Frankenstein o El moderno Prometeo

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«Gracias por su comprensión», contestó, «pero es inútil; mi destino casi está cumplido. No espero más que una cosa, y luego podré descansar en paz. Comprendo sus sentimientos», añadió, viendo que yo tenía intención de interrumpirle, «pero está usted muy equivocado, amigo mío, si me permite que le llame así. Nada puede cambiar mi destino: escuche mi historia, y entenderá usted por qué está irrevocablemente decidido».

Luego me dijo que comenzaría a contarme su historia al día siguiente, cuando yo dispusiera de algún tiempo. Esta promesa me arrancó los más calurosos agradecimientos. He decidido que todas las noches, cuando no esté demasiado ocupado, escribiré lo que me cuente durante el día, con tanta fidelidad como me sea posible y con sus propias palabras. Y si tuviera muchos compromisos, al menos tomaré notas. El manuscrito sin duda te proporcionará un gran placer: pero yo, que lo conozco, y que escucharé la historia de sus propios labios, ¡con cuánto interés y con cuánto cariño lo leeré algún día, en el futuro!

Capítulo 1

Soy ginebrino por nacimiento; y mi familia es una de las más distinguidas de esa república. Durante muchos años mis antepasados han sido consejeros y magistrados, y mi padre había ocupado varios cargos públicos con honor y buena reputación. Todos los que lo conocían lo respetaban por su integridad y por su infatigable dedicación a los asuntos públicos. Dedicó su juventud a los aconteceres de su país y solo cuando su vida comenzó a declinar pensó en el matrimonio y en ofrecer a su patria hijos que pudieran perpetuar sus virtudes y su nombre en el futuro.

Como las circunstancias especiales de su matrimonio ilustran bien cuál era su carácter, no puedo evitar referirme a ellas. Uno de sus amigos más íntimos era un comerciante que, debido a numerosas desgracias, desde una posición floreciente cayó en la pobreza. Este hombre, cuyo nombre era Beaufort, tenía un carácter orgulloso y altivo, y no podía soportar vivir en la pobreza y en el olvido en el mismo país en el que antiguamente se había distinguido por su riqueza y su magnificencia. Así pues, habiendo pagado sus deudas, del modo más honroso que pudo, se retiró con su hija a la ciudad de Lucerna, donde vivió en el anonimato y en la miseria. Mi padre quería mucho a Beaufort, con una verdadera amistad, y lamentó mucho su retiro en circunstancias tan desgraciadas. También sentía mucho la pérdida de su compañía, y decidió ir a buscarlo e intentar persuadirlo de que comenzara de nuevo con su crédito y su ayuda.

Beaufort había tomado medidas muy eficaces para esconderse y transcurrieron diez meses antes de que mi padre descubriera su morada. Entusiasmado por el descubrimiento, se dirigió inmediatamente a la casa, que estaba situada en una calle principal, cerca del Reuss. Pero cuando entró, solo la miseria y la desesperación le dieron la bienvenida. Beaufort apenas había conseguido salvar una suma de dinero muy pequeña del naufragio de su fortuna, pero era suficiente para proporcionarle sustento durante algunos meses; y, mientras tanto, esperaba encontrar algún empleo respetable en casa de algún comerciante. Pero durante ese período de tiempo no hizo nada; y con más tiempo para pensar, solo consiguió que su tristeza se hiciera más profunda y más dolorosa, y al final se apoderó de tal modo de su mente que tres meses después yacía enfermo en una cama, incapaz de moverse.

Su hija lo atendía con todo el cariño, pero veía con desesperación cómo sus pequeños ahorros desaparecían rápidamente y no había ninguna otra perspectiva para ganarse el sustento. Pero Caroline Beaufort poseía una inteligencia poco común y su valentía consiguió sostenerla en la adversidad. Se buscó un trabajo humilde: hacía objetos de mimbre, y por otros medios pudo ganar un dinero que apenas era suficiente para poder comer.

