La pequeña huérfana

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—No sé qué pasó con esa niña, Riki. Sentí que era mía, que ella me necesitaba y yo a ella, es difícil de explicar. En el parto de hoy casi se muere el bebé, fue como volver a perderla.

—Tranquila, Clari, sé que perdiste un bebé hace muchos años y que esa niña te recordó a tu bebé.

—¿Cómo sabes eso? —se sorprendió.

—Lo siento. En tu historial pone que tuviste un aborto a los dieciocho.

Clarice rompió a llorar desolada. Su cuerpo temblaba entre los brazos de Ricardo, quien le susurraba entre caricias en un intento de calmar su agonía.

—Si tú quieres podemos buscarla, probablemente ya esté adoptada. Pero quizás podemos saber dónde está, volver a verla, y saber que estará feliz te hará feliz a ti también —masculló sonriendo.

—¿Tú crees? —Su rostro se llenó con una luz de esperanza que la recompuso pedazo a pedazo—. Me haría muchísima ilusión verla. Debe tener unos 4 años, será una niña bonita, de piel blanca, su pelo debe ser lacio y oscuro como la noche… —fantaseaba deliberadamente, sus ojos se iluminaron perdidos en un punto de inflexión que la hacía salir de la realidad.

Él la estrechó con más fuerza entre sus brazos y la besó con sus labios tibios. Ella no dijo nada, suspiró ensimismada en sus pensamientos, reposada en sus cálidos brazos. Deseosa de inspirar su aroma, se sintió reconfortada y aliviada. Él tenía ese poder sobre ella, podía calmar sus ansias, así como sus angustias; casi sin esfuerzo, tan solo con su dulce amor.

Tal como había prometido, esa noche cocinó él. Parecía que había acertado con la decisión de preparar la cena aquel día, Clarice necesitaba un descanso. Cuando se levantó por la mañana y vio el brillo del sol en los ojos de Ricardo supo que sería un día perfecto, nada ni nadie podría estropearlo, o al menos eso creyó ella.

Él preparó unos entremeses delicados, de esos que se comen de un solo bocado y su suave textura inunda el paladar, los llevó al salón donde Clarice colocaba algo de música suave en el radiocasete y encendía unas velas aromáticas que proyectaban una luz tenue y relajante. Se sirvió una copa de Minut-45 blanco afrutado que le encantaba, el sabor dulce y suave del vino entraba con facilidad haciendo que cada sorbo estallara como una bomba de fruta exótica en el paladar. Ricardo había horneado un cuadril de ternera con una vieja receta que su abuela pasó a su madre y posteriormente a él. A pesar de que no tenía mucha mano con la cocina, su madre siempre insistió en que los hombres también debían saber cocinar y no dudaba que en algún momento debía aprender.

Esa noche cenaron a la luz de las velas y con la música como compañía, bebieron vino plácidos y relajados mientras conversaban de las trivialidades del día a día. También plantearon cómo buscar a la niña, ella buscaría en el hospital los informes del parto, eso iba a resultarle un poco difícil, ya que el informe en estos aparecería como «Paciente desconocida». Recordaba que el nombre de la madre era Ana, pero la política en estos casos omitía el nombre en los informes, así se aseguraban que la renuncia fuera irrevocable. Ricardo por su parte haría averiguaciones a través de un policía amigo suyo, y quizás con suerte le ayudaría a filtrar información de Asuntos Sociales.

A Clarice le costó conciliar el sueño aquella noche, estaba ansiosa por empezar la búsqueda, sabía que no era coser y cantar, que buscar una niña después de cuatro años y encontrarla sin tener parentesco familiar era, cuando menos, imposible. Pero eso no la detendría, él prometió estar con ella pasara lo que pasara, la encontraran o no, y sobre todo prometió que no se rendiría a la primera, que lucharía hasta el último recurso por encontrarla. ¿Y si la encontrasen? ¿Qué pasaría después? No habían hablado de ello, no se habían planteado nada al respecto, ella tenía claro que si la encontraba ya no se separaría de ella, de una forma u otra, e independiente de la situación en la que se encontrara, sabía que no volvería a dejarla escapar.

