Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900)

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Z serii: Estudios PSI
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Otro motivo de queja de las autoridades sanitarias tenía que ver con la extendida existencia de los regentes. Con ese rótulo se nombraba a los farmacéuticos que, al menos en los papeles, estaban al frente de farmacias de las que no eran dueños. Según la queja de la elite farmacéutica, esos profesionales prestaban su firma a cambio de un honorario, y en realidad no participaban de ninguna de las actividades de la casa comercial, y en ocasiones ni siquiera vivían en la misma ciudad.57 Cabe agregar, de todos modos, que ya a comienzos de 1870, cuando el tema generó un encendido debate, había quedado en evidencia que no todos los miembros de la corporación farmacéutica miraban con malos ojos la existencia de las regencias (González Leandri, 1999: 162-163). A pesar de que una normativa del Consejo de Higiene de 1871 había pretendido ordenar el papel de esos actores sociales, y a pesar de que su status era reconocido por la ley de ejercicio de la medicina de 1877 (artículo 20), algunos sospechaban que la regencia era muchas veces un artilugio usado por un individuo no diplomado (por ejemplo un curandero) que, escudándose en el título de su regente, podía llevar adelante su negocio de expendio de remedios ilegítimos.58

En un informe elaborado en marzo de 1890 por el doctor Patricio Martínez Rufino a pedido del Departamento Nacional de Higiene, se dejaba constancia de que en sólo 97 de las 218 farmacias de la Capital los dueños eran farmacéuticos y atendían personalmente el negocio. En las 112 restantes, quien estaba al frente era un regente, careciendo el dueño de título profesional. Al respecto, el redactor agregaba:

La regencia de las farmacias (…) no debe ser tolerada por más tiempo, pues a la sombra de éstas se permite ejercer una profesión científica a personas que no tienen sino un interés comercial. Afirma el informe que la frecuencia con que esa categoría de farmacéuticos flotantes, conocidos con el nombre de regentes, cambian de una farmacia a otra, es increíble, ejerciendo casi todos ellos actos de curanderismo.59

En la misma dirección, la difundida existencia de los regentes fue notada por el publicista genovés Ferdinando Resasco en su visita a la ciudad en 1889:

Justo es decir que en la República Argentina la fortuna tiene esos caprichos raros (…). Algunos desesperados, no sabiendo a qué Santo encomendarse, se hicieron mancebos de botica, y una vez adquirido un poco de crédito, abrieron oficinas de farmacia por su propia cuenta, sin poseer título de ninguna clase, y realizaron grandes fortunas por haber comprendido al público y conocido la localidad. Supe de otros que por haber establecido en Buenos Aires boticas con un capital llevado de Europa, y con otro capital mayor en títulos y en conocimientos profesionales, se arruinaron y acabaron muy desdichadamente, siendo criados y practicantes de sus mancebos. (Resasco, 1890: 403-404).

A los fines de introducir algún ordenamiento en esas asociaciones sospechosas, en abril de 1891 el Departamento Nacional de Higiene dispuso algunas medidas, entre ellas la obligación de que los contratos entre las partes fueran celebrados con la intervención de esa repartición sanitaria.60

La proliferación de falsificadores, puntos de venta ilegales y productos de composición dudosa puede hacer pensar, a primera vista, en una competencia desregulada o salvaje.61 Nada más lejos de la realidad. Incluso un aspecto como la publicidad estaba sometido a regulaciones que con el tiempo se tornaron más estrictas. En efecto, ya para el cambio de siglo fueron frecuentes las denuncias, formuladas muchas veces por los agentes o representantes de firmas internacionales, contra fabricantes o distribuidores que hacían imprimir propagandas que en su diseño, contenido o tipografía, emulaban las de productos de buena reputación.62

