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En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y volviéndose a la vieja, le dijo:

—Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan enamorado señor.

—Responde lo que quisieres, nieta —respondió la vieja—; que yo sé que tienes discreción para todo.

Y Preciosa dijo:

—Yo, señor caballero, aunque soy gitana, pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas; y aunque de quince años (que según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia. Pero con lo uno o con lo otro sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual, atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de la cosa deseada, y quizá abriéndose entonces los ojos del entendimiento, se ve ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas, porque, en fin, será vendida; y si puede ser comprada, será de muy poca estima; ni me la han de llevar trazas ni embelecos; antes pienso irme con ella a la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la embistan o manoseen. Flor es la de la virginidad, que a ser posible, aún con la imaginación no había de dejar ofenderse: cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se marchita! Este la toca, aquel la huele, el otro la deshoja y, finalmente, entre las manos rústicas se deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de llevar sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio. Que si la virginidad se ha de inclinar, ha de ser a este santo yugo; que entonces no sería perderla, sino emplearla en ferias que felices ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra; pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos, y tomando el traje de gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condición y vos de la mía, al cabo del cual, si vos os contentades de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces tengo de ser vuestra hermana en el trato y vuestra humilde en serviros. Y habéis de considerar que en el tiempo de este noviciado podría ser que cobrásedes la vista, que agora debéis de tener perdida o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que agora seguís con tanto ahínco; y cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues faltando alguna de ellas no habéis de tocar un dedo de la mía.

Pasmóse el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía.

Viendo lo cual Preciosa, tornó a decirle:

—No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa, y considerad despacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.

A lo cual respondió el gentilhombre:

—Cuando el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné hacer por ti cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento que me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío al tuyo se ajuste y acomode, cuéntame por gitano, desde luego, y haz de mí todas las experiencias que más quisieres; que siempre me has de hallar el mismo que ahora te significo. Mira cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese luego; que en ocasión de ir a Flandes engañaré a mis padres y sacaré dinero para gastar algunos días, y serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te pido es, si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo, que si no es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y la de mis padres, que no vayas más a Madrid, porque no querría que alguna de las demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse me salteasen la buena ventura que tanto me cuesta.

—Eso no, señor galán —respondió Preciosa—. Sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos; y entienda que no la tomaré tan demasiada que no se eche de ver desde bien lejos, que llega mi honestidad a mi desenvoltura. Y en el primero cargo en que quiero enteraros es en el de la confianza que habéis de hacer de mí. Y mirad que los amantes que entran pidiendo celos, o son simples o confiados.

—Satanás tienes en tu pecho, muchacha —dijo a esta sazón la gitana vieja—. ¡Mira que dices cosas que no las diría un colegial de Salamanca! Tú sabes de amor, tú sabes de celos, tú, de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca, y te estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.

—Calle, abuela —respondió Preciosa—, y sepa que todas las cosas que me oye son monadas y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el pecho.

Todo cuanto Preciosa decía, y toda la discreción que mostraba, era añadir leña al fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente quedaron en que de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas habrían tenido tiempo de informarse de la verdad que les había dicho.

Sacó el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y dióselos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomase en ninguna manera; a quien la gitana dijo:

—Calla, niña; que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber entregado las armas en señal de rendimiento. Y el dar, en cualquiera ocasión que sea, siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel refrán que dice: «Al cielo rogando, y con el mazo dando». Y más, que no quiero yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquirido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, que pueden andar cosidos en la alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene un juro sobre las hierbas de Extremadura? Si alguno de nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano, como estos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces, por tres delitos diferentes, me he visto casi puesta en el asno para ser azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra, una sarta de perlas, y de la otra, cuarenta reales de a ocho, que había trocado por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de su plus ultra. Por un doblón de dos caras se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de nosotras las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos de Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.

—Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas leyes en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores: quédese con ellos y buen provecho le hagan, y plega a Dios que los entierre en sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del sol, ni haya necesidad que le vean. A estas nuestras compañeras será forzoso darles algo, que ha mucho que nos esperan y ya deben estar enfadadas.

—Así verán ellas —replicó la vieja— moneda destas como ven al turco agora. Ese buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.

—Sí traigo —dijo el galán.

Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen retular por las esquinas «victor, victor».

En resolución, concertaron, como se ha dicho, la venida de allí a ocho días, y que se había de llamar, cuando fuese gitano, Andrés Caballero, porque también había gitanos entre ellos deste apellido.

