Chuku Chuku Town

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Por mi trabajo recibía una semanada considerable que me proporcionaba la oportunidad de salir por las tardes, durante los fines de semana, con mis amigos, por los alrededores de la playa donde aprovechábamos para perdernos entre los turistas que copaban el paseo marítimo. Una vez instaladas las ferias, nos encantaba subirnos a las atracciones y comer nubes y helados, disfrutando de las vistas del pueblo que me recordaban mi isla y su litoral. En esos momentos de estío sí era feliz, cuando lograba borrar de mi mente los recuerdos de mi infancia.

A través de esas salidas fue como, años más tarde, conocí a Marc, gran amante del hip hop que estudiaba una etapa más avanzada en mi instituto. Aprovechábamos, después de las clases de repaso que se ofreció a impartirme, para dar largos paseos con sus amigos y charlar, y tiempo después, la cercanía condujo al amor una noche de habaneras. Aquel fue el momento cuando empezamos a conectar, uniendo nuestros ideales con un solo fin, no separarnos. Por aquel entonces él ya estudiaba su primer año de carrera en Barcelona, y prometió esperarme. Así que me impulsé, ilusionada, en esa dirección.

El tiempo transcurría apacible. Tras mi curso de auxiliar clínico no tardé mucho en recibir respuesta a la oferta de empleo que presenté en un centro de salud mental de la ciudad. Aprovechando el período de prueba, me instalé en aquel piso del casco antiguo, propiedad de un familiar de mi anterior jefa de la panadería, quien facilitó un alquiler asequible con la promesa de cuidar el inmueble.

De modo que dejé de vivir con mis tíos y aterricé ilusionada en aquel fantasmagórico edificio. Pocos meses después, ellos me visitaron y quedaron asombrados por las reformas internas que habíamos obrado hasta conseguir un piso de revista. Más acompañada una vez Marc se incorporó, intentábamos compaginar sus turnos en el hospital, mi trabajo y un curso de informática al que me apunté en nuestro día a día.

El tiempo corrió sobremanera, sin que me percatase de que apenas quedaban diez días para empezar el año 2007, a pesar del frío enero que se avecinaba, que yo trataba de ignorar de tan ilusionada que estaba con todo lo aprendido en ese curso de Diseño Web. Estaba orgullosa de formar parte de una comunidad de cincuenta millones de usuarios de una red social que varios amigos me habían recomendado durante meses, lo que hizo que el trayecto a casa se me hiciera corto. Aceleré mis pasos abrigada hasta las cejas sin reparar en los vientos helados que impactaban contra mi rostro, más aún cuando andaba inmersa en los preparativos del viaje a mi tierra el próximo febrero, donde planeaba desquitarme del frío mientras visitaba a mis parientes.

Nerviosa me sentía por averiguar cómo encontraría todo tras mi partida, cuando todavía era una chiquilla. Recordaba con especial cariño a mi amiga Adela, con la que me carteé durante mis primeros tiempos en España; nos habíamos hecho hermanas de sangre, inseparables, a los nueve años de edad. A mi mente acudían las tardes al salir de la escuela, cuando nos sentábamos fuera de casa a comer panes de yuca untados de aguacate y charlábamos animadamente en una época en que las grandes manifestaciones se sucedían cada festividad a lo largo del país. Después jugábamos al truque avanzando por las casillas para recoger la piedrecita, contemplando el trasiego de los vendedores ambulantes y aprovechando para hacer alguna que otra travesura y poco caso de los regaños. En una ocasión, no recuerdo bien cómo logramos salir del entuerto en que nos metimos al volcar sin querer una bandeja llena de cacahuetes y dulces de coco con azúcar, lo que amargó la jornada de una joven vendedora que se sumió en un mar de lágrimas por culpa del poco cuidado de nuestras correrías.

Los deseos de abrazar a Adela aumentaban con estos pensamientos, y para celebrar aquel retorno había organizado una extensa aventura que debía durar un mes. Utilizaba el Skype para las charlas con mis primos, quienes, ilusionados por amenizar mi estancia, me mostraron fotos del cayuco a motor con el que pensábamos surcar las aguas y bordear la isla durante esos días de secano. Estaba convencida de que sería una excursión inolvidable, ya que me ilusionaba atravesar las diversas regiones que conformaban mi país.

