron a alojar en un lugar de la jurisdicción de Murcia, tres leguas de la ciudad, donde le sucedió a Andrés una desgracia que le puso en punto de perder la vida. Y fue que después de haber dado en aquel lugar algunos vasos y prendas de plata en fianzas, como tenían de costumbre, Preciosa y su abuela, y Cristina con otras dos gitanillas, y los dos, Clemente y Andrés, se alojaron en un mesón de una viuda rica, la cual tenía una hija de edad de diez y siete o diez y ocho años, algo más desenvuelta que hermosa, y por más señas se llamaba Juana Carducha. Esta, habiendo visto bailar a las gitanas y gitanos, la tomó el diablo, y se enamoró de Andrés tan fuertemente que propuso de decírselo y tomarle por marido, si él quisiese, aunque a todos sus parientes les pesase; y así, buscó coyuntura para decírselo, y hallola en un corral donde Andrés había entrado a requerir dos pollinos. Llegose a él, y con priesa por no ser vista le dijo:

—Andrés (que ya sabía su nombre), yo soy doncella y rica; que mi madre no tiene otro hijo sino a mí, y este mesón es suyo, y amén desto, tiene muchos majuelos y otros dos pares de casas. Hasme parecido bien: si me quieres por esposa, a ti te está. Respóndeme presto, y si eres discreto, quédate, y verás qué vida nos damos.

Admirado quedó Andrés de la resolución de la Carducha, y con la presteza que ella pedía, le respondió:

—Señora doncella, yo estoy apalabrado para casarme, y los gitanos no nos casamos sino con gitanas: guárdela Dios por la merced que me quería hacer, de que yo no soy digno.

 

No estuvo en dos dedos de caerse muerta la Carducha con la aceda respuesta de Andrés, a quien replicara si no viera que entraban en el corral otras gitanas. Saliose corrida y asendereada, y de buena gana se vengara si pudiera. Andrés, como discreto, determinó de poner tierra en medio y desviarse de aquella ocasión que el diablo le ofrecía; que bien leyó en los ojos de la Carducha que sin los lazos matrimoniales se le entregara a toda su voluntad, y no quiso verse pie a pie y solo en aquella estacada; y así, pidió a todos los gitanos que aquella noche se partiesen de aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecían, lo pusieron luego por obra, y cobrando sus fianzas aquella tarde se fueron.

La Carducha, que vio que en irse Andrés se le iba la mitad de su alma, y que no le quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó de hacer quedar a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía; y así, con la industria, sagacidad y secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas de plata con otros brincos suyos, y apenas habían salido del mesón, cuando dio voces diciendo que aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas; a cuyas voces acudió la justicia y toda la gente del pueblo.

Los gitanos hicieron alto, y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada y que ellos harían patentes todos los sacos y repuestos de su aduar. Desto se congojó mucho la gitana vieja, temiendo en aquel escrutinio no se manifestasen los dijes de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con gran cuidado y recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con mucha brevedad todo, porque al segundo envoltorio que miraron, dijo que preguntasen cuál era el de aquel gitano gran bailador; que ella había visto entrar en su aposento dos veces, y que podría ser que aquel las llevase.

Entendió Andrés que por él lo decía, y riéndose, dijo:

—Señora doncella, esta es mi recámara y este es mi pollino. Si vos halláredes en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas, fuera de sujetarme al castigo que la ley da a los ladrones.

Acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino, y a pocas vueltas dieron con el hurto; de que quedó tan espantado Andrés y tan absorto, que no pareció sino estatua sin voz, de piedra dura.

—¿No sospeché yo bien? —dijo a esta sazón la Carducha—. Mirad con qué buena cara se encubre un ladrón tan grande.

El alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos los gitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos. A todo callaba Andrés, suspenso e imaginativo, y no acababa de caer en la traición de la Carducha. En esto se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del alcalde, diciendo:

—¿No veis cuál se ha quedado el gitanico podrido de hurtar? Apostaré yo que hace melindres y que niega el hurto, con habérsele cogido en las manos; que bien haya quien no os echa en galeras a todos. Mirad si estuviera mejor este bellaco en ellas, sirviendo a su majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar y hurtando de venta en monte. A fe de soldado que estoy por darle una bofetada que le derribe a mis pies.

Y diciendo esto, sin más ni más alzó la mano y le dio un bofetón tal, que le hizo volver de su embelesamiento y le hizo acordar que no era Andrés Caballero, sino don Juan y caballero. Y arremetiendo al soldado con mucha presteza y más cólera, le arrancó su misma espada de la vaina y se la envainó en el cuerpo, dando con él muerto en tierra.