Resulta necesario comprender que el repetido señalamiento de esas infracciones es un síntoma de la existencia de controles ideados para regular infructuosamente un mercado denso y en constante expansión. Las propias autoridades no se cansaban, por su parte, de protestar por la insuficiencia de esos mecanismos de control. Podemos recordar, a tal propósito, la queja manifestada por el Departamento de Higiene en un informe publicado en 1896. Quedan allí en evidencia no solo la rotunda difusión y promoción de esas mercancías sospechosas, sino la vasta cantidad de actores sociales implicados en ese embrollado tráfico:

“Se analizan los vinos, se ha dicho, ¿por qué no se someten al mismo control los específicos que en inmensa cantidad existen? Creemos que si para el vino es necesario un examen, con más razón debe establecerse para las drogas” – De acuerdo con esa opinión, conviene a los mismos fabricantes de especialidades exigir ese requisito para evitar que los que sin conocimientos de ninguna clase lancen productos sin acción de ninguna clase cuando no nocivos [sic]. Ahí están los tranways, las paredes, los teatros, llenos de avisos de unas famosas píldoras hechas aquí, bautizadas con un apellido alemán, que no son otra cosa que aloes y harina, sin dosis fija, y que son preconizadas con certificados falsos contra todas las afecciones (…). Desgraciadamente en estos tiempos, ha adquirido el negocio de las especialidades un desarrollo exagerado a tal punto que puede decirse que no hay un farmacéutico que no tenga su vino, su elixir, su jarabe, sus polvos (hasta los médicos los tienen!), sus cachets, etc. (Anónimo, 1896: 15-16).63

No todos los creadores de esos sospechosos preparados o específicos se movían de espaldas a la ley. Muchos de ellos, deseosos quizá de promocionar con alguna libertad sus invenciones, cumplían con la obligación de dar aviso a las autoridades sanitarias sobre sus productos, sometiéndolos a un análisis químico.64 Lo hacían también con el objeto de poder colocar su mercancía en las farmacias habilitadas, pues la ley de 1877 establecía, en su artículo 21, que los farmacéuticos “responden de la buena calidad” de las drogas que expendan en sus locales (Coni, 1891: 249-250). Así, si algún día se lograse recabar el catálogo completo de los productos presentados ante la repartición de higiene, se tendrá una idea más clara no sólo del indomesticable universo de remedios que circulaban en la ciudad, sino también de la dispar identidad de sus promotores.

En mayo de 1891, Sud-América informaba que el Departamento de Higiene había recibido la más reciente creación del “Dr. Navá, el autor de la Perlarina, medicamento que lo mismo curaba un dolor de muelas que uno de tripas”.65 Este individuo había acercado “un frasco de otra nueva composición que denomina mitrina, en honor según parece del general Mitre. El nuevo medicamento, según Navá, cura las enfermedades del estómago, la parálisis, los callos y la calvicie”.66 Casi por las mismas fechas llegó al Departamento otra elaboración, el “Agua del Salvador”, para obtener su permiso de comercialización. El pedido fue efectuado por un médico extranjero de apellido Sorrentino, pero las autoridades sabían muy bien que ese profesional era una suerte de pantalla o portavoz del verdadero creador: el curandero y mistificador Hugo Salvador Baschieri, quien por esas fechas, y bajo el amparo de aquel doctor, explotaba un “consultorio nigromántico” en la calle Rodríguez Peña.67 En ese establecimiento, no sabemos si a resultas del consumo de aquella agua, “murieron dos o más [personas] por envenenamiento y varias otras causas”, lo cual motivó la intervención de la justicia.68

La existencia de productos que, además de ser falsificados, suponían un peligro para la salud no pertenecía sólo al terreno de la imaginación paranoica de los higienistas. Se trataba de una realidad cotidianamente verificada por los encargados del análisis químico de los objetos de consumo de los porteños. Si tomamos los resultados de las comprobaciones efectuadas en 1884, vemos que circulaban en la ciudad más vinos “malos peligrosos” que “buenos” o “regulares” (por ejemplo, durante el mes de mayo, el análisis arrojó como resultado 110 vinos malos peligrosos y ¡sólo 17 buenos!). Los números respecto de confituras, materias colorantes o café eran un poco mejores, pero de todas formas señalaban la prevalencia de falsificaciones que atentaban contra la salud (Arata, 1885).69

