Ensayos de Michel de Montaigne

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"Verbaque praevisam rem non invita sequentur;"

["Una vez que una cosa es concebida en la mente, las palabras para expresarla

pronto se presentan". ("Las palabras no seguirán a regañadientes la cosa preconcebida").

Las palabras no seguirán a regañadientes la cosa preconcebida") -Horace, De Arte Poetica. v. 311].

Y como otro tan poéticamente dice en su prosa:

"Quum res animum occupavere, verbs ambiunt,"

["Cuando las cosas están una vez en la mente, las palabras se ofrecen

fácilmente". ("Cuando las cosas han tomado posesión de la mente, las

palabras tropiezan") -Séneca, Controversias, iii. proemio].

y este otro.

"Ipsae res verbs rapiunt".

["Las cosas mismas obligan a las palabras a expresarlas".

-Cicerón, De Finib., iii. 5.]

No sabe nada de ablativo, conjuntivo, sustantivo o gramática, no más que su lacayo, o una pescadora del Petit Pont; y sin embargo, estos te darán una panzada de charla, si los escuchas, y tal vez tropiecen tan poco en su lenguaje como los mejores maestros de arte de Francia. No sabe retórica, ni cómo sobornar en un prefacio la benevolencia del lector cortés; ni le interesa saberlo. En efecto, toda esta fina decoración pictórica es fácilmente borrada por el brillo de una verdad simple y contundente; estas finas florituras sólo sirven para divertir al vulgo, de por sí incapaz de una dieta más sólida y nutritiva, como Aper demuestra muy evidentemente en Tácito. Los embajadores de Samos, preparados con una larga y elegante oratoria, acudieron a Cleomenes, rey de Esparta, para incitarle a una guerra contra el tirano Polícrates; éste, después de haber escuchado su arenga con gran gravedad y paciencia, les dio esta respuesta: "En cuanto al exordio, no lo recuerdo, ni por consiguiente la parte central de vuestro discurso; y en cuanto a vuestra conclusión, no haré lo que deseáis:"-[Plutarco, Apotegmas de los lacedemonios.]-una respuesta muy bonita, me parece, y un conjunto de oradores eruditos muy dulcemente gravados. ¿Y qué dijo el otro hombre? Los atenienses debían elegir a uno de los dos arquitectos para un gran edificio que habían proyectado; de ellos, el primero, un tipo muy afectado, ofreció sus servicios en un largo discurso premeditado sobre el tema de la obra en cuestión, y con su oratoria inclinó las voces del pueblo a su favor; pero el otro en tres palabras: "Oh atenienses, lo que este hombre dice, yo lo haré" -[Plutarco, Instrucciones a los estadistas, c. 4.]- Cuando Cicerón se encontraba en el apogeo y el calor de una arenga elocuente, muchos se quedaban admirados; pero Catón sólo se reía, diciendo: "Tenemos un cónsul agradable (que hace reír)". Sea antes o después, una buena frase o una cosa bien dicha, es siempre oportuna; si no se ajusta bien a lo que fue antes, ni tiene mucha coherencia con lo que sigue después, es buena en sí misma. No soy de los que piensan que una buena rima hace un buen poema. Que sea corto y largo si quiere, no es gran cosa; si hay invención, y que el ingenio y el juicio han desempeñado bien sus oficios, diré que aquí hay un buen poeta, pero un mal rimador.

"Emunctae naris, durus componere versus".

["De humor delicado, pero de versificación escabrosa".

-Horace, Sat, iv. 8.]

Que el hombre, dice Horacio, despoje su obra de todo método y medida,

"Tempora certa modosque, et, quod prius ordine verbum est,

Posterius facias, praeponens ultima primis

Invenias etiam disjecti membra poetae".

["Quitar ciertos ritmos y medidas, y hacer que la palabra que

fuera la primera en el orden venga después, poniendo la que debería ser la última

en primer lugar, aún encontrarás los restos dispersos del poeta".