No tuvo atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar a Preciosa; antes enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse puede, las dejó y se entró en Madrid, y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo aficionada, más con benevolencia que con amor, de la gallarda disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho. Entró en Madrid, y a pocas calles andadas encontró con el paje poeta de las coplas y el escudo.

 

Y cuando él la vio, se llegó a ella, diciendo:

—Vengas en buen hora, Preciosa. ¿Leíste por ventura las coplas que te di el otro día?

A lo que Preciosa respondió:

—Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que más quiere.

—Conjuro es ese —respondió el paje— que aunque el decirla me costase la vida, no la negaré en ninguna manera.

—Pues la verdad que quiero que me diga —dijo Preciosa— es si por ventura es poeta.

—A serlo —replicó el paje—, forzosamente había de ser por ventura; pero has de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen, y así, yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía; y para lo que he menester no voy a pedir ni a buscar versos ajenos. Los que te di son míos, y estos que te doy agora también, mas no por eso soy poeta, ni Dios lo quiera.

—¿Tan malo es ser poeta? —replicó Preciosa.

—No es malo —dijo el paje—; pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae cada día, ni la muestra a todas las gentes, ni a cada paso, sino cuando convenga y sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad; las fuentes la entretienen; los prados la consuelan; los árboles la desenojan; las flores la alegran, y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican.

—Con todo eso —respondió Preciosa—, he oído decir que es pobrísima y que tiene algo de mendiga.

—Antes es al revés —dijo el paje—, porque no hay poeta que no sea rico, pues todos viven contentos con su estado, filosofía que alcanzan pocos. Pero, ¿qué te ha movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?

—Hame movido —respondió Preciosa—, porque como yo tengo a todos o los más poetas por pobres, causome maravilla aquel escudo de oro que me disteis entre vuestros versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta, sino aficionado de la poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a causa de que por aquella parte que os toca de hacer coplas, se ha desaguar cuanta hacienda tuviéredes; que no hay poeta, según dicen, que sepa conservar la hacienda que tiene, ni granjear la que no tiene.

—Pues yo no soy de estos —replicó el paje—. Versos hago, y no soy rico ni pobre; y sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien puedo dar un escudo, y dos, a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla, este segundo papel y este escudo que va en él, sin que os pongáis a pensar si soy poeta o no: solo quiero que penséis y creáis que quien os da esto quisiera tener para daros las riquezas de Midas.

Y en esto, le dio un papel, y tentándole Preciosa, halló que dentro venía el escudo, y dijo:

—Este papel ha de vivir muchos años, porque trae dos almas consigo: una, la del escudo, y otra, la de los versos; que siempre vienen llenos de almas y corazones. Pero sepa, señor paje, que no quiero tantas almas conmigo, y si no saca la una, no haya miedo que reciba la otra: por poeta le quiero y no por dadivoso, y desta manera tendremos amistad que dure; pues más aína puede faltar un escudo, por fuerte que sea, que la hechura de un romance.

—Pues así es —replicó el paje—, que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por fuerza, no deseches el alma que en este papel te envío, y vuélveme el escudo; que como le toques con la mano le tendré por reliquia mientras la vida me durare.

Sacó Preciosa el escudo del papel, y quedose con el papel, y no le quiso leer en la calle.

El paje se despidió y se fue contentísimo, creyendo que ya Preciosa quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.

Y como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do estaba, que ella muy bien sabía; y habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado por señas, y vio en ellos a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual, apenas también hubo visto la gitanilla, cuando dijo:

—Subid, niñas; que aquí os darán limosna.

A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el enamorado Andrés, que cuando vio a Preciosa perdió la color y estuvo a punto de perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su visita.

Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de las verdades de Andrés.

Al entrar las gitanillas en la sala estaba diciendo el caballero anciano a los demás:

—Esta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.

—Ella es —replicó Andrés—, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha visto.

—Así lo dicen —dijo Preciosa(que lo oyó todo en entrando)—; pero en verdad que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy, pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.

—¡Por vida de don Juanico, mi hijo —dijo el anciano—, que aún sois más hermosa de lo que dicen, linda gitana!

—¿Y quién es don Juanico, su hijo? —preguntó Preciosa.

—Ese galán que está a vuestro lado —respondió el caballero.

—En verdad que pensé —dijo Preciosa— que juraba vuesa merced por algún niño de dos años. ¡Mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad que pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde o se le trueca.

