Campo del Moro

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Vicente se quedó estupefacto, no había tratado a nadie de esta especie. Sin contar que los ojos del Espiritista no se separaban, en lo posible, de los suyos.

Entraron en un café. Rigoberto se despidió, debía pasar revista médica.

–La última, espero.

Don Manuel no le dio las gracias. Se dedicó al otro: –El mundo está lleno de espíritus impuros, repletos de malicia y perversidad cuyo gusto es hacer el mal. Claro, usted no cree en nada de esto.

–¿Qué es «esto»?

–Que Jesucristo resucitó porque la muerte no existe, que es el encargado de la contabilidad y de la clasificación de los desencarnados.

–La verdad…

–Soy uno de los pocos privilegiados que han podido observarlo, con estos ojos que le están mirando. Jesucristo y sus servidores, entre los cuales soy el más humilde, constituyen las fuerzas del Bien, en oposición a las del Mal.

–¿Por qué no los derrota?

–Son misterios que no puedo revelarle.

Hacia 1928, tuvo don Manuel otro Dios: Joaquín Costa,46 que le hizo interesarse por la historia presente, pasada y futura de España. Hizo lo posible por comunicarse con el hombrón de Graus, sin resultado: se mostraba reacio. El Espiritista se consolaba leyendo el Colectivismo agrario en España, la Fórmula social de la agricultura española, y sobre todo, Viriato y la cuestión social en España en el siglo II antes de Jesucristob y Crisis política de España. Inútil decir que el Cid –siguiendo al aragonés– era su paradigma. Se extrañaba de que los españoles hubieran echado en olvido tan formidable personaje «que había resuelto todos los problemas nacionales». Para el Espiritista, la jura de Santa Gadea representaba lo más que puede alcanzar el hombre. Llegó a sospechar, sin que don Germán soltara prenda, haber estado presente.47

–¡Un nuevo Cid! –clamaba–. Un nuevo Cid es lo que nos está haciendo falta.

Cuando, con la República, apareció Manuel Azaña en el ruedo político, se figuró ver en él a su héroe redivivo.48 Se desencantó al saberlo escritor.

A poco se dejó arrastrar por la oratoria de José Antonio Primo de Rivera.49 Su detención y reclusión en la cárcel de Alicante le parecieron inconcebibles. ¿Cómo –se preguntaba–, con los poderes sobrenaturales que naturalmente deben asesorarle, no halla manera de remontarse a las nubes, apareciendo como un nuevo Santiago? Creyó después en Juan Negrín hasta que sus voces cristalizaron en Vicente.

–Ya verás cuando lo conozcas –repetía a su hija–. Ya verás. Un nuevo Cid.

El antifascismo de don Manuel no se definió sino hasta el llegar de las tropas sublevadasc a los aledaños de Madrid. Hacía diez años que el chamarilero había logrado comprar en Getafe una casita (dos cuartos, una cocina) con un jardín bastante grande. Allí había campado a sus anchas dando curso a sus aficiones artísticas, difíciles de definir. Jardinero no lo era en la acepción vulgar de la palabra. No le importaban cuarteles, arriates, siembras ni el podar. El injerto era arte extraño al adornista que era de raíz, si por ello se entiende incrustar, plantar, pegar en tierra: macizos, tableros, plantabandas, bancos, paredes, toda clase de pedruscos, botones –de nácar con preferencia–, restos de platos, azulejos, botellas; disponer en troncos, tallos, ramas, tablas, trozos de madera: latones, anuncios, calendarios, tapas de cajas de hoja de latad, formando las más disparatadas representaciones. Solía fijar en las ramas y vástagos de los arbustos y en varas, horcajaduras, nudos de los tres árboles, restos de objetos de loza, porcelana o bizcocho que su negocio le proporciona a manos llenas. Las cortezas aparecían pobladas de campanas, jaulas, figurillas desportilladas, muñecas tuertas, mancas o cojas, botellas, tapones, hojas de afeitar, navajas y cuchillos rotos. Otros raigones, tallos, troncos, leña, recogidos en la sierra, traídos con cuidado, una vez desfollados fueron adornados a ojo de buen cubero50 con tapones, grifos, cápsulas, tiestos, trapos, alambres, pedazuelos de vidrios, representando variantes aproximadas de diablos, caballos, máscaras de carnaval, seres fantásticos o monstruosos, todo ello, si a gusto del artista, al azar de la materia. El suelo de las calles aparecía, a trozos, caprichosamente adornado de culos de botella. En un ángulo, un loro de verdad; en otro, un lechón que engordaba por el gusto de hacerlo. Paseábase por allí Julio, pavo real algo venido a menos, o a más, en un precioso búcaro verde con flores doradas y rosa en el que don Manuel plantaba, con sumo cuidado, las plumas desprendidas de la espléndida cola.