-Horace, Sat., i. 4, 58.]

no se perderá más por eso; los mismos pedazos serán finos por sí mismos. La respuesta de Menandro tuvo este sentido, al ser reprendido por un amigo, al acercarse el tiempo en que había prometido una comedia, de que aún no se había puesto manos a la obra: "Está hecha y lista -dijo-, todo menos los versos" -[Plutarco, Si los atenienses sobresalían más en las armas o en las letras]- Habiendo ideado el tema y dispuesto las escenas en su imaginación, se preocupó poco del resto. Desde que Ronsard y Du Bellay dieron renombre a nuestra poesía francesa, todos los pequeños aficionados, por lo que veo, engrosan sus palabras tan alto, y hacen sus cadencias casi tan armoniosas como ellos:

"Plus sonat, quam valet".

["Más sonido que sentido"-Séneca, Ep., 40.]

Para el vulgo, nunca hubo tantos poetas como ahora; pero aunque no les resulta difícil imitar su rima, se quedan infinitamente cortos para imitar las ricas descripciones del uno y la delicada invención del otro de estos maestros.

Pero ¿qué será de nuestro joven caballero, si se le ataca con la sutileza sofística de algún silogismo? "Un jamón de Westfalia hace beber; la bebida quita la sed: ergo un jamón de Westfalia quita la sed". Pues que se ría de ello; será más discreto hacerlo, que andar contestando; o que tome prestada esta agradable evasión de Aristipo: "¿Por qué he de molestarme en desatar lo que, atado como está, me da tantos problemas?"-[Diógenes Laercio, ii. 70.]- Una vez que se ofreció a este malabarismo dialéctico contra Cleanthes, Crisipo lo atajó, diciendo: "Reserva estas chucherías para jugar con los niños, y no desvíes con tales tonterías los serios pensamientos de un hombre de edad." Si estas sutilezas ridículas,

"Contorta et aculeata sophismata,"

como las llama Cicerón, están destinadas a poseerlo con una falsedad, son peligrosas; pero si no significan más que hacerle reír, no veo por qué un hombre necesita fortalecerse contra ellas. Hay algunos tan ridículos, que se desviven por enganchar una buena palabra:

"Aut qui non verba rebus aptant, sed res extrinsecus

arcessunt, quibus verba conveniant".

["Que no ajustan las palabras al tema, sino que buscan cosas

que no se ajustan a las palabras, sino que buscan cosas que no se ajustan al tema". 3.]

Y como dice otro,

"Qui, alicujus verbi decore placentis, vocentur ad id,

quod non proposuerant scribere".

["Que por su afición a alguna palabra que suena bien, son tentados a

algo que no tenían intención de tratar" -Séneca, Ep., 59.]

Yo, por mi parte, prefiero traer una frase fina por la cabeza y los hombros para que se ajuste a mi propósito, que desviar mis designios para ir a la caza de una frase. Por el contrario, las palabras están para servir y seguir el propósito de un hombre; y que el gascón entre en juego donde el francés no lo hará. Quisiera que las cosas sobresalieran tanto y se apoderaran tanto de la imaginación del que escucha, que tuviera otra cosa que hacer que pensar en las palabras. El modo de hablar que me gusta es natural y sencillo, lo mismo al escribir que al hablar, y un modo musculoso y sinuoso de expresarse, corto y conciso, no tan elegante y artificial como rápido y vehemente;

"Haec demum sapiet dictio, qux feriet;"

["Lo que tiene más peso y sabiduría es lo que perfora el oído". ("Esa

pronunciamiento en verdad tendrá un sabor que golpeará el oído").

