La pequeña huérfana

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—Clari, sabes que llevo mucho tiempo enamorado de ti. Nunca te lo he dicho, pero siempre supe que en el fondo tú ya lo sabías —dijo él sincerándose—. Hoy ha sido una noche fabulosa, espero que mañana no te arrepientas.

—Es cierto que siempre intuí que sentías algo. —Ella lo miró a los ojos y puso sus manos en sus mejillas—. La verdad es que me daba miedo volver a sentir esto por alguien.

—¿Acaso sientes algo tú también?

—Hasta esta noche no estaba muy segura, no sabía si era cariño, amistad o algo más, solo sé que estoy segura de que mañana no me arrepentiré de esto.

Ella lo miró a los ojos, y a él le pareció sincera.

—Espero que no. Pero si necesitas tiempo para pensarlo… —Suspiró—. No tengo prisa, puedo esperar un tiempo. No hay que apresurarse.

—No me apresuro. Estoy muy a gusto contigo. Siento algo por ti y no quiero ignorarlo. Vamos con calma a ver qué sucede. ¿Te parece bien? —dijo Clarice decidida a intentarlo.

—Me parece perfecto.

Él la tomó entre sus brazos y volvió a besarla con más pasión que antes.

De camino a casa apenas hablaron, solo se miraban con los ojos brillantes y con cierta timidez, como dos chavales adolescentes y enamorados. Ella caminaba aún con su chaqueta puesta por encima de los hombros apoyada sobre él, mientras que él con un paso más firme la rodeaba con su brazo.

—¡Hemos llegado! Espero que te haya gustado la cena. ¿Quieres que mañana desayunemos juntos? —preguntó él mientras la cogía de las manos.

Ella asintió con la cabeza.

—¡Claro! Quedamos a las siete en la cafetería de Paul, la que está cerca del hospital. Así no se me hace tarde para la guardia.

—¡Perfecto! Entonces a las siete. —Tiró de ella para volver a besarla—. Hasta mañana. ¡Que descanses!

—Buenas noches, Riki. —Le sonrió.

Subió las escaleras cerrando tras de sí la puerta acristalada, él la observó a través de los cristales iluminados, observando cómo sus caderas se contoneaban al subir las escaleras.

La noche había sido fantástica, a Clarice le costaba conciliar el sueño, estaba ilusionada, emocionada, sentía un millón de mariposas revoloteando en su estómago. Abrazó su almohada con fuerza y pensó en él, hacía tiempo que no se sentía así; de hecho, no recordaba sentir mariposas en ningún momento de la relación con su anterior pareja. No conocía esa sensación de estar tontamente enamorada volando por las nubes. Siempre le había parecido algo surrealista e infantil cuando alguna de sus amigas le describía lo enamoradas que se sentían, ella retorcía el rostro.

Después de desayunar se dirigieron al hospital, entraron por separado pero no muy distantes el uno del otro, no querían dar de qué hablar, preferían aparentar normalidad. Su amor tan reciente y juvenil solo les concernía a ellos, de momento.

Clarice entró a la sala de enfermeras, se puso su bata apresurada, cogió los informes y se dirigió a maternidad. Como de costumbre, siempre iba acelerada por los pasillos, aunque esta vez con un brillo especial en la piel y una sonrisa disimulada en el rostro, sus ojos tenían ese brillo que solo se aprecia cuando tienes las endorfinas por las nubes.

—¡Buenos días, Clarice! Hoy me toca hacer visitas a las habitaciones contigo —dijo Paula, una residente de Pediatría.

—¡Hola, Paula! No te había visto. ¿Qué tal la mañana?

—Bien, hubo un ingreso anoche. Una mujer con embarazo gemelar —explicó mirando una carpeta mientras llegaban a Maternidad—. Esta mañana la han bajado a dilatación y motorización. Creo que ya van a nacer, pero… —Levantó la vista observando a Clarice distraída—. ¿Y a ti qué te pasa? Hoy estás muy contenta. —Se acercó a ella observando de cerca su rostro y sus ojos y frunciendo el ceño esperando una respuesta.

