Ensayos de Michel de Montaigne

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Tampoco pretenden los estoicos que el alma de su filósofo tenga que estar a prueba de las primeras visiones y fantasías que le sorprenden; sino que, en cuanto a una sujeción natural, consienten que se estremezca ante el terrible ruido de un trueno, o el repentino estruendo de alguna ruina que cae, y se asuste hasta palidecer y convulsionarse; y así en las demás pasiones, siempre que su juicio permanezca sano y entero, y que la sede de su razón no sufra conmoción ni alteración, y que no ceda a su espanto y desconcierto. Para el que no es filósofo, el susto es lo mismo en la primera parte, pero otra cosa muy distinta en la segunda; porque la impresión de las pasiones no permanece superficialmente en él, sino que penetra más allá, hasta la misma sede de la razón, infectándola y corrompiéndola, de modo que juzga según su miedo, y conforma su conducta a él. En este verso se puede ver el verdadero estado del sabio estoico erudita y llanamente expresado:-

"Mens immota manet; lachrymae volvuntur inanes".

["Aunque las lágrimas fluyan, la mente permanece impasible".

-Virgilio, AEneida, iv. 449]

El sabio peripatético no se exime totalmente de las perturbaciones de la mente, pero las modera.

CAPÍTULO XIII—LA CEREMONIA DE LA ENTREVISTA DE LOS PRÍNCIPES

No hay tema tan frívolo que no merezca un lugar en esta rapsodia. Según nuestra norma común de urbanidad, sería una notable afrenta a un igual, y mucho más a un superior, dejar de estar en su casa cuando le ha avisado que vendrá a visitarla. Más aún, la reina Margarita de Navarra añade que sería una descortesía en un caballero salir, como solemos hacer, a recibir a cualquiera que venga a verle, sea de la condición que sea; y que es más respetuoso y más cortés quedarse en casa para recibirle, aunque sólo sea por perderle en el camino, y que basta con recibirle en la puerta y esperarle. Por mi parte, que por mucho que me esfuerce en reducir las ceremonias de mi casa, me olvido muy a menudo tanto de uno como de otro de estos vanos oficios. Si, por ventura, alguien puede ofenderse por esto, no puedo evitarlo; es mucho mejor ofenderlo una vez que a mí mismo todos los días, pues sería una esclavitud perpetua. ¿Con qué fin evitamos la asistencia servil a los tribunales, si llevamos la misma molestia a nuestras casas particulares? También es una regla común en todas las asambleas, que los de menor calidad deben ser los primeros en llegar al lugar, por la razón de que es más debido a los de mejor clase hacer que los demás esperen y aguarden.

Sin embargo, en la entrevista entre el Papa Clemente y el Rey Francisco en Marsella, -[en 1533]- el Rey, después de haber ordenado los preparativos necesarios para su recepción y entretenimiento, se retiró de la ciudad, y dio al Papa dos o tres días de descanso para su entrada, y para descansar y refrescarse, antes de venir a él. Y de la misma manera, en la asignación del Papa y el Emperador, -[Carlos V. en 1532. en Bolonia, el Emperador dio al Papa la oportunidad de ir primero, y vino él mismo después; por lo que la razón dada fue ésta, que en todas las entrevistas de tales príncipes, el mayor debe ser el primero en el lugar designado, especialmente antes que el otro en cuyos territorios se ha designado la entrevista, dando a entender así una especie de deferencia hacia el otro, pareciendo apropiado que el menor busque y se aplique al mayor, y no el mayor a ellos.

No sólo cada país, sino cada ciudad y cada sociedad tiene sus formas particulares de urbanidad. En mi educación se tuvo bastante cuidado con esto, y he vivido en buena compañía lo suficiente como para conocer las formalidades de nuestra propia nación, y soy capaz de dar lecciones de ello. Me gusta seguirlas, pero no estar tan servilmente atado a su observación que toda mi vida deba ser esclava de las ceremonias, de las cuales hay algunas tan molestas que, siempre que un hombre las omita por discreción, y no por falta de crianza, será todo lo bello que sea. He visto a algunas personas groseras, por ser demasiado cívicas y molestas en su cortesía.