A medianoche, cuando Ricardo dormía profundo, se levantó, se dirigió a la cocina y se preparó un té con miel, regresó a la habitación con la taza en mano, miró el rostro dormido que ocupaba el otro lado de la cama y pensó que era imposible no amarlo, él hacía cualquier cosa por ella, por verla feliz, por complacerla. Suspiró sentada al borde de la cama observando cómo dormía, y pensó que era el hombre más extraordinario que se había cruzado en su camino, el futuro padre de sus hijos si la suerte la seguía acompañando. Terminó su té y dejó la taza en la mesita de noche, apagó la luz de la lamparita y se acostó a su lado, apoyando la cabeza en el torso desnudo de aquel maravilloso hombre.

Carina, Montilla

—¡Buenos días, pequeña! —susurraba Caty sentada al borde de la cama mientras la mecía con suavidad—. Es hora de levantarse.

—Aún tengo sueño.

—Te dejo dormir un poco más, pero ya ha amanecido y hay que aprovechar el día.

—No, ahora me levanto —dijo restregándose los ojos con los puños mientras bostezaba y se retorcía.

—Voy a preparar el desayuno, te espero en la cocina.

Caty le acarició el pelo, se levantó y salió de la habitación mientras la pequeña hacía un esfuerzo por mantener los ojos abiertos. En menos de quince minutos Carina estaba en la puerta de la cocina ya vestida, con su cara aseada y su pelo ligeramente peinado con algún peine que había encontrado en el baño, había hecho su cama y recogido sus cosas tal y como las monjas le habían enseñado.

—¿Puedo entrar ya? —dijo desde la puerta mirándolos.

—¿Cómo? ¡Pues, claro! Pero ¡Si te has vestido y todo! —exclamó Caty sorprendida mientras se servía una humeante taza de café.

—Gracias —dijo Carina sentándose en su silla con la espalda recta y los codos fuera del borde de la mesa.

En el colegio estaba acostumbrada a otra forma de despertarse, mucho más brusca. Allí, sor Ángela entraba sin avisar, encendía la luz y rápidamente subía las persianas mientras gritaba que ya era hora de levantarse. Les daba quince minutos para asearse, vestirse y dejar todo en perfecto orden. Y estar sentada en tu sitio frente a la mesa antes de que se sirviera el desayuno; si por algún motivo alguna llegaba tarde al comedor, se quedaba sin desayunar. Si no te aseabas o vestías adecuadamente también te quedabas sin desayunar, si no hacías la cama o dejabas tus cosas por el medio era motivo de un castigo asegurado. Cada una de las niñas se ocupaba de hacer sus tareas con cuidado y esmero, no ayudaban a nadie, ni siquiera a las pequeñas. Carina no conocía otro modo de hacer las cosas, aquello era lo normal en su día a día.

—¿Qué quieres desayunar? —preguntó Caty invitándola a servirse lo que quisiera de la mesa.

—¿Eso qué es? —preguntó Carina señalando un bote de color rojizo.

—Es mermelada de fresa. ¿Nunca la has probado? —Caty empezaba a no sorprenderse ya por esas cosas, imaginaba que habría muchas preguntas de ese estilo mientras durase su convivencia con la niña.

—No. ¿Y esto qué es? —Señaló esta vez a un plato que había en el centro de la mesa.

—Son cruasanes, toma un pedazo. ¡Pruébalo! –Manuel arrancó un trozo y se lo puso en la mano.

—¡Es dulce!

—¿Quieres cereales?

Caty la observaba perpleja mientras le servía un tazón de cereales y leche caliente. Carina tomó una cuchara y no tardó en colmarla de cereales reblandecidos.

—Esto es intolerable, Manuel. ¿Qué hacen las monjas con las niñas? —le susurró a su marido con cuidado de que ella no la oyese.