-Epitafio sobre Lucano, en Fabricio, Biblioth. Lat., ii. 10.]

más bien duro que fatigoso; libre de afectación; irregular, incontinuo y audaz; donde cada pieza forma un cuerpo entero; no como un pedante, un predicador o un abogado, sino más bien un estilo de soldado, como Suetonio llama al de Julio César; y sin embargo no veo ninguna razón para que lo llame así. Siempre he estado dispuesto a imitar el atuendo negligente, que todavía se observa entre los jóvenes de nuestro tiempo, de llevar la capa sobre un hombro, la gorra a un lado, una media en desorden, lo que parece expresar una especie de altivo desdén por estos ornamentos exóticos, y un desprecio por lo artificial; pero esta negligencia me parece de mucho mejor uso en la forma de hablar. Toda afectación, sobre todo en la alegría y la libertad francesas, es poco elegante en un cortesano, y en una monarquía todo caballero debe ser modelado según el modelo de la corte; por lo cual, una negligencia fácil y natural hace bien. No me gusta más una telaraña en la que se ven los nudos y las costuras, que una figura fina, tan delicada, que un hombre pueda distinguir todos los huesos y las venas:

"Quae veritati operam dat oratio, incomposita sit et simplex".

["Que el lenguaje que se dedica a la verdad sea sencillo y

sin alteraciones.-Séneca, Ep. 40.]

"Quis accurat loquitur, nisi qui vult putide loqui" ["¿Quién estudia hablar con precisión, nisi qui vult putide loqui?

["Porque ¿quién estudia para hablar con precisión, que no desea al mismo tiempo

que no desee al mismo tiempo desconcertar a su auditorio" -Idem, Ep., 75.]

Que la elocuencia prejuzga el tema que quiere adelantar, que nos atrae totalmente hacia sí. Y así como en nuestro hábito exterior es un ridículo afeminamiento el distinguirnos por una particular e inusual vestimenta o moda, así en el lenguaje, el estudiar nuevas frases y afectar palabras que no son de uso corriente, procede de una pueril y escolástica ambición. Que me obliguen a no hablar otra lengua que la que se habla en los mercados de París. Aristófanes, el gramático, no se equivocó al criticar a Epicuro por su forma sencilla de expresarse y por el propósito de su oratoria, que no era más que la perspicuidad del discurso. La imitación de las palabras, por su propia facilidad, se dispersa inmediatamente por todo un pueblo; pero la imitación de inventar y aplicar adecuadamente esas palabras es de progreso más lento. La generalidad de los lectores, por haber encontrado una túnica semejante, se imaginan muy equivocadamente que tienen el mismo cuerpo y también el interior, mientras que la fuerza y los tendones nunca se pueden tomar prestados; el brillo, y el ornamento exterior, es decir, las palabras y la elocución, sí. La mayoría de aquellos con los que converso, hablan el mismo lenguaje que yo aquí escribo; pero si piensan los mismos pensamientos no puedo decirlo. Los atenienses, dice Platón, estudian la plenitud y la elegancia de la palabra; los lacedemonios inciden en la brevedad, y los de Creta aspiran más a la fecundidad de la concepción que a la del discurso; y éstos son los mejores. Zenón solía decir que tenía dos clases de discípulos, una que llamaba cíticos, curiosos por aprender cosas, y éstos eran sus favoritos; la otra, aóicos, que no se preocupaban más que de las palabras. No es que hablar bien no sea una cualidad muy buena y encomiable; pero no es tan excelente ni tan necesaria como algunos quieren hacerla; y me escandaliza que toda nuestra vida se gaste en otra cosa. Yo quisiera entender primero mi propia lengua y la de mis vecinos, con quienes se relaciona la mayor parte de mis negocios y conversaciones.

 