Tal era mi ansiedad, que Marc, abrumado por mi éxtasis con las redes de Internet, no pudo ocultar durante más tiempo el regalo que me tenía preparado para las Navidades. Por temor a no encontrarme en casa, aquel viernes mágico me envió un SMS explicándome que montase la mesita que meses atrás habíamos adquirido en los Encantes y la situara en una esquinita de la casa que antecedía al comedor, una especie de cubículo donde no cabía ni una cama, pero lo acomodamos como medio despacho y espacio para cajón de sastre para objetos inservibles. Y tras colocar la mesita, tuvo otro aire.

Frente a la pared desnuda de la mesa colgué mi calendario encabezado por la imagen de Steve Jobs, que me habían obsequiado en el curso de Diseño Web, que en aquel instante iluminó mi lámpara flexo extensible. Me provocó una leve sonrisa observar mi altar, en cuyo centro pensaba exhibir mi portátil, con el que mantendría activas mis relaciones sociales en la redes sociales semanas después de finalizar las clases y así evadirme de las duras jornadas de trabajo en el psiquiátrico.

Era feliz. En poco tiempo había logrado veinte amigos, aunque diecinueve eran compañeros de curso, más mi cuñada. Con todo, me ilusionaba formar parte de ese nuevo mundo online al que tanto me había costado integrarme. Días antes, al no saber cuándo volvería a disponer de un ordenador para continuar practicando, junto a algunos compañeros rememorábamos, entre pastitas de nata y refrescos, mis patosos comienzos y el tándem que formé con un compañero solitario al que al poco de empezar el curso todos apodamos el Hacker, por su dominio informático. Nos habíamos hecho amigos al ocupar las últimas filas, y tiraba de mí cuando me notaba perdida con los nombres técnicos que aparecían en cada nuevo programa que aprendíamos, mientras él daba vida a sus dibujos. Ese último día decidí aumentar mis amistades al inscribirme en una página web de la Asociación Cultural Liberiana, donde captaron mi atención unas fotografías donde bellísimas mujeres lucían tocados y trajes africanos de reciente diseño.

Finalmente se acercaban las fiestas navideñas, y, antes de caer la tarde, lo prometido se cumplió. Sonó el interfono y abrí sin necesidad de preguntar. El mensajero me hizo firmar, puso la caja del portátil entre mis manos, cerré la puerta y me dirigí al improvisado altar. Como una experta, conecté las clavijas USB y el enchufe del alimentador de corriente y poco después se encendió la pantalla, donde relucían los iconos. La efe en el azul destacaba sobre las demás, cliqué y abrí mi red social favorita.

El fin de semana fue más largo de lo normal debido a las fiestas incluidas, de modo que me serví unas palomitas y di rienda suelta a cuanto había aprendido al encontrarme sola aquella tarde, ya que a mi pareja lo invitaron a practicar esquí de montaña, deporte al que era aficionado. Acurrucada en el viejo sofá, aproveché el espacio cedido por mi gata para repasar todas mis conversaciones, las dedicatorias de mis amistades, fotografías y los «Me gusta». Ya que estaba, me encontré con una solicitud de amistad que me sorprendió; el nombre no me sonaba y era reacia a aceptar a gente desconocida, máxime cuando era alguien de otra nacionalidad con un lenguaje con el que no me sentía cómoda comunicándome.

Tras varios anuncios de experiencias desagradables con extraños, conservaba la mosca tras la oreja, ya que durante el transcurso de las clases nos habían hecho hincapié en los peligros que se corría al aceptar a desconocidos que únicamente pretendían desconcertarte sin más. Horas más tarde, apareció en mi buzón un email donde el desconocido se presentaba, disculpándose por haberme solicitado amistad: había actuado impulsivamente al ver que yo dejaba un «me gusta» en una fotografía donde su mujer lucía un tocado africano. Me explicó que no era ningún fantoche, que podía constatarlo visitando su página, y que únicamente buscaba información acerca de un familiar lejano cuya pista habían perdido a principios del nuevo siglo. Las últimas cartas que recibieron de él procedían precisamente de la bahía, antiguamente Port Clarence y actual Malabo, y así, motivado por la inocencia de su hijo adolescente, fue como se había aventurado a enviarme el correo electrónico después de que este le hubiera recriminado en numerosas ocasiones el no haber indagado sobre sus orígenes ancestrales.

