Parálisis onírica

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La esencia del otoño y el gobierno de la culpa

El verano quedó sepultado por un otoño que empezaba a manchar las veredas de amarillo. El aire en el barrio olía a hojas secas ardiendo a fuego lento. Mamá iba a hacer milanesas con puré. Camino a la verdulería, pensé en el fuego y en lo que me dijo ella cuando le pregunté qué pasaba con la gente mala.

—Se van al infierno. Un lugar donde vive el diablo. La gente mala cae ahí: los pecadores, los asesinos, los homosexuales y los travestis. —dijo ella, mientras cosía un botón que me habían arrancado del delantal.

—¿Y si me porto bien a dónde voy? —le expresé con temor.

—Al cielo. A donde vamos todas las personas buenas. A vivir con dios y los animales. En ese lugar no muerden y podés subirte a elefantes las veces que quieras. —me dijo mamá tratando de entusiasmarme.

Caminaba por el barrio pensando en si yo había sido bueno y después malo, o si en realidad era malo y me estaba convirtiendo en bueno. Me confundí y dejé la respuesta para otro día.

Mamá seguía de novia con Diego, a quien le empezamos a decir “Tete”, y era feliz porque ya no nos faltaba nada. Me hice amigo de Tete y me empezó a caer muy bien que no le importara ser mi papá, pero igual necesitaba que me respetara como a un hombre. Una tarde me pidió la mano de mi mamá. No para casarse, simplemente para marcar su territorio y que yo lo aceptara como un posible miembro de mi desarticulada familia. Le cedí la mano de semejante reina, mientras puse miradas recelosas.

Establecí la paz de esa forma: aceptando sus condiciones, y después del sangrado exacerbado, y de ver a mamá llorar hasta que los ojos se me apagaron, sentí que no era capaz de hacerle ningún mal.

La amaba, mirarla me producía culpa. ¿Cómo pude odiarla? ¿Cómo pude odiarla? ¿Cómo pude odiarla? No lo sé, de pronto el amor me invadía al verla reír y hacerme chistes. El olor a hojas secas y quemadas me embriagaban de felicidad aquellas tardes. Cada puesta del sol parecía un cuadro totalmente distinto al del día anterior: esa era la esencia del otoño, que sólo podía observar cuando era feliz, muy feliz.