Sin embargo, salvo estos excesos, el conocimiento de la cortesía y los buenos modales es un estudio muy necesario. Es, como la gracia y la belleza, lo que engendra la simpatía y la inclinación a quererse a primera vista, y en el mismo comienzo de la relación; y, por consiguiente, lo que primero nos abre la puerta y nos incita a instruirnos con el ejemplo de los demás, y a dar ejemplos nosotros mismos, si tenemos alguno que merezca ser tenido en cuenta y comunicado.

CAPÍTULO XIV—QUE LOS HOMBRES SON JUSTAMENTE CASTIGADOS POR OBSTINARSE EN LA DEFENSA DE UNA FORTALEZA QUE NO ESTÁ EN RAZÓN DE SER DEFENDIDA

El valor tiene sus límites, así como otras virtudes, que, una vez transgredidas, el siguiente paso es hacia los territorios del vicio; de modo que teniendo una proporción demasiado grande de esta virtud heroica, a menos que un hombre sea muy perfecto en sus límites, que en los confines son muy difíciles de discernir, puede muy fácilmente correr sin darse cuenta hacia la temeridad, la obstinación y la locura. De esta consideración se deriva la costumbre, en tiempos de guerra, de castigar, incluso con la muerte, a los que se obstinan en defender un lugar que, según las reglas de la guerra, no es defendible; de lo contrario, los hombres estarían tan confiados en la esperanza de la impunidad, que ni un solo gallinero se resistiría y trataría de detener a un ejército.

El condestable Monsieur de Montmorenci, habiendo recibido en el sitio de Pavía la orden de pasar el Ticino, y de instalarse en el Faubourg St. Antonio, siendo obstaculizado por una torre al final del puente, que era tan obstinada como para soportar una batería, colgó a todos los hombres que encontró dentro de ella por su trabajo. Y también, acompañando al Delfín en su expedición más allá de los Alpes, y tomando el castillo de Villano por asalto, y siendo todos dentro de él pasados a cuchillo por la furia de los soldados, exceptuando únicamente al gobernador y a su alférez, hizo que ambos fueran atados por la misma razón; como también lo hizo el capitán Martín du Bellay, entonces gobernador de Turín, con el gobernador de San Buono, en el mismo país, habiendo sido toda su gente despedazada en la toma del lugar.

Pero como la fuerza o la debilidad de una fortaleza se mide siempre por la estimación y contrapeso de las fuerzas que la atacan -pues un hombre puede despreciar razonablemente dos culverines, que sería un loco para soportar una batería de treinta piezas de cañón-, donde también se ponen en la balanza la grandeza del príncipe que domina el campo, su reputación y el respeto que se le debe, existe el peligro de que la balanza se presione demasiado en esa dirección. Y puede suceder que un hombre esté poseído de una opinión tan grande de sí mismo y de su poder, que pensando que no es razonable que ningún lugar se atreva a cerrarle las puertas, pase todo a la espada donde encuentre cualquier oposición, mientras su fortuna continúe; como es evidente en las formas feroces y arrogantes de convocar a las ciudades y denunciar la guerra, que saben tanto a orgullo e insolencia bárbara, en uso entre los príncipes orientales, y que sus sucesores hasta el día de hoy todavía conservan y practican. Y en aquella parte del mundo donde los portugueses sometieron a los indios, encontraron algunos estados donde era ley universal e inviolable entre ellos que todo enemigo vencido por el rey en persona, o por su lugarteniente, quedaba fuera de la composición.

Así que, por encima de todo, tanto del rescate como de la misericordia, un hombre debe cuidarse, si puede, de caer en manos de un juez enemigo y victorioso.