En síntesis, la comercialización de específicos contra afecciones nerviosas formó parte de la consolidación de ese mercado que, aun con sus desórdenes y tensiones, abastecía cotidianamente a esos porteños que para fines de siglo se habían habituado, movidos por la fuerza de las cosas, a amalgamar el cuidado de la salud con un ademán de (auto) consumo. Tal y como veremos, los boticarios no fueron los únicos en sacar provecho de esa fusión. Por lo pronto, conviene subrayar que el estudio de esa profusa circulación de remedios atañe, de un modo íntimo y en una medida difícil de sobreestimar, a la historia de la experiencia de la enfermedad en una ciudad cuyos habitantes tenían cotidianamente una relación fría y distante con la profesión médica. Más que la distancia, lo que marcaba el contacto con la medicina era la decepción; nunca viene de más repetir que durante el último cuarto del siglo XIX, y aun a pesar de los estrepitosos avances efectuados en bacteriología o en cirugía, la ciencia médica seguía siendo lo de siempre: una profesión que no curaba. Su arsenal terapéutico para las enfermedades más mortíferas y extendidas, como por ejemplo la tuberculosis, no era más efectivo que el hígado de bacalao. Una de las luminarias de esa ciencia había escrito en su tesis de juventud una confesión que encerraba esa verdad. En palabras de Enrique del Arca, la medicina “no cura sino algunas veces” (Del Arca, 1877: 9). El vacilante optimismo del “algunas veces” no sólo era incapaz de roer la contundencia del primer mensaje (“no cura”), sino que más bien lo realzaba.

 

En su novela Sin rumbo, Cambaceres puso en boca de una comadre torpe y supersticiosa, un parecer que fue compartido por los muchos enfermos que pudieron comprobar en carne propia la estrechez de la eficacia médica: “Güenos alarifes son los médicos; pa saquiarlo al pobre y mandarlo más antes a la sepoltora es para lo que sirven, ¡masones, condenados!” (Cambaceres, 1885: 79). Unos años más tarde, un autor de folletos populares repitió esa diatriba en un escrito aparentemente testimonial:

Lector, si tienes la desgracia, lo que Dios no quiera, de estar enfermo no cometas la simpleza de consultar a un Mata-sanos, pues es dinero tirado y tiempo perdido. Lo que a mí me ha sucedido te sirva de lección, en caso apurado, cualquier vecino, una curandera, el más obscuro veterinario, te servirá mejor que un Doctorete que tan solo busca tu dinero, no tu salud. Y al hospital, no vayas jamás, si en algo estimas tu existencia. Allí sólo servirías de objeto de estudio, de carne de bisturí (…) ¡te matarían de hambre! (Lecea, 1909: II).

Es la recuperación ecuánime de esa verdad, y no cualquier conjetura sobre la intrepidez o el desparpajo de farmacéuticos y mercaderes, lo que debe comandar la reflexión acerca de la aplastante presencia de los remedios y su autoconsumo en la cultura sanitaria porteña a fines del siglo XIX. La progresiva acumulación de conocimientos históricos a propósito de la profesión médica, el saber de los doctores o la implementación de sus campañas de higiene, nos ha acercado valiosas intelecciones sobre el pasado de esa ciencia o acerca de la intrusión de los artefactos médicos en los aparatos de acción estatal. Esa ganancia de saber jamás puede ser traducida, sin embargo, como un avance certero en la comprensión de las experiencias, prácticas y representaciones suscitadas realmente alrededor del cuerpo enfermo. Solo un estudio material del mercado de objetos y servicios movilizados cotidianamente en torno a la enfermedad puede otorgar ese discernimiento faltante. Sobre todo cuando lo que está en juego es una condición que en sus inicios halló en el mercado su único interlocutor o caja de resonancia.