—¡Basta! —dijo uno de los presentes—. ¿Qué sabe la gitanilla de rayas?

En esto las gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a un rincón de la sala, y cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por no ser oídas.

Dijo la Cristina:

—Muchachas, este es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de a ocho.

—Así es la verdad —respondieron ellas—; pero no se lo mentemos, ni le digamos nada si él no nos lo mienta: ¿qué sabemos si quiere encubrirse?

En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas:

—Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adevino. Yo sé del señor don Juanico, sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran prometedor de cosas que parecen imposibles; y plegue a Dios que no sea mentirosito, que sería lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí, y uno piensa el bayo, y otro, el que le ensilla; el hombre pone y Dios dispone: quizá pensará que va a Oñez, y dará en Gamboa.

A esto respondió don Juan:

—En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición; pero en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en todo acontecimiento. En lo del viaje largo, has acertado, pues, sin duda, siendo Dios servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me amenazas que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún desmán que lo estorbase.

—Calle, señorito —respondió Preciosa—, y encomiéndese a Dios; que todo se hará bien. Y sepa que yo no sé nada de lo que digo, y no es maravilla que como hablo mucho y a bulto, acierte en alguna cosa, y yo querría acertar en persuadirte a que no te partieses, sino que sosegases el pecho, y te estuvieses con tus padres, para darles buena vejez; porque no estoy bien con estas idas y venidas a Flandes, principalmente los mozos de tan tierna edad como la tuya. Déjate crecer un poco, para que puedas llevar los trabajos de la guerra, cuanto más que harta guerra tienes en tu casa: hartos combates amorosos te sobresaltan el pecho. Sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo que haces primero que te cases, y danos una limosnita por Dios y por quien tú eres; que en verdad que creo que eres bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.

—Otra vez te he dicho, niña —respondió el don Juan que había de ser Andrés Caballero—, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no debo de ser muy verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda: la palabra que yo doy en el campo la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme pedida; pues no se puede preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso. Mi padre te dará limosna por Dios y por mí; que en verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas damas, que a ser tan lisonjeras como hermosas, especialmente una dellas, no me arriendo la ganancia.

Oyendo esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo a las demás gitanas:

—¡Ay, niñas! ¡Que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos dio esta mañana!

—No es así —respondió una de las dos—, porque dijo que eran damas, y nosotras no lo somos; y siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.

—No es mentira de tanta consideración —respondió Cristina— la que se dice sin perjuicio de nadie, y en provecho y crédito del que la dice; pero, con todo esto, veo no nos da nada, ni nos manda bailar.

Subió en esto la gitana vieja, y dijo:

—Nieta, acaba; que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.

—¿Y qué hay, abuela? —preguntó Preciosa—. ¿Hay hijo o hija?

—Hijo y muy lindo —respondió la vieja—. Ven, Preciosa, y oirás verdaderas maravillas.

—¡Plega a Dios que no muera de sobreparto! —dijo Preciosa.

—Todo se mirará muy bien —replicó la vieja—; cuanto más que hasta aquí todo ha sido parto derecho, y el infante es como un oro.

—¿Ha parido alguna señora? —preguntó el padre de Andrés Caballero.

—Sí, señor —respondió la gitana—; pero ha sido el parto tan secreto, que no le sabe sino Preciosa y yo, y otra persona; y así no podemos decir quién es.

—Ni aquí lo queremos saber —dijo uno de los presentes—, pero desdichada de aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto y en vuestra ayuda pone su honra.

—No todas somos malas —respondió Preciosa—. Quizá hay alguna entre nosotras que se precia de secreta y de verdadera tanto cuanto el hombre más estirado que hay en esta sala. Y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en poco. ¡Pues en verdad que no somos ladronas ni rogamos a nadie!

—No os enojéis, Preciosa —dijo el padre—; que a lo menos de vos imagino que no se puede presumir cosa mala; que vuestro buen rostro os acredita y sale por fiador de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita que bailéis un poco con vuestras compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.

Apenas hubo oído esto la vieja, cuando dijo:

—¡Ea, niñas, haldas en cinta, y dad contento a estos señores!

Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus lazos, con tanto donaire y desenvoltura que tras los pies se llevaban los ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre los pies de Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria; pero turbósela la suerte de manera que se la volvió en infierno. Y fue el caso que en la fuga del baile se le cayó a Preciosa el papel que le había dado el paje, y apenas hubo caído, cuando le alzó el que no tenía buen concepto de las gitanas, y abriéndole al punto, dijo:

—¡Bueno! ¡Sonetico tenemos! ¡Cese el baile, y escúchenle; que según el primer verso, en verdad que no es nada necio!

Pesole a Preciosa, por no saber lo que en él venía, y rogó que no le leyesen y que se le volviesen, y todo el ahínco que en esto ponía eran espuelas que apremiaban el deseo de Andrés para oírle.

Finalmente, el caballero le leyó en alta voz y era este:

Cuando Preciosa el panderete toca

Y hiere el dulce son los aires vanos,

Perlas son que derrama con las manos;

Flores son que despide de la boca.

Suspensa el alma, y la cordura loca,

Queda a los dulces actos sobrehumanos

Que de limpios, de honestos y de sanos,

Su fama al cielo levantado toca.

Colgadas del menor de sus cabellos

Mil almas lleva, y a sus plantas tiene

Amor rendidas una y otra flecha.

 

Ciega y alumbra con sus soles bellos,

Su imperio amor por ellos le mantiene

Y aun más grandezas de su ser sospecha.

—Por Dios —dijo el que leyó el soneto—, que tiene donaire el poeta que le escribió.

—No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien —dijo Preciosa.

Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que esas no son alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés que las escucha. ¿Quereislo ver, niña? Pues volved los ojos y vereisle desmayado encima de la silla, con un trasudor de muerte. No penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés, que no le hiera y sobresalte el menor de vuestros descuidos. Llegaos a él enhorabuena, y decidle algunas palabras al oído que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su desmayo. ¡No, sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza, y veréis cuál os le ponen!

Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó, pero perdió la color de manera que, viéndole su padre, le dijo:

—¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha mudado el color?

—Espérense —dijo a esta sazón Preciosa—. Déjenmele decir unas ciertas palabras al oído, y verán cómo no se desmaya.

Y llegándose a él le dijo, casi sin mover los labios.

—¡Gentil ánimo para gitano! ¿Cómo podréis, Andrés, sufrir el tormento de toca, pues no podéis llevar el de un papel?

Y haciéndole media docena de cruces sobre el corazón, se apartó dél, y entonces Andrés respiró un poco, y dio a entender que las palabras de Preciosa le habían aprovechado.

Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa, y ella dijo a sus compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de Andrés le dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don Juan, que las quería saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena gana, y que entendiesen que, aunque parecían cosa de burla, tenían gracia especial para preservar del mal el corazón y los vaguidos de cabeza, y que las palabras eran:

Cabecita, cabecita,

Tente en ti, no te resbales

Y apareja dos puntales

De la paciencia bendita.

Solicita

La bonita

Confiancita;

No te inclines

A pensamientos ruines;

Verás cosas

Que toquen en milagrosas,

Dios delante

Y San Cristóbal gigante.

—Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan sobre el corazón a la persona que tuviere vaguidos de cabeza —dijo Preciosa— quedará como una manzana.

Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada, y más lo quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio.

Quedáronse con el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés; que ya sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos, martelos, y sobresaltos celosos a los rendidos amantes.

Despidiéronse las gitanas, y al irse, dijo Preciosa a don Juan:

—Mire, señor: cualquiera día de esta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago: apresure el irse lo más presto que pudiere; que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.

—No es tan libre la del soldado, a mi parecer —respondió don Juan—, que no tenga más de sujeción que de libertad; pero con todo esto, haré como viere.

—Más veréis de lo que pensáis —respondió Preciosa—, y Dios os lleve y traiga con bien, como vuestra buena presencia merece.

Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron contentísimas.

Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.

Llegose, en fin, el día en que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer lugar de su aparecimiento sobre una mula de alquiler, sin criado alguno; halló en él a Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. Él les dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas, dieron la vuelta, y de allí a poco rato llegaron a sus barracas.

Entró Andrés en una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto; que, como ya se ha dicho, ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista.

Echaron luego ojo a la mula, y dijo uno de ellos:

—Esta se podrá vender el jueves en Toledo.

—Eso no —dijo Andrés—, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de todos los mozos de mulas que trajinan por España.

—¡Par Dios, señor Andrés! —dijo uno de los gitanos—. ¡Que aunque la mula tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la transformaremos de manera que no la conociera la madre que la parió, ni el dueño que la ha criado!