En el centro del jardincillo, en forma y figura matemática del infinito, una balsa de cemento, adornada con tiestos vidriados de cerámica, albergaba media docena de peces de colores. Añadíanse –máximo orgullo– tres observatorios con sus terrazas de forma y altura dispar –tres, cinco y siete metros–, cubiertos con vidrios de colores. Los había alzado solo, en cinco años de trabajo, y fueron el primer blanco de la artillería nacionalista. Jamás lo perdonó.

Don Manuel pasaba en Getafe los domingos, de crepúsculo a crepúsculo, sin importarle sol, lluvia, frío o calor; limpiando, construyendo, pegando, rectificando, estudiando desde varios ángulos la colocación de los nuevos elementos reunidos durante la semana.

Con el enemigo ocupando su Edén, don Manuel, echado del Paraíso, anda y desanda por su piso madrileño, alma en pena, acumulando nuevos objetos para el día de mañana. Los bombardeos le proporcionan mil residuos que coloca idealmente en un ángulo u otro. Se las promete felices cuando «gane la guerra»; para conseguirlo hace cuanto está de su parte y en las fuerzas de su magín, en comunicación constante con sus aliados del otro mundo: Bertrand du Guesclin,51 La Fayettee,52 Murat,53 Foch,54 que le prometen victorias y venturas bajo el mando de Vicente.55 Por no apartarse de él y de su jardín no quiso salir de Madrid.

–Pueden matarle cualquier día. Una bomba… –aduce Vicente.

–La muerte no existe.

–Claro, desde este punto de vista…

Don Manuel es alto, enjuto, de gran bigote y barba de chivo, calvo, de voz meliflua. Tuvo por dioses, antes de su total dedicación a su nuevaf fe, a Bizet y a Delibes56 –sin contar, naturalmente, a Victor Hugo–.57 La Ópera Cómica,58 de París, era entonces su Olimpo, no sin que Raphael Bourdenaux, violín segundo, insistiera en que leyese algún texto acerca del más allá, tan a mano, aseguraba, como cualquier partitura.

–La cuestión es descifrar. Además, Victor Hugo…

Bourdenaux, primo del suegro de Manuel, era, por ley, tío de Denise Martinon, insignificante, dulce rubia tonta que casó con el viajante de perfumería por la seguridad «de que no le haría daño». España la sobrecogió. Tras parir (Lola nació en Barcelona, en 1912), asustadísima de tener la criatura, murió en aquella fonda de Granada, consolando a su marido con la Gran Revelación. La niña se llamaba oficialmente Dionisia, como su madre; pero a raíz de la muerte de esta, su padre le puso Dolores.59

Lola, morena como lo fue en tiempos muy pasados su padre, creció en Madrid sin tener de francés más que el apellido y aun ese desapareció, ya que Bertrand se convirtió al correr los años en Beltrán. Tan pronto como tuvo uso de razón, el concienzudo espiritista hizo lo posible para que participara de sus creencias. La niña se mostró renuente, no por lo que le enseñaban las teresianas, donde aprendía las cuatro reglas, sino porque le parecía que su padre no estaba en sus cabales. Se avergonzaba de él ante sus compañeras, y de sus propios trajes, siempre con un detalle estrafalario obligado por el gusto de su progenitor. Sin contar el acento gabacho del que nunca se pudo desprender el buen señor y que Lola no heredó. La niña nunca quiso darse cuenta de que su padre era un alma de Dios, simpático, que agradaba, de veras, a sus amigas. Si se lo decían, lo tomaba a burla.