1 Fue el caso del humoralismo de principios de siglo, cuya terapéutica se basaba muchas veces en purgantes y vomitivos destinados a expulsar del organismo los elementos impuros o corrompidos. Ello aparece denunciado por Inocencio Torino en un breve texto de 1884, cuyo cometido era denostar las inexactitudes de un tratado publicado en Buenos Aires en 1829. Al respecto concluía: “La medicación Le Roy que cuenta aún con sostenedores inteligentes en la turbamulta de los no iniciados en la medicina, reviste hoy formas distintas de las que adoptó primitivamente, pero las ideas teóricas entonces predominantes subsisten aún, si bien latentes, en los que todavía la preconizan y en los que sustituyéndola con fórmulas distintas le adaptan denominaciones nuevas −aunque no sistemáticas− con el objeto de explotar la candidez ajena. El sin número de píldoras purgantes: de Brandreth, píldoras depurativas, cápsulas de taurina, etc., que se espenden al público con éxito más o menos justificable, sirven para establecer la filiación histórica de la medicina popular actual, con las rancias y extravagantes doctrinas de edades que, si bien muy próximas, parecen remotísimas por la estructura cerebral que revelan” (Torino, 1884a: 505). Acerca de la difusión del sistema Le Roy en la región, véase (Di Liscia, 2003).

2 El libro de Diego Armus sigue siendo el estudio más completo e informado sobre la comercialización y difusión publicitaria de remedios y productos higiénicos en el cambio de siglo (Armus, 2007: 305-314; véase asimismo Armus, 2016). Existen monografías sobre recortes más puntuales de ese mundo de la publicidad médica o farmacéutica (Carbonettí & Rodríguez, 2007; Carbonetti et al, 2014).

3 En las publicaciones ilustradas, las imágenes comerciales tenían un grado mucho mayor de sofisticación visual, y en algunos casos el contenido gráfico, abigarrado y cuidadosamente compuesto, se autonomizaba respecto del mensaje verbal (Román, 2017: 130-154).

4 En su estudio sobre el mercado de productos terapéuticos en Chile, María José Correa comprobó que hacia 1902 el volumen de artículos de farmacia importados era el doble que el de perfumería, y casi equivalente al número de mercaderías alimenticias ingresadas al país (Correa, 2014a). El censo de Buenos Aires de 1887 arroja cifras distintas, pero que de todas maneras reflejan la significación de las sustancias importadas en el mercado farmacéutico porteño. Según aquel recuento, el valor total de las “Sustancias y productos químicos y farmacéuticos” importados durante 1887 ascendía a $ 2.380.505. El valor de los alimentos importados era de poco más de 13 millones de pesos; el de bebidas llegaba a 12 millones; el de tabacos era de 1.370.000 (Censo General, 1887, Tomo 2, pp. 156-164).

5 El Censo de 1887 contabilizaba la existencia de una única fábrica de productos químicos en la ciudad, que recién comenzaba a funcionar (Censo General, 1887, Tomo II, p. 336). Se trata seguramente de la firma Demarchi, Parodi & Cía., que en 1886 se había transformado en la primera fábrica de sustancias farmacéuticas (Cignoli, 1953: 316). Ese estado de cosas no puede ser desligado, por supuesto, de la tardía autonomización de la química en el país (Matharan, 2016). Para 1904, solamente el 14% de las sustancias farmacéuticas del mercado interno era de producción local; el 84% restante provenía de la importación. En 1939 se alcanzó una segura sustitución de esas importaciones, y la industria local era la responsable de la elaboración del 91,5% de los productos (Campins & Pfeiffer, 2011).

6 “Títulos y letreros risueños”, Sud-América, 23 de julio de 1890.

7 Sud-América, 13 de marzo de 1891.

8 Sud-América, 14 de marzo de 1891.

9 Sud-América, 14 de marzo de 1891.

10 El Diario, 28 de marzo de 1890. Las “Grajeas de hierro Rabuteau” estaban indicadas para tratar esas mismas condiciones; El Censor, 11 de febrero de 1892.