Aquí fue el gritar del pueblo; aquí el amohinarse el tío alcalde; aquí el desmayarse Preciosa, y en turbarse Andrés de verla desmayada; aquí el acudir todos a las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la grita, y por acudir Andrés al desmayo de Preciosa dejó de acudir a su defensa, y quiso la suerte que Clemente no se hallase al desastrado suceso, que con los bagajes había ya salido del pueblo. Finalmente, tantos cargaron sobre Andrés que le prendieron y le aherrojaron con dos muy gruesas cadenas. Bien quisiera el alcalde ahorcarle luego, si estuviera en su mano; pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su jurisdicción. No le llevaron hasta otro día y en el que allí estuvo pasó Andrés muchos martirios y vituperios, que el indignado alcalde, y sus ministros, y todos los del lugar le hicieron. Prendió el alcalde todos los más gitanos y gitanas que pudo, porque los más huyeron, y entre ellos Clemente, que temió ser cogido y descubierto.

Finalmente, con la sumaria del caso, y con una gran cáfila de gitanos, entraron el alcalde y sus ministros, con otra mucha gente armada, en Murcia, entre los cuales iba Preciosa y el pobre de Andrés, ceñido de cadenas y con esposas y piedeamigo. Salió toda Murcia a ver los presos; que ya se tenía noticia de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel día fue tanta, que ninguno la miraba que no la bendecía, y llegó la nueva de su belleza a los oídos de la señora corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el corregidor, su marido, mandase que aquella gitanica no entrase en la cárcel, y todos los demás sí, y a Andrés le pusieron en un estrecho calabozo, cuya oscuridad y la falta de luz de Preciosa le trataron de manera que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura.

Llevaron a Preciosa, con su abuela, a que la corregidora la viese, y así como la vio, dijo:

—Con razón la alaban de hermosa.

Y llegándola a sí la abrazó tiernamente, y no se hartaba de mirarla, y preguntó a su abuela que qué edad tendría aquella niña.

—Quince años —respondió la gitana—, dos meses más o menos.

—Esos tuviera agora la desdichada de mi Constanza. ¡Ay, amigas! ¡Que esta niña me ha renovado mi desventura! —dijo la corregidora.

Tomó en esto Preciosa las manos de la corregidora, y besándoselas muchas veces se las bañaba con lágrimas, y le decía:

—Señora mía, el gitano que está preso no tiene culpa, porque fue provocado: llamáronle ladrón, y no lo es; diéronle un bofetón en su rostro, que es tal que en él se descubre la bondad de su ánimo. Por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagáis guardar su justicia, y que el señor corregidor no se dé priesa a ejecutar en él el castigo con que las leyes le amenazan; y si algún agrado os ha dado mi hermosura, entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mía. Él ha de ser mi esposo, y justos y honestos impedimentos han estorbado que aún hasta ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros fueren menester para alcanzar perdón de la parte, todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda, y se dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis qué es amor, y algún tiempo le tuvisteis, y ahora le tenéis a vuestro esposo, doleos de mí, que amo tierna y honestamente al mío.

En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos de mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha abundancia. Asimismo la corregidora la tenía a ella asida de las suyas, mirándola, ni más ni menos con no menor ahínco, y con no más pocas lágrimas. Estando en esto entró el corregidor, y hallando a su mujer y a Preciosa tan llorosas y tan encadenadas, quedó suspenso así de su llanto como de su hermosura. Preguntó la causa de aquel sentimiento, y la respuesta que dio Preciosa fue soltar las manos de la corregidora y asirse de los pies del corregidor, diciéndole:

—¡Señor, misericordia, misericordia! Si mi esposo muere, yo soy muerta. Él no tiene culpa; pero si la tiene, déseme a mí la pena. Y si esto no puede ser, a lo menos entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios posibles para su libertad: que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase el cielo la salud de gracia.

Con nueva suspensión quedó el corregidor de oír las discretas razones de la gitanilla, y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus lágrimas.

En tanto que esto pasaba estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y diversas cosas, y al cabo de toda esta suspensión e imaginación, dijo:

—Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco; que yo haré que estos llantos se conviertan en risa, aunque a mí me cueste la vida.

Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes confusos con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intención de avisar a su padre, que viniese a entender en ella. Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un aposento; que tenía grandes cosas que decirles en secreto. El corregidor, creyendo que algunos hurtos de los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito del preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la gitana, hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:

—Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en albricias el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recibir el castigo que quisiéredes darme; pero antes que lo confiese quiero que me digáis, señores, primero, si conocéis estas joyas.

Y descubriendo un cofrecito donde venían las de Preciosa, se le puso en las manos al corregidor, y en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles; pero no cayó en lo que podían significar. Mirolos también la corregidora, pero tampoco dio en la cuenta. Solo dijo:

—Estos son adornos de alguna pequeña criatura.