No sé bien todavía cómo logré entender aquellas palabras en inglés, difíciles para mí, pero sí que despertaron mi curiosidad y en pocos segundos había aceptado dar acceso a mi red social a aquella persona. Le dejé una escueta nota donde lo citaba para la semana siguiente. Necesitaba comprobar el interés del internauta, no fuera a resultar una pesada broma que me arrastrase a una falsa historia.

Las festividades transcurrieron con tranquilidad, más porque las ausencias de mi pareja me permitían dedicarme durante las noches a indagar en las fotografías, actividades, amistades y religión de mi nuevo contacto. Por ello me resultó evidente que debía inscribirme en algún curso de inglés.

Al reincorporarme al trabajo el lunes siguiente, caí en la cuenta de que aquel desconocido no me había facilitado ningún dato sobre su pariente. Por ignorancia, yo no imaginaba que algún africano hubiese vuelto a integrarse de nuevo a su tierra tras haber sido arrastrado a otros continentes en ese siglo pasado.

Fuera como fuese, llegó el viernes siguiente y mientras tomaba café con una compañera antes de ir en busca del transporte, me excusé para faltar a nuestra salida la mañana siguiente. No quería que contaran conmigo; alegué estar cansada aunque me sentí mal, pues normalmente nos citábamos en el bar de Pepe, donde habitualmente tapeábamos tras la separación matrimonial de mi compañera y luego íbamos a escuchar música y a bailar por la zona del puerto. Me sentí como una niña pillada en su mentira y recordé con sorna a mi cuñada, furiosa, recriminando a mi sobrino el abandonar su vida social a cambio de sumergirse en juegos de rol online.

 

Atribulada por mi mentirijilla, subí al autobús. Había evitado conectarme durante la semana, pues desde la irrupción de Internet había pensado que era una pérdida de tiempo. En ocasiones criticaba a mis compañeras, a quienes veía conectarse con ansias enfermizas al móvil durante los ratos libres que les permitía el trabajo; navegaban de una aplicación a otra sin descanso. Avergonzada, elucubré que a partir de aquella fecha empezaría a formar parte de aquel grupo de personas al que tanto había denostado.

Tenía por delante el fin de semana para leer las supuestas anotaciones que mi desconocido internauta había resuelto enviarme acerca de la rocambolesca historia. De esa forma descubrí cómo su bisabuelo llegó a mi ciudad y las vicisitudes que hubo de padecer durante su viaje de ida y vuelta al continente.

2. Plantaciones, 1864-1865

Pasadas las fiestas navideñas, Marc y yo recortamos gastos en la decoración de nuestro hogar debido a la notable cuesta de enero, pronunciada por nuestra recién estrenada convivencia, al mismo tiempo que trataba de imaginar cuál habría sido la vida de Rasul, el misterioso antepasado de los Daker, al que se le perdió la pista.

Alcé la vista hacia la pared de enfrente, donde se ubicaba mi pequeño despacho. Allí observé lo extenso de nuestra amistad iniciada en ese breve tiempo, apenas un mes antes, la cual se expresaba mediante los archivos que pendían de chinchetas y alfileres en mi mural, los folios impresos sobre mi escritorio, más el añadido de recortes varios que me servían de guía.

Los retratos evidenciaban la juventud de Rasul en la fecha en que fueron tomadas, como el que yo examinaba en ese momento. Daker me informó que mostraba un día de jubileo, cuando todos ellos iban ataviados con sus atuendos de tejido de algodón. Un blanco inmaculado en las camisolas de los hombres, con pantalones cortos, mientras que las mujeres vestían de largo, la mayoría ropa en desuso cedida por las amas. Ese día estaban exentos de trabajo en las plantaciones, y se habían dedicado, durante los días previos a la fiesta, a preparar sus atuendos con esmero.

Como mandaba la tradición, en esa y otras haciendas contiguas se conmemoraba la implantación del comercio de algodón en la primera hacienda, décadas antes, y estaba prohibido trabajar en cualquiera de los de cultivos predominantes en la zona aquel día tan señalado.

Las familias que habitaban dentro de los límites de la hacienda preparaban sus platos típicos en la intimidad de sus cabañas, para más tarde reunirse en torno a la dueña, tal y como mostraba aquel instante captado en la imagen que sostenía ante mí. La fotografía se había tomado frente a la enorme mansión de estilo georgiano que se erigía bajo las alas de un centenario roble de enormes dimensiones, cuya sombra parecía tener potestad sobre todo aquel que osara acercarse a su cobijo.