11 La “Trefusia (Albuminado de hierro natural)” era ofertada como un remedio eficaz contra “anemia, clorosis, y en general todas las distrofias del tejido sanguíneo, debilidades, cualesquiera que sean los individuos o las causas de que provienen; las diversas formas de leucemia, raquitismo, escrofulosis, pelagra (…), consecuencias de malaria, de la sífilis y de los envenenamientos crónicos”; Sud-América, 12 de julio de 1892.

12 “Impotencia”, Sud-América, 13 de noviembre de 1890. En el mercado porteño circularon muchos otros remedios de venta libre contra la impotencia; por ejemplo, las “píldoras tónico-genitales del Dr. Morales, de Madrid”, que eran publicitadas también como el “único remedio conocido para la infalible y completa curación” de esa condición; esas mismas píldoras, según el aviso, tenían resultados positivos en la esterilidad de la mujer; El Diario, 11 de diciembre de 1890.

13 La clorosis podía ser también combatida con las “Píldoras de Vallet” (véase Sud-América, 10 de enero de 1889). En ese aviso, que al igual que otros incluía frases en francés y referencias a direcciones postales de París, se habla en verdad de “chlorosis”. Ese detalle nos hace presumir algo que quizá resulte obvio: en muchas de estas publicidades no se hacía sino reutilizar ‘clichés’ (o planchas tipográficas) adquiridos en el exterior (Bonelli Zapata, 2017). En efecto, estas mismas publicidades llenaban las páginas de los diarios y revistas de muchos países de ambos hemisferios.

14 Véase Sud-América, 27 de junio de 1890.

15 Véase Sud-América, 13 de julio de 1889.

16 Véase El Correo Español, 15 de octubre de 1892. Poco después circuló en Buenos Aires la “Cocaína Midy”, indicada para molestias en la garganta, laringe y boca; Semana Médica, Año IV, 182, 8 de julio de 1897.

17 Véase El Diario, 9 de diciembre de 1890.

18 Véase Sud-América, 28 de noviembre de 1889.

19 Véase Tribuna, 2 de enero de 1893.

20 Véase La Patria Argentina, 1 de julio de 1885.

21 Para luchar contra la dificultad de conciliar el sueño, los porteños podían también recurrir al “Elixir de Cloralamido de Gibson”; El Nacional, 8 de noviembre de 1890.

22 También los cigarros Joy eran vendidos como remedio contra el asma por esa época; véase El Correo Español, 3 de febrero de 1893.

23 Véase Sud-América, 10 de julio de 1889.

24 Véase Sud-América, 13 de julio de 1889.

25 La Semana Médica, 24 de diciembre de 1896, p. DCCCXX.

26 La Semana Médica, 2 de enero de 1896, p. XI.

27 La Semana Médica, 17 de enero de 1895, p. XXIV.

28 La Semana Médica, 15 de julio de 1897, p. CCCCXLVII.

29 La Semana Médica, 18 de noviembre de 1897, p. DCCXLIII.

30 La Semana Médica, 24 de junio de 1897, p. CCCCII.

31 A ese listado podríamos sumar los “Verdaderos Collares electro-magnéticos Royer”, indicados contra las convulsiones y para facilitar la dentición de los niños (El Nacional, 19 de agosto de 1889), o el “braguero electro-médico” de los doctores Marie (de París), “que contrae los nervios, fortalece sin conmoción y sin dolor, y asegura la curación radical” de las hernias; El Diario, 18 de marzo de 1891.