No hay duda de que el griego y el latín son grandes ornamentos, y de gran utilidad, pero los compramos demasiado caros. Descubriré aquí una manera, que ha sido experimentada en mi propia persona, por la cual se pueden conseguir mejor y más baratos, y los que quieran pueden hacer uso de ella. Mi difunto padre, habiendo hecho la más precisa investigación que cualquier hombre podría hacer entre los hombres de mayor conocimiento y juicio, de un método exacto de educación, fue advertido por ellos de este inconveniente entonces en uso, y se le hizo creer, que el tedioso tiempo que aplicamos al aprendizaje de las lenguas de aquellos que las tenían por nada, era la única causa por la que no podíamos llegar a la grandeza de alma y perfección del conocimiento, de los antiguos griegos y romanos. Sin embargo, no creo que sea la única causa. Así es, que el expediente que mi padre encontró para esto fue, que en mi infancia, y antes de que empezara a hablar, me encomendó al cuidado de un alemán, que desde entonces murió un famoso médico en Francia, totalmente ignorante de nuestra lengua, y muy fluido y un gran crítico en latín. Este hombre, al que había sacado de su país, y al que mantenía con un gran salario para este único fin, me tenía continuamente con él; también había unido con él a otros dos, de inferior aprendizaje, para que me atendieran y le relevaran; estos no me hablaban en otra lengua que el latín. En cuanto al resto de su casa, era una regla inviolable que ni él mismo, ni mi madre, ni el criado, ni la camarera, hablaran nada en mi compañía, sino las palabras en latín que cada uno había aprendido a balbucear conmigo. -[Estos pasajes son, la base de un pequeño volumen del Abate Mangin: "No hay que imaginarse la gran ventaja que esto supuso para toda la familia; mi padre y mi madre aprendieron así el latín lo suficiente como para entenderlo perfectamente y hablarlo hasta el punto de que era suficiente para cualquier uso necesario, así como los criados que estaban más a menudo conmigo. En resumen, lo latinizamos a tal velocidad, que se extendió a todos los pueblos vecinos, donde todavía quedan, que se han establecido por costumbre, varios apelativos latinos de artesanos y sus herramientas. En cuanto a lo que me concierne, yo tenía más de seis años antes de entender ni el francés ni el perigordio, más que el árabe; y sin arte, libro, gramática, ni precepto, ni azotes, ni gasto de lágrima, había aprendido para entonces a hablar un latín tan puro como el de mi mismo maestro, pues no tenía medios de mezclarlo con ningún otro. Si, por ejemplo, me iban a dar un tema a la manera del colegio, se lo daban a los demás en francés; pero a mí me lo daban en mal latín, para convertirlo en lo que era bueno. Y Nicolas Grouchy, que escribió un libro De Comitiis Romanorum; Guillaume Guerente, que escribió un comentario sobre Aristóteles: George Buchanan, ese gran poeta escocés: y Marc Antoine Muret (a quien tanto Francia como Italia han reconocido como el mejor orador de su tiempo), mis tutores domésticos, todos ellos me han dicho a menudo que yo tenía en mi infancia ese lenguaje tan fluido y listo, que temían entrar en discurso conmigo. Y, en particular, Buchanan, a quien desde entonces vi asistiendo al difunto mariscal de Brissac, me dijo entonces que estaba a punto de escribir un tratado de educación, cuyo ejemplo pretendía tomar del mío, pues era entonces tutor de aquel conde de Brissac que después resultó ser un caballero tan valiente y tan aguerrido.

