La pequeña huérfana

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

No. No era tan sencillo como parecía, aunque pudo serlo si la burocracia no fuera tan estricta en el tema de las adopciones. Por desgracia, la sociedad prefería amontonar niños en un orfanato, a la espera de ir de casa en casa de acogida. Algunos quizás nunca serían adoptados, y posiblemente acabarían con una personalidad conflictiva que los llevaría a tener una vida desgraciada.

—¡Buenos días! —exclamó aquella mujer trajeada con falda de media pierna y chaqueta oscura—. ¡Es hora de llevármela! —extendió los brazos.

Clarice la observó sin musitar ni una palabra. Se balanceaba con la pequeña en brazos mientras requisaba las fracciones de quien había venido a llevársela. Observó en ella un rostro adusto e impaciente. No mostraba ni pizca de compasión. Quizás para aquella mujer fuera muy fácil desprenderse de niños como quien se desprende de ropa vieja y usada con facilidad. Ella estaba acostumbrada a los vaivenes de niños abandonados por sus padres, huérfanos tratados como despojos de la sociedad. Las sobras de deshechos humanos que ni sus propias familias quieren. Clarice sabía que detrás de esa «apariencia social» el trato a los huérfanos no era ni remotamente aceptable. Muchos matrimonios solo adoptaban o acogían por las ayudas que el Gobierno les ofrecía. Aparentando un profundo amor de padres cuando las asistentes visitaban sus hogares. Lo cierto es que la mayoría de los huérfanos estaban predestinados a sufrir toda su vida.

Clarice miró los grisáceos ojos de la pequeña y no pudo evitar derramar una lágrima. ¿Por qué debía permitir que a ella le sucediera lo mismo? Se juró que haría lo que estuviera a su alcance por impedirlo.

—¿Podré visitarla? —preguntó mientras se levantaba del sillón, sosteniéndola en brazos.

—Me temo que no será posible.

Susana la cogió mientras Clarice la miró boquiabierta. ¿Tampoco podría visitarla?

—El procedimiento es muy claro en estos casos.

—¿El procedimiento? —Frunció el ceño—. Explíquese.

—Se rompen los lazos con todo su pasado para procurarle los menos traumas posibles. De este modo podrán adaptarse con mayor facilidad a un nuevo hogar.

—¿Qué pasado? ¡Aún no tiene ni tres meses! — refunfuñó—. ¿Qué puedo hacer para adoptarla?

—¿Usted? ¿Quiere adoptarla? —Rio.

Clarice la miró enfurecida, deseaba arrancarle a la pequeña de sus brazos. ¿Cómo podía ser tan frívola? Pero sabía que si hacía eso podría perjudicarla.

—Ya me advirtieron de esto —masculló la mujer mientras cruzaba sus brazos—. Se ha encariñado demasiado con la niña.

—¿Hay algo de malo en ello?

—Verá, señorita Molina. Desconozco cuál ha sido el motivo por el que se ha encariñado tanto con ella. Pero tengo entendido que usted no está casada. Como ya sabrá solo se dan niños en adopciones a matrimonios que tengan un hogar apropiado y puedan sustentarla económicamente sin problemas.

—Eso es una tontería. Yo la cuidaré mucho mejor. Estoy segura de ello —añadió ofuscada—. ¡Por supuesto que puedo mantenerla!

—No lo dudo. Pero es la ley y hay que cumplirla.

Susana se dio media vuelta con la pequeña en brazos, dejando a Clarice al borde del colapso. Finalizando la conversación sin dejarle la oportunidad de pronunciar una sola palabra más.

Clarice se despidió de la niña a lo lejos, mientras sus ojos se inundaban de lágrimas, con la voz entrecortada y temblorosa. La angustia le sacudió el cuerpo dejándola paralizada, mirando cómo la pequeña se alejaba en otros brazos para no volver a verla nunca más. Se encogió de hombros cruzando sus brazos delante de su pecho, intentando ser fuerte, sabía que tenía que ser así y que no podría hacer nada para cambiar la situación. Maldijo las palabras de Susana, la maldijo a ella y a todo el sistema.