32 Quizá haya que encadenar la consolidación de ese mercado sanitario con la irrupción de una nueva entidad patológica: el consumo problemático o la adicción. Ramos Mejía acopió desde bien temprano (1884) informes referidos a estos nuevos consumidores de sustancias, con los que se topó durante su trabajo en el servicio de enfermedades nerviosas del Hospital San Roque (al respecto, véase infra, capítulo 5). El médico se detuvo sobre todo en los bebedores irreprimibles del bromuro de potasio (los “bromiómanos”), una droga muy usada en el tratamiento de la epilepsia, así como de la nerviosidad o la histeria (Ramos Mejía, 1889c; 1893b). El caso más ilustrativo es el del joven de 30 años, de buena familia, que tras años de intenso trabajo intelectual, comenzó a sufrir molestos síntomas nerviosos, característicos de la neurastenia (insomnio, palpitaciones, tedio, falta de memoria, cansancio, vértigo). Consultó a un médico, quien restó importancia al cuadro; “Pero como el paciente insistiera, recetóle una poción con bromuro de potasio” (Ramos Mejía, 1889c: 155). Ese fue el inicio de su calvario, pues de inmediato se hizo adicto a esa droga. Solía entrar a cualquier botica, pedir un frasco de su sustancia, y beber de un trago hasta la última gota. Otro paciente, un conocido abogado, había desarrollado una tan notoria dependencia al bromuro, que siempre llevaba consigo una botella con el medicamento. La sola conciencia de poseer su remedio en el bolsillo, bastaba muchas veces para devolverle la tranquilidad (Ramos Mejía, 1889c: 161). Su adicción había tenido un origen similar: una noche, luego de un baile en el Club del Progreso, se vio preso de tal excitación nerviosa, que un médico le recomendó la ingesta de bromuro de potasio; desde ese día fue incapaz de prescindir del elixir, al que llamaba “el agente vivificador de su vida”. Incluso la prensa general se hizo eco de esas nuevas adicciones. A modo de ejemplo, a comienzos de mayo de 1890 una mujer de 32 años ingresó al servicio de enfermedades nerviosas que Ramos Mejía dirigía en el Hospital San Roque; deseosa de combatir su asma, hacía tiempo había comenzado a consumir morfina por medio de inyecciones, y en el momento actual no podía vivir sin esa sustancia; “Un caso de morfinomanía en Buenos Aires”, Sud-América, 8 de mayo de 1890. Ya en 1886 Meléndez había tratado en el Manicomio a otro asmático que, a resultas de la prescricpión realizada por un facultativo, había desarrollado una triste adicción a la morfina. Alertada del hecho, la familia del sujeto lo obligó a suspender de improviso su consumo, a raíz de lo cual desarrolló un cuadro de excitación maníaca (Meléndez, 1886).

 

33 Meléndez, el gran alienista porteño de fin de siglo, supo captar con mucha sutileza el estigma que llevaba consigo el diagnóstico de locura. En uno de sus textos señaló: “Más de una ocasión me ha acontecido encontrar en la calle a un ex-orate, que no quiso mirarme a la cara, demostrando en su rostro la vergüenza de algo que ya pasó; y sin embargo, esa persona es uno de los locos que más trabajo me dió y el que me prodigó palabras más groseras y soeces, amenazó y escupió en la cara. Estas circunstancias no son las que le avergüenzan; es el recuerdo de la vesanía!” (Meléndez, 1881b: 243).

34 A modo de ilustración, cabe citar el negocio de Jorge Tuati y Cía., ubicado en Cerrito 158. Según el anuncio aparecido bajo el rubro “Electro-homeopatía” de la Guía Kraft de 1889, ese local oficiaba de “Depósito General de Electro homeopatía, botiquines, libros, vino puro de Jerez para enfermedades, Tratamientos especiales” (Guía Kraft, 1889: 398).

35 “Remedios secretos”, Sud-América, 6 de diciembre de 1890.

36 Según la fuente que estamos siguiendo aquí, esa farmacia fue pionera en una estrategia de marketing que interesa particularmente a nuestra argumentación: el servicio de reparto a domicilio (efectuado a partir de 1893 en un vistoso coche tirado por caballos, cuya fotografía puede ser consultada en [Anónimo, 1942: 11]). Ese servicio realzaba aun más, a nuestro entender, el estatuto de producto de consumo de las mercaderías despachadas en una farmacia; las transformaba en un objeto que uno podía recibir en su domicilio, anulando las mediaciones (guardapolvos, recetas, libros de registros) que recordaran su inscripción en un universo profesional sanitario.