Rasul se situaba en los peldaños superiores, rodeado de sus padres y demás personal de servicio del interior de la mansión, a quienes se sumaban varios trabajadores de los campos de algodón, en los peldaños inferiores. Todos los trabajadores en aquel instante bordeaban a miss Smith, situada en las escalinatas, y parecían llevar tiempo con la vista fijada en dirección al objetivo del antiguo daguerrotipo que, a la hora de proyectar la imagen, obligaba a esperar a que el fotógrafo alzara la mano para fijar la luz, proceso que se prolongaba unos minutos durante los que los fotografiados debían permanecer atentos a las indicaciones del fotógrafo hasta que este les confirmase la captación total de la imagen. El instante mostraba en sus rostros un halo circunspecto reflejado en la comisura de los labios de Rasul, de donde emanaba una constreñida sonrisa, propia de quien lleva un rato a la espera de que aparezca de un momento a otro el flash del obsoleto objetivo.

Tras apreciar algunos detalles más, apagué mi impresora y me dirigí al sofá.

Durante aquellos días de reciente convivencia, las frías noches de enero se me extinguían con rapidez, en parte a causa de mi manía de seguir releyendo, una y otra vez, las cartas que recibía por email sobre Rasul, que en su época fueron dirigidas a su sobrina Efrina, la abuela de Daker, donde se estableció durante años.

Una noche de las muchas que me tocó cenar sola, opté por ver la tele, pero como nada captaba mi atención en esos momentos, zapeé durante algunos segundos entre noticias alarmantes y teletiendas varias, situación que me encaminó hacia los brazos de Morfeo.

Las tantas debían de ser ya cuando percibí el sonido del concierto de blues de las madrugadas, el cual me sumergía al interior de un averno campestre, irreal, acompasado por la dulce y melodiosa voz de una joven que entonaba la parte final de un tributo a la novela de la activista Charlotte Forte, Life on the Sea Islands, que rememoraba el éxodo de los libertos a las islas de Carolina del Sur y cuyos compases finales me acabaron de adormilar mientras de fondo comenzaban a sonar las duces notas del mítico Georgia in my mind, aunque en ese momento yo ya comenzaba a deslizarme sobre una gran nube de algodón… desde la cual pude divisar a un joven Rasul trabajando duro en las plantaciones mientras coreaba el estribillo con expresión exhausta, llena de sueños. No fue difícil distinguirlo gracias a las descripciones y fotos descoloridas recibidas de mi amigo internauta, donde presenciaba, como si de una escena cinematográfica se tratara, desde las primeras filas y con ayuda de un gran dolby stereo.

Las lecturas se transformaron en imágenes que resumían su infancia, vivida en plena guerra norte-sur americana, junto a sus padres, oriundos de unas costas doradas indefinidas.

Kwanza, el padre de Rasul, fue comprado de jovencito tras su liberación de la cárcel de Chesapeake, donde atracaría el barco que lo devolvería a tierra a él y varios más tras un amago de fuga, pasando a trabajar en la hacienda de los Smith, jóvenes cultivadores de tabaco y otras variedades agrícolas. Con el pasar de los años, en la hacienda, entablaría una notable amistad con una joven hermosa que acostumbraba a hacer la colada de sus amos después del ocaso, en el jardín donde estaban situados los lavaderos.

Ayana, así se llamaba la joven mestiza, era resultado de la relación adúltera del amo Sinclaire y su lavandera, y por casualidades de la vida pasó a manos de los Smith.

Ya que escasas millas separaban una hacienda con otra, aquello facilitó que ambos matrimonios se hiciesen íntimos, lo que fomentó que la señora Sinclaire adquiriese gran confianza con su vecina Smith a lo largo de los años, con quien lamentaba a menudo su infortunio y el daño público que suponía la infidelidad de su marido, motivo por el cual había tomado la determinación de enviar a la joven lavandera a la plantación de su prima, en el estado de Louisiana, quien en aquellos momentos precisaba de una buena zurcidora. Inconscientemente, a la señora Smith le nació la necesidad de hacerse cargo de la pequeña Ayana.