CAPÍTULO XV—DEL CASTIGO DE LA COBARDÍA

Oí una vez que a un príncipe, y gran capitán, se le narró, mientras estaba sentado a la mesa, el proceso contra el señor de Vervins, condenado a muerte por haber rendido Boulogne a los ingleses, -[A Enrique VIII, en 1544]- sosteniendo abiertamente que un soldado no podía ser justamente condenado a muerte por falta de valor. Y, en verdad, es razonable que un hombre haga una gran diferencia entre las faltas que sólo proceden de la enfermedad y las que son efectos visibles de la traición y la malicia, pues en las últimas actuamos en contra de las reglas de la razón que la naturaleza ha impreso en nosotros, mientras que en las primeras parece que podríamos producir la misma naturaleza, que nos dejó en tal estado de imperfección y debilidad de valor, para nuestra justificación. Hasta el punto de que muchos han pensado que no somos justamente cuestionables por nada más que por lo que cometemos contra nuestra conciencia; y es en parte en esta regla en la que se basan quienes desaprueban las penas capitales o sanguinarias infligidas a los herejes y a los infieles; y también los que defienden que un juez no es responsable por haber fallado por mera ignorancia en su administración.

Pero en cuanto a la cobardía, es cierto que el modo más habitual de castigarla es la ignominia, y se supone que esta práctica fue puesta en uso por el legislador Charondas; y que, antes de su tiempo, las leyes de Grecia castigaban con la muerte a los que huían de una batalla; mientras que él sólo ordenó que fueran expuestos durante tres días en público vestidos con ropas de mujer, esperando aún algún servicio de ellos, habiendo despertado su valor por esta abierta vergüenza:

"Suffundere malis homims sanguinem, quam effundere".

["Antes de llevar la sangre a la mejilla de un hombre que dejarla salir de su

cuerpo". Tertuliano en su Apologética].

También parece que las leyes romanas castigaban antiguamente con la muerte a los que se habían fugado; pues Ammiano Marcelino dice que el emperador Juliano ordenó que diez de sus soldados, que habían dado la espalda en un encuentro contra los partos, fueran primero degradados y después condenados a muerte, de acuerdo, dice, con las leyes antiguas,-[Ammiano Marcelino, xxiv. 4; xxv. i.]- y, sin embargo, en otros lugares, por el mismo delito, sólo condenó a otros a permanecer entre los prisioneros bajo la enseña del equipaje. El severo castigo que el pueblo de Roma infligió a los que huyeron de la batalla de Cannae, y a los que huyeron con Eneio Fulvio en su derrota, no llegó hasta la muerte. Sin embargo, creo que es de temer que la desgracia haga que tales delincuentes se desesperen y no sólo pierdan amigos, sino también enemigos.

 

De reciente memoria, [en 1523] el señor de Frauget, teniente de la compañía del mariscal de Chatillon, habiendo sido puesto por el mariscal de Chabannes en el gobierno de Fuentarabia en lugar del señor de Lude, y habiéndola rendido al español, fue condenado por ello a ser degradado de toda nobleza, y tanto él como su posteridad declarados innobles, tributarios, e incapaces para siempre de portar armas, cuya severa sentencia fue ejecutada posteriormente en Lyon. -[En 1536] -Y, desde entonces, todos los caballeros que estaban en Guisa cuando el Conde de Nassau entró en ella, sufrieron el mismo castigo, como varios otros lo han hecho desde entonces por la misma ofensa. Sin embargo, en caso de una ignorancia o cobardía tan manifiesta que excede todo ejemplo ordinario, no es sino razón para tomarla como prueba suficiente de traición y malicia, y para que tal sea castigada.

CAPITULO XVI - PROCEDIMIENTO DE ALGUNOS EMBAJADORES

Observo en mis viajes esta costumbre, de aprender siempre algo de la información de aquellos con quienes converso (que es la mejor escuela de todas las demás), y de poner mi compañía en aquellos temas de los que son más capaces de hablar:-.