Transcurrieron varios meses así. Su padre se puso peor, la mayor parte de su tiempo la empleaba Caroline en atenderlo; sus medios de subsistencia menguaban constantemente. A los diez meses, su padre murió entre sus brazos, dejándola huérfana y desamparada. Este último golpe la abatió completamente y cuando mi padre entró en aquella habitación, ella estaba arrodillada ante el ataúd de Beaufort, llorando amargamente. Se presentó allí como un ángel protector para la pobre muchacha, que se encomendó a su cuidado, y después del entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra y la puso bajo la protección de un conocido. Dos años después de esos acontecimientos, la convirtió en su esposa.

Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, descubrió que los deberes de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que tuvo que abandonar muchos de sus trabajos públicos y dedicarse a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y estaba destinado a ser el sucesor en todos sus trabajos y obligaciones. Nadie en el mundo habrá tenido padres más cariñosos que los míos. Mi bienestar y mi salud fueron sus únicas preocupaciones, especialmente porque durante muchos años yo fui su único hijo. Pero antes de continuar con mi historia, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando tenía cuatro años de edad.

Mi padre tenía una hermana que lo adoraba y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su matrimonio, ella había acompañado a su marido a su país natal y durante algunos años mi padre no tuvo apenas contacto con ella. Por esas fechas, ella murió, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado, que le comunicaba su intención de casarse con una dama italiana y le pedía a mi padre que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su hermana fallecida. «Es mi deseo que la consideres como si fuera tu propia hija», decía en la carta, «y que la eduques en consecuencia. La fortuna de su madre quedará a su disposición, y te remitiré los documentos para que tú mismo los custodies. Te ruego que reflexiones mi propuesta y decidas si prefieres educar a tu sobrina tú mismo o encomendar esa tarea a una madrastra».

Mi padre no lo dudó e inmediatamente viajó a Italia para acompañar a la pequeña Elizabeth a su futuro hogar. Muy a menudo oí decir a mi madre que, en aquel entonces, era la niña más bonita que había visto jamás y que incluso entonces ya mostraba signos de poseer un carácter amable y cariñoso. Estos detalles y su deseo de afianzar tanto como fuera posible los lazos del amor familiar determinaron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, y nunca encontró razones que le impidieran sostener semejante plan.

Desde aquel momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, cuando crecimos, en mi amiga. Era tranquila y de buen carácter, pero divertida y juguetona como un bichito veraniego. Aunque era despierta y alegre, sus sentimientos eran intensos y profundos, y muy cariñosa. Disfrutaba de la libertad más que nadie, pero tampoco nadie era capaz de obedecer con tanto encanto a las órdenes o a los gustos de otros. Era muy imaginativa, sin embargo su capacidad para aplicarse en el estudio era notable. Elizabeth era la imagen de su espíritu: sus ojos de color avellana, aunque tan vivos como los de un pajarillo, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa; y, aunque era capaz de soportar el cansancio y la fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. Aunque yo admiraba su inteligencia y su imaginación, me encantaba ocuparme de ella, como lo haría de mi animal favorito; nunca vi tantos encantos en una persona y en una inteligencia, unidos a tanta humildad.

Todo el mundo adoraba a Elizabeth. Si los criados tenían alguna petición que hacer, siempre buscaban su intercesión. No había entre nosotros ninguna clase de peleas o enfados, porque, aunque nuestros caracteres eran muy distintos, incluso había armonía en esa diferencia. Yo era más calmado y filosófico que mi compañera. Sin embargo, no era tan dócil y sumiso. Era capaz de estar concentrado en el estudio más tiempo, pero no era tan constante como ella. Me encantaba investigar lo que ocurría en el mundo, ella prefería ocuparse en perseguir las etéreas creaciones de los poetas. El mundo era para mí un secreto que deseaba desvelar, para ella era un espacio que deseaba poblar con sus propias imaginaciones.