Lola estudió el bachillerato con facilidad si no con brillantez sin contar que, por entonces, en los bancos de un instituto el ser mujer redundaba en facilidadesg.60

Llena de salud, más que bonita, hermosa; la nariz demasiado ancha, los labios gruesos, todo ojos castaños con destellos de miel, se independizó lo mismo de su padre que manteniendo a distancia a cualquier muchacho que le mostrara afición. Desconfiando de todo, adquirió un tono mordaz, muy lejos de ser auténtico. Gustaba herir, por defenderse de no sabía qué. Sin que su padre se lo pidiera decidió ocuparse de sus negocios, que pronto mejoraron. Cambiar y contracambiar, canjear a toma y daca ganado, le encantaba. Cambalacheaba por hacerlo, ojo avizor. Si leh engañaban en lo más mínimo, lo huraño no se le quitaba en días. Leyó mucho, que no eran libros empeñados los que faltaban en la tienda; las novelas pornográficas acrecentaron su desprecio por los hombres.

Con la guerra fue otra cosa: el negocio daba para poco. Lola, en la Casa de Socorro del barrio, diose a ser útil y lo fue. Don Manuel se paseaba impasible entre los horrores del sitio buscando despojos para su jardín.

 

–Los muertos, como los llamáis –asegura a su amigo Enrique Almirante,61 que le aguanta con tal de que «le eche algo de comer»–, son entidades fluidas, elásticas, imponderables, sin color, invisibles, cuya forma es copia de lo que fueron al morir. Los desdoblados no tienen frío ni calor ni hambre ni sueño ni están enfermos. Pierden, eso sí, la noción del tiempo. Lo que conservan intactas, desgraciadamente, son las pasiones humanas. Solo los de grado superior dejan de interesarse por los bienes materiales.

–Si el alma abandona el cuerpo al morir –le decía Vicente, cuando se aficionó al viejo y a su hija– ¿cómo habla con los difuntos?

–Por los médiums.

–Si somos reencarnaciones y la población aumenta ¿de dónde se sacan las almas que hacen falta?, o ¿por eso corren por ahí tantos desalmados?

Don Manuel no puede enfadarse con Vicente, seguro de que un día u otro le convencerá del papel fenomenal que le aguarda.

–Asiste a una sesión. A una sola –ruega tan pronto como tiene oportunidad.

–He visto su aureola –dice a su hija–. Es un guion entre los vivos y los muertos.

–No lo sabes bien –murmura la desvergonzada.

–¿Qué?

–Nada. Me voy a dormir.

Solo, el viejo recurre a su bodega. De francés le queda ante todo el gusto del vino en las comidas. Luego se fue aficionando a tomarlo antes y después. Remoja sus elucubraciones, atolondrado del zumo pero jamás encharcado en aguardiente. Da un golpe a la botella; éntrale el morapio hasta lo último de las venas, anticipo del futuro. Bebe con tasa: tomado a medias del vino y sus ideas, cargábale pronto el sueño. Con los años se dejó vencer apaciblemente de la pasión poniendo los labios secos a la corriente del alcohol. Así se envició con el buen uso de la sustancia de la uva. Lo mismo le daba tintorro, tintillo, dulce, seco, valdepeñas, priorato, cariñena, burdeos o borgoña, si estos últimos se hubieran podido conseguir. Con tal de que fuera vino, bueno.

Ni ebrio ni beodo, levemente embriagado, alegre sin llegar a la borrachera, tropezaba menos en las erres que en su sano juicio. Calamocano, alumbrado, jamás hecho una uva, ditirámbico de lo suyo y del más allá, se veía dando los pasos necesarios para su inmediata inmortalidad, sintiéndose ya en otro mundo al que entraba por el ancho portal del sueño.

–El beber, el emborracharse es cosa de viejos. Ya ves Noé. Llega un momento – en la vida pasajera– en que al hombre solo le queda el vino. Lo demás son lujos inútiles, como todos los lujos, menos el arte. (El arte de Getafe.) Los jóvenes que beben y se emborrachan son viejos antes de tiempo. La vid y la vejez. Y que nadie lo note. Mi hija, ni lo huele.

Eso cree; Lola jamás le dijo palabra de ello, por respeto e indiferencia.

–Por algo se llama al vino la leche de los viejos.

Enrique Almirante asiente, al arrimo.