—No lo sé, cariño. ¡Pobre niña! —Manuel movía la cabeza de un lado al otro.

Carina apuró su desayuno cuando Manuel y Caty le dijeron que la llevarían a conocer a Héctor, el hijo de la vecina. Mientras se contoneaba en su silla, terminó su tazón de cereales y se bebió la leche de un tirón. Caty la miró perpleja y a Manuel le causó gracia.

Después de desayunar fueron al mercadillo a comprar frutas y verduras frescas. Se encontraba un poco lejos, ya que estaba al otro lado de la ciudad, encontrar aparcamiento allí resultaba un poco abrumador, ya que durante toda la jornada que duraba había cola en la carretera y aparcar era una odisea, dabas vueltas a las manzanas suplicando encontrar un aparcamiento no muy lejos del mercado.

Manuel no tardó en encontrar un hueco y aparcar el coche enseguida, caminaron algunos metros hasta la entrada principal del mercado. Pronto el bullicio de la gente se hizo notar; a pesar de que aquel lugar estaba cuajado de personas el día lucía esplendido mientras el sol brillaba con fuerza desde primera hora de la mañana, todo apuntaba a que sería un día de verano muy caluroso, quizás demasiado.

Se adentraron entre la multitud, pasando frente a unos puestos de ventas de mascotas. Carina se detuvo a observar unos pollitos de colores que piaban como locos dentro de una caja de cartón, unos encima de otros. Había tantos que a duras penas se veía el fondo de la caja. De las barras de hierro que sujetaban la lona del puesto, colgaban algunas jaulas con pequeños pájaros, y sobre la mesa lucían peceras minúsculas con peces de colores y algunas tortugas.

La pequeña se agachó frente a la caja, tapando su boca con una mano, miró nerviosa a sus padres de acogida esperando su aprobación para poder acariciarlos. Desde que los conoció un poco mejor, deseó en lo más profundo de su corazón que quisieran adoptarla. La idea le causaba tanta emoción como ansiedad. No entendía por qué ella no tenía familia, ¿dónde estaban?, ¿sería verdad lo que decían las niñas sobre que sus padres no la querían y por eso la abandonaron?

Ella era la única que siempre se quedaba esperando en la sala junto a las niñas, por si su madre venía a buscarla. Solía pensar que su madre tenía el mismo rostro que ella, pero algo más vieja; creía firmemente que ella se parecía a su madre muchísimo. «Yo tengo el mismo pelo y los ojos de mi madre», decía cada vez que hablaba de ella. Aquello era motivo de continuas burlas entre las niñas del internado que no dudaban en ponerle fin a sus fantasías: «No la conoces, así que no te inventes tonterías», «Qué vas a saber tú, si no tienes padres», «No te querían, por eso te tiraron a la basura», solían decir entre burlas y risas.

 

A Carina eso la enfurecía, apretaba los puños tan fuerte que podía sentir cómo se le clavaban las uñas en las palmas de las manos y apretaba los dientes hasta que le doliese la mandíbula. Después, las lágrimas corrían por sus mejillas. Ella sabía que nada de lo que decían era cierto, Susan le contó antes de marcharse que su madre no podía cuidarla y por ello ahora estaba con las monjas. En ningún momento le dijo que la habían abandonado y mucho menos que sus padres no la querían, eso le daba esperanzas de que regresaran a buscarla. Por ello, permanecía en la sala cada viernes, tenía la certeza de que alguna vez el sonido del timbre del portón sería para ella.

Se acercó a la caja de los pollitos e introdujo su mano para acariciarlos. Caty la miraba, con esa mirada tierna y amorosa que suelen tener las madres. Tenía una extraña sensación que no había experimentado antes, pero era tan reconfortante que podía sentir cómo su corazón se inundaba de amor por aquella pequeña niña. Fue amor a primera vista, y no un amor cualquiera: un amor incondicional, puro y mágico. Algo tan inexplicable que se le salía de las manos. Sabía que Manuel también la empezaba a querer como una hija y que su amor de padre sería el más verdadero que pudiera existir. Habían deseado durante tanto tiempo ser padres que sentían que ella era especial, que estaba destinada a ellos de una manera u otra y que harían todo lo posible por formar una familia. No hizo falta más tiempo para tenerlo claro, lo supieron en el preciso momento que vieron su dulce rostro en el pasillo.