Sinclaire, que conocía los desvelos de su amiga por la joven con la que se había encariñado, ni se lo discutió. La mañana en que decidió partir hacia Louisiana, apareció con la pequeña Anaya en una canastilla y se la entregó personalmente a la señora Smith, aunque poco tiempo permaneció ante la mansión de su amiga, con quien apenas cruzó palabra al depositar la canasta en sus manos. Después, partiría en silencio una fría mañana, orgullosa de aquella decisión que la salvaguardaba de miradas indiscretas.

La señora Smith se quedaría observando la carita de la pequeña, protegida en el interior con una mantita moisés, seguramente confeccionada por la madre. De eso no le cabía duda, pues era una joven dotada de talento para los entresijos domésticos, con quien la señora Smith había tratado durante años, suficientes para darse cuenta de su honestidad cuando dedicaba sus ratos libres, cedidos por los Sinclaire, a ayudarla con su laboriosa repostería. Esta le agradecía el gesto y disfrutaba de los conocimientos de la joven, que la obsequiaba con sus sabrosas recetas de soul food. La señora Smith saboreaba mientras anotaba los ingredientes necesarios para las frituras en adobo con harina de maíz utilizadas por los esclavos, que proporcionaban un excelente sabor a carnes y pescados.

Para evitar males mayores, tras las íntimas confidencias de ambas mujeres, se resolvió la compraventa de la niña, en secreto y sin conflictos que llamasen demasiado la atención de sus esposos. Acordaron que la señora Smith jamás mostraría su cariño en público. La pequeña daba sus primeros pasos ayudada por una antigua esclava que la amamantó desde los inicios, y únicamente en la privacidad de la noche afloraban los deseos maternales de la señora Smith, momentos antes de que la niña conciliase el sueño, cuando le releía una y otra vez el único libro que poseía, Las aventuras de Oliver Twist, traído desde su Inglaterra natal.

Su marido callaba, consciente de lo desdichada que se sentía su mujer tras su único embarazo fallido. Prefería verla sonreír con aquel acto bondadoso que la distraía, sin deseos de contradecirla pese a reprobar tal actitud, ya que él era poseedor de un talante más rígido, influenciado por el Code noir, cuyas estrictas normas regían para la buena dirección de las plantaciones, y su mujer acostumbraba obviarlas.

Ayana nunca acudió a los campos. Su trabajo se limitaba únicamente a las tareas típicas del hogar. Por otro lado, Kwanza, su marido, siempre vivió en una de las cabañas pertenecientes a la hacienda. Desde que en su juventud fuera rescatado de la cárcel, los amos supieron apreciar su buen hacer y dedicación al trabajo; al principio en el campo, pero pronto se hizo indispensable para los amos cuando demostró sus dotes de carpintería y albañilería, conocimientos que mejoró al ser instruido por el encargado hasta el punto de saber restaurar las cabañas dañadas.

Según acostumbraba a narrarme Daker sobre el momento en que Kwanza fue sorprendido en su poblado de África, ello había sucedido una mañana que ya no recordaba con claridad. Acababan de finalizar el amurallado de adobe que encerraba las pequeñas edificaciones pertenecientes a su padre, que él le había ayudado a levantar como primogénito, aunque con la colaboración de sus hermanos menores, dado que su padre meses antes había ampliado la familia tras una nueva boda. La mañana de su captura se personaron en el pueblo varios hombres de su ciudad armados que los acusaron de robar piedras ajenas para utilizarlas como cimientos de las edificaciones, llevándose preso al joven Kwanza para trasladarlo después al calabozo, junto a algún otro joven aldeano más, mientras eran tildados de rebeldes y peligrosos, meses antes de trasladarlos a tierras algodoneras.

A partir de aquella mañana, nunca más volvió a ver a los suyos.

Contaba de esta manera mi internauta que, tiempo después, gracias a la bondad de la señora Smith, quien superó las negativas puestas por su marido, Ayana se casó con Kwanza una vez se hizo evidente el abultado estado de su joven ahijada. La abnegada ama luchó contra viento y marea para que ambos continuaran prestando sus servicios en la hacienda y evitó la obligada separación por medio de la venta. Logró convencer al encargado de que enviase al padre a otras funciones que lo alejasen momentáneamente de la hacienda, además de proteger al bebé durante las noches de llanto en la cabaña, pues mermaba el socorrido descanso del grupo allí asentado, al que esperaban jornadas de duro trabajo.