37 Censo General, 1887, Tomo II, pp. 213-214.

38 “Farmacéutico apercibido”, El Correo Español, 29 de diciembre de 1889; “Los farmacéuticos y las parteras”, Sud-América, 7 de marzo de 1890; “Por ejercer la medicina”, Sud-América, 24 de enero de 1890. Unos años antes, un médico había sentenciado: “Vienen a aumentar el número de individuos que ejercen el arte de curar, notablemente los farmacéuticos que ordenan y expenden al mismo tiempo remedios contra un sin número de males; el campo de las afecciones venéreas y de niños, es para los últimos el terreno más fértil” (Wernicke, 1880: 80).

39 “Boticario-médico”, Sud-América, 2 de febrero de 1891; “Farmacéuticos curanderos”, Sud-América, 22 de abril de 1891; “Multa a un farmacéutico”, El Correo Español, 8 de abril de 1892. Al respecto, véase González Leandri (1999: 154).

40 “La farmacia en decadencia”, Revista Farmacéutica. Órgano de la Sociedad Nacional de Farmacia, Año XXXI, Tomo XXVIII, 1, 1 de enero de 1889, p. 2; véase también “Redacción”, Revista Farmacéutica, Año XXIX, Tomo XXVI, 6, 1 de junio de 1887, pp. 185-187. Esa utópica autopercepción de los farmacéuticos daría lugar a descripciones de abnegación igual de bucólicas que las utilizadas por los médicos; así, la Sociedad Nacional de Farmacia clamaba por una unión de todos los que “hacen de la farmacia un sacerdocio, no un comercio”; “La unión constituye la fuerza”, Revista Farmacéutica, Año XXXII, Tomo XXIX, 3, 1 de marzo de 1890, p. 82.

41 Estanislao Zubieta, “Equívoca interpretación de las palabras botica y farmacia, boticario y farmacéutico”, Revista Farmacéutica, Año XXX, XXVII, 9, 1 de septiembre de 1888, pp. 311-314.

42 “La farmacia en su carácter comercial, científico e industrial”, Revista Farmacéutica, Año XXXII, Tomo XXIX, 9, 1 de septiembre de 1890, p. 310.

43 “Intereses profesionales”, Revista Farmacéutica, Año XXIX, Tomo XXVI, 11, 1 de noviembre de 1887, p. 366.

44 Roberto Arlt, “La decadencia de la receta médica”, El Mundo, 9 de enero de 1929.

45 “Departamento Nacional de Higiene”, Sud-América, 14 de abril de 1891.

46 “La farmacia, los médicos y las especialidades”, Revista Farmacéutica, Año XXXI, Tomo XXVIII, 8, 1 de agosto de 1889, p. 270; véase también “Las especialidades y la farmacia”, Revista Farmacéutica, Año XXXI, Tomo XXVIII, 9, 1 de septiembre de 1889, pp. 308-311; “Especialidades farmacéuticas”, Revista Farmacéutica, Año XXXIII, XXX, 4, 1 de abril de 1891, pp. 136-139.

47 El Diario, 8 de abril de 1891.

48 Julio Méndez no trepidó en utilizar, con los pacientes del Hospital San Roque, el Fernet Branca para tratar la constipación (por vía oral y rectal), tal y como quedó consignado en un informe de la principal revista galénica; “Tratamiento de la constipación por el Fernet Branca”, La Semana Médica, 20 de septiembre de 1894, p. 278.

49 La ordenanza (del 29 de abril de 1882) puede ser consultada en la Guía Médica Argentina, Año I, 1899, pp. 16-17.

50 Un autor al que volveremos en el capítulo 4 denunció el éxito de la venta de vinos y licores con supuestos agentes terapéuticos: “En parte influye la moda en la generalización de su empleo, no habiendo casi madre de familia que no compre a sus hijos anémicos o dispépticos, los vinos aperitivos o tónicos de tal o cual fabricante, lo cual será muy bueno para el droguista como objeto de lucro; pero muy malo como prescripción medicamentosa” (Paladini, 1891: 181). Para citar tan sólo un ejemplo, el “Vino uraniado Pesqui” era promocionado para la “curación del Diabetes”, pues hacía “disminuir de un gramo por día el azúcar diabético”; El Diario, 11 de marzo de 1891.

