Emergencia, Derecho y objetividad

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Sin embargo, con el desarrollo de mis investigaciones no sólo se fueron haciendo cada vez más evidentes los motivos de esta equivocación, sino también los que explican otra equivocación de envergadura equivalente a la anterior, en este caso atribuible a un conjunto de perspectivas a las que bien cabría concebir ni más ni menos que como la contracara de aquel objetivismo ingenuo. Como veremos especialmente en los capítulos I y IV de este trabajo, tales serían las perspectivas que en cierta medida adoptan autores como Posner, Troper, Tusseau o Marazzita, y en las que cabe detectar la influencia de algunas corrientes filosóficas no siempre conciliables, como el decisionismo schmittiano, el contractualismo hobbesiano, el perspectivismo nietzscheano, el realismo jurídico italiano, el neopragmatismo rortiano, ciertas formas de constructivismo social y hasta el deconstruccionismo francés. Más allá de esta pluralidad de fuentes inspiradoras, hay algo que todas ellas parecen compartir y que podría resumirse en la convicción de que la verdad y, junto con ella, la objetividad, tan sólo representarían una manifestación de la voluntad de poder de ciertos actores. Por ese motivo, simplemente no habría espacio para un ‘control objetivo’ de las emergencias, o al menos no para uno que no se reduzca en última instancia al intento de reemplazar una perspectiva subjetiva por otra perspectiva no menos subjetiva —y, por ende, no menos arbitraria— que la primera. Para estos planteos, pues, la única clave estribaría en determinar quién detenta el poder. Una vez más, mi intuición es que ver las cosas de esta manera conlleva un grave error, pues la objetividad no sólo no es un ‘mito’, como creen algunos autores (cf. Najmanovich, 2016), sino que, correctamente entendida, permitiría hallar un refugio seguro desde el cual protegernos de la arbitrariedad de los poderes del Estado, sin que esto nos haga caer en una suerte de elitismo epistémico antidemocrático.

Como he dicho, los capítulos que recoge este volumen se gestaron entre los años 2014 y 2018. Todos ellos fueron publicados en su momento como artículos en diversas revistas jurídicas del medio local e internacional, si bien las versiones aquí contenidas difieren de las versiones originales. Tal es el caso, sin ir más lejos, del texto que conforma el Capítulo I, escrito inicialmente en inglés. En este capítulo, tal como se infiere de su título, intento realizar una aproximación uniforme a las emergencias y los desastres naturales, no porque entre estos fenómenos no haya diferencias ontológicas significativas —oportunamente, veremos que muchas emergencias poseen un componente sociocultural que no se encuentra presente en los desastres—, sino porque ninguna de estas diferencias sería estrictamente relevante para una evaluación objetiva de su ocurrencia. Aunque el capítulo haya sido el último en redactarse desde el punto de vista cronológico, la razón por la cual aquí encabeza este trabajo responde al carácter general de su contenido. Como comprobará el lector, puesto que allí es donde exploro con mayor detenimiento la noción de ‘objetividad’, será allí adonde deberá acudirse a fin de ampliar algunos de los principales supuestos filosóficos que se constaten en los capítulos siguientes. En este primer capítulo, además, defiendo un enfoque constructivista en materia moral fundado en la noción de ‘bienestar’, adoptando un compromiso que profundizaré en la última parte del Capítulo II, pero que también se hará evidente en etapas posteriores del trabajo.

A diferencia del Capítulo I, que posee una impronta generalista y marcadamente epistemológica, los capítulos restantes, comenzando por el Capítulo II, se abocan de lleno a analizar el modo como las principales instituciones políticas y jurídicas de Iberoamérica han lidiado con el instituto de la emergencia. Desde luego, su objeto de interés central viene dado por las actuaciones del Poder Judicial iberoamericano, fundamentalmente de Argentina, Colombia y España. Sin embargo, puesto que no es posible comprender dichas actuaciones sino como reacciones a lo que hace o deja de hacer el poder político, mucho de lo que diga en un plano de análisis (i.e. el jurisdiccional) irá inextricablemente ligado a lo que diga en los otros (i.e. el político y/o legislativo).