—¡Ay!, ¡me ha mordido! —gritó mientras le enseñaba el dedo a Caty.

—¡Déjame verlo! —Se rio—. No es nada grave, los pollitos no muerden; pican con su pico porque piensan que eres comida.

Carina frunció el ceño y asomó la cabeza por encima de la caja, en un intento de averiguar quién la había picado. Caty la tomó de la mano mientras le decía que debían continuar. Caminaron un par de puestos hasta llegar a uno de verduras y frutas ecológicas donde solían comprar cada semana. La dependienta era una mujer entrada en años, de pelo canoso y voluminoso cuerpo. Carina la observó sin soltar la mano de Caty, mientras ella y Manuel decidían qué comprar esa semana. La mujer al verlos se sorprendió, hasta ahora no creyó que tuvieran hijos, pues siempre los veía solos.

—¡Hola! ¿Quién es esta preciosa niña? —dijo la señora acercándose un poco a Carina. Su sonrisa era diminuta, y al sonreír se le achicaban tanto los ojos que no se distinguía si los tenía abiertos o cerrados.

—Ella es Carina. Va a pasar todo el verano con nosotros —dijo Caty.

—Bonito nombre —dijo la señora acariciándole el rostro con sus ásperas manos—. ¡Qué muñeca más bonita llevas! ¿Cómo se llama?

—Es Rosi, mi muñeca.

—Es muy bonita y tú también. —Sonrió.

—Es la princesa de la casa —dijo Manuel haciendo una reverencia con la mano.

Carina lo miró y se rio, le gustaba mucho que Manuel hiciera muecas o pusiera voces con tal de divertirla.

Manuel sacó algo de dinero de su cartera y pagó el pedido que había hecho Caty mientras la señora hablaba con la pequeña. Caminaron hasta casi el final del mercado cuando Caty se percató de que la niña caminaba lento y cabizbaja.

—Vamos a casa ya, Manu, la niña está cansada.

—¡Sí, vámonos! —Manuel la cogió en brazos, y ella apoyó la cabeza en su hombro sin decir nada.

No tardaron en llegar al coche y regresar a casa. Al llegar, Caty preparó la comida. Carina apenas comió, pues estaba tan cansada del mercado que se quedaba dormida. Manuel la volvió a coger en brazos y la llevaron al dormitorio. Caty le quitó la ropa y la metió entre las sábanas. Carina arropó a Rosi mientras cerraba los ojos, y sin darse cuenta se quedó dormida.

El teléfono en casa sonó con fuerza un par de horas después. Julia llamaba para saber de la pequeña. Apenas había pasado el primer mes de verano, pero a Caty le resultaba tan normal tenerla allí que le parecía llevar toda la vida con ella.

—Carina, ven al teléfono —gritó desde el recibidor—. ¡Es Julia!

Hacía pocos minutos que se había despertado de su siesta y aún estaba adormitada, pero al escuchar su nombre corrió al teléfono.

—¡Julia! —gritó eufórica mientras corría por el pasillo y le arrebataba el teléfono de las manos.

—Hola, caracolita, ¿cómo estás?, ¿te estás portando bien? —la dulce voz de Julia se escuchó al otro lado del aparato.

—Sí, me estoy portando muy bien —contestaba mientras deambulaba de un lado al otro del recibidor.

—Lo sé, tú eres mi pedacito de luna, igual de tranquila y bonita —le decía con voz tenue—. ¿Qué tal te lo estás pasando?

—Muy bien, he comido nube de azúcar.

—Querrás decir algodón de azúcar; no se lo digas a sor Vicenta o te hará rezar para que no se te piquen los dientes —se burlaba Julia mientras se reían.