A Francisco, donde esté

En el colegio me seguían llamando loco, pero no me pesaba tanto. Tenía un grupo de pequeños amigos que me querían por eso y yo me sentía contenido. Entre ellos, había uno que era alto (demasiado para nuestro curso) y era el que más me atraía cuando lo miraba. Su nombre era Francisco y me producía chispas en la panza cuando hablábamos o jugábamos a la mancha en las clases de educación física. A veces me despertaba confundido porque soñaba que jugábamos un partido de fútbol y metíamos goles. Soñaba que nuestro festejo eran besos, como los que veía en el canal I.Sat después de las 23:00 cuando mamá salía y me dejaba con la televisión prendida toda la noche. Nos empezamos a sentar juntos y yo le hacía la tarea de inglés. Era muy lindo verlo sumar manzanas y contar con los dedos, o cómo se acomodaba los anteojos cuando quería concentrarse. A veces nos decían que parecíamos novios, pero a mí no me molestaba. Ese chico realmente me gustaba y me producía lo mismo que veía que le pasaba a mis compañeros con las nenas. Soñaba una vida con él. Siendo amigos y novios para siempre. Con seis años para siempre. Pero todo plan se me destruía cuando recordaba las palabras de mamá sobre el infierno. El amor que le tenía iba a durar lo mismo que las hojas secas en esas montañas que mis vecinos, los más ancianos, hacían arder por las tardes. Pensar en amarlo para sufrir eternamente en el infierno me daba miedo, y todas las noches le pedía perdón a dios por ser así. Quería curarme, que mamá nunca lo supiera. El otoño había dado paso al invierno, y empezamos a usar muchos abrigos para ir al colegio. Francisco llevaba una bufanda que odiaba y yo le prestaba la mía, que tenía el escudo del colegio, porque quería verlo feliz. Cuando sonreía, su cara entera lo demostraba, su pelo rubio me recordaba a los dibujitos japoneses que mirábamos en esos años. Verlo con corbata y camisa me producía sensaciones en el corazón, un latido acelerado. Con solo verlo, la atmósfera cambiaba: el aula ya no era el aula, ahora era él y el aula, lograba resaltar en todos lados, en cualquier lugar donde estuviera. Empecé a ir a su casa. A mi casa no lo invitaba porque me daba vergüenza que las paredes no estuvieran pintadas ni el baño terminado. Me parecía una descortesía hacer pasar por esas condiciones inferiores a la persona más linda que había conocido. Mamá no sabía que yo le revisaba el ropero cuando no estaba. Cuando pude hacer mis expediciones con más tiempo, encontré un mazo de naipes porno (tiempo después, me enteré que era el mazo con el que Tete jugaba al truco en su trabajo de playero en una estación de servicio). Lo llevé a la casa de Francisco y empezamos a entender cómo funcionaban las relaciones entre seres humanos desnudos. Veíamos penetraciones, y nuestras mentes disparaban fuegos, ideas quemándose una y otra vez como hojas en las tardes de otoño. Nuestros conceptos de la vida se renovaban a medida que veíamos los naipes. Al parecer, que una mujer se pusiera tu pene en la boca daba placer. Y meterles el pene a mujeres aseguraba un gran placer para ambos. Eso se veía en las muecas de las fotos. Cuando había pasado media hora de estar mirando eso, Francisco y yo estábamos excitados. Era la primera vez que sentíamos el peligro de estar mirando algo prohibido y al mismo tiempo compartiendo el ritual. Nos empezamos a poner más cerca uno del otro hasta que él, más alto que yo, se puso detrás de mí y empezó a refregarse contra mi espalda. Cuando chocaba con mi espalda, largaba respiros cortitos, mientras yo miraba los naipes sin moverme de mi lugar. Su mamá entró en la habitación. No nos había encontrado en el patio y se preocupó. Para ese momento, era tarde. Su hijo y el amigo habían conocido qué significaba tener sexo. Nos encontró mientras yo pasaba las cartas de mano a mano y Francisco las miraba apoyando su cabeza sobre mi hombro y con sus brazos alrededor de mi cintura. La bandeja que sostenía con dos vasos de leche y Oreos se cayó al piso. Los ojos de la señora Galdberg se llenaron de lágrimas y dirigió una mirada fulminante (primero a mí, después a los naipes). Se acercó gritando “¡¿Qué mierda es eso?!”, y se ofuscó cuando vio las imágenes pornográficas. Se fue llorando. Mamá vino a buscarme a los diez minutos, o quizás tardó menos. Sus ojos se veían llorosos. La mamá de Francisco me acompañó hasta la puerta. Intercambiaron miradas sin decir nada y cuando me di vuelta, la imagen de Francisco al fondo del living desapareció tras un portazo de furia que su mamá no dudó en hacernos llegar a modo de mensaje, de código. Fuimos caminando en silencio con mamá. Ella no decía nada y yo sólo podía pensar en lo que habíamos hecho con Francisco. ¿Sólo yo me quemaría en el infierno por haberlo provocado o él también iba a ser castigado por abrazarme y fregarse sobre mi espalda? Esa noche me desperté gritando. Había tenido una pesadilla en la que él estaba con la ropa del colegio. Atado a una piedra. Había fuego por todas partes, se completaba la escena con gritos y llantos. Yo quería ayudarlo pero no podía. Las sogas estaban atadas muy fuerte. Él lloraba, yo también. Lo veía desarmarse, convertirse en un pequeño esqueleto negro que suplicaba por su vida. Al día siguiente, la maestra nos reubicó en lugares distintos. No nos permitían sentarnos juntos. A la semana siguiente tampoco nos permitían hablar. Francisco estaba rígido y me ignoraba. Durante las clases me dirigía miradas de odio y no le interesó que le devolviera las 50 figuritas de Dragon Ball que le había pedido prestadas para dibujarlas. Lo veía tan incómodo con su bufanda, y como me acordé de que siempre él decía que le hacía picar el cuello, no tuve mejor idea que esperar a que todos se fueran al recreo y, cuando el salón se encontraba vacío, le dejé mi bufanda que tenía el escudo del colegio y las letras M y V bordadas con hilo rojo. A la mañana siguiente vino con las manos quemadas. En su versión, apoyó las manos, sin saberlo, en los cubre hornallas, que ardían. Tiempo después nos enteramos de que fue un castigo de su padre. Con las manos quemadas y llenas de pomada, Francisco asistía sólo para escuchar las clases. Con el tiempo dejó de venir y cuando ya habían pasado más de dos meses, lo vi con otro uniforme. En otro mundo, en otra escuela. Conquistando chicas. Sin loquitos. En cambio, yo, me quedé en el mismo lugar de siempre. Siendo “el loquito hijo de padres separados” y ahora una nueva palabra para la tortura diaria: maricón.