Mis hermanos eran considerablemente más jóvenes que yo, pero yo contaba con un amigo, entre mis compañeros de escuela, que compensaba esa deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra, un amigo íntimo de mi padre. Era un muchacho de un talento y una imaginación singulares. Recuerdo que cuando sólo tenía nueve años escribió un cuento de hadas que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su estudio favorito consistía en los libros de caballería y las novelas; y, cuando era muy joven, puedo recordar que solíamos representar obras de teatro que componía él mismo a partir de aquellos libros, siendo los principales personajes de las mismas Orlando, Robín Hood, Amadís y San Jorge. No creo que hubiera un joven más feliz que yo. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros, encantadores. Nunca se nos obligó a estudiar y, por alguna razón, siempre teníamos algún objetivo a la vista que nos empujaba a aplicarnos con fruición para obtener lo que pretendíamos. Era mediante este método, y no por la emulación, por lo que estudiábamos. A Elizabeth no se le dijo que se aplicara especialmente en el dibujo, para que sus compañeras no la dejaran atrás, pero el deseo de agradar a su tía la empujaba a representar algunas escenas que le gustaban. Aprendimos latín e inglés, así que podíamos leer textos en esas lenguas. Y, lejos de que el estudio nos pudiera resultar odioso por los castigos, nos encantaba aplicarnos a ello, y nuestros entretenimientos eran lo que otros niños consideraban deberes. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos idiomas con tanta rapidez como aquellos que siguen una disciplina concreta con un método preciso, pero lo que aprendimos se imprimió más profundamente en nuestra memoria. En la descripción de nuestro círculo familiar he incluido a Henry Clerval porque siempre estaba con nosotros. Iba a la escuela conmigo y generalmente pasaba la tarde en nuestra casa; como era hijo único y no tenía con quién entretenerse en casa, su padre estaba encantado de que encontrara amigos en la nuestra; y, en realidad, nunca éramos del todo felices si Clerval no estaba con nosotros.

 

Capítulo 2

Los acontecimientos que influyen decisivamente en nuestros destinos a menudo tienen su origen en sucesos triviales. La filosofía natural es el genio que ha ordenado mi destino. Así pues, en este resumen de mis primeros años, deseo explicar aquellos hechos que me condujeron a sentir una especial predilección por la ciencia. Cuando tenía once años, fuimos todos de excursión a los baños que hay cerca de Thonon. Las inclemencias del tiempo nos obligaron a quedarnos todo un día encerrados en la posada. En aquella casa, por casualidad, encontré un volumen con las obras de Cornelio Agrippa. Lo abrí sin mucho interés; la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos que relataba pronto cambiaron aquella apatía en entusiasmo. Una nueva luz se derramó sobre mi entendimiento; y, dando saltos de alegría, comuniqué aquel descubrimiento a mi padre. No puedo dejar de señalar aquí cuántas veces los maestros tienen ocasión de dirigir los gustos de sus alumnos hacia conocimientos útiles y cuántas veces lo desaprovechan inconscientemente. Mi padre observó sin mucho interés la cubierta del libro y dijo:

—¡Ah… Cornelio Agrippa! Mi querido Víctor, no pierdas el tiempo en estas cosas; no son más que tonterías inútiles.

Si en vez de esta advertencia, o incluso esa exclamación, mi padre se hubiera tomado la molestia de explicarme que las teorías de Agrippa ya habían quedado completamente refutadas y que se había instaurado un sistema científico moderno que tenía mucha más relevancia que el antiguo, porque el del antiguo era pretencioso y quimérico, mientras que las intenciones del moderno eran reales y prácticas… en esas circunstancias, con toda seguridad habría desechado el Agrippa y, teniendo la imaginación ya tan excitada, probablemente me habría aplicado a una teoría más racional de la química que ha dado como resultado los descubrimientos modernos. Es posible incluso que mis ideas nunca hubieran recibido el impulso fatal que me condujo a la ruina. Pero aquella mirada displicente que mi padre había lanzado al libro en ningún caso me aseguraba que supiera siquiera de qué trataba, así que continué leyendo aquel volumen con la mayor avidez.

Cuando regresé a casa, mi primera ocupación fue procurarme todas las obras de ese autor y, después, las de Paracelso y las de Alberto Magno. Leí y estudié con deleite las locas fantasías de esos autores; me parecían tesoros que conocían muy pocos aparte de mí y, aunque a menudo deseé comunicar a mi padre aquellos conocimientos secretos, sin embargo, su firme desaprobación de Agrippa, mi autor favorito, siempre me retuvo. De todos modos, le descubrí mi secreto a Elizabeth, bajo la estricta promesa de guardar secreto, pero no pareció muy interesada en la materia, así que continué mis estudios solo.