"Basti al nocchiero ragionar de' venti,

Al bifolco dei tori; et le sue piaghe

Conti'l guerrier; conti'l pastor gli armenti".

["Que el marinero se contente con hablar de los vientos; el

el vaquero de sus bueyes; el soldado de sus heridas; el pastor de sus rebaños".

Una traducción italiana de Propercio, ii. i, 43].

Porque a menudo sucede que, por el contrario, cada uno prefiere hablar de la provincia de otro hombre que de la suya propia, pensando que se trata de una nueva reputación adquirida; véase la burla que Archidamus hizo a Pertander, "que había dejado la gloria de ser un excelente médico para ganar la reputación de un muy mal poeta". -Y no hay más que observar cuán grande y amplio es César para hacernos comprender sus invenciones de construir puentes y concebir máquinas de guerra, [De Bello Gall, iv. 17.]-y qué sucinto y reservado en comparación, cuando habla de los oficios de su profesión, de su propio valor y de la conducta militar. Sus hazañas demuestran suficientemente que era un gran capitán, y que sabía lo suficiente; pero además se le consideraría un excelente ingeniero; una cualidad algo diferente, y que no era necesario esperar en él. El anciano Dionisio fue un gran capitán, como correspondía a su fortuna; pero se esforzó mucho por conseguir una reputación particular mediante la poesía, y sin embargo nunca estuvo hecho para ser poeta. Un hombre de la profesión de abogado, que no hace mucho tiempo fue llevado a ver un estudio amueblado con toda clase de libros, tanto de su propia facultad como de todas las demás, no tuvo ocasión de entretenerse con ninguno de ellos, sino que se dedicó muy grosera y magistralmente a descifrar una barricada colocada en la escalera de caracol ante la puerta del estudio, cosa que cien capitanes y soldados comunes ven todos los días sin hacer caso ni ofenderse.

"Optat ephippia bos piger, optat arare caballus".

["El buey perezoso desea una silla de montar y una brida; el caballo quiere

El buey perezoso desea una silla de montar y una brida; el caballo quiere arar" -Hor., Ep., i. 14,43.]

Por este camino el hombre nunca se mejorará a sí mismo, ni llegará a ninguna perfección en nada. Por lo tanto, debe ocuparse siempre de poner al arquitecto, al pintor, al estatuario, a todo artesano mecánico, en el discurso de sus propias capacidades.

Y, con este propósito, al leer historias, que es el tema de todos, suelo considerar qué clase de hombres son los autores: si son personas que no profesan más que las meras letras, observo y aprendo de ellas principalmente el estilo y el lenguaje; si son médicos, me inclino a dar crédito a lo que informan de la temperatura del aire, de la salud y el cutis de los príncipes, de las heridas y las enfermedades; si son abogados, debemos tomar nota de las controversias sobre los derechos y los perjuicios, el establecimiento de las leyes y el gobierno civil, y cosas similares; Si se trata de sacerdotes, los asuntos de la Iglesia, las censuras eclesiásticas, los matrimonios y las dispensas; si se trata de cortesanos, los modales y las ceremonias; si se trata de soldados, las cosas que pertenecen propiamente a su oficio y, principalmente, los relatos de las acciones y las empresas en las que estuvieron comprometidos personalmente; si se trata de embajadores, debemos observar las negociaciones, las inteligencias y las prácticas, y la manera en que deben llevarse a cabo.