En cuanto al griego, del que no tengo más que una pizca, mi padre se propuso también que me lo enseñaran con un recurso, pero nuevo, y a modo de deporte; lanzando nuestras declinaciones de un lado a otro, a la manera de los que, mediante ciertos juegos de tablas, aprenden geometría y aritmética. Porque él, entre otras reglas, había sido aconsejado para hacerme gustar la ciencia y el deber por una voluntad no forzada, y de mi propio movimiento voluntario, y para educar mi alma en toda libertad y deleite, sin ninguna severidad o restricción; de lo cual era observador hasta tal punto, incluso de la superstición, si puedo decirlo así, que siendo de la opinión de que molesta y perturba el cerebro de los niños despertarlos de repente por la mañana, y arrancarlos violentamente y con demasiada prisa del sueño (en el que están mucho más profundamente implicados que nosotros), hizo que me despertara con el sonido de algún instrumento musical, y nunca dejó de tener un músico para ello. Por este ejemplo podéis juzgar lo demás, siendo esto solo suficiente para recomendar tanto la prudencia como el afecto de tan buen padre, al que no hay que culpar si no cosechó frutos que respondieran a tan exquisita cultura. De esto, dos cosas fueron la causa: primero, un suelo estéril e impropio; porque, aunque yo era de constitución fuerte y saludable, y de una disposición tolerante y dulce, sin embargo estaba, con todo, tan pesado, ocioso e indispuesto, que no podían despertarme de mi pereza, ni siquiera para sacarme a jugar. Lo que veía, lo veía con suficiente claridad, y bajo esta pesada complexión alimentaba una imaginación audaz y opiniones por encima de mi edad. Tenía un ingenio lento que no iba más deprisa de lo que le llevaban; un entendimiento tardío, una invención lánguida y, sobre todo, un increíble defecto de memoria; de modo que, no es de extrañar, si de todo esto no se podía extraer nada considerable. En segundo lugar, como aquellos que, impacientes por una cura duradera, se someten a toda clase de recetas y prescripciones, el buen hombre, muy temeroso de fracasar en una cosa en la que había puesto tanto empeño, se dejó finalmente vencer por las opiniones comunes, que siempre siguen a su líder como un vuelo de grullas, y cumpliendo con el método de la época, no teniendo más a aquellas personas que había traído de Italia, y que le habían dado el primer modelo de educación, me envió a los seis años al Colegio de Guienne, en ese momento el mejor y más floreciente de Francia. Y allí no fue posible añadir nada al cuidado que tuvo de proporcionarme los más hábiles tutores, con todas las demás circunstancias de la educación, reservándose también varias reglas particulares contrarias a la práctica colegial; pero así fue, que con todas estas precauciones, era un colegio todavía. Mi latín se corrompió de inmediato, del cual también por la interrupción he perdido desde entonces toda clase de uso; de modo que esta nueva forma de educación no me sirvió para otro fin que el de preferirme a las primeras formas, pues a los trece años, que salí del colegio, había corrido todo mi curso (como ellos lo llaman), y, en verdad, sin ninguna clase de ventaja, de la que pueda jactarme honestamente, en todo este tiempo.

El primer gusto que tuve por los libros me vino del placer de leer las fábulas de las Metamorfosis de Ovidio; pues, teniendo unos siete u ocho años, dejé todas las demás diversiones para leerlas, tanto por ser ésta mi lengua natural, como por ser el libro más fácil que conocía, y por el tema, el más acomodado a la capacidad de mi edad: pues en cuanto al Lancelot del Lago, al Amadís de la Galia, al Huon de Burdeos, y a tales farragos, con los que más se deleitan los niños, nunca había oído siquiera sus nombres, como tampoco sé aún lo que contienen; tan exacta fue la disciplina en que me educaron. Pero esto era suficiente para hacerme descuidar las otras lecciones que me habían sido prescritas; y aquí fue infinitamente ventajoso para mí el tener que ver con un tutor comprensivo, que muy bien sabía connotar discretamente esta y otras faltas de la misma naturaleza; pues por este medio corrí a través de la Eneida de Virgilio, y luego de Terencio, y luego de Plauto, y luego de algunas comedias italianas, atraído por la dulzura del tema; mientras que si hubiera sido tan tonto como para sacarme de esta diversión, creo realmente que no hubiera sacado nada del colegio sino un odio a los libros, como casi todos nuestros jóvenes caballeros. Pero se comportó con mucha discreción en ese asunto, pareciendo no darse por enterado, y permitiéndome sólo el tiempo que podía robarle a mis otros estudios regulares, lo que despertó mi apetito para devorar esos libros. Porque las principales cosas que mi padre esperaba de sus esfuerzos a quienes me había entregado para su educación, eran la afabilidad y el buen humor; y, a decir verdad, mis modales no tenían otro vicio que la pereza y la falta de metal. No se temía que hiciera mal, sino que no hiciera nada; nadie pronosticaba que fuera malvado, sino sólo inútil; preveían la ociosidad, pero no la malicia; y me parece que se cumple: Las quejas que oigo de mí mismo son éstas: "Es ocioso, frío en los oficios de la amistad y la relación, y en los del público, demasiado particular, demasiado desdeñoso". Pero los más injuriosos no dicen: "¿Por qué ha tomado tal cosa? ¿Por qué no ha pagado tal cosa?", sino: "¿Por qué no se desprende de nada? ¿Por qué no da?" Y yo tomaría como un favor que los hombres no esperaran de mí mayores efectos de supererogación que éstos. Pero son injustos al exigirme lo que no debo, mucho más rigurosamente que lo que exigen a otros lo que sí deben. Al condenarme a ello, borran la gratificación de la acción, y me privan de la gratitud que me correspondería por ella; mientras que el bien hacer activo debería tener un valor mucho mayor de mis manos, por lo mucho que nunca he sido pasivo en ese sentido. Cuanto más libremente puedo disponer de mi fortuna, más mía es, y de mí mismo, más propio soy. Sin embargo, si fuera bueno en exponer mis propias acciones, podría, tal vez, repeler muy bien estos reproches, y podría dar a entender a algunos, que no se ofenden tanto, que no hago lo suficiente, como que soy capaz de hacer mucho más de lo que hago.