1998
Reconstrucción de mi primera fobia

Mamá se había separado de Diego, Tete, y argumentaba que no podía amarlo. Que no le salía. Durante esa temporada, mi casa fue habitada por tres mujeres que vivían, trabajaban y ayudaban a que la casa siempre estuviera limpia. Eli, con su hija Ivana, y Analía siempre estaban predispuestas a cumplir mis caprichos. Las dos más grandes me trataban como a un hijo más. El problema era Ivana. Ivana estaba enamorada de mí. Teníamos siete y ocho años y nos peleábamos todo el tiempo porque esa era nuestra forma de gustarnos. Más tarde me daría cuenta de que mucha gente, sin importar la edad, pelea a otras para buscar una tensión. Van al choque sólo para pelear, reconciliarse y vivir del abrazo corto que se genera después de aclarar los tantos, de solucionar los problemas hasta la nueva pelea. Compartíamos la habitación y cada uno dormía en una cama distinta. A veces ella se enganchaba mirándome mientras yo leía el horóscopo de los diarios que traía mi abuela. Buscaba, en todos, mi signo: Libra, y leía atentamente que no anunciara ninguna tragedia ni la llegada de papá. La parte de salud y amor la pasaba por encima. Esa tarde Ivana estaba muy histérica y me peleaba. Le pregunté qué le pasaba y si ya estaba en la edad en la que le sangraba la concha. Ella se ofendió y se fue llorando a contarle a la madre. Yo no entendía qué la había ofendido, era algo muy común en las mujeres: sangrar y volverse ciclotímicas, según había leído en un trabajo de “Salud y Adolescencia” que mi prima Micaela había olvidado sobre una mesa. También advertía cambios hormonales y dolor de ovarios. Aunque no me podía imaginar a los ovarios. En mi cabeza eran dos albóndigas. Al rato llegó mamá y me gritó que cómo puede ser que le diga semejantes cosas a la pobre Ivana. Yo me puse rojo de furia, pero ya no sentí odio hacia mamá por lo que nos había hecho. De pronto sentí que si empezaba a tratar bien a Ivana podría convertirla en mi novia, y así dejaría de pensar en el infierno. El colegio se seguía llenando de chicos lindos y todos me resultan atractivos. En los recreos pensaba si habría más personas como yo y fantaseaba con quiénes serían, quiénes podrían serlo. Al cerrar los ojos, me imaginaba un infierno con poco fuego y personas que hacíamos una ronda y bailaba en celebración de la libertad. Le pedí perdón, y ella me sacó la lengua desde lejos, sonriendo de satisfacción. A la hora de la siesta, agarré mi bici y salí a ver a mis amigos del barrio. A mamá eso no la hacía muy feliz, pero a mí no me importaba, necesitaba verlos y que me enseñaran cómo conquistar a una mujer sangrante y hormonal como Ivana. Uno de ellos, Charo, un niño lleno de cicatrices en la cara y con dientes saltones, me dijo «Lo mejor que podés hacer es lograr que se ría. Hay que hacerle una joda». Lo dijo buscando complicidad con los demás. Al cabo de dos segundos, el entusiasmo se volvió contagioso y todos me ayudaron a cumplir con mi objetivo: conquistarla y que sea mi novia, mi secreta salvación. Empezamos a idear el plan. —Hay que llamarla, tiene que ser en la canchita. Tiene que venir sola. Entonces vos le decís que cierre los ojos y ahí es cuando la hacés reír. —dijo Charo mientras se mordía los labios y miraba de reojo a los chicos más grandes. —¡¿Cómo, cómo?! —le decía yo a él y a todos. —Como conquistó mi tío a mi tía. Le puso un sapito en la cabeza y la despeinó. —Se empezaron a reír a carcajadas—. Que ella le partió la jeta de un beso. —Hay que buscar un sapo —dijo Bebu, uno de los chicos más grandes. El más serio y el más callado. Encontraron un sapo negro y grande. Lo pusieron en una servilleta de papel que yo traje de casa cuando volví de decirle a Ivana que en media hora la esperaba en la canchita. Ella sonrió y miró hacia el piso. Su cara se puso roja de forma paulatina. ¿Acaso eso era sentir amor, ponerse rojo y sonreír porque el corazón te galopa con fuerza cuando alguien te quiere ver un rato, lejos del mundo para tener un poco de intimidad? Me lo dieron envuelto como si fuese una piedra. El sapo envuelto era húmedo y se asemejaba a tener una bombita llena de agua. Todos corrieron a esconderse entre los pastos más crecidos para mirar la escena desde la primera fila. Ivana vino. Trajo su bici Aurora, que tanto me gustaba pero que jamás accedía a prestarme y sólo la podía usar a la mañana, cuando ella estaba en el colegio. Se acercó hacia donde yo estaba y no paraba de sonreír. Me arrebató un sentimiento de entusiasmo. Ya quería probar los labios de una mujer sangrante y hormonal. Verla con esa bici, con su pelo largo y sus ojos marrones, su remera