A ella le latió con fuerza el corazón, ¿cómo podía ser que lo notase? ¿acaso lo tenía escrito en la frente? Intentó disuadirse de su interrogatorio.

—¡A mí qué me va a pasar! Pues, nada nuevo, Paula. —Retiró la mirada y dejó caer sus hombros—. ¡Venga, déjate de preguntas tontas y pongámonos a trabajar!

—¡Ya! ¡Seguro! —Aquella respuesta parecía no convencerla del todo—. Está bien. Si no quieres contármelo, ya te lo sacaré con cucharilla si hace falta. —Se burló.

Justo antes de entrar a Maternidad, se cruzaron con el Dr. Tejera que se dirigía a Pediatría, iba a visitar a un niño de 8 años que operó hace 2 días de amígdalas. Cuando Clarice lo vio se le aceleró el corazón, las manos le temblaban.

Paula frunció el ceño.

—Buenos días, compañeras —esbozó él con una sonrisa, miró a Clarice unos segundos y después a Paula.

—¡Buenos días, Dr. Tejera! —contestó la residente—. Después le busco para ponerme al día con los postoperatorios de Pediatría. Cuando terminemos de visitar a las madres y Clarice ya no me necesite.

—¡Buenos días! —tardó en decir Clarice.

Le costaba disimular, al verlo las mariposas volvieron a invadir su estómago, y sus ojos se posaron en los suyos. Sintió que durante unos instantes se paró el tiempo, solo existían él y ella mirándose.

—¿Vamos, Clarice? —interrumpió Paula intentando descifrar qué pasaba entre ellos.

—¡Claro, vamos! ¡Adiós, Ricardo! —dijo Clarice alzando la mano para despedirse.

El esbozó una sonrisa y le guiñó un ojo aprovechando que Paula ojeaba la carpeta. Después, siguieron caminando por el pasillo.

—¿Qué ha sido? —preguntó dando un pequeño codazo a Clarice para que respondiera.

—¿Qué ha sido el qué, Paula? ¿De qué me hablas?

—¿Crees que no me he dado cuenta? Te has puesto hecha un manojo de nervios al ver al Dr. Tejera. —Paula se frenó en seco y la miró a los ojos—. ¡Os habéis quedado mirando como dos tontos! He tenido que interrumpiros. Ya me estaba asfixiando con tanto amor que había en el ambiente. —Se rio.

—¡Dices puras tonterías! —Clarice la apartó de su camino y siguió caminado por el pasillo de Maternidad.

—Sí, sí. ¡Tonterías! —masculló—. Eso es lo que no has querido contarme, ¿verdad? Te dije que te lo sacaría con cucharilla. ¡Y mira por dónde! No me ha hecho falta. ¡No sabes disimular, Clarice! —Rio de nuevo.

—Deja de decir estupideces y vamos. ¡Ya llegamos tarde!

—¡Está bien! —masculló—. Me parece muy bien que salgas con Ricardo, siempre sospeché que estaba enamorado de ti, pero eres tan reservada que…

—¡Paula, déjalo ya! ¡Céntrate! Recuerda que hoy soy tu superior. —Clarice se paró en seco frente a ella, mirándola con autoridad y poniendo punto final al interrogatorio.

—¡Está bien, ya me callo! —Levantó ligeramente los brazos e hizo un aspaviento hacia atrás mientras hacía un gesto con el rostro para darse por vencida.

Carina, Córdoba – marzo, 1973

Carina regresó a la Casa-Cuna después de los días que pasó en el hospital. Las cuidadoras están hasta arriba de trabajo, los tiempos son difíciles y parece que las adopciones no progresan. La escasez de recursos junto con la llegada de nuevos bebés hacía que el centro estuviera más lleno de niños que nunca, al borde del colapso. Aquella situación se desbordaba sin remedio. A las asistentes no le quedó más remedio que trasladar a los mayores a otros centros o internados.