Y esta es la razón por la que (que tal vez debería haber pasado ligeramente por alto en otra) me detuve y consideré con madurez un pasaje de la historia escrita por el señor de Langey, un hombre de muy gran juicio en cosas de esa naturaleza: después de haber dado una narración de la buena oratoria que Carlos V. había hecho en el Consistorio de Roma, y en presencia del Obispo de Macon y del Señor du Velly, nuestros embajadores allí, donde había mezclado varias expresiones injuriosas para la deshonra de nuestra nación; y entre otras, "que si sus capitanes y soldados no fueran hombres de otra clase de fidelidad, resolución y suficiencia en el conocimiento de las armas que los del Rey, iría inmediatamente con una soga al cuello y le pediría clemencia" (y debe parecer que el Emperador tenía realmente esta, o una opinión muy poco mejor de nuestros militares, porque después, dos o tres veces en su vida, dijo la misma cosa); como también, que desafió al Rey a luchar contra él en su camisa con estoque y punzón en un barco. El citado señor de Langey, prosiguiendo su historia, añade que los citados embajadores, al enviar un despacho al Rey de estas cosas, ocultaron la mayor parte, y en particular los dos últimos pasajes. Ante lo cual no pude menos que asombrarme de que estuviera en poder de un embajador prescindir de cualquier cosa que debiera significar a su señor, especialmente de tan gran importancia como ésta, viniendo de la boca de tal persona, y hablada en tan gran asamblea; y más bien debería concebir que hubiera sido el deber del sirviente haberle representado fielmente todo el asunto tal como pasó, con el fin de que la libertad de seleccionar, disponer, juzgar y concluir hubiera permanecido en él: pues ocultar o disimular la verdad por temor a que la tomara de otra manera que la debida, y para que no le indujera a alguna resolución extravagante, y, entretanto, dejarle ignorante de sus asuntos, me parece que debería pertenecer más bien a quien ha de dar la ley que a quien sólo ha de recibirla; a quien tiene el mando supremo, y no a quien debe considerarse inferior, no sólo en autoridad, sino también en prudencia y buen consejo. Yo, por mi parte, no quisiera ser atendido así en mis pequeñas preocupaciones.

Estamos tan dispuestos a deslizar el collar de mando bajo cualquier pretexto, y estamos tan dispuestos a usurpar sobre el dominio, cada uno aspira naturalmente a la libertad y al poder, que ninguna utilidad derivada del ingenio o del valor de los que emplea debería ser tan apreciada por un superior como una obediencia franca y sincera. Obedecer más por entendimiento que por sujeción, es corromper el oficio de mando -[Tomado de Aulo Gellio, i. 13.]-; de tal manera que P. Craso, el mismo a quien los romanos reputaban cinco veces feliz, en el tiempo en que era cónsul en Asia, habiendo enviado a un ingeniero griego a hacer que le trajeran el mayor de los dos mástiles de barcos de los que se había dado cuenta en Atenas, para que se empleara en una máquina de batería que tenía el propósito de hacer; el otro, presumiendo de su propia ciencia y suficiencia en esos asuntos, pensó que debía hacer lo contrario de lo indicado, y traer el menor, que, según las reglas del arte, era realmente más apropiado para el uso al que estaba destinado; pero Craso, aunque escuchó sus razones con gran paciencia, no quiso, sin embargo, aceptarlas, por muy sólidas o convincentes que fueran, para la paga corriente, sino que hizo que le azotaran bien por sus esfuerzos, valorando el interés de la disciplina mucho más que el de la obra en cuestión.

No obstante, podemos considerar, por otro lado, que una obediencia tan precisa e implícita como ésta sólo se debe a órdenes positivas y limitadas. El empleo de los embajadores nunca es tan limitado, ya que muchas cosas en su gestión de los asuntos están totalmente referidas a la soberanía absoluta de su propia conducta; no se limitan a ejecutar, sino que también, a su propia discreción y sabiduría, forman y modelan el placer de su amo. En mis tiempos, he conocido a hombres de mando que han sido revisados por haber obedecido más bien a las palabras expresas de las cartas del rey, que a la necesidad de los asuntos que tenían entre manos. Los hombres de entendimiento todavía condenan la costumbre de los reyes de Persia de dar a sus lugartenientes y agentes tan poca rienda, que, a la menor dificultad que surja, deben recurrir a sus órdenes adicionales; esta demora, en una extensión tan vasta de dominio, a menudo ha perjudicado mucho sus asuntos; Y Craso, escribiendo a un hombre cuya profesión era la mejor para entender esas cosas, y previniéndole para qué servía este mástil, ¿no parecía consultar su consejo, y en cierto modo invitarle a interponer su mejor criterio?