Puede resultar un poco extraño que en el siglo XVIII apareciera un discípulo de Alberto Magno; pero yo no pertenecía a una familia de científicos ni había asistido a ninguna clase en Ginebra. Así pues, la realidad no enturbiaba mis sueños y me entregué con toda la pasión a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Y esto último acaparaba toda mi atención; la riqueza era para mí un asunto menor, ¡pero qué fama alcanzaría mi descubrimiento si yo pudiera eliminar la enfermedad de la condición humana y conseguir que el hombre fuera invulnerable a cualquier cosa excepto a una muerte violenta!

Esas no eran mis únicas ensoñaciones; invocar la aparición de fantasmas y demonios era una sugerencia constante de mis escritores favoritos, y yo ansiaba poder hacerlo inmediatamente; y si mis encantamientos nunca resultaban exitosos, yo atribuía los fracasos más a mi inexperiencia y a mis errores que a la falta de inteligencia o a la incompetencia de mis maestros.

Los fenómenos naturales que tienen lugar todos los días delante de nuestros ojos no me pasaban desapercibidos. La destilación, de la cual mis autores favoritos eran absolutamente ignorantes, me causaba asombro; pero, con lo que me quedé maravillado, fue con algunos experimentos con una bomba de aire que llevaba a cabo un caballero al que solíamos visitar.

La ignorancia de mis filósofos en estas y muchas otras disciplinas sirvieron para desacreditarlos a mis ojos, pero no podía apartarlos a un lado definitivamente antes de que algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente.

Cuando tenía alrededor de catorce años, estábamos en nuestra casa cerca de Belrive y fuimos testigos de una violenta y terrible tormenta. Había bajado desde el Jura y los truenos estallaban unos tras otros con un aterrador estruendo en los cuatro puntos cardinales del cielo. Mientras duró la tormenta, yo permanecí observando su desarrollo con curiosidad y asombro. Cuando estaba allí, en la puerta, de repente, observé un rayo de fuego que se levantaba desde un viejo y precioso roble que se encontraba a unas veinte yardas de nuestra casa; y en cuanto aquella luz resplandeciente se desvaneció, pude ver que el roble había desaparecido, y no quedaba nada allí, salvo un tocón abrasado. A la mañana siguiente, cuando fuimos a verlo, encontramos al árbol increíblemente carbonizado; no se había rajado por el impacto, sino que había quedado reducido por completo a astillas de madera. Nunca vi una cosa tan destrozada. La catástrofe del árbol me dejó absolutamente asombrado.

Entre otras cuestiones sugeridas por el mundo natural, profundamente interesado, le pregunté a mi padre por la naturaleza y el origen de los truenos y los rayos. Me dijo que era «electricidad», y me explicó también los efectos de aquella fuerza. Construyó una pequeña máquina eléctrica, e hizo algunos pequeños experimentos y preparó una cometa con una cuerda y un cable que podía extraer aquel fluido desde las nubes.

Este último golpe acabó de derribar a Cornelio Agrippa, a Alberto Magno y a Paracelso, que durante tanto tiempo habían sido reyes y señores de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí inclinado a estudiar ningún sistema moderno y este desinterés tenía su razón de ser en la siguiente circunstancia.

Mi padre expresó su deseo de que yo asistiera a un curso sobre filosofía natural, a lo cual accedí encantado. Hubo algún inconveniente que impidió que yo asistiera a aquellas lecciones hasta que el curso casi hubo concluido. La clase a la que acudí, aunque casi era la última del curso, me resultó absolutamente incomprensible. El profesor hablaba con gran convicción del potasio y el boro, los sulfatos y los óxidos, unos términos a los que yo no podía asociar idea alguna: me desagradó profundamente una ciencia que, a mi entender, solo consistía en palabras.