Susana la llevó hasta un internado en las fuera de la ciudad —Montilla, un pequeño pueblo de la capital—, las monjas ya estaban avisadas, aunque no les hace gracia recibir una niña tan pequeña, no les quedó más remedio. De hecho, no aceptaban niñas menores de 6 años. Para ellas era la edad propicia para que las internas se valgan por sí mismas y comiencen su educación escolar. Durante el trayecto, Susana paró en otro centro de la capital, un hogar exclusivo para niños varones. No tardó mucho en bajar del coche a dos niños que apenas cumplían el año, un señor salió del centro, cogió a uno de ellos en brazos, mientras el otro lloraba en los brazos de Susana. Le entregó unas bolsas con las pertenencias de los niños y los dejó allí sin voltearse a mirarlos. Regresó rápidamente al coche, donde Carina permanecía dormida. Lo puso en marcha y condujo hasta Montilla.

Al llegar, aparcó frente a la puerta del colegio. Despertó a la niña, la sacó del coche y le dio la mano para que caminase con ella. Tocó el timbre, este sonó estruendoso.

—¿Quién es? —Se escuchó por el megafonillo que había al lado del portón.

—Buenos días, soy Susana de Servicios Sociales —anunció—. Traigo a la niña.

El portón se abrió y una monja le indicó que pasara.

—¡Buenos días! La estábamos esperando. Pase por aquí, la madre superiora la atenderá en un momento —la voz de la monja sonó fría.

La condujo por un pequeño pasillo hasta una sala de estar, el ambiente era frío y silencioso, se podía notar un olor peculiar; difícil de describir. Una mezcla de incienso y lejía, que le recordaba un poco al olor de las residencias de ancianos. El lugar resultaba estremecedor, sus paredes estaban llenas de cuadros oratorios en marcos anticuados.

—¡Buenos días! Soy la madre superiora; sor Vicenta.

Una monja rellenita y bajita, con aire autoritario, entró en la sala. Se mantenía cruzada de brazos, ocultando sus manos bajo las anchas mangas de su hábito, le cubría desde el cuello hasta los pies, ni siquiera se podían distinguir los zapatos. Una toga blanca le cubría la cabeza y parte de la cara hasta por encima de los hombros, sobre esta había un velo azul marino tan largo que se confundía con el hábito del mismo color, costaba diferenciar dónde acababa uno y empezaba el otro. De su cuello colgaba un rosario con una cruz.

—¡Buenos días, madre! Mi superior habló con usted hace unos días para informarle del ingreso de una niña.

 

—¿Esta es la niña? —preguntó mirando a Carina—. Debe ser un error. No recibimos niñas tan pequeñas, solo a partir de los 6 años que empieza la colegiatura.

—Pero, madre, mi superior ya la avisó de que la niña tenía menos de dos años. —Susana se molestó, sabía que la madre superiora estaba al tanto de la edad de la pequeña—. Es muy mayor para estar en nuestro centro. Tenemos muchos bebés y a los mayores tenemos que reubicarlos.

—¿Cómo es posible que no la hayan adoptado todavía? —Frunció el ceño.

—Ella fue adoptada una vez, pero regresó al centro por motivos que ahora no vienen al caso —respondió Susana indignada.

—Señorita Rodríguez, aquí somos muy estrictas con nuestras normas. Recibimos niñas que ya sean capaces de entender una orden o las normas del centro —esbozó—. Niñas que sean independientes para sus propios cuidados, no podemos hacernos cargo de un bebé.

—Entiendo sus normas, madre —masculló Susana—. Pero no podemos dejar a la niña en la calle, en el centro no hay sitio para ella ya. Llamaré a mi superior para que hable con usted.

Una monja que pasaba por el pasillo escuchó parte de la conversación, abrió la puerta que estaba entreabierta y las interrumpió.

—Madre, si usted lo permite yo me hago cargo de la niña. Prometo que no será una molestia para usted, yo seré responsable de ella —dijo la monja mientras miraba a Carina con ternura.

Sor Vicenta la miró sin mediar palabra, dudó unos segundos, suspiró mientras sacaba unos papeles de su escritorio y se los daba a Susana.