—No se lo diré. ¿Cuándo vienes a verme? —masculló Carina.

—No puedo, caracolita, el pueblo de mis abuelos está muy lejos. Pero prometo que te llamaré todas las semanas, y en septiembre estaremos juntas otra vez.

—Está bien —dijo a baja voz mientras observaba las líneas que conformaban las losetas del suelo.

—¡Te quiero mucho, enana!

—Y yo a ti muchísimo, Julia —Carina se despidió de ella con la voz temblorosa.

Después de colgar el teléfono, se dirigió a la cocina arrastrando los pies y mirando al suelo con el rostro pálido. Al llegar vio que Manuel y Caty estaban sentados en la mesa de la cocina. Caty le ayudó a acomodarse en su silla y le ofreció un bocadillo de jamón y un zumo de naranja y fresa. Carina le dio un minúsculo bocado y bebió un sorbo de su zumo mientras ella preparaba café para ambos.

—¿Qué te pasa, Cari? —preguntó Caty.

—Julia no puede venir a verme —pudo decir apenas con una vocecilla entrecortada y débil. Bajó la mirada y dejó caer el bocadillo en el plato.

—No te preocupes. El verano pasará pronto y en septiembre la verás de nuevo —le murmuró acercándose a su cabeza para darle un beso. Deslizó sus dedos por su pelo suavemente para terminar en su espalda con una suave caricia—. Hoy iremos a jugar con Héctor.

Carina se levantó de la silla de un brinco con una sonrisa iluminada. Ella y Héctor se habían caído muy bien cuando fueron de visita a casa de Francisco y Marga; mientras los mayores tomaban café, ellos hablaban como patos y reían a carcajadas. Héctor le preguntó aquella tarde si iba a quedarse también en invierno para jugar y pasar las Navidades con él, pues siempre era el único niño entre todos los que se juntaban en esas fiestas. Las reuniones navideñas le resultaban aburridas sin nadie con quien jugar. Le fascinó la idea de tener este año alguien con quien jugar y, por qué no, quizás hacer alguna trastada. Le había contado a Carina que el año pasado echó espray de espuma de colores sobre las piernas de mamá cuando ella cocinaba su pavo y salió corriendo a esconderse. También le echó espray en el pelo a su tía María cuando se quedó dormida en el sofá. Carina y él se rieron toda la tarde de las anécdotas y trastadas que él le contaba, ella le explicaba cómo vivía con las monjas y lo feliz que se sentía con Caty y Manuel.

Clarice, Córdoba

—¿Qué buscas tan desesperadamente, Clarice? —preguntó Ángel, el administrativo del hospital.

—Nada importante, quería mirar un informe de un parto que atendí hace unos años —dijo sacudiendo las manos y colocándose el pelo detrás de la oreja.

—¿Por algo en especial?

—Te he dicho que no es nada importante, es personal —replicó ella.

—¡Está bien! Si necesitas ayuda avísame —dijo él alejándose de los archivadores.

—Sí, te avisaré. ¡Chao! —masculló ella esperando que se largara de la sala y la dejase en paz.

—¡Aquí no hay nada, mierda! —se decía para sí misma en voz alta mientras husmeaba entre un montón de carpetas de cartón—. Ángel, ¿dónde están los archivos de 1971 y 1972? —alzó la voz.

—Deben estar abajo, en los archivos generales —respondió él.

—¿Abajo? ¿Y eso por qué?

—Porque la Dirección nos ordenó no acumular archivos cerrados en esta sala. Es por tema de organización.

—Bien, ¡pues, déjame la llave! —alzó la mano para que se la diera.

—¡Dime qué vas a buscar!, sabes que solo puede ir el personal autorizado al archivo general —decía mientras sostenía las llaves en una mano.

—Ya te dije que es personal, ¡dame la llave y punto! —Su pie se movía pegando pequeños puntapiés en el suelo, su paciencia empezaba a menguarse.

—Te he dicho que solo puede ir personal autorizado, Clarice.