CAPÍTULO XVII - DEL MIEDO

"Obstupui, steteruntque comae et vox faucibus haesit".

["Me asombré, se me pusieron los pelos de punta, y la voz se me atascó en la

garganta". Virgilio, AEneida, ii. 774.]

No soy tan buen naturalista (como lo llaman) como para discernir por qué resortes secretos el miedo tiene su movimiento en nosotros; pero, sea como sea, es una pasión extraña, y tal que los médicos dicen que no hay otra que destrone más pronto nuestro juicio de su propio asiento; lo cual es tan cierto, que yo mismo he visto a muchos volverse frenéticos por el miedo; e, incluso en los de temperamento más asentado, es muy cierto que engendra un terrible asombro y confusión durante el ataque. No me refiero a la gente vulgar, a la que una vez representa a sus bisabuelos levantados de sus tumbas en sus mortajas, otra vez hombres lobo, pesadillas y quimeras; pero incluso entre los soldados, una clase de hombres sobre los que, de todos los demás, debería tener el menor poder, ¡cuántas veces ha convertido rebaños de ovejas en escuadrones armados, cañas y juncos en picas y lanzas, amigos en enemigos, y la cruz blanca francesa en la cruz roja de España! Cuando el señor de Borbón tomó Roma -[en 1527]-, un alférez que estaba de guardia en el Borgo San Pietro se asustó tanto con la primera alarma, que se lanzó por una brecha con sus colores al hombro, y corrió directamente hacia el enemigo, creyendo que se había retirado hacia las defensas interiores de la ciudad, y con mucho ruido, viendo que la gente del señor de Borbón, que creía que había sido una salidera contra ellos, se preparaba para recibirlo, al fin volvió en sí, y vio su error; y entonces, dándose la vuelta, se retiró a toda velocidad por la misma brecha por la que había salido, pero no antes de haber avanzado a ciegas más de trescientos pasos en campo abierto. Sin embargo, no le fue tan bien al alférez del capitán Giulio, en el momento en que St. Paul fue tomada por el Conde de Bures y el Señor de Reu, porque él, estando tan asombrado por el miedo como para arrojarse, con colores y todo, por un ojo de buey, fue inmediatamente cortado en pedazos por el enemigo; y en el mismo sitio, fue un miedo muy memorable el que se apoderó, contrajo y congeló el corazón de un caballero, que se hundió, muerto como una piedra, en la brecha, sin ningún tipo de herida o daño. Una locura semejante empuja a veces a toda una multitud; pues en uno de los encuentros que Germánico tuvo con los germanos, dos grandes grupos quedaron tan asombrados por el miedo que corrieron en dos direcciones opuestas, el uno hacia el mismo lugar del que el otro había huido [Tácito, Annal. i. 63], i. 63.]-A veces añade alas a los talones, como en los dos primeros: otras veces los clava en el suelo y les impide moverse; como leemos del emperador Teófilo, que, en una batalla que perdió contra los agarenos, quedó tan asombrado y estupefacto que no tenía fuerzas para volar-.

 

"Adeo pavor etiam auxilia formidat"

["Tanto teme el miedo hasta los medios de seguridad" -Quint.

Curt., ii. II].

-hasta que Manuel, uno de los principales comandantes de su ejército, habiéndolo sacudido y zarandeado para despertarlo de su trance, le dijo: "Señor, si no me sigues, te mataré; pues es mejor que pierdas la vida a que, al ser apresado, pierdas tu imperio." -[Zonaras, lib. iii.]-Pero el miedo manifiesta entonces su máximo poder cuando nos arroja a una valiente desesperación, habiéndonos privado antes de todo sentido del deber y del honor. En la primera batalla campal que perdieron los romanos contra Aníbal, bajo el mando del cónsul Sempronio, un cuerpo de diez mil soldados de a pie, que se habían asustado, al no ver otra salida para su cobardía, se lanzaron de cabeza sobre el gran batallón de los enemigos, que con una fuerza y furia maravillosas atravesaron y derrotaron con una gran matanza a los cartagineses, comprando así una huida ignominiosa al mismo precio que podrían haber obtenido una victoria gloriosa. -[Livio, xxi. 56.]