El Capítulo II, pues, pretende hacer explícitos dos presupuestos doctrinarios que colorearían las actuaciones del Poder Judicial a la hora de controlar la legislación de emergencia, para luego reflexionar sobre los compromisos valorativos que necesariamente tiñen el ejercicio de dicho poder y las implicancias políticas que esto genera. Es en este capítulo en el que intento tomar distancia del objetivismo ingenuo antes referido, el cual se vería reflejado en varios fallos judiciales.

En el Capítulo III, por su parte, ahondo en los mismos compromisos e implicancias tratados en el Capítulo II, pero ya no con la vista puesta en criticar al Poder Judicial, sino en evitar caer en el extremo opuesto, lindante en un decisionismo schmittiano condescendiente con el poder político. Con ese fin, exploro allí una serie de fórmulas tendientes a capturar lo distintivo de las situaciones de emergencia y expreso por qué ninguna de ellas estaría exenta de dificultades.

Y en el Capítulo IV, finalmente, tras repasar el diagnóstico efectuado, postulo una fórmula inspirada en un fallo del Tribunal Constitucional de España que, a mi modo de ver, estaría en condiciones de capturar qué son objetivamente las emergencias, sin incurrir en los errores a los que nos conducen las otras aproximaciones filosóficas. En comparación con el resto de los capítulos que integran el presente trabajo, sin dudas que este se trata del capítulo más propositivo. Por supuesto, la solución a la que arribo puede que carezca del carácter taxativo que muchos quisieran ver reflejado en un trabajo de pretensiones prácticas. Sin embargo, no puede perderse de vista que, como casi siempre ocurre en los terrenos de la política, la moral y el derecho, no hay recetas mágicas ni salidas definitivas (cf. Dworkin, 2017: cap. 7). A pesar de todo, confío en que la solución propuesta tenga al menos el mérito de alentar un debate que apunte reducir, hasta donde sea posible, la incertidumbre del futuro que se avecina.

1 Al respecto, véase Summary for Policymakers (Special Report: Global Warming of 1.5°C), el informe del año ٢٠١٨ elaborado por el IPCC, recuperado el ١٢ de febrero de https://www.ipcc.ch/sr١٥/chapter/spm/.

2 Una lista detallada de las inundaciones que tuvieron lugar en Norteamérica puede obtenerse del siguiente sitio: http://floodlist.com/america/usa; sobre las inundaciones y causas de las mismas en Latinoamérica, véase en especial Gascón, 2005.

3 En el Post Scriptum de este trabajo aludo al desafío que actualmente plantea para el derecho y la política la epidemia mundial generada por el Covid-19, un virus que tiene otros antecedentes históricos. Dos de ellos son, por caso, el SARS que hacia el año 2002 azotara a la provincia china de Cantón, o el MERS-Cov, detectado en el año 2012.

4 Al respecto, véase “Las inundaciones en Córdoba se deben a la deforestación y a la pésima administración ambiental, según especialistas”, Télam, recuperado el 14 de 2020, de https://www.telam.com.ar/notas/201502/95434-las-inundaciones-en-cordoba-se-deben-a-la-deforestacion-y-pesima-administracion-ambiental-segun-especialistas.html).

5 Al respecto, véase “Inundaciones: la mitad de Córdoba será declarada en emergencia”, La Voz del Interior, recuperado el 14 de febrero de 2020, de http://agrovoz.lavoz.com.ar/clima/inundaciones-la-mitad-de-cordoba-sera-declarada-en-emergencia.


Capítulo I

¿Qué significa ser objetivo?