—Está bien, sor Ángela, llévatela. Espero que cumplas tu palabra, o de lo contrario esta niña tendrá que irse.

A Susana se le iluminó la cara y respiró con alivio mientras sonreía, tomó los documentos y firmó. Por un momento se había puesto en lo peor. ¿Qué iba a hacer con Carina si allí no la recibían?

Sor Ángela la tomó en brazos y cogió la mano de la niña para que se despidiera de Susana. Esta se despidió de ellas, dejando sobre el asiento un bolso de tela floreado con las pertenencias de la pequeña.

—Vendré a verla la próxima semana —dijo mientras cruzaba la puerta del despacho—. Haremos un seguimiento hasta que esté integrada en su colegio. Los Servicios Sociales pasaran una mensualidad acorde a lo establecido para cubrir los gastos.

—Sí. Su superior ya me lo comentó.

—No se preocupe, el Estado financiará su manutención. Espero que todo vaya bien, ojalá la adopten pronto. —Suspiró Susana.

Después le dio un beso a la pequeña.

Sor Ángela llevó a la niña al patio, la puso en el suelo y le dio la mano para que caminara. La llevó donde estaban los columpios para distraerla mientras Susana se marchaba. Caminaba despacio, era una niña muy tranquila, miraba todo a su alrededor mientras sor Ángela la ayudaba a subir al columpio. Todo le resultaba diferente a lo que había visto hasta ahora, no sabía dónde estaba, miró atónita a sor Ángela, hasta que un estruendoso ruido llamó su atención.

A su corta edad entendió que aquel portazo indicaba que se había quedado sola en ese lugar. Susana la había dejado allí y se había marchado. Escuchó la voz de sor Ángela mientras la tomaba de la mano.

—Vamos a merendar. ¡Ven conmigo! —masculló mientras ella la miraba sin entender lo que ocurría.

No lloró, agarró su mano en silencio y la siguió hasta una puerta metálica con cristales que había en un lateral del patio. Se adentraron en un comedor enorme con dos filas largas de mesas y muchas sillas a su alrededor. Eso le pareció enorme desde su pequeña estatura. Sor Ángela la cogió en brazos llevándola a la zona interior tras unas puertas. Allí había unas grandes neveras, abrió la puerta de una de ellas con una llave que sacó de su bolsillo y sacó un yogur de fresa, se lo ofreció a Carina preguntándole si lo quería y ella movió su cabeza.

—¡Qué niña más buena eres! —Se sorprendió la monja—. Vamos a ir a conocer a las demás niñas, a las profesoras y a visitar el colegio —le decía mientras terminaba de darle el yogur, a sabiendas de que Carina no entendería nada de lo que le estaba diciendo.

Rara vez lloraba. Pronto se corrió la voz entre las monjas de la integración de un bebé al colegio, eso era algo fuera de lo común, una novedad. Algunas monjas protestaron alegando que aquello les traería consecuencias, además de que interrumpiría el silencio del lugar y alteraría la disciplina del resto de internas. Otras, las más jóvenes, estaban entusiasmadas con su llegada, estas fueron apresuradas a conocer a la niña, intentando no correr por los pasillos. Acelerando el paso hasta llegar al patio central, donde se encontraba sor Ángela con las internas y la niña. Las internas estaban entusiasmadas de tener un bebé con ellas. Julia era la mayor, se ofreció a ayudar a sor Ángela con los cuidados de la pequeña.

—¿Podemos llamarla Lulú? —preguntó Anita de seis años, que hasta entonces era la más pequeña del centro.

—No, Ana. Ella ya tiene nombre, se llama Carina.

—Pero da igual, si no tiene padres podemos llamarla como queramos. A mí me gusta Evelin —dijo Carla, de ocho.

—No tiene padres como vosotras, pero ella ya tiene un nombre y no se lo vamos a cambiar. No es uno de vuestros muñecos, niñas —dijo la monja dejándolo claro para que no insistieran.