Por otra parte, una vez nació el bebé, su condición de ahijado facilitó a Rasul la oportunidad de distraerse con libros que le leía su ya anciana ama que, una vez encomendada las tareas diarias a su madre, aprovechaba esas largas ausencias para instruir al pequeño en algunas nociones de lectura y escritura con las que se distendían durante las mañanas, antes de que el pequeño Rasul realizara algún recado puntual, ya que el niño disfrutaba corriendo por el campo mientras veía a los mayores faenar entre canciones espirituales que muy pronto aprendió a tararear antes de interrumpirlos para ofrecerles la cantimplora con agua fresca recogida del río.

 

Pasados unos años y alcanzada la adolescencia, Rasul acompañaba diariamente a su padre, Kwanza, a la plantación, donde se habituó rápidamente al conocimiento extenso del cultivo de algodón. Era capaz de diferenciar los tallos, hojas y tipos de flor según madurasen los frutos. Después de la siembra del algodón en el terreno antes removido según la estación del año, aprendió también cómo disponer las hileras hasta que estas alcanzaban su altura ideal y cuándo se procedía al despunte, lo que aumentaba la producción. Él y otros lo realizaban a mano, extrayendo cada uno de los brotes herbáceos de las ramas más altas, técnica que llevaba duras jornadas de aclareo en las que se eliminaban las plantas que interferían en la alineación trazada.

Sobre el terreno de cultivo escucharía un buen día los comentarios referidos al descontento de varios chicos que, con las noticias inciertas acerca del final de la guerra, clamaban su decisión de huir en masa.

Pocos meses le restaban al joven Rasul para su decimoséptimo cumpleaños; a la par captaba las inminentes noticias emitidas por el telégrafo sobre de los resultados de la proclamación de libertad anunciada por el gobierno, que en aquellos días empezaba a ser patente según noticias de uno u otro estado, pero lo cierto es que en su Virginia el huir era considerado un acto de rebeldía, de modo que Rasul gestó su plan sobre cómo marcharse al norte, donde el trabajo de reconstrucción auguraba un porvenir digno y remunerado, con sustanciosas mejoras en varias actividades en un momento en el que todo lo que le empezaba a rodear era miseria en grandes cotas, pues aquellas tierras, antaño fértiles, escaseaban ya de mano humana que permitieran reflotarla.

Transcurridos un par de meses, los rumores de diferentes estados seguían augurando noticias favorables, con bajas significativas en estados contiguos. Por tanto, Rasul empezó a considerar que ya tenía bastante conocimiento y edad para llevar a cabo sus proyectos

La orden expresa de no alejarse más de cien yardas de los límites de la granja debido a la continua presencia de soldados norteños que a menudo acudían a la zona en busca de provisiones, no le impidió cruzar palabra con algunos de los soldados, quienes le advertirían no cruzar por la línea de Gettysburg, donde aún se libraba una ardua batalla.

La incorporación del señor Hamilton a la hacienda durante ese tiempo previo a su huida aceleró aún más el proceso, ya que, como otros que se habían hecho cargo de las haciendas colindantes, este hombre aportó novedosas ideas en las directrices durante esos momentos de confusión. Particularmente se mostró amable con los ancianos patronos, aunque a los pocos meses los había aislado en una casa mediana junto a la mansión principal que mandó reconstruir nada más hacerse cargo de la hacienda, todo con la ayuda de los trabajadores más fuertes, con quienes desde un principio se mostró más indulgente.

Los métodos de Hamilton eran más aceptables, pero bajo sus promesas subyacía un proceder mezquino con los Smith, que demostró una vez asentado en la mansión, donde en un primer momento despachó a gusto los cuadros y vajillas de plata. Según se sucedían los meses, siguieron los bellos muebles coloniales de estilo francés que habían dotado de esplendor interminables cenas preparadas por la señora Smith para agasajar a sus invitados con sus secretos de repostería. Además, la actitud anteriormente severa del antiguo patrono había desaparecido tras un notable deterioro cognitivo agudizado por sus problemas cardíacos. De este modo, la antaño dorada hacienda ya era una especie de almacén donde el esplendor de los muebles y cortinas de seda se había evaporado; las cortinas se habían transformado en polvorientas sábanas; los sillones, en plataformas formales que amueblaban cualquier parque de la zona.