rosa y los pantaloncitos con flores celestes y blancas hizo que empezara a actuar como si realmente me gustara ella, mientras hacía esfuerzos para no reírme de aquello que después recordaría como crueldad. Ivana se acercó más, podía ver que estaba nerviosa y masticaba chicle. —En “Mi primer beso” lo hacen con los ojos cerrados —dijo ella. Se sentía olor a menta saliendo de su boca. —Bueno. A ver cómo sale —le dije yo. Y la vi cerrar los ojos en cámara lenta. Me acerqué lentamente a su boca mientras, con los ojos cerrados, tanteaba en mis bolsillos en busca del sapo. Cuando por fin lo tuve agarrado del lomo, lo saqué y se lo puse en la cabeza. El sapo se infló por toda la situación tortuosa y el estrés al que lo había sometido hasta cumplir mi misión. Ella se quiso escapar, pero fue imposible. Tomé su pelo con las dos manos y empecé a enredar los mechones con el sapo. Ella gritaba y se revolcaba en el piso. Todos los chicos asomaban la cabeza por el pastizal crecido y se reían. Ivana gritó de terror una vez más y empezó a sacudirse en el piso. De su boca salía una espuma débil. Todos salieron corriendo. Me habían dejado solo con ella sacudiéndose frenéticamente y un sapo en su cabeza. Corrí a casa y avisé a todos. Tenía lágrimas en los ojos y remordimiento en la sangre. La había matado. La maté. Maté a Ivana, la pobre inocente que no llegó a besar a un hombre antes de morir. ¿Qué hicimos? ¿Qué hice? Todos se habían ido corriendo y me habían dejado solo con su cuerpo tirado en la canchita. Y el sapo. El sapo de mierda, que no tenía ninguna culpa y fue tan víctima de mi maldad como ella. Había matado a Ivana, pero no sabía cómo explicarlo. Eli corrió detrás de mí y en su mano tenía un cinto. Llegó a donde estaba Ivana y se sentó en el piso al mismo tiempo que trataba de abrirle la boca. El sapo saltaba, a la distancia. Mamá llegó al minuto. Traía agua y me miraba como buceando en mi mente, tratando de sacar la verdadera razón por la que Ivana estaba así. Yo no podía mirarla a los ojos. Temblaba de pies a cabeza mientras Eli me pedía que pusiera el cinto sobre los dientes de la pequeña Ivana cuando lograra acomodarle la lengua. Su cara, su lengua enrollada hacia su garganta. Sus gritos. La espuma en su boca. Su pantalón mojado con orina. Sus pelos despeinados. Su cuerpo sacudiéndose como si alguien la hubiese sometido a una terapia de electroshock. Yo la sometí a eso. ¿Qué le hice? Yo sólo quería hacerla reír y que fuera mi novia. ¿Qué le hice? ¿Por qué todo me sale mal? ¿Por qué? El sapo saltaba a lo lejos y me miraba fijo, antes de sumergirse en los pastos, donde reinaba comiendo mosquitos. —Ya está. Ya está, mi cielo —le susurraba Eli mientras la acurrucaba en sus brazos, y se oía la sirena de la ambulancia. — ¿Qué le pasó, Mati, vos no tuviste nada que ver, no? —me dijo Eli mientras yo comencé a llorar y acepté mi culpabilidad, porque nunca pude mentirle a ninguna madre que me mirara a los ojos. Ni a la mía ni a las que pudiera llegar a sentir como mías. —Fue un accidente, yo no sabía que le podía pasar eso. —se lo dije y rompí en llanto. —Es que desde los cinco años que Ivi no tenía un ataque de epilepsia. Pensamos que era cosa del pasado. Pero no —dijo Eli con amargura. La ambulancia ya estaba afuera y los médicos bajaban para llevarse a Ivana. Mamá no quiso acompañarlas. Se quedó conmigo mientras la ambulancia se iba. No me hablaba y sus ojos estaban chinos, como rendijas. Estaba planeando algo. Lo sabía. Miró el piso y levantó una botella de agua. También estaba el cinto con el que evitamos que Ivana se ahogara con su propia lengua. Mamá juntó todo y sólo dijo «vamos». Cuando llegamos a casa, me tomó por la remera y me llevó a su cuarto. Dos cachetazos en la cara y unos «¿por qué?» para que los golpes tuvieran más fuerza. Mamá estaba fuera de sí y me gritaba si me gustaba eso que estaba pasando. Yo sólo pensaba en Ivana largando espuma por la boca y el sapo depositado en su cabeza. Lloraba, no por los golpes que estaba recibiendo, lloraba por ser un fracasado de mierda igual que mi papá. Estaba siendo igual que él. La profecía que me gritaba mamá cuando se enojaba era real. No había forma de escapar de ahí. Eli se fue de casa al día siguiente y antes de irse me estrechó contra sus pechos y me besó la cabeza. Derramamos lágrimas entre los dos. Aunque las mías tenían el condimento amargo, una esencia de culpa y remordimiento, recibido como castigo por haber provocado un tsunami de convulsiones en el cuerpo de su hija. Mamá estuvo sin hablarme un par de días y la tensión se rompió el día que Julio, su mejor amigo, nos contó que tenía novia.