Sin embargo, a pesar de toda esta pesada disposición mía, mi mente, cuando se retiraba a sí misma, no carecía del todo de movimientos fuertes, de juicios sólidos y claros sobre aquellos objetos que podía comprender, y también podía, sin ninguna ayuda, digerirlos; pero, entre otras cosas, creo realmente que hubiera sido totalmente imposible hacerla someterse por la violencia y la fuerza. ¿Debo aquí dar a conocer una facultad de mi juventud? Tenía una gran seguridad en el rostro, y flexibilidad en la voz y en los gestos, al aplicarme a cualquier papel que me comprometiera a actuar: porque antes...

"Alter ab undecimo tum me vix ceperat annus,"

["Acababa de entrar en mi duodécimo año" -Virgilio, Bucol., 39.]

Hice los principales papeles en las tragedias latinas de Buchanan, Guerente y Muret, que se presentaron en nuestro Colegio de Guienne con gran dignidad: ahora bien, Andreas Goveanus, nuestro director, como en todas las demás partes de su cargo, era, sin comparación, el mejor de ese empleo en Francia; y yo era considerado como uno de los mejores actores. Es un ejercicio que no desapruebo en los jóvenes de condición; y desde entonces he visto a nuestros príncipes, a ejemplo de algunos de los antiguos, realizar en persona estos ejercicios de manera hermosa y encomiable; incluso se permitía a personas de calidad hacer una profesión de ello en Grecia.

"Aristoni tragico actori rem aperit: huic et genus et

fortuna honesta erant: nec ars, quia nihil tale apud

Graecos pudori est, ea deformabat".

["Le comunicó este asunto a Aristo, el tragediógrafo; un hombre de buena

familia y fortuna, que ninguno de ellos recibe mancha alguna por

que la profesion; nada de esto se reputa como un desprecio

 

en Grecia."-Livy, xxiv. 24.]

Es más, siempre he tachado de impertinentes a los que condenan estas diversiones, y de injustos a los que se niegan a admitir en nuestras buenas ciudades a los comediantes que merecen ser vistos, y a los que desprecian al pueblo esa diversión pública. Las corporaciones bien gobernadas se preocupan de reunir a sus ciudadanos, no sólo para los deberes solemnes de la devoción, sino también para los deportes y los espectáculos. La sociedad y la amistad aumentan con ello; y además, ¿se puede permitir una diversión más ordenada y regular que la que se realiza a la vista de todos, y muy a menudo en presencia del propio magistrado supremo? Y yo, por mi parte, consideraría razonable que el príncipe gratificara a veces a su pueblo a sus expensas, por bondad y afecto paternal; y que en las ciudades populosas se erigieran teatros para tales entretenimientos, aunque fuera para distraerlos de acciones peores y privadas.

Volviendo a mi tema, no hay nada como atraer el apetito y los afectos; de lo contrario, no se hace más que tantos asnos cargados de libros; a fuerza de azotes, se les da su bolsillo lleno de aprendizaje para que lo conserven; mientras que, para hacer el bien, no sólo hay que alojarlo con ellos, sino hacer que se desposen con él.