Delineando una aproximación objetiva a las emergencias y los desastres naturales

¿Qué significa la noción de ‘emergencia’? Durante muchos años, la doctrina jurídica se esforzó en alcanzar una definición uniforme de la misma. El desafío tenía sentido. Como se infiere de algunos estudios empíricos, “la referencia abusiva a la emergencia como un pretexto para librar una batalla política de manera ilegal, así como para introducir modificaciones permanentes en la legislación sin respetar los procedimientos legalmente instituidos”, para citar a G. Tusseau, constituye un hecho reconocido incluso en sistemas constitucionales que contienen normas explícitas para regular lo que puede hacerse cuando se desencadenan circunstancias imprevistas (Tusseau, 2011: 500; cf. Camp Keith, Poe, 2004).6 En consecuencia, suponiendo que estemos comprometidos con los principios del Estado de Derecho y creamos en la existencia de mecanismos para controlar lo que hacen las autoridades políticas, es razonable pensar que una de las maneras más efectivas de hacerlo será contar con una definición de emergencia con los grados suficientes de uniformidad y precisión que la semántica respalde. Desafortunadamente, vistos en retrospectiva, tales esfuerzos han demostrado ser inútiles. Las emergencias, al menos en un sentido, justamente son “situaciones imprevistas” (Guibourg, 2003), por lo que parece más bien paradójico exigir por adelantado una definición de algo que nadie sabe muy bien cómo lucirá en el futuro.

 

A diferencia de la noción de ‘emergencia’, parecería que la noción de ‘desastre natural’ se presta menos a la manipulación política. Más aún, los enunciados sobre desastres naturales reclamarían un tipo de objetividad que no parece estar presente en muchos enunciados sobre situaciones de emergencia, excepto cuando esas situaciones constituyen el correlato de desastres naturales. Sin ir más lejos, comparemos eventos tales como terremotos o inundaciones, por un lado, con eventos como recesiones económicas o crisis de seguridad, por el otro. Mientras los eventos de la primera tipología generalmente concitan un acuerdo unánime sobre su ocurrencia, los eventos de la segunda tipología tienden a generar disputas interminables y puntos de vista irreconciliables. ¿Por qué sucede esto? ¿Será acaso porque los enunciados sobre desastres naturales, en contraposición a los enunciados sobre emergencias, se encuentran libres de valoraciones subjetivas? ¿O será porque los desastres poseen una dimensión ontológica que simplemente está ausente en las emergencias?

Muchas personas temen que, si este fuera el caso, la legislación de emergencia se volvería incontrolable, pues la referencia objetiva constituye el único antídoto en contra de la arbitrariedad política (Pampou-Tchivounda, 1983; Jestaz, 1968). Tanto en el presente capítulo como en los siguientes, sin embargo, intentaré despejar ese temor. Apelando a terminología de Searle (1997), argumentaré que incluso si pudiéramos asegurar para los desastres el tipo de objetividad ontológica que algunos les han adjudicado, esa misma objetividad ontológica que estaría ausente en las emergencias, nada de eso garantizaría que hayamos de contar con toda la objetividad necesaria para justificar decisiones políticas e innovaciones jurídicas. Junto a la objetividad ontológica a la que alude Searle, se ubican otras clases de objetividad, y muchas de ellas no sólo son necesarias, sino también suficientes, para arribar a decisiones justificadas que permitan enfrentar cualquier tipo de problema, sea un desastre natural o una emergencia pública. Por esa misma razón, a lo largo de este capítulo, la distinción conceptual entre emergencias y desastres, suponiendo que realmente exista, frecuentemente será minimizada.7

He aquí un esquema general del recorrido que seguiré en las próximas páginas. En la sección §1, ofreceré una caracterización general de la objetividad en relación a nuestras representaciones, concentrándome en uno de sus aspectos salientes, a saber: la precisión o exactitud. La elección de este aspecto es en cierto modo arbitraria, pero ella responde al único propósito de permitirnos entender de qué forma la objetividad suele ser aludida en los contextos prácticos. En la sección §2, me centro en la conexión que se constata entre la objetividad y nuestro universo de valores y propósitos, dada la importancia que esta cuestión ocupa en el ámbito de la filosofía práctica. En las secciones §3 y §4, seguramente las más importantes del capítulo, lidio con el problema de la objetividad en la justificación política y el razonamiento jurídico a la hora de evaluar la naturaleza real de las emergencias y los desastres naturales, entre otros tipos de fenómenos. Con ese fin, invoco una concepción constructivista del bienestar humano inspirado en autores como N. Rescher y J. Rawls. Y finalmente, en la última sección (§5), reflexiono sobre por qué hay razones para creer que los enfoques de inspiración schmittiana a las emergencias, muy en boga en la actualidad, deben gran parte de su atractivo a una negativa a ver todo lo que podría estar implicado cuando aludimos a la objetividad en los planos de la moralidad pública, el derecho y la política.