—¿No pretenderás que duerma con nosotras? Es un bebé y llorará —protestó Gema—. Además, habrá que cambiarle pañales. ¡No contéis conmigo!

—Tranquila, Gema, que no va a dormir contigo. Va a dormir conmigo, yo ayudaré a cuidar de ella —interrumpió Julia.

A Julia le conmovió que aquella niña tan pequeña no tuviera padres, no entendía cómo podían haberla abandonado. La miró con dulzura mientras la cogía en brazos.

Sor Ángela estuvo de acuerdo con Julia, le agradeció que quisiera ayudar con la niña.

No tardaron en aparecer algunas monjas en el patio que se acercaron a Carina con gestos muy cariñosos, echándoles los brazos para cogerla y mimarla.

Por la noche, se encargaron de bañarla y prepararle una papilla. La vistieron con un pijama color amarillo con pequeños dibujos de flores y animalitos, que traía en su bolsa. Julia dormía en una habitación separada del resto de las internas, era la única que tenía una habitación para ella sola. La habitación principal donde dormía el resto de las internas era tan grande que parecía una de esas barracas militares donde los soldados dormían apelotonados. Se encontraba en el segundo piso, había seis literas de hierro forjado vestidas con unas colchas color crema, flores azules y flecos en sus orillas. Las mayores dormían en las camas de arriba, mientras que las pequeñas descansaban en las de abajo. Sor Ángela les solía poner a la hora de dormir un casete de cuentos infantiles. Sacaba una cinta de su maletín rojo, la introducía en el radiocasete y lo ponía en marcha apagando las luces después.

Las habitaciones tenían taquillas independientes de hierro forjado pintadas de un azul viejo, donde apenas cabían algunas prendas de ropa colgadas de una pequeña barra, en la parte de abajo tenían un hueco donde meter, si acaso, dos pares de zapatos. La ropa interior la guardaban en un cajón de la mesita de noche que compartía con su compañera de litera. Sor Ángela dormía en una habitación al lado del baño común que compartían las internas. Su puerta siempre estaba cerrada con llave. Y no permitía que ninguna de las niñas curioseara lo que había dentro.

Ella era la encargada del cuidado de las internas, no era como el resto de las monjas, ella era cariñosa y buena, pero debía ser autoritaria para seguir la disciplina del centro. Su vestimenta impedía saber de qué color tenía el pelo ni cuán largo era, pero su rostro era delgado. Algunas internas aseguraban saber el color de su pelo, unas decían que tenía lo castaño igual que sus ojos y otras aseguraban que lo tenía negro. En alguna ocasión se pudo divisar un poco de la raíz del cabello cuando se le movía la toga, aunque con rapidez se la colocaba de nuevo. Lo único que sabían a ciencia cierta es que su pelo era oscuro. En aquel lugar, sor Ángela era la madre de todas las niñas.

A pocos metros del pasillo se encontraba otra habitación un poco más pequeña; allí dormía Julia, también dormiría Carina. Por las noches duerme de un tirón, rara vez se despierta, y si lo hace apenas hace ruido.

El patio era enorme, desde el centro se podía ver todo el colegio, algunas ventanas pertenecían a las aulas, otras a la zona donde vivían las internas y otras a las habitaciones de las monjas. Ellas tenían la obligación de barrer el patio varias veces en semana. La zona donde habitan las monjas estaba restringida. Sus puertas estaban cerradas con llave, a través del comedor, donde estaban las neveras había una puerta que daba al comedor de las monjas, y este a sus estancias. Esa zona era todo un misterio, ninguna niña había visitado aquella zona del centro. Solo sabían que cada monja tenía su propia habitación con baño incluido, se murmuraba que tenían señoras que limpiaban sus habitaciones, las zonas comunes y les hacían la colada. También oyeron que una cocinera particular les preparaba los platos más deliciosos.

Las niñas tenían tareas diarias que ninguna podía eludir. Ni siquiera la más pequeña, Anita. A su corta edad se bañaba y se vestía sola, hacía su cama y ayudaba en el comedor a poner y quitar la mesa. Dependiendo de la edad las tareas eran más duras, nadie se libraba ni se ayudaban.