Desde aquel momento hasta que fui a la universidad, abandoné por completo mis antaño apasionados estudios de ciencia y filosofía natural, aunque aún leía con deleite a Plinio y a Buffon, autores que en mi opinión eran casi iguales en interés y utilidad.

En aquella época mi principal interés eran las matemáticas y la mayoría de las ramas de estudio que se relacionan con esa disciplina. También estaba muy ocupado en el aprendizaje de idiomas; ya conocía un poco el latín, y comencé a leer sin ayuda del lexicón a los autores griegos más sencillos. También sabía inglés y alemán perfectamente. Y ese era el listado de mis conocimientos a la edad de diecisiete años; y se podrá usted imaginar que empleaba todo mi tiempo en adquirir y conservar los conocimientos de aquellas diferentes materias.

Otra tarea recayó sobre mí cuando me convertí en maestro de mis hermanos. Ernest era cinco años más joven que yo y era mi principal alumno. Desde que era muy pequeño había tenido una salud delicada, razón por la cual Elizabeth y yo habíamos sido sus enfermeros habituales. Tenía un carácter muy dulce, pero era incapaz de concentrarse en ningún trabajo serio. William, el más joven de la familia, era aún muy niño y la criatura más bonita del mundo; sus alegres ojos azules, los hoyuelos de sus mejillas y sus gestos zalameros inspiraban el cariño más tierno. Así era nuestra vida familiar, de la cual permanecían siempre alejados las preocupaciones y el dolor. Mi padre dirigía nuestros estudios y mi madre formaba parte de nuestros juegos. Ninguno de nosotros gozaba de predilección alguna sobre los demás, y nunca se escucharon en casa órdenes autoritarias, pero nuestro cariño mutuo nos empujaba a obedecer y a satisfacer hasta el más mínimo deseo de los demás.

Capítulo 3

Cuando alcancé la edad de diecisiete años, mis padres decidieron que debería ir a estudiar a la Universidad de Ingolstadt. Hasta entonces yo había asistido a los colegios de Ginebra, pero mi padre creyó necesario, para completar mi educación, que debería conocer otras costumbres y no sólo las de mi país natal. Así pues, mi partida se fijó para una fecha cercana. Pero antes de que llegara el día acordado, sucedió la primera desgracia de mi vida: un presagio, podría decirse, de mis futuras desdichas.

Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la dolencia no fue grave y se recuperó rápidamente. Durante la cuarentena a mi madre le habían dado numerosas razones para persuadirla de que no se ocupara de cuidarla. Y había accedido a nuestros ruegos, pero cuando supo que su niña del alma se estaba recuperando, no pudo seguir privándose de su compañía y entró en la habitación de la enferma mucho antes de que el peligro de la infección hubiera pasado. Las consecuencias de esta imprudencia fueron fatales: tres días después, mi madre enfermó. Las fiebres eran malignas y el gesto de quienes la atendían pronosticaba lo peor. En su lecho de muerte, la fortaleza y la bondad de aquella admirable mujer no la abandonaron. Juntó las manos de Elizabeth y las mías.

—Hijos míos —dijo—, había depositado todas mis esperanzas en su unión. Ahora esa unión será el consuelo de su padre. Elizabeth, mi amor, ocupa mi lugar y cuida de tus primos pequeños. ¡Cuánto lo siento…! ¡Cuánto siento tener que abandonarlos! He sido tan feliz y tan amada, ¿cómo no me va a ser difícil separarme de ustedes? Pero esas ideas no deberían preocuparme ahora; tendré que intentar resignarme con una sonrisa a la muerte y abrigaré la esperanza de encontrarlos en el otro mundo.