§1. Objetividad y discurso objetivo: hechos, representaciones y puntos de vista

“La noción de ‘objetividad’ —supo decir Gareth Evans— surge como resultado de concebir una situación en la cual un sujeto tiene una experiencia que involucra una dualidad: por una parte, está aquello sobre lo cual versa la experiencia (una parte del mundo) y, por otra, está la propia experiencia de eso (un evento en la biografía del sujeto)” (Evans, 1985: 277). Como un marco general para lidiar con la objetividad, la reflexión de Evans captura una verdad básica que cualquier enfoque haría bien en reconocer: la noción de objetividad involucra una dualidad, pues no puede funcionar sin apelar a la noción de subjetividad, como sea estas nociones se definan. No obstante, en tanto marco general, la reflexión resulta demasiado específica para llegar a proporcionar todos los elementos necesarios. Más aún, también parece inadecuada para proporcionar siquiera lo que podríamos denominar los fundamentos básicos de la objetividad. Por lo pronto, porque ella se centra principalmente en la distinción ontológica entre aquello que existe de cualquier modo [“that which is there anyway”] (Williams, 1997: 178) y aquello que no se puede concebir a menos que algún ser humano lo piense o lo perciba. Pero todos sabemos que la ‘objetividad’ comporta al menos otra distinción importante, a saber: aquella que separa a los objetos, eventos, propiedades o cuestiones de hecho cuyo conocimiento puede ser asegurado con independencia de algunas de nuestras características particulares o subjetivas, de los objetos, eventos, propiedades o cuestiones de hecho para cuyo conocimiento se requiere algo más específicamente subjetivo o relativo a nuestra propia identidad idiosincrásica (cf. Searle, 1997). Es en virtud de esta última distinción epistemológica que solemos considerar a los colores como objetivos y no, en cambio, al ‘sentido de humillación provocado por el trato de X’, aunque los colores puedan ser, según sostienen algunos autores, entidades ontológicamente subjetivas (Stroud, 1999: cap. 4). Sin incluir esta dimensión en la pintura final, cualquier aproximación a la ‘objetividad’ distará de resultar completa.

Hasta aquí, la objetividad ha demostrado poseer tanto una dimensión ontológica como una dimensión epistémica. ¿Pero qué sucede en relación con nuestro discurso? En el lenguaje de todos los días, la gente alude a lo que otros dicen recurriendo a términos como ‘objetivo’ y ‘subjetivo’. Así, por ejemplo, cuando llueve copiosamente y Pedro afirma (1) “afuera se cae el cielo”, Mario, su interlocutor, puede aceptar esta manera de hablar como objetiva, a pesar de su apariencia metafórica. Por el contrario, si Pedro intenta referirse al mismo hecho mediante el enunciado (2) “llueve como cuando era niño”, difícilmente Mario esté en condiciones de interpretar su afirmación en la misma liza. Debe notarse que cuando las personas eligen hablar del modo ejemplificado por (1), el éxito comunicativo casi nunca se explica por el significado literal de los términos empleados, como si ellos detentaran una suerte de poder misterioso para ponernos en conexión con los hechos (Pettit, 1991). Los enunciados cumplen sus roles dependiendo del contexto más amplio en el que tienen lugar, y no, en cambio, de los supuestos significados literales proporcionados por sus términos. Por eso, si (1) cumple un rol descriptivo y, por esa razón, se lo considera más objetivo que (2), eso no puede suceder porque (1) nos conecte con los hechos de un modo en que (2) no sea capaz de hacerlo. Pues, de hecho, (2) se muestra en perfecta forma para cumplir este fin: si asumimos, por un lado, que los recuerdos de Pedro son reales, los que incluyen representaciones de lluvias de cierta intensidad, y, por el otro, que Mario tiene acceso a estos recuerdos, el enunciado (2) lo tendrá todo. Sin embargo, el modo en que (2) nos conecta con los hechos parece al menos más indirecto que el modo en que (1) lo hace. Para expresarlo toscamente, ¿por cuántas experiencias diferentes deberíamos transitar antes de caer en la cuenta de que los recuerdos que tiene Pedro de ciertas tormentas se parecen exactamente a la tormenta que tanto él como Mario están experimentando? Seguramente que la validación de un enunciado como (1) no exige de nuestra parte un rodeo tan exhaustivo.