Rezar era otra cosa que estaba a la orden del día, rezaban más veces de las que respiraban o comían. Por la mañana, sobre las seis, sor Ángela encendía la luz de la habitación sin pensarlo, con brusquedad levantaba todas las persianas de los ventanales sin preocuparse de no hacer ruido; por el contrario, lo hacía con el mayor ruido posible para despertarlas.

—¡Arriba! ¡A levantarse! —gritaba—. En quince minutos os quiero en el comedor para desayunar.

Después se marchaba sin darles oportunidad de protestar. Cualquier similitud con una dictadura militar era pura coincidencia.

Efectivamente, tenían solo quince minutos para levantarse, asearse, vestirse, hacer su cama y dejar todas sus cosas recogidas. Si las monjas llegaban al comedor a servir el desayuno y no estaban sentadas en la mesa, como castigo disciplinario las dejaban sin desayunar. Rezar antes y después de comer era obligatorio. Antes de tocar los cubiertos debían hacer sus oraciones.

Sor Ángela disponía en la mesa vasos de leche tibia frente a cada niña, una rebanada de pan al lado y el cacao en polvo en el centro de la mesa a disposición de todas. Algunos días solían cambiar la rebanada de pan por un pequeño montón de galletas. Estos eran los días preferidos de las internas.

Antes de marcharse a las clases recogían la mesa limpiándola después con un paño humedecido, lavaban y secaban los platos, vasos y cubiertos. Las mayores barrían el suelo y subían las sillas a la mesa. Las monjas solían decir que mantener el lugar limpio era tarea de ellas, que eran quienes lo ensuciaban. Hacían mucho hincapié en la limpieza y el orden, si algo quedaba fuera de lugar era motivo de castigo.

Susana visitó a Carina en varias ocasiones. En su última visita informó al colegio que había una acogida temporal para la pequeña en los meses de verano. Había pasado bastante tiempo desde que la dejó allí, el próximo mes cumpliría tres años. La primavera hacía sus primeras apariciones en el mes de abril, dejando paso al verano en pocos meses. Las niñas regresarían con sus familias en vacaciones, igual que lo hacían los fines de semana o los días festivos. El año pasado Carina permaneció en el colegio, al cuidado de sor Ángela.

—El Sr. Martínez y la Sra. Ruiz se han ofrecido a acoger a la pequeña durante el verano —explicaba Susana a la madre superiora—. Ellos son colaboradores en la asociación NICEM, Niños Contra el Mundo. En otras ocasiones han visitado hogares infantiles, han recolectado ropa y alimentos para los centros. Son personas de mi total confianza.

—Confío en sus palabras, señorita Rodríguez —mascullaba sor Vicenta.

—¿Estará bien, verdad? ¿Volverá con nosotras en septiembre? —interrumpía sor Ángela.

Estaba un tanto aterrada por la idea de que decidieran adoptarla, sabía que era lo mejor que podía sucederle, pero le había cogido tanto cariño que no pudo evitar sentir cierto egoísmo. La idea de pasar varios meses sin ella la estremeció. Su corazón se vaciaba con la misma rapidez que se llenó el día que la vio por primera vez. Nunca pensó tener un bebé en los brazos, mucho menos quererla como a una hija. Sin embargo, la llegada de Carina rompió sus esquemas, haciendo florecer en ella su lado más maternal, aquel que creyó no poseer nunca.

 

—Hermana, le doy mi palabra de que Carina estará en muy buenas manos —dijo Susana mirando a sor Ángela, mientras se alongaba un poco hacia adelante. Posó su mano encima de la suya, con la esperanza de que aquel gesto y aquellas palabras mitigaran su preocupación.

—Bien. ¡Todo arreglado! ¿Cuándo vienen a por ella? —Se impacientó la madre superiora. A pesar de que había visto a Carina en contadas ocasiones, seguía en desacuerdo con tenerla bajo su techo—. Recuerde que el colegio cierra al público el día 22 de junio. Ese es el día en que las niñas deben marcharse con sus familiares.