—¡Trae aquí! —Clarice le quitó las llaves de las manos en menos tiempo del que él pudo darse cuenta.

—¡Devuélvemelas! —dijo irritado mientras intentaba arrebatárselas de nuevo.

—Cuando encuentre lo que quiero, te las traigo. —Asintió con la cabeza.

Ángel dejó caer un largo suspiro, sabía que, si a Clarice se le metía algo en la cabeza, difícilmente nadie podría llevarle la contraria. Desistió de su intento por recuperar las llaves y se resignó a esperar que ella se las trajera pronto, antes de que alguien se diera cuenta y se viera envuelto en un problema.

Ella salió de la sala a toda prisa, cruzó el pasillo de las consultas de Medicina General distraída, esperando no tardar mucho en encontrar esos informes. Deseosa de encontrar algo que pudiera ayudarla a averiguar el paradero de la niña; una dirección, un teléfono, algún dato por insignificante que pudiera parecer, quizás a ella le sería útil, al menos eso creyó. En el fondo esperaba que no la hubieran adoptado. En su fantasiosa cabeza anhelaba que el tiempo se hubiera detenido y que la pequeña aún la estuviera esperando, estaba segura de que la conexión que se había creado años atrás siguiera viva de algún modo. Ese vínculo maternal que la mantuvo unida a ella durante sus primeros meses seguía vivo en ella, a pesar de que nadie la entendía no le importaba, era suficiente para ella, y con eso bastaba. Esperó que Ricardo deseara tanto como ella tenerla, pero la realidad le azotaba duramente cuando recordaba algunas palabras incomprendidas que él solía decirle. Después, terminaba abrazándola, jurándole que respetaría las decisiones que ella tomase y que estaría a su lado incondicionalmente.

Un escalofrío recorría su cuerpo al pensarlo, ¿seguiría en la ciudad?, ¿o quizás ya estaba lejos? Un sinfín de incógnitas redundaban en su cabeza, aquellas dudas parecían oprimirle el corazón. Entre pensamientos, dudas, temores y la ansiedad que todo eso le causaba, no se percató de la presencia de Ana en el pasillo.

—¡Clarice! ¿Tú que haces aquí hoy? ¿No es tu día de libre?

—Hola, Ana, necesitaba unas cosillas.

—¿Necesitas ayuda? ¿Qué tal está el Dr. Tejera?

—No, tranquila, ya casi lo tengo todo. Ricardo está de guardia hoy, ¿no lo has visto?

—No, hace más de una semana que no me lo cruzo —afirmó Ana extrañada.

—Está muy ocupado. ¡Ya sabes! En verano los críos siempre vienen con problemas de oídos —comentó Clarice—. Bueno, tengo que dejarte, hoy tengo muchas cosas que hacer.

—Me alegro de verte, disfruta el día.

Se despidieron y Clarice se apuró a seguir con lo suyo.

«¡Qué maldita llave será!», pensó mientras probaba una y otra. Cuando consiguió abrir encendió la luz cerrando la puerta tras de sí, esperando no tener más interrupciones. Se dispuso de inmediato a rebuscar entre los archivadores del año setenta y uno. No recordaba exactamente en qué mes nació, pero sabía que fue antes de verano porque recuerda que después se tomó unas «obligadas vacaciones» que, a decir verdad, le sentaron fenomenal. Aún recuerda esa sensación de paz y bienestar en la playa de Mallorca y esos paseos al atardecer. Las tardes noches de lectura sentada a la orilla del mar, con el sonido armonioso de las olas rompiendo con suavidad en la orilla. El recuerdo del sonido del mar la hacía sumergirse en un mundo propio, donde no había reglas ni tiempos; allí no necesitaba protegerse del mundo. Podía respirar el aire fresco que la rejuvenecía por dentro, su cuerpo entero absorbía una pureza que la hacía estremecer.