Es habitual que el discurso objetivo sea caracterizado por su nivel de exactitud o precisión (Potter, 1998; Williams, 2002).8 En este sentido, un enunciado como (3) “se ha producido un terremoto que causó un considerable número de víctimas y daños” luce, a priori, menos exacto que un enunciado que expresa que (4) “se ha producido un terremoto de magnitud 6 en la escala de Richter que causó 125 víctimas y la destrucción de edificios”. Por supuesto, si (4) fuera falso (i.e. el número de víctimas ascendiera a 80) y (3) fuera verdadero, (3) podría resultar para muchos más objetivo que (4). No obstante, sería un error caracterizar a (4) como subjetivo. Un enunciado falso falla en tener un referente; un enunciado subjetivo no lo hace. Todavía más, dado que (4) es falso, un enunciado semejante ni siquiera logra posicionarse como un candidato para un enunciado exacto en términos generales. Por la misma razón, dado que un enunciado verdadero es verdadero en virtud de su referencia, el mismo puede ser objetivo o subjetivo. Los enunciados ‘exactos’, ‘menos exactos’ o ‘inexactos’, pues, constituyen variantes posibles dentro del discurso verdadero, cuya propiedad viene determinada por los valores e intereses que nos gobiernan en un determinado contexto discursivo.

Por lo general, la exactitud se postula como una dimensión distintiva del discurso objetivo, en virtud de su enorme potencial para evaluar el grado de correspondencia que se da entre nuestros enunciados y los hechos. Los enunciados inexactos o cargados de vaguedad son mucho más difíciles de aceptar que los enunciados exactos y precisos, por la sola razón de que ellos dificultan el seguimiento de los hechos. La jurisprudencia ofrece numerosos ejemplos en este sentido. En España, como volveremos a corroborarlo en los capítulos que siguen, el Tribunal Constitucional rechazó un decreto de emergencia aprobado por la Legislatura en razón de que su preámbulo justificatorio contenía “fórmulas rituales de marcada abstracción y, por ello, de prácticamente imposible control constitucional”, como la referencia a la “cambiante situación de la economía internacional” o a la presencia de “nuevas oportunidades más variadas que… en etapas anteriores” (STC 68/2007, de 28 de mayo, FJ 10). Como veremos oportunamente, la posición del Tribunal español brinda un antecedente sumamente valioso para ensayar una fórmula evaluativa que incorpore el requisito de precisión entre sus características salientes (cf. infra, capítulo IV, sec. §5). De todas formas, por el momento, lo que quisiera hacer es explorar un asunto que está estrechamente emparentado con las cuestiones de la exactitud y la objetividad.

Al poner en jaque los enunciados descriptivos aludidos en el decreto legislativo, al Tribunal Constitucional español no se rehusó a considerar la naturaleza propositiva de la exactitud. Por el contrario, hizo precisamente eso, como lo revelan sus constantes referencias a lo largo del documento a los objetivos y necesidades entrevistas por los legisladores (STC 68/2007). Por eso, en opinión del Tribunal, la exactitud debe ser interpretada en estrecha relación con el universo práctico de necesidades, valores, objetivos e intereses. Sin embargo, parecería que hay al menos una manera alternativa para entender la exactitud, y, con ella, quizá también la objetividad. ¿Qué sucedería si los enunciados son concebidos no ya por su referencia a hechos que están allí afuera (sin importar lo que esto significa), sino como expresiones sinceras de representaciones empíricas que tienen lugar en nuestras mentes? ¿A dónde nos llevaría esto?