Las siguientes semanas fueron tan duras para ella que no logró centrarse en su trabajo, y fuera de este su único pensamiento era el bebé. La dirección del hospital decidió darle vacaciones, sabían que necesitaba recomponerse y aclarar su vida. En un primer intento, ella las rechazó, ella quería seguir trabajando. El director se recostó en el respaldo de su sillón: «No es una opción. Cógelas y soluciona tus asuntos, cuando regreses espero que tus ánimos hayan mejorado y trabajes como siempre», dijo. Lo miró con detenimiento y se dio cuenta de que era eso o perder el trabajo, así que asintió y firmó el parte.

Córdoba – julio, 1971

En el orfanato todo transcurría con aparente normalidad, las familias de acogida visitaban el centro una vez por quincena para familiarizarse con los niños y adaptarse al proceso, mientras que otros matrimonios los visitaban buscando enamorarse de alguno de ellos. Una de las cuidadoras llamó Carina a la pequeña huérfana, porque significaba amada, y eso es lo que esperaba de la vida para ella, que fuera una niña querida y amada por quienes decidieran adoptarla. Carina crecía bajo el cuidado de las asistentas del centro, siendo ella la más pequeña en ese momento. La pequeña convivía con siete bebés más con los que compartía habitación y ropa.

Un bebé de cinco meses a cuya madre toxicómana le fue retirada la custodia. Otro niño de ocho meses que llegó al centro por maltratos después de que una vecina avisara a la policía; aquella noche el niño lloraba más de la cuenta y se escuchaban gritos, ruidos fuertes y cristales rotos, la policía encontró al pequeño con golpes en la cara, en el brazo y en el costado, su padre estaba borracho y la madre inconsciente en el suelo tras ser brutalmente golpeada por su marido. Ella quedó ingresada en un coma del que aún no salía. El bebé estuvo casi 15 días ingresado por las lesiones y con el brazo escayolado por una fractura que le ocasionó su padre. Según las declaraciones: le pegó para callarlo. Porque no dejaba de llorar mientras este golpeaba a su madre.

Había otro caso en el que una niña de 15 años quedó embarazada y sus padres la obligaron a dar al bebé en adopción. La hija era una niña de 7 meses que compartía cuna al lado de la de Carina.

El centro en realidad era una vieja casa del siglo xix reformada por el Estado y adaptada para ser habilitada como orfanato neonatal. La Casa-Cuna, llamada así popularmente, aún conservaba unas losetas hidráulicas que conformaban un azulado mosaico que revestían todo el suelo, parecía una gigantesca alfombra que alguien había dibujado en el suelo a propósito. Las paredes estaban cubiertas de un gotelé avainillado del que colgaban cuadros de colores pintorescos. Las ventanas de cristales cuadriculados lucían un marco de madera que había sido lijado a conciencia, para después envejecerlo con un tinte ébano que combinaba con las grotescas puertas oscuras a la perfección.

*****

Clarice se dirigió a su taquilla, recogió algunas prendas y enseres de higiene que guardaba allí. Se cambió de ropa recogiéndose el pelo en un despeinado moño, y cerró la puerta tras de sí atravesando el pasillo que cruzaba por pediatría. Se detuvo unos instantes delante de las puertas que separaban aquella zona y su cuerpo se estremeció. Continuó su paso mientras el pasillo parecía hacerse más largo cada vez que intentaba avanzar, las paredes, puertas y ventanas se distorsionaban, el aire se sentía opresivo dentro de sus pulmones haciéndola desvanecerse. Una voz gentil y conocida se le acercó mientras la agarraba del brazo.

—¡Clarice! ¿Estás bien? He oído que coges unas semanas de vacaciones —dijo Ricardo.

—Sí. Necesito arreglar unos asuntos.

—¿Esos asuntos tienen algo que ver con lo ocurrido hace unas semanas? —Levantó la ceja—. Sabes que si puedo ayudar en algo…

—Tranquilo. Estaré bien —aseguró ella con una sonrisa forzada—. Te veré a la vuelta, Riki.

La relación entre el Dr. Tejera —otorrino infantil— y Clarice sobrepasaba de cierta manera lo profesional. A pesar de que su «amistad» nunca había traspasado las puertas del hospital, ellos tenían una conexión innata desde el momento en el que él llegó al centro. Él era correcto, educado y muy trabajador. Rara vez se veía involucrado en asuntos que no fueran meramente profesionales. De hecho, el personal desconocía su vida fuera de aquellas paredes, no dejaba que nadie tomase confianzas que él no le hubiera atribuido. Salvo a Clarice, a ella le podía consentir cualquier cosa. Pero sabía que ella jamás tomaría confianzas que no se le hubieran dado. Era una mujer de valores anticuados, su educación muy bien conservada había sido inculcada a conciencia para que fuera una mujer decente y trabajadora. Toda una mujer de los pies a la cabeza, al menos así la veía él. Aquello causaba en Ricardo algo más que admiración. Ella lo intuía, pero después de sus últimas relaciones no tenía intención de complicarse más la vida.

—¡No me convence en absoluto! —afirmó Ricardo mientras la miraba dubitativo.

—¡Está bien! No puedo mentirte. —Agachó la cabeza dejando caer los hombros—. Estoy mal por lo de la niña y me siento agobiada, no puedo centrarme y Dirección a decidido que necesito vacaciones y terapia. Accedí a las vacaciones, pero desde luego no pienso ir a terapia. No estoy depresiva, es solo…

—¡No me digas más! —interrumpió poniendo su mano en su brazo—. Esta noche cenamos y los hablamos. Para eso estamos los amigos.

—De acuerdo, te acepto la cena. Pero déjate de terapias conmigo y solo sé mi amigo.

—Nada de dramas. ¡Lo prometo!

Clarice frotaba la mano contra su hombro mientras sus labios dibujan una tímida sonrisa. Él le guiñó un ojo, después besó su mejilla.

A las diez y cuarto de la noche sonó el timbre de la puerta. Riki la esperaba ansioso, se vistió con aire informal, aunque algo más elegante que de costumbre. Llevaba unos ajustados vaqueros, unas botas de piel marrón oscuro que se compró el año pasado y solo se había puesto en dos ocasiones, tres con esta; una camisa negra ceñida que marcaba su musculoso torso a la perfección, para después cubrir sus hombros con esa chaqueta de cuero negra que le daba un toque gamberro. Peinó su pelo con un tupé muy natural que combinaba con las finas monturas de sus gafas.

 

—¡Hola, Riki! Entra, no tardo nada —dijo ella al abrir la puerta. Después se marchó a la habitación para terminar de retocarse, dejándolo solo en el salón.

—¿Vamos al bar de tapas de la plaza? Me muero de hambre —dijo él mientras se sentaba en el sillón, admirando aquella casa por primera vez—. Podemos tomar unas copas y picar algo; hacen unas tapas buenísimas.

—Sí, ¡perfecto! —afirmó alzando un poco la voz desde el baño.

Salió pocos minutos después, embriagando toda la sala con su perfume. Se apresuró a buscar su bolso, sin percatarse de que Ricardo se quedó hipnotizado mirando sus curvas, sus largas y esbeltas piernas estaban cubiertas con medias negras transparentes para terminar en unos elegantes zapatos de tacón. No eran nada escandalosos, pero resaltaban aún más sus piernas. Sus caderas se escondían en una ajustada falda negra. Ricardo subió la mirada por su contoneada figura, observando una camisa blanca de mangas largas y puños fruncidos. La holgura del tejido quedaba fajada por dentro de la falda, como si de una ejecutiva se tratase. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado hasta la altura del canalillo. Riki se levantó para ayudarla a buscar el bolso, esperando que ella no se hubiera percatado de nada.

—¡Aquí está! —Resopló mientras guardaba las llaves dentro del bolso—. Ya podemos irnos, Riki.

—Bien, vámonos. ¡Estás muy guapa!

Ella le sonrió y salió sin decir nada.

La noche estaba despejada y la temperatura rondaba los diecisiete grados. El local estaba atestado de gente, pero se respiraba un ambiente acogedor a pesar de la muchedumbre. Se sentaron en una mesa y pidieron algo de beber.

—¿Ya has pensado qué vas a hacer en tus vacaciones? —preguntó Ricardo mientras se apartaba un poco para que la camarera sirviera las bebidas.

—¡Aún no! Pero me gustaría visitar algún lugar que aún no conozca.

—¿Has estado alguna vez en Mallorca? —Tomó un trago de la copa—. Tiene unas playas espectaculares. Estuve hace algunos años y me enamoré del lugar.

—He visto algunas fotos —dijo ella mientras lo miraba a los ojos—. Es un lugar precioso, sin duda.

—Si te decides a visitarlo, no dejes de ir a la cala Millor, ¡te encantará!

—¡Es una posibilidad! —Rio.

Pasaron la noche entre charlas y risas. Ricardo insistió en que le contase qué le había pasado con la niña, ¿por qué le había afectado tanto? Ella se sinceró con él, le contó de su embarazo hacía algunos años y de la pérdida. Él la tomó de las manos acariciándolas, le aseguró que en él podía confiar, que estaría ahí siempre que lo necesitara. Ella suspiró aliviada, él la hacía sentir segura y reconfortada, de una manera que hasta ahora no conocía. Después cambiaron de tema, hacía largas semanas que Clarice no se reía de aquella manera. Pasearon durante largo tiempo entre la oscuridad de las calles, alejados del ruido de la gente, mientras contemplaban las luminosas estrellas que resplandecían el oscuro cielo. Contándose cosas de su infancia y sus vivencias.

Cuando él la dejó en la puerta de su casa, se despidió con un dulce beso en la mejilla, ansioso de atreverse a más. Ella se despidió acariciando con los dedos la barba rasurada de su mentón. Se contemplaron unos instantes, con una mirada profunda, sin atreverse a decir ni una sola palabra de las que pasaban por sus mentes. Él regresó al coche, sintiendo las palpitaciones con fuerza debajo de su chaqueta. Encendió el motor y se alejó por el asfalto.

Clarice no lo pensó mucho a la hora de decidir el lugar de sus vacaciones, se dejó llevar por las recomendaciones de Ricardo. En realidad, le daba igual el sitio, lo único que necesitaba era despejar la cabeza y olvidarse de todo. A menudo pensaba en la niña y se preguntaba si ya la habían adoptado, en cómo se llamaría, o si estaría bien. Intentaba no pensar en ello y distraerse ocupando su tiempo en visitar la zona. Pero en los momentos de soledad no podía evitar recordarla.

En las tardes solía pasear por la playa, admirando en silencio la arena y el mar, sumergida en sus pensamientos. En las tardes solía sentarse a pocos metros de la orilla con un libro en las manos, pasando las páginas mientras se mantenía sumergida en la lectura hasta que el sol se pusiera y la claridad del lugar se desvaneciera dando paso al tenue resplandor de la luna. Aquella tarde ella llevaba un vestido largo de color crema con flores azules y blancas, caminaba descalza con las chanclas en una mano y el libro en la otra. Observaba la puesta de sol, pensó en Ricardo, aquel viaje la hizo pensar mucho en él, se planteó si quizás no estaba siendo demasiado cobarde para dejar que entrase en su corazón. Hasta ahora no se había detenido a pensar en lo mucho que le atraía, él era el hombre perfecto para ella. No solo por su físico, que a primera vista era el deseo de cualquier mujer, al margen de eso, la personalidad de Ricardo la atrapaba por completo, era un hombre intelectual, misterioso, cordial. ¿Qué más podía pedir?

No se atrevía a lanzarse a sus brazos, le resultaba más fácil pensar que era una situación complicada y que era mejor ignorar esos pensamientos. Cada vez que su imaginación la dejaba ensimismarse en una relación con Ricardo, el recuerdo de su ex se interponía en su cabeza como un flashback. Eso la aturdía, no quería que se repitiera la misma historia, todas sus parejas anteriores aparentaban ser los hombres perfectos pero resultaban no serlo en absoluto.

Carina, Córdoba – octubre, 1971

Carina cumplía seis meses. Su estancia en el centro hizo que se ganara el corazón de las cuidadoras, era muy risueña. Pronto recibiría la visita de un matrimonio que se había interesado en ella, eran gente sencilla. Después de tres años de matrimonio en los cuales no habían podido concebir por razones que aún desconocían, se habían decidido a adoptar. En cuanto la vieron, supieron de inmediato que ella era el bebé que tanto habían deseado. Años atrás perdieron un bebé de seis semanas tras una fecundación in vitro. No quisieron volver a intentarlo, aquello les causó un gran dolor durante mucho tiempo. Hasta que de casualidad una conocida les habló del orfanato y, tras dudarlo en varias ocasiones, lo visitaron. Él trabajaba en una tienda de náutica y ella llevaba varios años trabajando en un colegio de primaria. Aquello los hacía candidatos perfectos para la adopción.

—¡Buenos días! Soy la directora del centro infantil, me avisaron que hoy llegaban para visitar a la pequeña Carina. —La directora los recibió alargando la mano mientras los invitaba a pasar al despacho.

—¡Buenos días! Sí, hoy teníamos cita con usted y la señorita Susana. Habíamos quedado en visitar a la niña —respondió la mujer—. Llevamos un tiempo en la lista, y hace unos días nos avisaron de que podríamos ser candidatos a la adopción. Hoy por fin podremos conocerla.

—Bien, os veo entusiasmados. Pasen al despacho, en breve llegará la asistente y comenzaremos la visita. Mientras, necesito algunos datos.

Los invitó a sentarse, cerrando la puerta tras ellos, y les dio unos formularios mientras esperaban a Susana.

En la habitación contigua una cuidadora daba de comer a la pequeña mientras la sostenía en su regazo. Susana no tardó en hacer acto de presencia, tocó ligeramente la puerta, después entró con su carpeta en las manos. Saludó con cordialidad al matrimonio mientras la directora indicaba a los futuros padres que era el momento de conocer a la niña. Ambos se miraron con los rostros sobrecogidos, recogieron los papeles que la directora les había puesto sobre la mesa y salieron hacia el pasillo. Susana iba por delante de ellos, se detuvo en una puerta a escasos metros de la del despacho, la abrió y les indicó pasar.

Al entrar se acercaron a la cuidadora que la sostenía en brazos, esta levantó a la niña ofreciéndosela. La mujer no dudó en cogerla entre sus brazos, colmándola de besos mientras que su marido acariciaba la espalda del bebé. Sus ojos se aguaron.

Ese mismo día se la llevaron a casa, a una habitación decorada desde hacía meses a la espera de un bebé en adopción. Aquella casa era ahora su hogar, donde crecer como cualquier otra niña normal en los cálidos brazos de unos padres amorosos. Tendría una familia y con suerte nunca se enteraría de que era adoptada. Aquel matrimonio siempre tuvo claro que nunca se lo diría.

Carina crecía feliz, querida por su nueva familia, su madre hacía pocos días que se había enterado de que estaba embarazada de unas pocas semanas. Ella estaba feliz, no sabían cómo había pasado ni por qué, después de años nunca pensó que quedaría embarazada de forma natural, y mucho menos sin planearlo. El matrimonio estaba feliz pero un poco asustado, Carina solo tenía once meses y aún estaban adaptándose a ser padres, en unos meses tendrían otro bebé en casa y ya serían dos.

—No lo puedo creer, ¡otro bebé! —decía la mujer incrédula.

—Esto es increíble, ¡voy a ser padre! —Se acercó y la abrazó mientras sollozaba.

Algunas semanas después ella empezó a sentir los estragos del embarazo, le sentaba fatal, estaba muy irritada, vomitaba a todas horas, le costaba dormir y en las noches se levantaba a vomitar. Carina empezó a tener crisis nocturnas de cólicos, la madre empezó a sentirse estresada, agotada por la falta de sueño y el malestar. El padre intentaba ayudar en lo que podía levantándose por las noches a atender a Carina. Los médicos le mandaron guardar reposo por ser un embarazo de riesgo, debido a su historial clínico y los síntomas que tenía, que sobrepasaban a los de cualquier embarazada en su primer trimestre. Dos meses después aquella mujer seguía en estricto reposo, tuvo que dejar el trabajo y el padre tuvo que hacer horas extras los días libres en un comercio de ventas de coche de segunda mano, para solventar las deudas que se les estaba creando. Allí conoció a una mujer más joven que él, una compañera de trabajo. Esta le coqueteaba, pero él no le seguía el juego.

La vida familiar se tornó complicada, su mujer estaba siempre irritada, había descuidado su cuerpo luciendo una imagen desaliñada, dejó de cuidar a Carina, siempre decía que no se sentía bien y eso era un motivo de disputa constante entre ella y su marido. Él empezó a arrepentirse del embarazo y de la adopción, aquello le superaba, se sentía cansado con los dos trabajos, atender a Carina y aguantar las discusiones de su mujer por no estar más tiempo en casa para ayudarla. Solo quería salir corriendo de aquella casa, huir y no regresar más, pero su conciencia no le permitía hacerlo, sabía que era su responsabilidad cuidar de su hija y de su mujer.

En una ocasión, en una acalorada discusión donde ella le reclamaba que tenía que ocuparse más a menudo por las noches de su hija, él estalló en furia.

—¡No es mi hija! —a medida que pronunciaba esas palabras se arrepentía. Las dejó salir sin poder evitarlo.

—¡Como puedes decir eso! Carina es nuestra hija, la hemos adoptado y es nuestra —gritó ella apretando los puños.

Lo había dicho, y si lo dijo era porque así lo sentía, no valían excusas ahora. Eso empeoró la situación hasta el punto de que ella lo echó de la habitación y desde ese día empezaron a dormir en habitaciones separadas. La vida en esa casa se volvió hostil y fría, apenas se dirigían la palabra, él iba y venía del trabajo, y cuando quería coger a Carina en brazos, ella se la arrebataba de un tirón.

Una noche después de un estresante día, tras el cierre del comercio, decidió quedarse un poco más a terminar con unos documentos, cualquier cosa era la excusa perfecta para regresar a casa tarde. Su compañera volvió a la oficina, no se había olvidado de nada, se percató de que él se había quedado dentro y tocó la puerta de su despacho. Cuando él abrió, se lanzó a sus brazos y lo besó, este dudó en apartarla por unas décimas de segundo, pero no lo hizo, se dejó llevar por la excitación que aquella mujer le causó en ese momento. Aunque no lo buscó, no se arrepintió; eso empezó a ser costumbre varias veces en semana, él lo tomaba como un desahogo sin darle mayor importancia. Le decía a su mujer que tenía que hacer más horas para poner los archivos al día.