 

Noche bisagra VOL I

Se llamaba Mirtha. Era una mujer de pelo corto y rubia gracias a la tintura barata que usaba. Con tatuajes en sus brazos y una M en su dedo índice.

Su carácter era explosivo y nos hacía reír. Mamá siempre le remataba sus anécdotas con «Estás loca, mujer, loca», mientras ella se reía y sacaba la lengua, adornada con un aro, una pelota plateada y chiquita que, sin disimulo, llamaba mi atención. Jamás había visto a alguien con la lengua perforada. Se le notaba en los ojos: estaba rota, su espíritu lucía roto y fragmentado. Sin embargo y una vez más, las puertas de mi casa se abrieron para recibirla.

Todos éramos felices con la noticia de que Julio, el tío Julio, había conseguido una mujer para transitar la vida. Yo los miraba reírse y añoraba con esperanzas que eso me pasara alguna vez a mí. Todavía me acordaba del infierno, de Francisco y la bufanda que le prestaba para que se sintiera cómodo.

Mamá y el tío Julio habían empezado a salir casi todos los días. Mientras yo cuidaba a mi hermanita y al mismo tiempo éramos supervisados por mi abuela Olga. Quién además pagaba por mi educación y apostaba a que siguiera leyendo con tanto ímpetu.

El inicio de un fin de semana largo, la mejor fecha elegida para salir en familia, mamá organizó una gran caravana con sus amigos y amigas. Fuimos todos a Salto Argentino y nos quedamos varios días. Dormíamos en carpas y durante el día corríamos detrás de una pelota con todos mis primos y los hijos de los amigos de mamá. Lo que había pasado con Ivana ya no me atormentaba tanto. Pero había desarrollado un rechazo muy grande hacia los sapos. Ya no podía verlos ni en imágenes porque un escozor se manifestaba en mi cuerpo y los nervios se movilizaban enviando sangre revoltosa hacia mi cabeza y luego despedida por la nariz.