Lo que más temo en el mundo es el miedo, esa pasión sola, en la molestia de ella, que excede a todos los demás accidentes. ¿Qué aflicción podría ser mayor o más justa que la de los amigos de Pompeyo, que, en su nave, fueron espectadores de aquel horrible asesinato? Sin embargo, el miedo a los barcos egipcios que veían venir a bordo de ellos, los poseyó con una alarma tan grande que se observa que no pensaron en otra cosa que en pedir a los marineros que se apresuraran, y a fuerza de remos escaparan, hasta que al llegar a Tiro, y liberados del miedo, tuvieron tiempo para volver sus pensamientos a la pérdida de su capitán, y para dar rienda suelta a esas lágrimas y lamentaciones que la otra pasión más potente había suspendido hasta entonces.

"Tum pavor sapientiam omnem mihiex animo expectorat".

["Entonces el miedo expulsó de mi mente toda la inteligencia" -Ennio, ap.

Cicerón, Tusc., iv. 8.]

Aquellos que han sido bien frotados en alguna escaramuza, pueden aún, todos heridos y ensangrentados como están, ser llevados de nuevo al día siguiente para cargar; pero aquellos que una vez han concebido un buen y sólido temor del enemigo, nunca se verán obligados a mirarlo a la cara. Los que tienen miedo inmediato de perder sus propiedades, del destierro o de la esclavitud, viven en una angustia perpetua, y pierden todo el apetito y el reposo; mientras que los que son realmente pobres, esclavos o exiliados, a menudo viven tan alegremente como los demás. Y las numerosas personas que, impacientes por las perpetuas alarmas del miedo, se han ahorcado o ahogado, o se han hecho pedazos, nos dan a entender suficientemente que el miedo es más importuno e insoportable que la propia muerte.

Los griegos reconocían otro tipo de miedo, diferente de todos los que hemos mencionado hasta ahora, que nos sorprende sin ninguna causa visible, por un impulso del cielo, de modo que naciones enteras y ejércitos enteros han sido golpeados por él. Tal fue el que provocó tan maravillosa desolación en Cartago, donde no se oían más que voces y gritos aterrorizados; donde se veía a los habitantes salir de sus casas como en señal de alarma, y allí embestirse, herirse y matarse unos a otros, como si fueran enemigos que venían a sorprender su ciudad. Todo estaba en desorden y furia hasta que, con oraciones y sacrificios, habían apaciguado a sus dioses-[Diod. Sic., xv. 7]; y esto es lo que llaman terrores de pánico.-[Ibid. ; Plutarco sobre Isis y Osiris, c. 8.]

CAPÍTULO XVIII: QUE LOS HOMBRES NO DEBEN JUZGAR NUESTRA FELICIDAD HASTA DESPUÉS DE LA MUERTE.

[Charron ha tomado prestado con inusual liberalidad este capítulo y el siguiente.

capítulo siguiente. Véase Nodier, Preguntas, p. 206.]

"Scilicet ultima semper

Exspectanda dies homini est; dicique beatus

Ante obitum nemo supremaque funera debet".

["Todos deberíamos esperar nuestro último día: nadie puede ser llamado

feliz hasta que esté muerto y enterrado" -Ovidio, Met, iii. 135].