—Así es la verdad —dijo la gitana—; y de qué criatura sean lo dice ese escrito que está en ese papel doblado.

Abriole con priesa el corregidor, y leyó que decía:

«Llamábase la niña doña Constanza de Acevedo y de Meneses. Su madre, doña Guiomar de Meneses, y su padre, don Fernando de Acevedo, caballero del hábito de Calatrava. Desparecila día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados».

Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los brincos, se los puso a la boca, y dándoles infinitos besos, se cayó desmayada. Acudió el corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por su hija, y habiendo vuelto en sí, dijo:

—Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la criatura cuyos eran estos dijes?

—¿Adónde, señora? —respondió la gitana—. En vuestra casa la tenéis: aquella gitana que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño, y es sin duda alguna vuestra hija, que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese papel dice.

Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines y desalada y corriendo salió a la sala adonde había dejado a Preciosa, y hallola rodeada de sus doncellas y criadas, todavía llorando. Arremetió a ella, y sin decirla nada, con gran priesa le desabrochó el pecho, y miró si tenía debajo de la teta iz-quierda una señal pequeña a modo de lunar blanco con que había nacido, y hallole ya grande, que con el tiempo se había dilatado. Luego, con la misma celeridad la descalzó y descubrió un pie de nieve y de marfil hecho a torno, y vio en él lo que buscaba; que era que los dos dedos últimos del pie derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de carne, la cual, cuando niña, nunca se la habían querido cortar, por no darle pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos, el día señalado del hurto, la confesión de la gitana y el sobresalto y la alegría que habían recibido sus padres cuando la vieron, con toda verdad confirmaron en el alma de la corregidora ser Preciosa su hija; y así, cogiéndola en sus brazos, se volvió con ella a donde el corregidor y la gitana estaban.

Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efecto se había hecho con ella aquellas diligencias, y más viéndose llevar en brazos de la corregidora, y que le daba de un beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la presencia de su marido, y trasladándola de sus brazos a los del corregidor, dijo:

—Recibid, señor, a vuestra hija Constanza; que esta es sin duda. No lo dudéis, señor, en ningún modo; que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto, y más, que a mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis ojos la vieron.

—No lo dudo —respondió el corregidor, teniendo en sus brazos a Preciosa—; que los mismos efectos han pasado por la mía que por la vuestra. Y más que tantas particularidades juntas, ¿cómo podían suceder si no fuera por milagro?

 

Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería aquello, y todos daban bien lejos del blanco; que ¿quién había de imaginar que la gitanilla era hija de sus señores?

El corregidor dijo a su mujer, y a su hija, y a la gitana vieja, que aquel caso estuviese secreto hasta que él le descubriese; y asimismo dijo a la vieja que él le perdonaba el agravio que le había hecho en hurtarle la mitad de su alma, pues la recompensa de habérsela vuelto mayores albricias merecía, y que solo le pesaba de que sabiendo ella la calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un gitano, y más con un ladrón y homicida.

—¡Ay —dijo a esto Preciosa—, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que es matador! Pero fue del que le quitó la honra, y no pudo hacer menos de mostrar quién era y matarle.

—¿Cómo que no es gitano, hija mía? —dijo doña Guiomar.

Entonces la gitana vieja contó brevemente la historia de Andrés Caballero, y que era hijo de don Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago, y que se llamaba don Juan de Cárcamo, asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella tenía, cuando los mudó en los de gitano. Contó también el concierto que entre Preciosa y don Juan estaba hecho de aguardar dos años de aprobación para desposarse o no. Puso en su punto la honestidad de entrambos y la agradable condición de don Juan.

Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija, y mandó el corregidor a la gitana que fuese por los vestidos de don Juan. Ella lo hizo ansí y volvió con otro gitano, que los trujo.

En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil preguntas, a que respondió con tanta discreción y gracia que aunque no la hubieran reconocido por hija los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna afición a don Juan. Respondió que no más de aquella que le obligaba a ser agradecida a quien se había querido humillar a ser gitano por ella; pero que ya no se extendería a más el agradecimiento de aquello que sus señores padres quisiesen.

—Calla, hija preciosa —dijo su padre—, que este nombre de Preciosa quiero que se te quede en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo; que yo, como tu padre, tomo a cargo de ponerte en estado que no desdiga de quién eres.

Suspiró oyendo esto Preciosa, y su madre, como era discreta, entendió que suspiraba de enamorada de don Juan, y dijo a su marido:

—Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es, y queriendo tanto a nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.

Y él respondió:

—Aún apenas hoy la habemos hallado, ¿y ya queréis que la perdamos? Gocémosla algún tiempo; que, en casándola, no será nuestra, sino de su marido.