A medida que pasan los años, uno va descubriendo símbolos y situaciones que le remiten a una época en particular. En mi caso, mi niñez es una gran bolsa con frases como “pica para todos mis compañeros” y “catorce la perdí”. En ese mismo saco hay tardes enteras viendo cómo el sol descendía mientras tus días sólo se trataban de andar en bicicleta, ensuciarte, bañarte y dormir para repetir lo mismo al día siguiente. En el saco de mi niñez siempre hay lugar para los bichitos de luz, que pululaban en las noches veraniegas de José C. Paz. Aunque hay algo de la niñez que jamás se olvida: ese truco de magia que sucedía cuando, exhausto de tanto jugar y correr, te dormías —en casas ajenas o en la tuya— y despertabas en tu habitación. A salvo y en tu cama, con el olor de tus sábanas y el suave roce de tu almohada, ese pedazo de nube dentro de una funda con planetas y estrellas.

Y ese domingo, volviendo de Tigre, me quedé dormido en los brazos de mamá y aparecí en su habitación. En la oscuridad, me bastó con tocar su frazada que me hacía picar el cuerpo para darme cuenta de que estaba durmiendo en su lecho.

A mi lado, se sentía una presencia y un vaho que resultaba de la mezcla entre sudor y alcohol. Tuve miedo, pensé que la cosa negra que papá había dejado en casa nos había encontrado de nuevo y me quería torturar. Pero no. Esta vez no se trataba de una parálisis de sueño. Tenía los ojos abiertos y me podía mover, era algo real.

Estiré un brazo y con la mano toqué una cabeza. Lo primero que entendí fue que era alguien de pelo corto quien descansaba cerca de mí. Una mano ajena agarró la mía y se la empezó a refregar por todo el pelo. Mi corazón empezó a acelerarse de miedo cuando descubrí que esa cabeza además tenía labios y dientes. Una lengua áspera me empezó a lamer los dedos. Mi quietud era total, el miedo me ataba a la cama con cuerdas invisibles.

El cuerpo se acercó más al mío. Su cabeza pegada a mi espalda. El perfume barato que se compraba en las revistas de Avon. Logré identificar a Mirtha acostada y no entendía por qué me estaba chupando los dedos. Su aliento etílico ahora inundaba todo el cuarto, o el pequeño cuarto donde se alojaba mi cerebro paralizado por el miedo.

Puso su nariz a la altura de mi nuca y empezó a darle lengüetazos suaves. Era similar a que te pongan una babosa hervida que, desenfrenada, recorre tu cuello.

Siguió con sus manos. Las sentí recorrer mi cuerpo, primero mis costillas, después mis piernas. Volvieron a subir y dieron un paseo por mi pelvis. Intentó meterse en mi slip de Pokemon. Y fue ahí cuando me moví un poco. Captando el mensaje y con astucia de serpiente, sacó sus manos de ahí y continuó saboreando mi cuero cabelludo.

Esperaba con ansias el momento en el que alguien prendiera la luz y me salvara de lo que estaba pasando. Pero eso no pasaba, no llegó a pasar. Ella se puso sobre mí y su lengua quería avanzar hacia mi boca. Su aliento alcohólico en la oscuridad fue una pesadilla recurrente en los años que siguieron.

 

Cuando sus labios tocaron los míos, tuve una erección. Cuando sus manos por fin se abrieron pasos a mis pequeños genitales, sentí que lo disfrutaba. En la oscuridad, con una mujer borracha que estaba abusando de mí y la esperanza de que ese fuese mi bautismo para dejar de gustar de chicos y no quemarme en el infierno. Intentaba meterme su lengua pero no había caso, su aliento me llegó a producir arcadas y tosí, rompiendo el silencio cargado de tensión que se percibía en el aire.

Ella dejó de aprisionar su cuerpo contra el mío y me liberó. Me senté en la cama y traté de distinguirla en la oscuridad. Mamá me había hablado de la primera vez y qué significaba tener sexo. Se lo pregunté cuando leí la frase “hacer el amor” en un programa que veíamos en el canal I.Sat.

Pero yo no había tenido ni mi primera vez ni había tenido sexo con ella. Una tipa que durante todo ese tiempo me había sonreído y a la que yo, de forma afectuosa, llamaba “tía”, me había tocado, besado e instaurado el secreto que en los años siguientes hizo de mí alguien corrupto, odioso y de sueños rotos. Mi vida había sido embarcada en un túnel oscuro sin fin. Durante los años siguientes, vivir para mí fue insoportable, me apegaba al dolor y buscaba golpearme sin parar. Sin esperanzas de volver a ver luz, sin chance de esconderme del caos.