CAPÍTULO XXVI - QUE ES UNA LOCURA MEDIR LA VERDAD Y EL ERROR POR NUESTRA PROPIA CAPACIDAD

No es, quizás, sin razón, que atribuyamos la facilidad de creer y la facilidad de persuadir a la simplicidad y a la ignorancia: pues me parece haber oído comparar la creencia con la impresión de un sello en el alma, que por ser más blanda y de menor resistencia, es más fácil de ser impresa.

"Ut necesse est, lancem in Libra, ponderibus impositis,

deprimi, sic animum perspicuis cedere".

["Como la balanza debe ceder al peso que la presiona, así la mente

la presiona, así la mente cede a la demostración".

-Cicerón, Acad., ii. 12.]

Por cuanto el alma está más vacía y sin contrapeso, con tanta mayor facilidad cede bajo el peso de la primera persuasión. Y esta es la razón por la que los niños, el pueblo llano, las mujeres y los enfermos, son los más aptos para ser llevados por los oídos. Pero, por otra parte, es una necia presunción despreciar y condenar todas las cosas por falsas que no nos parecen probables; lo cual es el vicio ordinario de quienes se creen más sabios que sus vecinos. Yo mismo fui una vez uno de ellos; y si oía hablar de muertos que caminaban, de profecías, de encantamientos, de brujerías o de cualquier otra historia que no tenía intención de creer:

"Somnia, terrores magicos, miracula, sagas,

Nocturnos lemures, portentaque Thessala,"

["Sueños, terrores mágicos, maravillas, hechicerías, prodigios de Tesalia".

-Horace. Ep. ii. 3, 208.]

En ese momento me compadecí de la pobre gente que era abusada por estas locuras. Mientras que ahora descubro que yo mismo debía ser compadecido tanto como ellos; no es que la experiencia me haya enseñado nada para modificar mis opiniones anteriores, aunque mi curiosidad se haya esforzado en ello; pero la razón me ha instruido, que condenar tan resueltamente cualquier cosa por falsa e imposible, es circunscribir y limitar arrogante e impíamente la voluntad de Dios, y el poder de nuestra madre naturaleza, dentro de los límites de mi propia capacidad, lo cual no puede ser una locura mayor. Si damos los nombres de monstruo y milagro a todo lo que nuestra razón no puede comprender, ¿cuántos se presentan continuamente ante nuestros ojos? Consideremos tan sólo a través de qué nubes, y como a tientas en la oscuridad, nos conducen nuestros maestros al conocimiento de la mayoría de las cosas que nos rodean; seguramente encontraremos que es más bien la costumbre que el conocimiento lo que les quita la extrañeza.

"Jam nemo, fessus saturusque videndi,

Suspicere in coeli dignatur lucida templa;"

["Cansado de la vista, ahora nadie se digna a mirar hacia los lúcidos templos del cielo.

Lucrecio, ii. 1037. El texto tiene 'statiate videnai']

y que si esas cosas se nos presentaran ahora de nuevo, nos parecerían tan increíbles, si no más, que cualquier otra.

"Si nunc primum mortalibus adsint

Ex improviso, si sint objecta repente,

Nil magis his rebus poterat mirabile dici,

Aute minus ante quod auderent fore credere gentes".

[Lucrecio, ii. 1032. El sentido del pasaje está en la frase anterior].

frase].

El que nunca había visto un río, se imaginó que el primero que encontró era el mar; y de las cosas más grandes que han llegado a nuestro conocimiento, concluimos los extremos que la naturaleza hace del tipo.

"Scilicet et fluvius qui non est maximus, ei'st

Qui non ante aliquem majorem vidit; et ingens

Arbor, homoque videtur, et omnia de genere omni

Maxima quae vidit quisque, haec ingentia fingit".

["Un pequeño río le parece, a quien nunca ha visto un río más grande, una

río más grande, una corriente poderosa; y lo mismo ocurre con otras cosas: un árbol, un hombre, cualquier cosa

le parece más grande a quien nunca conoció una mayor" -Idem, vi. 674.]

"Consuetudine oculorum assuescunt animi, neque admirantur,

neque requirunt rationes earum rerum, quas semper vident".