 

Más o menos recordaba que rondaría los meses entre febrero y mayo, así que, a tiro hecho, buscó entre esos archivos. Primero buscó el acta de nacimiento que ella misma certificó y firmó, debía de haber un centenar o más de informes que mirar; así que intentó tomarlo con calma y mirar uno a uno.

Ricardo estaba pasando consultas esa mañana. Después, pasaría por planta a ver dos postoperatorios antes de operar el oído de un niño. Esperó poder salir temprano, para pasar por comisaría a ver a un viejo amigo; no quiso avisarlo. Tenía una extraña sensación, quería ayudar a Clarice porque sabía que era muy importante para ella, y de cierta manera también para él. Pero la idea de lo que pudiera suceder lo inquietaba, sabía que adentrarse en esto supondría muchos conflictos y algunas lágrimas. Él sabía que Clarice lo convencería para adoptarla si aún nadie lo había hecho, y sabía que no habría forma humana de hacerla cambiar de opinión, él tampoco podría negarse. Intentaba asimilarlo y estar preparado para afrontar lo que surgiera. La noche anterior no pudo pensar en profundidad en ello, cayó como un tronco sobre la almohada, el cansancio hizo del él una persona incapaz de mantener los ojos abiertos por más de unos segundos, no notó a Clarice despierta y deambulando en ningún momento, simplemente cerró los ojos y acto seguido sonó la alarma que le avisaba que ya era de día.

Mientras pensaba en ello sonó el teléfono en la consulta de Ricardo.

—¿Cómo vas, has encontrado algo? —preguntó él tras contestar la llamada. Era Clarice.

—No, ¡aún no! ¿Ya terminaste con las consultas? —respondió ella.

—Sí, tengo media hora libre antes de ir a Pediatría, ¿te veo en la cafetería?

—Vale, cierro aquí y ya salgo, te veo en unos minutos.

Clarice dejó todo como estaba, se levantó de la silla y miró la mesa llena de papeleo, se llevó las manos a la cintura y suspiró. Apagó la luz y cerró la puerta con llave.

Cuando llegó a la cafetería de la planta baja, Ricardo la esperaba en la mesa del fondo, lejos del bullicio y la gente. Pidió dos cafés; uno solo para él y un capuchino con canela para ella. Cogió un sándwich vegetal para compartir y una botella de agua. Ella se sentó frente a él sin decir nada más que un hola y darle un beso. Dio un sorbo del espumoso café y notó que Ricardo apoyó su mano sobre su antebrazo acariciándola con suavidad; le sonrió y le ofreció la mitad del sándwich.

—Come un poco, esta mañana solo has tomado un té.

—Bueno, es que no me entraba nada esta mañana —se excusaba ella.

—¿Estás nerviosa?

—Un poco. —Bebió otro sorbo de café y bajó la mirada.

—Es normal, cariño, pero debes calmarte, no quiero que te obsesiones —la regañó cariñosamente.

—Sí, tranquilo. —Sonrió y le apartó un mechón del flequillo.

Él tomó su mano y se la besó con suavidad. Terminaron el café mientras hablaban de los planes de futuro. No habían tenido mucha oportunidad de meditar sobre lo que harían cuando tuvieran hijos. Eso lo tenían claro, querían tener una gran familia, una casa llena de hijos y envejecer viendo cómo su casa se llenaba de vida y alegría. El apartamento donde vivían no era muy grande, apenas había un solo dormitorio porque el pequeño era tan minúsculo que no servía sino para usarlo como vestidor. Ni siquiera tenían un hueco donde poner una mesa de escritorio y usarlo como despacho.

El descanso no dio para más, quedó inconclusa cualquier decisión respecto a su futuro. Terminaron el café y después regresaron a sus quehaceres. Él subió a planta a ver a sus niños, y se preparó para la operación. Clarice volvió a sus archivos y encontró varias actas de nacimiento de «Pacientes Desconocidas» que habían parido entre los meses de marzo y junio, solo dos de esos informes estaban firmados por ella: uno en marzo y otro en abril. Intentó hacer memoria de ambos partos, apoyada en el respaldo de la silla con un informe en cada mano. Los repasaba palabra por palabra, observando con minuciosa atención todo lo que en ellos había escrito y los comparó el uno con el otro. Casualmente los dos informes eran de niñas, se fijó en cada detalle; el peso y la talla, el día del alumbramiento, el médico y las enfermeras que atendieron esos días; todo lo que pudiera ayudarla a esclarecer su memoria. Pasó más de una hora observando dos trozos de papel que contenían la información que tanto necesitaba.