51 Aludimos a la ley de ejercicio de la medicina sancionada el 18 de julio de 1877 en el ámbito de la provincia de Buenos Aires (que unos años más tarde adquirió vigencia en el ámbito de la Capital) (Coni, 1879: 111-120).

52 “Departamento Nacional de Higiene”, Revista Médico-Quirúrgica, 1882, 19, p. 51.

53 “El curanderismo”, Revista Médico-Quirúrgica, Año XVI, 12, 23 de septiembre de 1879, p. 243.

54 “Redacción”, Revista Farmacéutica, Año XXXI, 6, 1 de junio de 1889, Tomo XXVIII, pp. 191-194.

55 “Médicos y farmacéuticos”, Revista Farmacéutica, Año XXXII, Tomo XXIX, 8, 1 de agosto de 1890, p. 271.

56 “Médicos y farmacéuticos”, El Diario, 23 de abril de 1891.

57 “El ejercicio de la farmacia y la venta de los medicamentos”, Revista Farmacéutica, Año XXXIII, XXX, 4, 1 de abril de 1891, pp. 125-128.

58 La Revista Farmacéutica ya había condenado esa práctica, reclamando “disposiciones que limiten el vergonzoso tráfico de las regencias, y de las especialidades de componentes desconocidos, que hacen del farmacéutico agente del curanderismo”; “La farmacia en decadencia. Las causas”, Revista Farmacéutica, Año XXXI, Tomo XXVIII, 2, 1 de febrero de 1889, p. 43; véase también “Redacción”, Revista Farmacéutica, Año XXX, XXVII, 12, 1 de diciembre de 1888, pp. 410-413. Otra infracción frecuente era que los “dependientes” o empleados de las farmacias carecieran de la autorización para ejercer, que debía ser obtenida mediante un examen; según Ramos Mejía, cuando en enero de 1892 se hizo cargo del Departamento de Higiene, pudo comprobar que solamente en 36 de las 204 farmacias de la Capital los dependientes contaban con la respectiva habilitación (Ramos Mejía, 1898: 505). Recién en 1905, con la sanción de la ley 4687, se alcanzó una primera regulación de la actividad farmacéutica, poniendo serias restricciones al lugar ocupado por los “idóneos” y dependientes (Otero González, 2013; Dussaillant, 2015).

59 “Farmacéuticos, dentistas y parteras”, La Nación, 7 de marzo de 1890.

60 “Farmacia. Relaciones entre los regentes y propietarios de farmacia”, Anales del Departamento Nacional de Higiene, Año 1 (4), p. 212; “Departamento Nacional de Higiene”, Sud-América, 24 de abril de 1891.

61 El Censo, en sus “Estudios de los resultados del censo de las industrias”, elaborados por Manuel Chueco, daba cuenta de cuán extendido estaba el hábito de la falsificación de productos farmacológicos o similares. Refiriéndose a las fábricas de perfumería, señalaba que la mayoría de ellas “trabajan principalmente en falsificaciones más o menos groseras de los productos de las más afamadas fábricas extranjeras; falsificaciones que venden para las casas de negocio de la campaña y pueblos de la provincia”, Censo General, 1887, Tomo II, p. 335. Carecemos de estudios históricos acerca de la falsificación de sustancias higiénicas o farmacológicas en Buenos Aires, pero la lectura de las sentencias firmadas por el juez Francisco Astigueta permite extraer dos conclusiones preliminares: por un lado, la gran extensión del delito en la ciudad, y por otro, la dificultad de probarlo. En muchos casos lo único que las pesquisas logran certificar es que el denunciado poseía los productos falsificados para su venta o distribución (Astigueta, 1905: 134).