["Las cosas se vuelven familiares para las mentes de los hombres al ser vistas con frecuencia; de modo que

que ni admiran ni son inquisitivos sobre las cosas que ven a diario".

Cicerón, De Natura Deor, lib. ii. 38.]

La novedad, más que la grandeza de las cosas, nos tienta a indagar en sus causas. Debemos juzgar con más reverencia, y con mayor reconocimiento de nuestra propia ignorancia y debilidad, el poder infinito de la naturaleza. Cuántas cosas inverosímiles son atestiguadas por personas dignas de fe, las cuales, si no podemos persuadirnos de creerlas absolutamente, debemos al menos dejarlas en suspenso; porque, condenarlas como imposibles, es por una temeraria presunción pretender conocer los límites máximos de la posibilidad. Si comprendiéramos bien la diferencia entre lo imposible y lo insólito, y entre lo que es contrario al orden y al curso de la naturaleza y lo que es contrario a la opinión común de los hombres, para no creer precipitadamente y, por otra parte, para no ser demasiado incrédulos, deberíamos observar la regla de "Ne quid nimis" prescrita por Chilo.

Cuando encontramos en Froissart, que el Conde de Foix conoció en Bearn la derrota de Juan, rey de Castilla, en Jubera al día siguiente de haber sucedido, y los medios por los que nos dice que llegó a hacerlo, se nos puede permitir alegrarnos un poco de ello, como también de lo que nuestros anales informan, que el Papa Honorio, el mismo día que el rey Felipe Augusto murió en Mantes, realizó sus exequias públicas en Roma, y ordenó lo mismo en toda Italia, no siendo el testimonio de estos autores, tal vez, de suficiente autoridad para contenernos. Pero si Plutarco, además de varios ejemplos que produce de la antigüedad, nos dice, que sabe de cierto conocimiento, que en el tiempo de Domiciano, la noticia de la batalla perdida por Antonio en Alemania se publicó en Roma, a muchos días de viaje desde allí, y se dispersó por todo el mundo, el mismo día en que se libró; y si César opinaba que muchas veces ha sucedido que la noticia ha precedido al hecho, ¿no diremos que esta gente sencilla se ha dejado engañar con el vulgo, por no haber sido tan clarividente como nosotros? ¿Existe algo más delicado, más claro, más ágil, que el juicio de Plinio, cuando se complace en ponerlo en práctica? ¿Hay algo más alejado de la vanidad? Dejando a un lado su erudición, de la que hago menos caso, ¿en cuál de estas excelencias le supera alguno de nosotros? Y, sin embargo, apenas hay un joven escolar que no lo convenza de falsedad, y que pretenda no instruirlo en el progreso de las obras de la naturaleza. Cuando leemos en Bouchet los milagros de las reliquias de San Hilario, fuera: su autoridad no es suficiente para privarnos de la libertad de contradecirle; pero en general y de improviso condenar todas las historias semejantes, me parece una singular impudicia. Ese gran San Agustín' atestigua haber visto a un niño ciego recuperar la vista sobre las reliquias de San Gervasio y San Protasio en Milán. Protasio en Milán; una mujer en Cartago curada de un cáncer, por la señal de la cruz hecha sobre ella por una mujer recién bautizada; Hesperio, un familiar amigo suyo, haber ahuyentado los espíritus que rondaban su casa, con un poco de tierra del sepulcro de nuestro Señor; tierra que, siendo también transportada desde allí a la iglesia, un paralítico fue repentinamente curado por ella; una mujer en una procesión, habiendo tocado el santuario de San Esteban con la nariz. Esteban, y frotándose los ojos con ella, recuperó la vista, perdida muchos años antes; con otros milagros de los que él mismo afirma haber sido testigo ocular: ¿de qué le excusaremos a él y a los dos santos obispos, Aurelio y Maximino, de los que da fe de la verdad de estas cosas? ¿Será de ignorancia, simplicidad y facilidad, o de malicia e impostura? ¿Hay algún hombre que viva ahora tan impudente como para creerse comparable a ellos en virtud, piedad, conocimiento, juicio o cualquier tipo de perfección?

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