—Me pondré en contacto una semana antes. No se preocupe.

Sor Vicenta asintió, y Susana se marchó del despacho, dejando a sor Ángela bajo la atenta mirada de su superiora. Ella se marchó también, antes de que esta pudiera recordarle las normas del centro y los votos que había jurado cuando le entregaron los hábitos.

El verano pasó sin mayor complicación. Carina pudo disfrutar del calor de un hogar, de la comodidad de una habitación exclusivamente para ella y de los días de sol en la piscina del club al que pertenecía la familia de acogida. En septiembre regresó al internado, bajo el calor de los brazos de Julia y sor Ángela. Empezó sus primeras clases en las aulas de infantil, donde por primera vez los niños que la rodeaban no eran las internas con las que convivía, sino niños de su misma edad.

Clarice, Córdoba – verano de 1974

Los años parecen desvanecerse tan rápido como las hojarascas llevadas por el viento del otoño. Clarice y Ricardo mantenían una relación tan natural y perfecta que parecía sacada de una película de los años cincuenta, de esas que ponen en CANAL7 los viernes por la noche. Cuando el sofocante calor del verano incitaba a abrir todas las puertas y ventanas de la casa. Los viernes solían acurrucarse en el sofá a ver una película mientras comían palomitas de mantequilla y preparaban esas bebidas en polvo que venían en sobres con grandes letras, «Tang de naranja», «Tang de limón». Las mezclaban con agua fría y azúcar en verano eran la bebida de moda, aquella que podías encontrar en cualquier hogar. La vida hogareña es un pequeño refugio donde Clarice se evade de la rutina del trabajo. El único lugar donde puede distraerse y olvidarse de aquello que la atormenta.

Sus días en el hospital no han vuelto a ser lo mismo desde aquellas vacaciones. A decir verdad, desde que por segunda vez volvió a perderla. No habla de ella por el temor a que la llamen loca, desquiciada o, peor aún, la manden a Psiquiatría alegando que tiene un problema mental.

—Hola, Clari, ¿terminas el turno? —dijo Ricardo entrando a la sala de enfermeras.

—¡Sí! Le cambio la vía a una paciente de Paritorio, firmo unos papeles y ya podré irme.

—¿Tardarás?

—Dame 20 minutos.

—¡Te espero! Voy a guardar unos informes, a cerrar la consulta y regreso a buscarte.

—¡Mejor te espero fuera! —respondió dejando los informes sobre la mesa y dando un sorbo a su taza de café.

Él asintió acercándose a ella, le dio un beso y después se marchó dejándola sola sentada frente a un montón de historiales.

Clarice lo esperaba en los aparcamientos acomodada en el capó del coche. Se ajustó su chaqueta al notar cierta humedad en la noche. Ricardo no tardó ni cinco minutos en salir. Se montaron en el coche, puso el motor en marcha y encendió la radio. Clarice subió un poco el volumen al escuchar las baladas, él la miró sonriendo, tenía los ojos cerrados y murmuraba la letra. No pudo evitar sentir que aquella imagen de ella lo llenaba de amor y ternura. Después abrió los ojos y se percató de que la miraba; se rio.

—¿Te apetece cenar comida china? —preguntó él.

—No mucho —se regañó—. ¿Qué tal un italiano?

—No sé. Podemos comprar esos rollitos grandes que tanto te gustan de camino a casa. ¿Cómo se llamaban?

—¿Kebab?

—¿Qué? —Ricardo frunció el ceño, no había entendido ni una sola sílaba.

—KE - BAB —se burló ella.

—¡Pues, eso! —Guiñó un ojo—. Están ricos.

—Perfecto, ¡kebab entonces!

Ricardo dobló la esquina en la calle Portillo y estacionó el coche frente a un conjunto de cafeterías. Ordenaron unos kebabs con extra de salsa, unas patatas especiadas con queso gratinado y un par de Coca-Cola.