—Con todo eso —respondió Andrés—, por esta vez se ha de seguir y tomar el parecer mío. A esta mula se le ha de dar muerte, y ha de ser enterrada donde aun los huesos no parezcan.

—¡Pecado grande! —dijo otro gitano—. ¿A una inocente se ha de quitar la vida? No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar a mí; y si de aquí a dos horas la conociere, que me lardeen como a negro fugitivo.

—En ninguna manera consentiré —dijo Andrés— que la mula no muera, aunque más me aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la tierra. Y si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan desnudo a esta cofradía que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro mulas.

—Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero —dijo otro gitano—, muera la sin culpa, y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado, cosa no usada entre las mulas de alquiler, como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas ni llagas de la espuela.

Dilatose su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron:

Desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente.

A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas viejas y mozas, que las unas, con maravilla; otras, con amor, le miraban: tal era la gallarda disposición de Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.

Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a Preciosa, y puesto delante de Andrés, dijo:

—Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga; que en esto puedes hacer lo que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien, y mira si te agrada, o si ves en ella alguna cosa que te descontente, y si la ves, escoge entre las doncellas que aquí están la que más te contentare, que la que escogieres te daremos; pero has de saber que una vez escogida no la has de dejar por otra, ni te has de empachar ni entremeter ni con las casadas ni con las doncellas. Nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres y exentos vivimos de la amarga pestilencia de los celos. Entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningún adulterio; y cuando le hay en la mujer propia, o alguna bellaquería en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo: nosotros somos los jueces y los verdugos de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las matamos y las enterramos por las montañas y desiertos como si fueran animales nocivos: no hay pariente que las vengue, ni padres que no nos pidan su muerte. Con este temor y miedo ellas procuran ser castas, y nosotros, como ya he dicho, vivimos seguros. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte. Entre nosotros así hace divorcio la vejez como la muerte: el que quisiere puede dejar la mujer vieja como él sea mozo y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos: los montes nos ofrecen leña de balde, los árboles frutas, las viñas uvas, las huertas hortaliza, las fuentes agua, los ríos peces, y los vedados caza, sombra las peñas, aire fresco las quiebras, y casas las cuevas. Para nosotros las inclemencias del cielo son oreos, refrigerio las nieves, baños la lluvia, músicas los truenos, y hachas los relámpagos. Para nosotros son los duros terrenos colchones de blandas plumas. El cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de arnés impenetrable que nos defiende; a nuestra ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes; a nuestro ánimo no le tuercen cordeles, ni le menoscaban garruchas, ni le ahogan tocas, ni le doman potros. Del sí al no, no hacemos diferencia cuando nos conviene: siempre nos preciamos más de mártires que de confesores. Para nosotros se crían las bestias de carga en los campos y se cortan las faldriqueras en las ciudades. No hay águila ni ninguna otra ave de rapiña que más presto se abalance a la presa que se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos a las ocasiones que algún interés nos señalen. Y, finalmente, tenemos muchas habilidades que felice fin nos prometen: porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día trabajamos y de noche hurtamos; o por mejor decir, avisamos que nadie viva descuidado de mirar donde pone su hacienda. No nos fatiga el temor de perder la honra, ni nos desvela la ambición de acrecentarla, ni sustentamos bandos, ni madrugamos a dar memoriales, ni a acompañar magnates, ni a solicitar favores. Por dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos, por cuadros y países de Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que a cada paso a los ojos se nos muestran. Somos astrólogos rústicos, porque, como casi siempre dormimos al cielo descubierto, a todas horas sabemos las que son del día y las que son de la noche; vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo, y cómo ella sale con su compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y humedeciendo la tierra, y luego, tras ella, el sol, dorando cumbres, como dijo el otro poeta, y rizando montes; ni tememos quedar helados por su ausencia cuando nos hiere a soslayo con sus rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos perpendicularmente nos toca; un mismo rostro hacemos al sol que al hielo, a la esterilidad que a la abundancia. En conclusión, somos gente que vivimos por nuestra industria y pico, y sin entremeternos con el antiguo refrán: “Iglesia, o mar, o casa real”, tenemos lo que queremos, pues nos contentamos con lo que tenemos. Todo esto os he dicho, generoso mancebo, porque no ignoréis la vida a que habéis venido y el trato que habéis de profesar, el cual os he pintado aquí en borrón; que otras muchas e infinitas cosas iréis descubriendo en él con el tiempo, no menos dignas de consideración que las que habéis oído.