Los mismos niños conocen la historia del rey Creso a este propósito, que siendo hecho prisionero por Ciro, y por él condenado a muerte, cuando iba a ser ejecutado gritó: "¡Oh Solón, Solón! "que fue reportado a Ciro, y él envió a preguntarle lo que significaba, Creso le dio a entender que ahora encontró la enseñanza que Solón le había dado anteriormente a su costo, que era, "Que los hombres, por más que la fortuna les sonría, nunca podría decirse que son felices hasta que se les haya visto pasar por el último día de sus vidas", a causa de la incertidumbre y la mutabilidad de las cosas humanas, que, en ocasiones muy ligeras y triviales, están sujetas a ser totalmente cambiadas a una condición muy contraria. Y así fue que Agesilao respondió a uno que decía qué joven feliz era el rey de Persia, al llegar tan joven a un reino tan poderoso: "Es cierto", dijo, "pero tampoco Príamo era infeliz a sus años" -[Plutarco, Apotegmas de los lacedemonios. ]-En poco tiempo, los reyes de Macedonia, sucesores de aquel poderoso Alejandro, se convirtieron en carpinteros y escribas en Roma; un tirano de Sicilia, en un pedante en Corinto; un conquistador de la mitad del mundo y general de tantos ejércitos, en un miserable suplicante de los bribones oficiales de un rey de Egipto: tanto le costó al gran Pompeyo la prolongación de cinco o seis meses de vida; y, en los días de nuestros padres, Ludovico Sforza, el décimo duque de Milán, a quien toda Italia había sometido durante tanto tiempo, fue visto morir como un miserable prisionero en Loches, pero no antes de haber vivido diez años en cautiverio, -[Fue encarcelado por Luis XI. en una jaula de hierro]- que fue la peor parte de su fortuna. La más bella de todas las reinas, -[María, Reina de Escocia.]- viuda del más grande rey de Europa, ¿no vino a morir por la mano de un verdugo? ¡Crueldad indigna y bárbara! Y hay mil ejemplos más de la misma clase; pues parece que así como las tormentas y las tempestades tienen una malicia contra las alturas orgullosas y sobrecogedoras de nuestros elevados edificios, hay también espíritus de arriba que tienen envidia de las grandezas de aquí abajo:

"Usque adeo res humanas vis abdita quaedam

Obterit, et pulchros fasces, saevasque secures

Proculcare, ac ludibrio sibi habere videtur".

["Tan cierto es que algún poder oculto trastorna los asuntos humanos, que las

fasces brillantes y las hachas crueles desprecia bajo los pies, y parece

hacer deporte de ellos" -Lucrecio, v. 1231].

Y debe parecer, también, que la Fortuna acecha a veces para sorprender la última hora de nuestra vida, para mostrar el poder que tiene, en un momento, para derribar lo que estuvo tantos años construyendo, haciéndonos gritar con Laberius:

"Nimirum hac die

Una plus vixi mihi, quam vivendum fuit".

["He vivido más tiempo en este día de lo que debería haber hecho.

hecho". -Macrobio, ii. 7.]

Y, en este sentido, puede tomarse razonablemente este buen consejo de Solón; pero él, siendo un filósofo (con cuya clase de hombres los favores y las desgracias de la fortuna no significan nada, ya sea para hacer a un hombre feliz o infeliz, y con quienes las grandezas y los poderes son accidentes de una cualidad casi indiferente) me inclino a pensar que tenía algún otro objetivo, y que su significado era, que la propia felicidad de la vida, que depende de la tranquilidad y el contento de un espíritu bien descendido, y de la resolución y seguridad de un alma bien ordenada, no debe atribuirse nunca a ningún hombre hasta que se le haya visto representar el último y, sin duda, el más difícil acto de su papel. Puede haber disimulo y disimulación en todo lo demás: donde sólo se ponen esos finos discursos filosóficos, y donde el accidente, sin tocarnos de lleno, nos da tiempo para mantener la misma gravedad de aspecto; pero, en esta última escena de la muerte, no hay más falsificación: hay que hablar claro, y descubrir lo que hay de bueno y limpio en el fondo de la olla,

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