Murió tranquila, y sus rasgos expresaban cariño incluso en la muerte. No será necesario describir los sentimientos de aquellos cuyos amados lazos quedan rotos por ese irreparable mal, el vacío que deja en las almas y la desesperación que se muestra en la mirada. Transcurre mucho tiempo antes de que la mente humana pueda convencerse de que la persona a quien se ve todos los días, y cuya simple existencia parece parte de la nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho tiempo antes de que podamos convencernos de que la mirada brillante de un ser amado se ha apagado para siempre y de que el sonido de una voz familiar y querida se ha acallado definitivamente, y nunca más volverá a escucharse. Estas son las reflexiones de los primeros días. Pero cuando el paso del tiempo demuestra que la desgracia es una realidad, entonces comienza la amargura y el dolor. Sin embargo, ¿a quién no ha arrebatado esa cruel mano algún ser querido? ¿Y por qué debería describir yo una pena que todos han sentido y deben sentir? Al final llega el día en el que el dolor es más bien una complacencia que una necesidad, y la sonrisa que juega en los labios, aunque parezca un maldito sacrilegio, ya no se oculta. Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos seguir con nuestra vida y aprender a sentirnos afortunados mientras quedara uno de nosotros a quien la muerte no hubiera arrebatado.

Mi viaje a Ingolstadt, que había sido aplazado por esos acontecimientos, se volvió a plantear nuevamente. Conseguí que mi padre me diera un plazo de algunas semanas antes de partir. Ese tiempo transcurrió tristemente. La muerte de mi madre y mi inmediata partida nos deprimían, pero Elizabeth se esforzaba en devolver el espíritu de la alegría a nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía, su carácter había adquirido nueva firmeza y vigor. Decidió cumplir con sus deberes con la máxima precisión, y sintió que había recaído sobre ella el imperioso deber de dedicarse por entero a la felicidad de su tío y sus primos. Ella me consolaba, entretenía a su tío, educaba a mis hermanos; y nunca la vi tan encantadora como en aquel tiempo, cuando estaba constantemente intentando contribuir a la felicidad de los demás, olvidándose por completo de sí misma.

 

El día de mi partida finalmente llegó. Yo ya me había despedido de todos mis amigos, excepto de Clerval, que pasó con nosotros aquella última tarde. Lamentó amargamente que le fuera imposible acompañarme. Pero no había modo de convencer a su padre para que se separara de su hijo, porque pretendía que se convirtiera en socio de sus negocios y aplicaba su teoría favorita, según la cual los estudios eran un asunto superfluo a la hora de desenvolverse en la vida diaria. Henry tenía un espíritu delicado, no tenía ningún deseo de permanecer ocioso y en el fondo estaba encantado de convertirse en socio de su padre, pero creía que un hombre podía ser un perfecto comerciante y, sin embargo, poseer una apreciable cultura.

Estuvimos reunidos hasta muy tarde, escuchando sus lamentos y haciendo muchos y pequeños planes para el futuro. A la mañana siguiente, muy temprano, partí. Las lágrimas anegaron la mirada de Elizabeth; se derramaban en parte por la pena ante mi despedida y en parte porque pensaba que aquel mismo viaje debía haber tenido lugar tres meses antes, con la bendición de una madre.

Me derrumbé en la diligencia que debía llevarme y me sumí en las reflexiones más melancólicas. Yo, que siempre había estado rodeado por los mejores compañeros, continuamente comprometidos en intentar hacernos felices unos a otros… ahora estaba solo. Debería buscarme mis propios amigos en la universidad a la que iba a acudir, y cuidar de mí mismo. Hasta ese momento, mi vida había transcurrido en un ambiente protegido y familiar, y esto había generado en mí una invencible desconfianza hacia los desconocidos. Amaba a mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval: esos eran mis «viejos rostros conocidos», y me creía absolutamente incapaz de soportar la compañía de extraños. Tales eran mis pensamientos cuando comencé el viaje. Pero a medida que avanzaba, fui animándome y mis esperanzas resurgieron. Deseaba ardientemente adquirir más conocimientos. Cuando estaba en casa, a menudo pensaba que sería muy duro permanecer toda mi juventud encerrado en un solo lugar e incluso había deseado conocer mundo y buscarme un lugar en la sociedad entre otros seres humanos. Ahora mis deseos se habían visto satisfechos y, en realidad, habría sido absurdo lamentarlo.

Tuve tiempo suficiente para estas y muchas otras reflexiones durante el viaje a Ingolstadt, que resultó largo y aburrido. Las agujas de la ciudad por fin se ofrecieron a mi vista. Descendí del carruaje y me condujeron a mi solitario apartamento para que empleara la tarde en lo que quisiera.