Como sabemos, las representaciones perceptivas en particular deben gran parte de su contenido a la perspectiva adoptada por su portador, tal como el grado de proximidad en el que se sitúe con relación a un evento determinado (cf. Moore, 1997: 9). De este modo, el enunciado (5) “hay una multitud marchando hacia el congreso”, formulado por un individuo que observa el fenómeno a 2 km de distancia y situado a la misma altura que la multitud observada (llamémoslo agente A), parece menos exacto que el enunciado (6) “a lo sumo hay 10.000 personas marchando hacia el congreso”, formulado por alguien que observa el fenómeno desde una distancia más corta y situado en la cima de un edificio céntrico (llamémoslo agente B). Si (5) es todo lo que la representación del agente A lo autoriza a decir, entonces (5) será todo lo exacto que puede ser juzgado desde su perspectiva. Mutatis mutandis, lo mismo puede decirse en referencia a (6). Tomado en sí mismo, ningún enunciado puede considerarse más exacto que el otro. Pero ahora supóngase que el agente C, situado al lado del agente B, debe decidir cuál de los dos enunciados es más exacto. Probablemente elegirá (6), debido a que comparte la perspectiva de B.9 No obstante, lo que él no podría decir es que (6) es más exacto si se lo juzga desde la perspectiva de A, ya que (5) es todo lo exacto que puede ser desde esta misma perspectiva.

 

Aunque las pasadas advertencias apuntan a señalar de qué modo la precisión es relativa a la adopción de una perspectiva determinada, sin ser por eso mismo un rasgo claramente objetivo de nuestro discurso, la objetividad puede ser alcanzada a partir de una ruta alternativa.10 Supóngase que sumamos las representaciones del agente A y del agente B y las integramos en una sola representación inclusiva. De acuerdo a esta nueva representación (llamémosla C), dadas las perspectivas A y B, la representación de A es todo lo precisa que puede llegar ser y la representación de B es todo lo precisa que puede llegar a ser. De hecho, la representación C es una representación cuyo contenido viene dado por la conjunción de otras dos representaciones, A y B, relativizadas a las perspectivas o puntos de vistas de sus agentes respectivos. Pero la representación C también es relativa a una perspectiva diferente, cuyo nivel de precisión debe evaluarse en sus propios términos. ¿Cuáles son las implicancias? A fin de que la objetividad pueda obtenerse, si eso significa alcanzar una representación cuyo nivel de precisión supere el nivel de precisión de sus competidoras, la falta de relatividad no tiene por qué ser un requisito, incluso si damos por sentado que algo así como una “concepción absoluta del mundo” no constituye una idea problemática (cf. Williams, 1997: 177 y sigs.; Putnam, 1992). Todo lo que necesitamos asumir es que la perspectiva en cuestión se relaciona con los mismos hechos con los que se relacionan las perspectivas restantes, proveyendo una explicación razonable de cómo las otras dos representaciones (en este caso, A y B) pudieron ser generadas. Sea, pues, (7) “hay 9.870 personas marchando hacia el congreso” el contenido del enunciado D, formulado por un funcionario público. El enunciado (7) será compatible con los enunciados (5) y (6), y será capaz de explicar por qué, desde la perspectiva de A, resultó razonable percibir una multitud; y por qué, desde la perspectiva de B, resultó razonable percibir, a lo sumo, 10.000 personas.

Aquí, como se habrá notado, hemos alcanzado una representación que es, tomada individualmente, menos ‘relativista’ que las otras dos, aunque todavía sea insuficiente para que la consideremos ‘carente de toda clase de relatividad’. Por supuesto, si esto es todo lo que significa ser objetivo, entonces habremos salido airosos en nuestra búsqueda de la objetividad. Sin embargo, la propiedad de ser “más inclusiva” que caracteriza a esa representación no conlleva la propiedad de ser “más exacta o precisa”. ¿En qué sentido una representación como C, que indudablemente es más abarcadora que las otras dos, podría ser más exacta que ellas? En lo que resta de esta sección, quisiera reconciliar la exactitud y la objetividad enfatizando la naturaleza propositiva de nuestras prácticas representacionales.11