—Razón tenéis, señor —respondió ella—, pero dad orden de sacar a don Juan, que debe de estar en algún calabozo metido, pasando las penalidades que se pueden considerar de sus prisiones, las humedades y sabandijas inmundas, que inquietan a las pobres pacientes, que están esperando salga el día para gozarle, y verse libres de tanta opresión y mala vecindad como padecen.

—Sí estará —dijo Preciosa—, que a un ladrón, matador, y sobre todo gitano, no le habrán dado mejor estancia.

—Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión —respondió el corregidor—, y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo lo quiera.

Y abrazando a Preciosa, fue luego a la cárcel y entró en el calabozo donde don Juan estaba, y no quiso que nadie entrase con él. Hallole con entrambos pies en un cepo y con las esposas a las manos, y que aún no le habían quitado el piedeamigo. Era la estancia oscura, pero hizo que por arriba abriesen una lumbrera, por donde entraba luz, aunque muy escasa, y así como le vio, le dijo:

—¿Cómo está la buena pieza? ¡Que así tuviera yo atraillados cuantos gitanos hay en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera en otro con Roma, sin dar más de un golpe! Sabed, ladrón puntoso, que yo soy el corregidor de esta ciudad, y vengo a saber, de mí a vos, si es verdad que es vuestra esposa una gitanilla que viene con vosotros.

Oyendo esto Andrés, imaginó que el corregidor se debía haber enamorado de Preciosa; que los celos son de cuerpos sutiles y se entran por otros cuerpos sin romperlos, apartarlos ni dividirlos. Pero, con todo esto, respondió:

—Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad, y si ha dicho que no lo soy, también ha dicho verdad; porque no es posible que Preciosa diga mentira.

—¿Tan verdadera es? —respondió el corregidor—. No es poco serlo para ser gitana. Ahora bien, mancebo, ella ha dicho que es vuestra esposa; pero que nunca os ha dado la mano. Ha sabido que, según es vuestra culpa, habéis de morir por ella, y hame pedido que antes de vuestra muerte la despose con vos, porque se quiere honrar con quedar viuda de un tan gran ladrón como vos.

—Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica; que como yo me despose con ella, iré contento a la otra vida como parta de esta con nombre de ser suyo.

—Mucho la debéis de querer —dijo el corregidor.

—Tanto —respondió el preso—, que, a poderlo decir, no fuera nada. En efecto, señor corregidor, mi causa se concluya; yo maté al que me quiso quitar la honra; yo adoro a esa gitana: moriré contento si muero en su gracia, y sé que no nos ha de faltar la de Dios, pues entrambos habemos guardado honestamente y con puntualidad lo que nos prometimos.

—Pues esta noche enviaré por vos —dijo el corregidor—, y en mi casa os desposaréis con Preciosica, y mañana a mediodía estaréis en la horca; con lo que yo habré cumplido con lo que pide la justicia y con el deseo de entrambos.

Agradecióselo Andrés, y el corregidor volvió a su casa y dio cuenta a su mujer de lo que con don Juan había pasado, y de otras cosas que pensaba hacer.

En el tiempo que él faltó de su casa dio cuenta Preciosa a su madre de todo el discurso de su vida, y de cómo siempre había creído ser gitana y ser nieta de aquella vieja; pero que siempre se había estimado en mucho más de lo que de ser gitana se esperaba.

Preguntole su madre que le dijese la verdad, si quería bien a don Juan de Cárcamo. Ella, con vergüenza y con los ojos en el suelo, le dijo que por haberse considerado gitana, y que mejoraba su suerte con casarse con un caballero de hábito y tan principal como don Juan de Cárcamo, y por haber visto por experiencia su buena condición y honesto trato, alguna vez le había mirado con ojos aficionados; pero que, en resolución, ya había dicho que no tenía otra voluntad de aquella que ellos quisiesen.

Llegose la noche, y siendo casi las diez sacaron a Andrés de la cárcel, sin las esposas y el piedeamigo; pero no sin una gran cadena que, desde los pies, todo el cuerpo le ceñía. Llegó de este modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en casa del corregidor, y con silencio y recato le entraron en un aposento, donde le dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo, y le dijo que se confesase, porque había de morir otro día.

A lo cual respondió Andrés:

—De muy buena gana me confesaré; pero, ¿cómo no me desposan primero? Y si me han de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo que me espera.

Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo a su marido que eran demasiados los sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser perdiese la vida con ellos. Pareciole buen consejo al corregidor, y así, entró a llamar al que le confesaba, y díjole que primero habían de desposar al gitano con Preciosa la gitana, y que después se confesaría, y que se encomendase a Dios de todo corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.

En efecto, Andrés salió a una sala donde estaban solamente doña Guiomar, el corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero cuando Preciosa vio a don Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazón y se arrimó al brazo de su madre, que junto a ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo: