Campo Cerrado

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2. Castellón de la Plana

Castellón es un pueblo chato, ancho, sin más carácter que la falta de él. Las casas son blancas, con un piso a cuestas, desván y terrado donde secar la ropa; sin más fantasía que el zócalo imitando mármol, veteado gris, rosa o verde. Las impostas y las cornisas, sin adorno; los balcones, corridos,76 de serie; las barandas, jarrones o voleos77 que el moldeador haya tenido a bien enviar al maestro de obras; las persianas, verdes o sucias. De tarde en tarde –una docena por toda la población– un caserón estilo «renacimiento español» con blasón y tragaluces de cemento portland, el dintel y el friso rameados,a las pilastras de estilo incierto, gran portal, gran balcón de forja, todo ello rematado con florones esféricos, veleta y pararrayos; las maderas pintadas de oscuro resaltan sobre la cola gris pinteada deb blanco de las falsas piedras; cruzando la barandilla, una palma con su lazo descolorido; da la argamasa en cartón, la madera en papel, el aire en pataratero, rimbombante, pompeado. Las calles anchas, el calor pegajoso, los carros muchos; el polvo se releva, retuerce y deposita a capricho de las blandas tolvaneras de cada esquina: no levanta polvo el viento sino el propio polvo.

El mar no existe; hay puerto a lo lejos, y su comercio. Los negociantes –tez parda, nariz cinzolina, manos rugosas y duras, mesas escritorios con salvadera,78 poco amigos de filaterías– garganteros, desconfiados, regateadores, gustosos de cierto toreo efectista, agarrados a muerte a las rejas de los bancos, viven para su comercio; todos son hijos de la tierra rojal, ricos por herencia, mohatra o tozudez; no tienen más Dios que sus naranjos, ni más Virgen que la de los Desamparados (la patrona es la Magdalena, pero se la tiene en menos que a la valentina). Andan con blusa negra, camisa blanca, sombrero negro, pantalón negro, zapatos negros o alpargatas blancas, luciendo sus cheques, sus amigos de Hamburgo o Liverpool, sus perros de caza. El que más y el que menos estuvo en les Halles79 o en Bremen; traen de Europa un gran desprecio por lo que no sea suyo.

Xè, allà fa molt de fred.80

Para ellos la cocina con mantequilla es un insulto personal. Hay quien se ha pasado meses y aun años nutriéndose en París o en Londres de huevos pasados por agua y jamón, y de este último tienen mucho que decir: –Lo llaman jamón de Parma y lo venden italianos.

Todo vive de la naranja, que es sagrada –ella, sus manipulaciones, sus cursos, los abonos, los fletes, la temperatura y los cambios–. Lo demás inexiste: importa la tierra y su cuidado: a nadie se le ocurrirá construirse una casa a orillas del mar, sino huerta adentro, aunque el calor y los cínifes le obliguen a vivir a oscuras y a dormir entre tarlatanas. Los baños llegaron hace poco, y por el qué dirán, que en el mar, nunca –o, a lo sumo, mojarse las posaderas un día en San Sebastián, después de la feria de Valencia, en compañía de la cónyuge, para dar que hablar–. El pescado no suele ser plato corriente, como no esté dignificado por el arroz. Cuando se habla de agua se sobrentiende siempre que es la de riego. No hay rico que tenga canoa automóvil, coches, sí: Castellón de la Plana, paraíso de los Ford y de los Chevrolet; América del Norte les suena muy fuerte en los oídos y en las imaginaciones, y se ha injertado, estos años, mucha «California».

El Casino es el Casino, muy Renacimiento español, más Renacimiento español81 que todo, con sus partidas de julepe, de dominó y sus tiradores: porque aquí, y en Valencia, el tiro de pichón82 no tiene el tono aristocrático que cobra en Andalucía o en Madrid.

Alrededor de los naranjeros vive la ciudad, secuela de sus granjerías. En los penetrales sus: «mi señora»,83 sin faja, en unas mecedoras, abanican desmazaladamente sus sobaquinas; la anea se comba al peso redondo y blandengue; una alcarraza84 suda sobre un velador, cubierta con un paño de cáliz.

–La Enriqueta, la Felisa... doña Perpetua... don Martín... En casa Pampló...85

El gobernador es de tercera; las mancebías, pocas y sucias; los cafés se oyen de lejos: el dominó es el juego capital. Los únicos trabajadores que se ven son los carreros; las fábricas están en las afueras, la estación en la periferia; país de recaderos, ciudad quieta, lenta, pequeña, blanda y rica. Un Ateneo languidece frente a una acacia y algún maestro de escuela escribe modosos versos en valenciano.

Un borracho es un acontecimiento; Rafael Serrador entró al servicio del borrachín del pueblo; los primeros días miráronle con lástima unas boquirrotas. Le sorprendió y les hizo visajes. Alzáronse de hombros, diéronle la espalda y le dejaron en paz.

Lo que importa no es el platero –carantamaula y por mal nombre, el Rioja– sino la platera: baja y regordeta, mofletuda; la boca, la nariz y la barbilla caben en un duro,86 huélele a lo que se dirá el aliento; lúcele un tantico el apéndice;[c][87] tiene el mentoncillo partido como un melocotón; los ojos lelos, el pecho grande y alicaído, las caderas al vuelo, los tacones altos y un delantalillo finolis. Dicen que están casados por detrás de la iglesia88 y ella se adarga barbullando chismes a voleo: lo sabe la ciudad, tiénenle por ello cierto respeto y vienen, so capa de firmales o arracadas, a cazar a la queda, a lo que caiga, a costa del procurador o del sobrestante.

La tiendad hace esquina, estuvo pintada de blanco con filetes dorados; el mostrador impide el paso al taller donde el maestro le da al tas lo que el trabajo dispone y el vino permite. Los escaparates se hacen a montón, los géneros se desparraman en orre,89 las novedades se cubren de polvo con la suficiente rapidez para no diferenciarsee de las maulas. Las principales diversiones son los viajantes de comercio y los mandilandines. Suele intentar la dueña enredar a los primeros con cierta filis,90 en busca de descuentos; algún simple se deja engañar y la cariampollada se crece sobre sus tacones; tiénese por gran comerciante, no deja de recordárselo cada noche a su legítimo:91 –¡Si no fuera por mí! Las ventas son al menorete,92 aunque algún revendedor viene de cuando en cuando al hilo de la recova; sale entonces el platero al palenque con su gandaya a cuestas para discutir precios y cantidades.

La criada tiene quince años y tamaño de doce, las choquezuelas cárdenas de tanto darle a la aljofifa, las carnes magras, los ojos grandes y morenos, el pelo como tizne, las teticas limoneras, las articulaciones al parecer desgoznadas cuando trae y lleva el cubo de agua a la atarjea. Suélela ludir Rafael por puro gusto, sin saber por qué; ella lo rechaza con desvergüenza. Gusta de oír lo que no le importa; llámanla ya «la Piruja», y se suele probar pinjantes, manillas o brocamantones cuando los amos andan en otros menesteres. Rafael siente cierto respeto por la rabisalserilla que, además, conoce la población como pocos y anda siempre a la caza de noticias para los plateros, porque no hay nada que importe más al negocio como saber a tiempo de bodas y lutos. – Este año no hay bodas, dícese para declinar cualquier oferta ininteresante.f La importancia de una coyunda precípua se mide por el número de azucareros, convoyes y estuches de seis cucharillas de café del mismo tipo que los interesados coleccionan. Los lutos dejan menos, pero son más; el comercio está especializado en ellos; cadenas para abanicos y de reloj, leontinas, pendientes, peinecillos y gemelos, pinjantes, rosarios y ajorcas, alfileres, imperdibles y botones, monederos, dijes93 y collares, abalorios; todo negro, de cristal, corozo, madera o acero pavonado adornado con falsas ágatas o azabaches, o sencillamente de latón pintado; lo largo del luto mide la respetabilidad.

 

Rafael entró para recados y teníanle de trajín todo el día. Cuando no andaba correteando y le tentaba –y se dejaba tentar de ella– una silla, recibía un escamón o un cachete, que de todo había, una orden y un plumero:

–Quita el polvo, majareta. ¡Si no abriera una el ojo!

Dábale a las plumas hasta que la platera le enviaba a otro mandado. No solía la dueña estar en la tienda, sino en sus adentros. Lo sabía la clientelag y la llamaban. A veces, después de un precipitado «Ya voy» tardaba en salir, sofocada y arreglándose el moño brillante de bandolina. Tomaba entonces su aspecto más impertinente, levantaba las medias almendras de su barbilla, mirando al intruso y cortándole con tajante:

–¿Qué quería?

Miope que era sin querer reconocerlo.h Quien se atrevió a recomendarle un oculista viose cubierto de improperios:

–¡Métase en lo que le importa! En su casa falta gente y aquí aire. ¡Miope yo! ¿Yo con gafas? ¿Qué se ha creído?

En cualquier otro momento era la obsequiosidad misma, melosa,i dándole coba al más pesado, desollando al ausente. Debíanse estas ausencias y tardanzas a la descocada rijosidad del personajillo. Bastábale probar bocado de su gusto o echarse al coleto un vaso de vino, al que no tenía en mucho, pero que apreciaba como vehículo de sus carnalidades, para, si el negocio lo permitía, acorralar al platero en un rincón, quillotrarlo y enredarse a él en las posturas más incómodas. Él la solía enristrar a la buena de Dios, pensando que algún día aquello se acabaría con la muerte. En la involuntaria altanería de la tendera, interrumpida en sus naturales retozos, debía verse la preocupación de no trasmitir al cliente el tufo fétido del platero; combatía ese hedor atiborrándose de pastillas de menta cuyo olor formaba, para quien hubiese sospechado algo, la cola, remate, girándula final del amor.

A la noche emborrachábase el patrono, en casa o fuera; cuando esto último sucedía, traíalo el sereno hecho un mar de lágrimas. La mujer lo desnudaba sin decir ni pío, y con delicadas atenciones; eran los únicos momentos en los cuales le mostraba ternura, lo lavaba, peinaba y encamaba como un niño pequeño. Cada luna le traía una ilusión de preñez; a pesar de ciertas precisiones médicas, podía más el deseo. Rafael no entendía de esos altibajos del humor. Menstrualmente94 se le agriaba el carácter a la dueña, guiñábale el ojo la Piruja, pero él se quedaba in albis.95 Cuando el platero no estaba bebido, poníale la señora como un trapo y él lo aguantaba.

Otro personaje importante de la tienda era el michino, un gato blanco de pelo largo y fino, ojillos de almendra verde jaspeados de jalde, zaíno para los desconocidos que le carantoñearan, muy sabedor de sus prerrogativas, celoso de sus dominios. Traía locos a sus amos, desvelados en todo momento por su humor, su salud y posibles deseos; lucía gran collar y placa, candado y toda la pesca.96 Su comida era función pertinente de la platera: si alguien entraba en el momento de la condimentación de los manjares debidos al mamiferillo teníase que esperar o volver; por nada de los mundos, este y el otro, hubiese almorzado el felino a las doce lo que le tocaba a las once. Los andares reposados, despreciativo de juegos sin provecho, miraba desde lo alto de su superioridad los afanes de ciertos corredores de bisutería empeñados en ganarse su simpatía a fuerza de bolitas de papel, maullidos engañadores, rascaduras en el mostrador u otras tretas infantiles. Paseábase señor por las vitrinas y el banco artesano, entre reasas, anillas, mosquetones, gargantillas y alambres, pisando aljófar, falsos corindones, aretes y demás zarandajas que esperaban compostura de la lima y los alicates del joyero. Era sagrado, aun cuando metiera los bigotes entre ama y comprador, y este se esturrufara. Hablábale entonces la filatera:

–¿Qué quieres, precioso bonito? ¿Qué quieres, encanto? ¿Qué le dices a tu tururú?

Se lo echaba al hombro con la esperanza de que tal prueba de cariño le permitiese liquidar el negocio; pero si el gato volvía a las andadas, le respetaba el gusto. Teníanle por hijo; le regañaban, muy serios, los zarracatines, cuando se iba de picos pardos, lo cual sucedía a menudo. La rebusca del minino por los alrededores era obligación de Rafael y parte importante de su trabajo.

De toda esa época, que dura tres años, conservaj muy pocos recuerdos de adentro. A lo sumo se le pintan en la memoria los aledaños del comercio; se representa fácilmente ese tiempo bajo la forma de un grifo de latón; se encuentra ahogado, sin agua corriente; le falta la albórbola de los manantiales por la tierra. El agua es escasa y gorda, sácanla a fuerza de andarajes y motores, la reparten por acequias y azarbes, la retienen en depósitos y la distribuyen, ciega, por tubos de plomo; gástanla con parsimonia, cae en cazos y vasijas, cubos y palanganas, sobre el peltre y la loza, con un sordo ruido de columna trunca, cortada a gusto del consumidor. Rafael duerme en un catre, puesto en un recoveco, cerca de una pila de mármol ennichada en la pared; no ajusta la llave, y gotea la boca. De esta compañía constante Rafael Serrador se acordará siempre.

La vida es chata y Rafael solo se preocupa y sorprende cuando, de tarde en tarde, se le erecta el pipí. El ama no le tolera amigos, robándole tiempo; los domingos se los pasa en el «maset», ayudando a los albañiles que lo levantan sin prisas; porque el negocio, a pesar de los bandazos, prospera, y los plateros construyen su casa de huerta, le dan forma a un jardincillo, plantan, como todos, una buganvillera –Josefa-Augusta dicen que se llama de verdad–, pasionarias, murcianas, geranios, dondiegos, malvarrosas y hierbaluisa. Un limonero y un mandarino les hace figurarse un huerto posible; ya venden, en sus conversaciones, las naranjas al mejor precio. Cada domingo traen un arbusto que plantar: jazmín o heliotropo; se va y se vuelve en tartana.

La tierra es roja y parda, los árboles –cipreses y naranjos– verde eterno, los montes a lo muy lejos azulencos y violáceos, el cielo sin nubes, altísimo y cerúleo; las chicharras y las ranas roen calor y tiempo; los cuérnagos y las zanjas tienen el color subido, huelen a tierra llovida y revuelta, dejan –en horas– de ser acequias para venir a caminos hasta la hora del riego; el frescor permanece soterraño; barro a la pisada, la arcilla asciende a cascarria, su oscuro tinte cuadricula la llanura; por los balates crece poca hierba: el aprovechamiento del terreno no las permite.

A Rafael, la Plana no le parece campo; para él el campo es cosa de altozanos y declives, gándaras; barrancos cantalinosos, con hazas colgadas al azar de las aguas; es el río y sus hocinos; tomillo, romero, piedras, retama y chaparros, alguna higuera y colmenas; lejanía: sorprender desde lo alto la boira97 dormida del valle envolviendo el pueblo montesino: los vientos fríos, la nieve; ni siquiera el cielo es idéntico: las estrellas son contadas al lado de las de su tierra dura.

La vida fácil y lo caliginoso no le sorprenden, ni le ganan; ve la riqueza, pero le tiene sin cuidado, no comprende el respeto al solo dinero y la tierra no le parece de más precio por su rendimiento. Tiene a los naranjeros –orondos, un tanto pasmarotes y un mucho tragaldabas– por blandengues y demasiado bien afeitados; todo se le alcanza fácil y adormilado en ese país sin cuestas. Barrunta que existe algok en el mundo que exige esfuerzo: no sabe qué. Se retrae y calla y aprovecha la primera ocasión para arrearle una paliza al zurumbático hijo del vecino, que tiene la cara boba. Luego le pesa, por fácil.

Algún domingo ve trasponerse la tarde, sentado en una piedra calcina,98 olvidada cerca de la verja; menea sin sentir y juega con una azadilla, rayando la tierra, buscando augures,99 los ojos fijos en no sabe qué, sin pensar. La atmósfera le sostiene. Cuando algo se mueve en la luz ya corrida,100 piensa: ¿Qué seré? El ser artífice joyero le gusta poco. ¿Volver al pueblo? El salir presupone no volver, como no sea con permiso, cuando sirva al rey.101

Al soplo de un jadeíllo descubrió Rafael el amor, al revuelo de una cortina; platero y platera en polución le sorprendieron grandemente. Hasta la fecha había creído que la boca era la única cavidad propicia al amor y conducto natural de la generación, aunque no imaginaba fácilmente el modo. Alegróse infinito de su descubrimiento; se tuvo por mayor, y las nalgas y la horcajadura de la familia ganaron miradas de nuevo cuño.

Inauguróse por aquellos domingos, con una paella excepcional y riojas alambrados, el nuevo excusado del «maset», taza de porcelana, asiento de caoba pulida y, aunque le prohibieron el uso del mismo al mozo –ancho es el campo y todavía hay clases–, le sonrió al joven la idea de sentarse para defecar; asombrado de lo cómodo de la postura, púsose a manosear su pene y vino sin más a descubrir la masturbación, más contento que unas pascuas; con esas le empezó a sombrear el bozo, graneado de barrillo.

Tomaron los propietarios a su servicio, para guarda de la finquilla, una mujer hecha y derecha, viuda, como de cuarenta años, sin más cintura que el cordón de su delantal, con sus buenos ochenta kilos; de nombre Marieta; pescadora de oficio en otro tiempo; se quejaba amargamente de reuma, razón de su cambio de vida, aunque la verdad era que el trabajo no había sido nunca su debilidad; diose a buscar el sol por donde pegara y a hacer media para entretener las manos; sus hijos andaban al «bou», criados por una hermana suya que más tenían por madre que la verdadera. Venía a entretenerle las veladas, en las que el servicio le dejaba libre, cierto guardia civil muy amigo del difunto usufructuario, galleador, cariacuchillado y zancajoso, muy pagado de sí, que tenía enl mucho el machihembrarse102 con aquella mole pazpuerca103 y morena; ello le permitía aguantar con conmiserada sonrisa al triste de su sargento, seco y de cara larga, bigote cansado, dientes sarrosísimos, poco pelo y con una mujer que era una tormenta, con los rayos contínuamente al dispararse, más celosa que una avispa sin flores. El sargento se refugiaba en la aureola de sus galones y les hacía la vida dura a sus subordinados; especialista en tundas a huelguistas, garduños y novillerillos sin billete, descargaba en ellos su botaratería, y los golpes con que soñaba acardenalar a su irresistible consorte. Salía reconfortado de las palizas: hay dos clases de polizontes apuñeadores, los que gustan de la sangre y los que prefieren las contusiones internas; los primeros suelen cumplir su cometido a mano limpia, los otros prefieren para sus garatusas la culata del mosquetón. El sargento era de los primeros, el concubino de la Marieta de los segundos. Este último también tenía mujer: un tanto tísica, medrosa y triste la pobre, muy agarrada a la vida futura, que se figuraba como un cuartel enorme – hija y nieta de guardias civiles– lleno de ángeles con alas y galones, y Dios de Director General; tenía el concúbito conyugal en horror y por pecado y lo rehuía en lo posible; el guardia, Manolo de nombre, dábalo todo por bueno con tal que no le preguntase dónde compensaba. Manolo y Severiano, el de la celosa aragonesa, hacían, en lo que cabía, por lo que del sargento se ha dicho, buenas migas; se contaban sus miserias y hermaneaban a menudo en su afición al arroz, aunque el uno lo prefiriese caldoso y el otro seco, fuente de discusiones desapasionadas.

 

Rafael llevó un sábado, a última hora de la tarde, unos aperos al «maset». Se le había hecho tarde en la tienda puliendo una pulsera acabada de componer. Dijéronle los plateros que se quedara a dormir en el campo, que ellos ya irían al día siguiente, a la hora de siempre: aquella noche pensaban ir al cine donde anunciaban una película de Francesca Bertini.104 Los horteras105 se remozaban con ello: habíanse conocido en un cine de Valencia, a la sombra de Pina Menichelli,106 y todo lo que oliera a cinematógrafo italiano les hacía mirarse con languidez. El viaje del rey y de Primo de Rivera a Italia,107 realizado por los días en que sucede lo que se narra, acababa de dar aire y peso a este extraordinario, porque no solían ir a espectáculo alguno.

Rafael llegó a la casa cuando el anochecer se cubría de marino.108 No se sentía el vivir: la temperatura abolía todas las leyes, un grillo cosía en las esquinas el cielo a la tierra con puntadas en forma de serrucho. Marieta le daba a las agujas encalada en una meridiana.

–¡Hola, xiquet!109

Dejó el muchacho su carga en la habitación que servía para todo y vino a tomar el aire. Cenaron a poco entre el pan cenceño unas chuletas asadas y tomate frito, bebieron su porrón de tinto, la merdellona hizo café y aun tomaron una copa de coñac. La mujer le ofreció tabaco, que él con gran extrañeza de la prójima rehusó: no había fumado nunca.

–Uy, quin senyoret! Deu sap quines coses farás quan no estiguenm davant! 110

Rafael se caía de sueño y se fue a la cama. El casal, como sus lindantes, tenía en su planta baja la sala abierta a todos los vientos y dos alcobas. La guardiana dormía en el sobrado, frente a la azotea, donde solo se sube a tender: el paisaje les importa a todos un comino, aunque, quiéranlo o no, sobre los naranjales, hay al fondo una rayita de mar para alegría del corazón.

Dormía Rafael, por una condescendencia solo explicable por la imposibilidad de volver aquella noche a la capital, en uno de los dormitorios de abajo. La cama era nueva, de madera marqueteada con nácares irisados, a su lado la mesilla de noche con su loncha de mármol rojizo sobre la que descansaba una palmatoria de aluminio, con bujía, y una caja de cerillas de cinco céntimos. Todavía no habían instalado la luz eléctrica, a pesar de las promesas hechas cada lunes al platero por un amigo suyo, empleado en la Electra Castellonense desde hacía veinte años. Las paredes estaban recién encaladas y el alizar brillante, verde y colorado. Rafael se desnudó; extrañó las sábanas limpias. Hacía calor y no se dormía. Se destapó y, por distraerse y buscar el sueño, empezó a masturbarse. En aquel momento, sin otra razón que el acecho, entreabrió la puerta la morena salaz y sin decir ni pío subióse a la cama arremangándose las faldas e introdujo ella misma la razón de ser del atónito mancebo en su muy arrastrado cauce. –Así no, bobo, así no –barbullía la mole.

Rafael estaba callado y quieto.

–¿No lo has hecho nunca?

Y como asintiera negando con solo menear la cabeza, convirtióse la quillotra111 en devanadera loca, con gran susto del primerizo que no sabía a qué santo encomendarse. Comíaselo a besos la gran ladrona y el mocoso se dejaba. Repitieron dos veces la suerte variando las posturas; quiso la zalamerona quedarse a dormir, pero el estrena se negó en redondo. Fuese rezongando la maridada, no sin cien requiebros, prometiéndoselas felices para el amanecer, antes de que llegaran sus dueños, y así se lo hizo prometer a su irresoluta víctima. Tan pronto como la oyó por los techos se levantó Rafael y vistiendo camiseta y pantalón salió por la ventana al escaso jardín y por sobre el cercado a la huerta.

«¿No era más que eso?».n Le sorprendía que el placer no fuese mayor, de otra manera. Le parecía el amor una cosa caótica y hecha de cualquier manera. Él se lo había figurado más ordenado: una ascensión al paraíso según las normas del catecismo, con tiempo sobrado para ver el paisaje a derecha e izquierda, con una llegada al destino que tuviese algo de la arribada a Nueva York: de un lado la estatua de la Libertad y del otro los rascacielos, como en el cine. Atemperaba su desilusión el sentimiento de haber cruzado el difícil estrecho que le separaba de los hombres; humillábale que aquello hubiese sido tan fácil, sin dolor, tan sucio, pegajoso y maloliente. Pero todo, ahora, en la vida, se le antojaba coser y cantar, puerto vencido. «¿Te das cuenta? –se decía– ¿te das cuenta?». Y no se contestaba. Había luna y el campo estaba embalsamado de azahar. Un tren corría a lo lejos.

«Y ahora, ¿qué?». Por primera vez pensaba claramente en el futuro. Se imaginó Barcelona como algo que existía verdaderamente; se dio cuenta de que el correo de las diez y diez llegaba efectivamente a Barcelona. Hasta aquel momento, «el correo de Barcelona» era la denominación de un tren que pasaba por Castellón; ahora se percataba de que aquellos vagones iban a parar a una gran ciudad, que la gente que en ellos viajaba llegaba hasta allí, y allí vivía y trabajaba. Un millón de habitantes. Cuando un campesino piensa en algo más que en la capital cercana, sus vecinos le miran con atención y cuidado. Rafael se miró a sí mismo y se dijo: «¿Por qué no?». Su virginidad perdida trasformábase en geografía y la vida se le presentaba por vez primera como un camino.

Volvióse a la cama con una gran locomotora en el cerebro y se durmió como piedra. Cuando salió el sol, no es que no quiso oír los nudillazos de la halconera en la puerta previsoramente apestillada: dormía. Despertó con los plateros en casa. Buena se la armaron. El mozo bajó la cabeza, sin más disculpa que la del domingo.

Pasó así un año. Repartíase la cuarentona entre su civil y el chaval, hasta un día en que el primero husmeó un no se sabe qué y se presentó el sábado, día que tenía rigurosamente prohibido: bebió las heces112 y fuese a llorar sus cuernos en la pechera del sargento.

–Le vamos a sacudir... –Severiano acabó la frase con cierto imprevisible ingenio– el polvo.113

No se dio Manolo por aludido y sonrió largando los dientes al aire:

–Puñetero niño.

Le esperaron a favor de un cañaveral, camino de la estación, y sin decir palabra empezaron a arrearle, dándole gusto a la mano y a la culata. El joven se zafó y les plantó cara tres metros más allá.

–¿Por qué me pegan?

–¡Ven acá, ladrón!

–Ustedes se equivocan, yo no he robado nada a nadie.

Miráronse los tricornios.

–¿Tampoco te acuestas con la Marieta? –preguntó Manolo con odio y sorna. «¡Un mocoso así!..». –pensaba.

Quedó Rafael muy extrañado de la pregunta. Ignoraba los tejemanejes de la esparrancada.

–Sí –contestó ciando.

–Conque sí, ¿eh?

Cayéronle encima y le atizaron a modo, enzurizándose el uno al otro.

–¡Cuidado con lo que digas! –dijo Manolo–, y si no: ¡vuelve por otra!

–¡A ver dónde te metes, valiente! –recargó el sargento.

Y se fueron a campo traviesa, hurtando naranjas para atemperar la sed.

Platero y platera se sorprendieron y asustaron del relato y supusieron que Rafael habría sido cogido robando cualquier cosa en la huerta; porque el muchacho tuvo el natural cuidado de callar las deshonrosas razones del bárbaro meneo.

El platero se atrevió a preguntarle si estaba afiliado a algún sindicato:

–Porque nosotros no queremos líos.

Se emperró el chico en no dar explicación de la paliza; enfermaron de hipótesis, suposiciones, sospechas, dimes y diretes los bisuteros, acabando por echar a la calle al mozuelo motivo de tales reconcomios.

La Piruja, que lo había olido todo, cantó de plano el día siguiente a la marcha de Rafael. Mucho se indignó la platera, que trató de indecente al joven:

–Parece mentira, ¡cría cuervos y te sacarán los ojos!

Lo que más le dolía a Rafael Serrador era que le hubiesen vuelto a pegar después de decir verdad. Sus padres no le habían vapuleado nunca. Se quedó con un oscuro y cruel afán de devolver golpe por golpe y un sentimiento de inferioridad de no ser lo suficientemente fuerte para quedar en paz. El gusto de la sangre le dejó sin cuidado y no tuvo espejo para poder lamentarse de su triste estado –la acequia donde se lavó traía el agua rojiza y andaba sin remansos–. Cojeó ocho días, las señales duraron más.

Corría mayo del año veintinueve cuando tomó, a las diez y diez de la noche, el correo de Barcelona, con doscientas cuarenta pesetas en el bolsillo, después de haber pagado su billete. Tenía dieciséis años.