El propósito eminente de la pasada discusión apuntó a dejar en claro que la representación perceptiva (5) puede considerarse más precisa o exacta que la representación perceptiva (6) sólo cuando cada una de ellas alcanza a evaluarse sobre la base conformada por un mismo propósito, tal como el de determinar exactamente cuántas personas se encontraban marchando hacia el congreso (de aquí en más, sea P1). Ese propósito, a su vez, podría hundir sus raíces en otro propósito, tal como el de redactar un reporte oficial (P2), el cual, a su vez, podría hundir sus raíces en otro propósito, como el de realizar una comparación entre protestas durante un período histórico determinado (P3), y así sucesivamente. Por el contrario, si el propósito consistiera en determinar, por ejemplo, cómo lucía el panorama desde un mismo punto geográfico de la ciudad (P4), las representaciones (5) y (6) no serían aptas para ningún tipo de comparación. Pero otra representación, en posesión de un individuo (agente E) situado en las mismas coordenadas espaciales que el agente A, seguramente podría reunir esta aptitud. Supongamos, entonces, que el agente E sostiene lo mismo que el agente B, a saber: que (6’) “a lo sumo hay 10.000 personas marchando hacia el congreso”. Ese enunciado sería más exacto o preciso que el enunciado del agente A en relación a P1 y al hecho de que efectivamente había 9.870 personas marchando hacia el congreso. No obstante, ¿sería el enunciado más objetivo?

Para responder esta pregunta, no serviría de nada traer nuevamente a colación el enunciado (7), que resulta el más exacto en relación a (P1), ya que probablemente (7) también haya sido formulado desde un lugar que resulta tan relativo como los lugares en los que se sitúan A o B. El punto central, en consecuencia, consistiría en determinar con cuánta relatividad puede convivir un enunciado como (7). Ciertamente, si el funcionario público que pronunció el enunciado se hallara en la misma posición que el agente B, su representación, aunque más exacta que la de este último, de ninguna manera sería más objetiva. Desde una perspectiva realista, parece más bien extraño que nada menos que un funcionario que ha de confeccionar un reporte pueda arribar a un enunciado como (7) sobre ninguna otra base que una representación que ha surgido como resultado de observar el panorama desde lo alto de un edificio. En situaciones similares, suele haber disponibles otros procedimientos estándares, como comparar imágenes televisivas, llevar adelante entrevistas, recolectar testimonios, calcular la cantidad de personas por metro cuadrado, sólo por citar los más habituales. Algunas de estas actividades (i.e. comparar imágenes televisivas) se basan en representaciones perceptivas, las cuales se llevan intencionalmente a cabo para satisfacer un propósito cualquiera, como contar personas, sin ir más lejos. Pero otras (i.e. recolectar testimonios o calcular la cantidad de personas por metro cuadrado) no pueden ser estrictamente equiparadas con representaciones perceptivas. Si ellas guardan alguna relación con estas últimas, se trata de una relación indirecta: una representación basada en un testimonio sólo es indirectamente perceptiva, dado que se vincula con las representaciones perceptivas a través de las experiencias de los testigos. Por eso, cuando analizamos cuán relativas son las representaciones del funcionario público, la respuesta parece más bien difusa, en razón de que es la pregunta la que ahora se ha vuelto problemática.

Una cosa es segura: comparada con la representación del agente B, la representación del funcionario público es mucho menos relativa. Y, por ser así, también parece detentar una mayor dosis de objetividad. Pero poner el asunto en estos términos constituiría una simplificación inaceptable. La representación del funcionario es más objetiva que la representación del agente B no porque los puntos de vista en los que descansa sean más variados que el punto de vista en el que descansa la percepción de B, sino porque depende de puntos de vista cuya naturaleza, estrictamente hablando, no cabría considerar ‘espacial’ o ‘local’. Para ser precisos, si definimos las actividades de contar personas y recolectar testimonios como posibles puntos de vista entre otros, entonces el punto de vista del funcionario público será más objetivo que cualquiera de los otros puntos de vista analizados. Pero no será más objetivo porque no dependa de nada o —lo que es lo mismo— porque sea absolutamente independiente, sino porque su dependencia será relativa a una gama más variada o amplia de puntos de vista, algunos de los cuales ni siquiera poseen una naturaleza espacial o local. En palabras de Thomas Nagel: “Mientras más amplia sea la gama de tipos subjetivos desde la que una forma de comprensión resulta accesible —mientras menos dependa de capacidades subjetivas específicas—, más objetiva será la misma” (1986: 16).