Esa mañana no logró recordar nada que pudiera aclararle cual de esas partidas de nacimiento era la correcta. Así que decidió fotocopiar ambos documentos y llevárselos a casa, quizás con un poco más de tiempo pudiera sacar algo en claro. De cualquier manera, los datos eran poco relevantes para darle cualquier pista sobre su paradero.

Después de fotocopiar los documentos siguió su búsqueda por los archivos de Pediatría, revisó los informes de ingresos en Pediatría, los de alta y cualquier papel que diera algún dato de la asistente que se hizo cargo del bebé.

Cuando menos lo esperó se había hecho la hora de regresar a casa, sabía que Ricardo ya había terminado de operar porque le mandó un mensaje con Ana para avisarla.

Colocó todo donde estaba, arrimó la silla a la mesa, apagó las luces y se marchó de la sala echando un último vistazo entre suspiros. Regresó al área de administración donde se encontraba Ángel y le devolvió las llaves, advirtiéndolo de que mañana volvería a los archivos y no dejaría de buscar hasta que encontrase lo que necesitaba. Así fuera a regañadientes de este.

—¡Me vas a meter en un problema, Clarice! —protestó Ángel guardando las llaves en su bolsillo. Ella lo miró fijamente sin mediar palabra y después se marchó a buscar a Ricardo. Él la esperaba en el aparcamiento con el coche en marcha y la ventanilla bajada. El calor de mediodía se colaba por las rendijas del automóvil inundándolo de un aire asfixiante y los rayos del sol calentaban el interior a través de los traslúcidos cristales. Ricardo la miró con aire impaciente cuando ella se sentó en el asiento del copiloto, esperaba tener buenas noticias. Ella enseguida interpretó aquella mirada y negó con la cabeza a modo de respuesta.

—No te preocupes. Seguiremos buscando —masculló él.

Sobre media tarde se presentaron en comisaría a visitar a Eduardo. Él, al verlos, temió que algo malo hubiera sucedido, pues Ricardo no solía presentarse allí para cualquier banalidad. Si estaba allí, debía ser sin duda por algo de mayor importancia. Eduardo se acercó a ellos enseguida.

—Hola, Ricardo. ¿Tú que haces por aquí?, ¿ha pasado algo?

—No, Edu. Tranquilo, solo queríamos hablar contigo de un asunto.

—Pasemos a la oficina. —Los guio hasta el final de un pasillo, entre el despacho del comisario y la sala de descanso—. Bien, sentaos y contadme —dijo mientras se sentaba en su silla frente al escritorio.

—Necesito tu ayuda para buscar a una niña —se apresuró a decir Clarice.

—¿Ha desaparecido? ¿Qué edad tiene? —Sacó un cuaderno de notas dispuesto a tomar apuntes.

—No ha desaparecido. Bueno, sí. No es exactamente eso —sus palabras se enredaban en sus labios temblorosos y su mirada se tornaba inquieta, explicar aquello le resultaba difícil.

—Vamos a ver, explicádmelo desde el principio. Porque hasta dónde yo sé vosotros no tenéis hijos. ¿De quién es la niña? —Se cruzó de brazos y echó para atrás su silla acomodando su espalda. Advirtió que iba a ser algo largo de explicar.

—Verás, Edu… —continuó Ricardo—. Clarice atendió un parto complicado hará unos 4 años, cree recordar que entre febrero y mayo. La niña pasó a un tutelar de menores, Clarice la cuidó durante meses y desde que se la llevaron no supimos más de ella.

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