La aventura duró varios meses más hasta que alguien los vio salir de la oficina despidiéndose muy cariñosamente, aquello llegó a oídos de su mujer y esa noche lo esperó despierta. Cuando él llegó, empezó a lanzarle cosas mientras le gritaba fuera de sí, todo había sido mentira, la había engañado, a ella y a su hija, había traicionado a su familia, se sorprendió al pensar en lo mucho que había cambiado su vida ese último año. Estaba hecha una furia, él trató de disculparse con lágrimas en los ojos, le pedía perdón y le aseguraba que ella no significaba nada para él. Ella se negó a perdonarlo, a pesar de los gritos Carina dormía como un tronco, llevaba varios días durmiendo mal y aquella noche tenía un sueño pesado de puro agotamiento. Poco después, él decidió marcharse de casa, no podía más con aquella situación. Desde hace años la relación con su mujer estaba abocada al fracaso, los intentos de tener un hijo habían desgastado su vida en pareja, en el pasado ella sufrió una pequeña depresión y eso empeoró su matrimonio, él tuvo que asumir todos los papeles del hogar durante mucho tiempo e intentó apoyar a su mujer a superar su depresión, pero ella era una mujer difícil y no colaboraba. La adopción no era la mejor de las opciones para él, pero accedió por ella, sabía cuánto deseaba ser madre y eso los ayudaría a normalizar su vida. Estaba tan abrumado por todo lo acontecido que ni siquiera pensó en el bebé que venía en camino, simplemente decidió huir de aquella situación tan opresiva.

 

La noche que él se marchó ella se derrumbó, estaba aturdida y fuera de control, no podía creer que su vida hubiera dado un giro de esa manera en tan poco tiempo, no podía creer que su marido la hubiera engañado así para después abandonarlas. Necesitaba tranquilizarse, así que, sin pensarlo, se dirigió a la cocina, abrió un pequeño armario y tomó las pastillas que en algún momento le había recetado su doctora. Aún guardaba una caja en el armario de las medicinas, por si en algún momento volvía a darle una crisis y necesitara recuperar el ánimo. Hacía bastante tiempo que no necesitaba de los ansiolíticos, incluso había olvidado que aún los tenía, pero no dudó en tomarse unos pocos, sabía que eran dosis bajas y pensó que no le harían mal, que la ayudarían a pasar mejor la noche, en ese momento no razonaba mucho, estaba hundida. Se sirvió un poco de agua y se los tomó, después se acostó a dormir.

A las nueve de la mañana se oyeron los llantos de Carina retumbando por toda la casa. La vecina del segundo piso salió a las escaleras comunes del edificio donde vivían desde hace algunos años, en un barrio residencial de la ciudad. Escuchó durante unos segundos cautelosa, y decidió bajar al primer piso, tocó varias veces la puerta del 1ºB, pero nadie le abría. Dentro se escuchaba el llanto agonizado de un bebé, no pasó mucho tiempo hasta que decidió llamar a la policía, creyendo que algo malo había sucedido o que quizás la pequeña estaba sola en casa. La mujer era una señora mayor que vivía sola, a la cual sus hijos apenas la visitaban, tenía el pelo canoso y solía andar vestida con su camisón de flores, su bata azul y sus zapatillas de estar por casa que parecían ser como dos tallas más del número que usaba. Le gustaba cotillear la vida de sus vecinos y tendía a dramatizar todo lo que sucedía a su alrededor. Quizás esta vez tuviera algo de razón.

Veinte minutos después llegó un coche de policía, dos agentes se adentraron al edificio y tras varios intentos para que alguien respondiera al timbre decidieron abrir la puerta a la fuerza. Segundos después encontraron a la madre en la cama acostada, inconsciente y sangrando, parecía sufrir un aborto por la intoxicación de los tranquilizantes. Carina se había despertado a su hora como siempre, lloraba de hambre, su pañal estaba sucio y nadie la atendía, la ambulancia llegó minutos después. Se la llevaron al hospital aún semiinconsciente y Carina pasó de nuevo a manos de Servicios Sociales. La mujer perdió a su bebé, estuvo ingresada durante varios días, los médicos creyeron que fue un intento de suicidio, ella lo negó, no le creyeron. Le retiraron la custodia de la niña prohibiéndole cualquier intento de acercamiento con la pequeña. Del padre no se supo más, aquella noche se fue sin remordimiento, ya con anterioridad dejó claro que Carina no era su hija.

Clarice, Córdoba – enero, 1972

Era su segunda cita formal con Ricardo, la noche estaba calurosa con el cielo despejado, la cena había sido muy saciante a pesar de la delicadez de lo que contenían aquellos platos. La luz tenue de las velas alumbraba la refinada elegancia del restaurante, sobre la mesa se encontraba un pequeño jarrón de cristal labrado con flores frescas que aromatizaban con su dulce aroma. Clarice tomó su copa de vino tinto, la alzó y bebió un sorbo, miró a Ricardo con el rostro iluminado y una tímida sonrisa. Él le contaba algunas anécdotas de sus pequeños pacientes en las horas de consulta, ella divagó observando las fracciones de su cara y creyó que se estaba enamorando de él, había tardado en darse cuenta, no quiso reconocerlo, pero estaba enamorada de él hacía tiempo. El camarero se acercó con la botella de vino en la mano y se ofreció a llenarles la copa, ellos accedieron y ordenaron el postre; una porción de tarta de queso con frambuesa, receta especial de la casa. Clarice se sentía como una colegiala de quince años cuando un chico la invita a un helado y pasean de la mano por un parque, con esa inocencia juvenil e inexperta que te hace delirar entre las nubes. Ricardo posó su mano sobre la de ella y con un gesto sutil la acarició con suavidad, eso la estremeció.

Él procuraba comportarse con toda la caballerosidad que podía, la noche le pareció especial, perfecta para que ella correspondiera a su amor, intuía que al fin ella le abría su corazón.

Después de la cena, pasearon por la avenida, la noche los acompañaba con su esplendoroso cielo estrellado. Se sentaron en un banco observando las estrellas, mientras seguían disfrutando de la compañía

—Hace una noche fantástica, podría coger una manta y dormir toda la noche mirando este cielo —dijo Clarice sin apartar la vista de las estrellas.

—¿Tienes frío, Clari? —pregunto él a la vez que se quitaba la chaqueta y se la ponía alrededor de los hombros.

—¡Gracias! Empieza a refrescar un poco. —Aceptó la chaqueta y se la ajustó, se inclinó hacia un lado apoyando su cabeza en su hombro, resguardándose del frío.

Ricardo la rodeó con su brazo, le sonrió sin apartarle la mirada, ella alzó la vista y se encontró con sus ojos clavados en su rostro. Pasaron unos segundos mirándose el uno al otro, sin decir nada. Él acercó su mano y le apartó el pelo de la cara recorriendo su contorno con la yema de sus dedos, detuvo su mano en su cuello y la deslizó hacia la nuca por debajo de su pelo, se acercó a sus labios y la besó con sus cálidos labios esperando no ser rechazado. Clarice se dejó llevar, rodeó su cuello con sus manos y le devolvió el beso con más intensidad. Estaba como en una nube, pensó cómo podía haber sido tan tonta de no haberse dado cuenta de lo importante que era él para ella. Su mundo pareció parársele, debería haber estado con él mucho antes. Todo lo que se había perdido por esa absurda idea de no querer abrir su corazón. En ese momento, él le parecía lo mejor que le había pasado hasta ahora, sus brazos le parecieron el lugar más seguro en el que había estado desde hacía mucho tiempo.

—Te acompaño a casa, hace bastante frío y no quiero que te enfermes.

—Está bien. Mañana tengo guardia y Maternidad está saturada —respondió desanimada mientras le miraba a los ojos. No quería apartarse de su lado, deseaba que ese momento fuera eterno.