Por la mañana tardaron en despertarse, no había prisa. Ambos tenían el día libre, se las apañaban para coincidir y pasar más tiempo juntos. Remolonearon entre las sábanas, hicieron el amor y se observaron acaramelados sin decir nada. Después salieron a desayunar fuera y pasearon por el parque de los Jardines de la Merced. Observaron su fuente escultural rodeada de rosales y arbustos, sus jardines estaban rodeados de árboles que daban sombra a los rincones del lugar. Después se tumbaron en el césped observando la naturaleza, escuchando el canto de los pájaros y las risas de los niños. El aire de paz que se respiraba en el lugar invitaba a cerrar los ojos y disfrutar de los relajantes sonidos de la naturaleza. Era el lugar perfecto para relajarse y quizás leer un buen libro. Incluso estudiar.

Los días pasaban y, con ellos, la vida. Clarice sentía un vacío que la abrumaba en su interior. Sonreía ante la gente, mientras se preguntaba a sí misma qué le hacía falta para llenar ese vacío inexplicable. Ni ella misma lo entendía, buscaba respuestas sin resultado, meditaba sobre lo que acontecía en su vida, observando que lo tenía todo: un buen trabajo donde era respetada y querida, una familia que la adoraba, buenos amigos, una vida tranquila, y Ricardo. Ricardo era para ella un remanso de paz para su atormentada cabeza. Algo más que una simple pareja o un simple amor. Él era todo lo que nunca se atrevió a pedir de la vida pero que tanta falta le hacía. Llegó sin buscarlo, y fue lo mejor que la había pasado.

Capítulo 2

Carina, Montilla – 1975.

—Abre la boca, ¡ahí va el avión! —Sor Ángela sujetaba un tenedor con un trozo de tarta de galleta y chocolate que ella misma había preparado.

Carina cumplía los 4 años, era fin de semana y el colegio estaba solitario, las niñas se habían ido a pasar los días con sus familias, mientras que Carina permanecía en el internado a solas con sor Ángela. A un lado del patio junto a las columnas y frente a la puerta del cuarto de juegos, se encontraba sor Ángela sentada en una silla de hierro forjado, de una de las aulas de primaria. En una mano sujetaba un plato con una porción de la tarta y el tenedor en la otra, frente a ella, se encontraba Carina sentada en una silla de paseo con el cinturón puesto. Julia las acompañaba, por nada del mundo quería faltar al cumpleaños, más aun sabiendo que nadie más estaría presente, aunque eso a ella no le importaba, le bastaba con estar presente.

—¡Muy bien! —Aplaudía Julia—. ¡Está rico, eh!

—¡Ahora, vamos a abrir tu regalo! —dijo sor Ángela sacando un colorido paquete de detrás de la silla.

—Venga, te ayudo a abrirlo. —Julia se agachó frente a ella—. ¡Vamos a ver qué hay dentro!

Carina asintió con la cabeza sonriendo. No hablaba mucho, solía ser una niña muy callada. Cuando Julia rasgó el papel del regalo, Carina vio una muñeca de trapo con largas trenzas. La cogió en brazos y la apretó contra ella.

—¡Mira qué bonita es! Con sus trenzas rojizas y el vestidito de cuadros. —Sor Ángela la miraba sonriendo—. ¿Te gusta la muñeca, Carina?

—¡Sí! —masculló ella—. ¡Es mía!

—Sí, es tuya. Es para ti y dormirá contigo.

—Rosi dormirá conmigo. —Asintió abrazándola con fuerza.

Desde aquel verano en el que se fue de acogida unos meses, no volvió a salir del colegio. Es la única interna que permanecía toda la temporada en el colegio, incluidos los fines de semana y vacaciones. En una ocasión Julia se la llevó al pueblo con sus padres el fin de semana, pero sor Vicenta no le permitió llevársela más veces, era una responsabilidad y no quería tener consecuencias. Se había convertido en una niña muy especial y no solo por el hecho de no tener padres y vivir permanentemente en el colegio. Sino por la dulzura que desprendía, era una niña tranquila, obediente y siempre hacía lo que se le pedía sin protestar.