Hamilton continuó malvendiendo los enseres de valor que poseían los Smith. Con su discurso vehemente y actitud indulgente, supo seducir a los trabajadores adultos, quienes albergaban alguna esperanza de mejora de las condiciones, trabajando sin cesar de sol a sol, pero el tiempo transcurría y la escasez seguía demoliendo los ánimos. Las iniciales actitudes positivas respecto a una mejora dieron paso a vejaciones continuas y castigos injustificados.

Por esta razón, el norteño no tuvo una buena acogida entre los hacendados de la zona. Amigos al fin y al cabo de los Smith, le calificaban como un trepa sin escrúpulos que por unos míseros dólares se había adueñado de la hacienda, arropado por las autoridades e incumpliendo los pagos prometidos a los trabajadores de la granja, excusándose en la baja producción del campo para eludir sus obligaciones.

Con el paso del tiempo, se descubriría su afición a las apuestas y vicios mundanos.

Los trabajadores más productivos ya andaban camino del norte aprovechando las noches de luna oscura, hartos de sus trasiegos hacia la capital. La mala alimentación ya causaba estragos entre los más débiles, provocando la muerte de niños y ancianos postrados al sol durante las mañanas. De los más de trescientos esclavos que en su día habitaron la zona, apenas se contaban cien.

Los encargados, inmunes al sufrimiento colectivo, ya no daban importancia a los actos de aquella gente, debido a que sus mayores temores se centraban en el alcance de la guerra. Los padres de Rasul seguían atendiendo las necesidades de los viejos amos, pero él sabía que nada bueno presagiaba aquella nueva situación. Las dudas comenzaron a apoderarse de su mente ante su idea de abandonar la hacienda en un descuido de los vigilantes, debido al temor infundido por su padre sobre los desaparecidos, de que nunca alcanzaban a cruzar vivos a la zona norte.

Pero por fin llegó la noche de su huida, cuando determinó que era el momento de dejar atrás toda aquella rutina sin futuro. Sucedió una noche de luna llena, tras la cena colectiva que supuso una oportunidad que Rasul no podía dejar pasar. Agarró su saquito, donde colocó unos mendrugos de pan de maíz que su madre había guardado en la cocina para la cena de los viejos amos, y una antorcha que él mismo confeccionó con un poco de aceite y una telilla, que podría utilizar para ahuyentar alguna manada de lobos una vez adentrado en los bosques.

Y así se alejó, campo a través. Cuando en un momento volvió la vista atrás, preocupado por ser visto, observó todo desde la oscuridad. La luz de la luna le permitió divisar una bata blanca que parecía ser la de su madre, Ayana, acostumbrada a revisar que todo quedase en orden para el día siguiente. Rasul la imaginó con lágrimas en los ojos. Desde hacía tiempo ella sospechaba las intenciones de su hijo, desde que había desaparecido el primer joven con los que lo veía reunirse a menudo para elucubrar sobre el modo para llegar hasta Nueva Jersey. La mujer sabía que no sería fácil cruzar la zona conflictiva, origen de las atroces noticias sobre los campos de batalla; sospechaba que su hijo desconocía la dureza de la lucha, pero decidió no interferir en sus asuntos, segura de no poder detenerlo y sabiendo que para su hijo primaba más la acción que los lamentos.

Ella gozaba de una carta de manumisión, concedida en su día por sus padrinos, que le permitía moverse libremente por el condado; no así su hijo, que sufría las mismas restricciones que su padre, a quien no quiso hundir los ánimos y confesarle sus sospechas respecto a los planes de Rasul. Debido a que su esposo afrontaba más trabajo del que le correspondía a causa de la falta de mano de obra provocada por la deserción de varios hombres, la madre aceptó con resignación que solo le restaba llorar en silencio, sospechando que aquella evasión urdida por su hijo tendría un desenlace trágico, ya fuera por las consecuencias de la guerra o por el estricto castigo que después se le impondría. Durante ese tiempo, junto a otras mujeres, había atendido graves mutilaciones a sabiendas de que de nada servirían las disculpas de los viejos amos cuando el señor Hamilton asignase el precio de su hijo a los cazarrecompensas que buscaban esclavos fugados, tal y como marcaba la ley.

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