462

Primero se reunieron en un café de la calle de Carretas, luego –cuando el Gobierno abandonó Madrid– en un palacete de la Castellana, casi en la esquina de la calle de don Ramón de la Cruz, del que se había incautado, no sin trabajos, la Confederación.63 En los últimos tiempos se les unían Eduardo Val, Manuel Salgado, González Marín y José García Pradas.64 Les amalgamaba su odio a los comunistas que cristalizó el que antes sentían por los socialistas. No valían, más que para reafirmarlo, las templadas objeciones de Ramón de Bonifaz que, desde el principio de las hostilidades, se había quitado la partícula que Rafael Vila le recordaba de cuando en cuando:

–Ya habló el aristócrata.

Rafael Vila

Alto, bigotudillo, con gafas, de buen porte, familia bifronte, de un lado respetable, por otro una hermana no tanto, que pesaba en el recuerdo por ser la preferida; eso sí: arruinadísimo por ambos lados desde hacía tiempo. Del pasado solo le quedaban gustos señoritos: cigarrillos ingleses, whisky, corbatas londinenses, zapatones de idéntica procedencia, sin contar las telas de sus trajes, con grave desdoro para las de su país, que defendía feroz en cualquier otro aspecto. Esta manera de enfocar el problema de los tejidos de lana –de los de algodón nada tenía que decir– de Sabadell, de Tarrasa frente a los de las Shetlanda65 fue una espina que nunca se pudo arrancar, teniendo en cuenta el infinito amor a su Cataluña natal y a su lengua. Se desquitaba afirmando, sin permitir objeción, que no había tortells como los de Esteva Riera ni longaniza como la de Valls ni melocotones como los del pueblo de su madre, que en paz descanse.

Siempre había de ser más que nadie, en la vanguardia, en la punta. Veintidós años en 1936, habiendo leído todo «lo más avanzado»; como el ser comunista le sabía a poco se hizo trotskista, que, a sus ojos, era lo más de lo más. Nunca dejarían de tener razón los más adelantados y, ya que el mundo rodaba hacia la izquierda, allí había de estar Rafael Vila.

Con la guerra, primero en el frente de Aragón, luego en Teruel, ahora en Madrid, le había tomado gusto a las armas de fuego, afinando de tal manera la puntería que se había convertido en su máximo orgullo.

Los anarquistas lo adoptaron después de los sucesos de mayo, en Barcelona, en los que tomó parte.

Rafael Vila,66 alto, bigotudillo, con gafas, peroraba horas y horas, capaz de denunciar al lucero del alba, con tal de hablar mal de quien fuese. Además, ¿qué valía algo como no fuesen aquellos tortells?… Y, ahora, ni eso existía ya, se lo aseguraba Juan Banquells que acababa de llegar de Francia y estuvo en Barcelona hasta última hora.

Juan Banquells

Pequeñísimo, renegrido, chupado por dentro, como si en tiempos hubiese sido mayor; venido a menos, se le notaba por las arrugas que lució –es mucho decir– desde muy joven. Más allá del mundo en que vivía: desde niño su deseo fue ser mayor. Siempre quiso tener cinco, diez años más que los que tenía. «Cuando tenga quince años», pensaba a los diez, a ver si crecía físicamente. «Cuando tenga treinta», se desvivía a los veinticinco. «Cuando me muera», pensó desde que cumplió los cuarenta. Con una salud a prueba de cualquier cosa, que no fue poco lo que pasó.

Huérfano, le recogieron unos tíos verduleros –con huerta en Aranjuez– que viéndole tan poca cosa no le hicieron mucho caso. Creció a la buena de Dios, que suele ser mala manera. Los niños de su edad, notándole tan desmedrado, abusaron de él naturalmente. Fue tres días a la escuela y no volvió. Jamás supo leer ni escribir, si algo aprendió de cuentas fue con los dedos. No carecía ni mucho menos de despejo. «Cuando cumpla cuarenta años…». Los tuvo, los pasó, siempre con el deseo de ser mayor. Casó con una infeliz, florista a lo que ella decía, de las que ofrecen ramilletes a la salida de los cafés y cabarets; se le fue con un chóferb dejándole dos niños de uno y tres años. No supo qué hacer con ellos. Los dejó en la puerta del Banco de España, frente a la Cibeles, se largó a Zaragoza y luego a Barcelona. Mediohombre le pusieron, hasta que demostró a las claras lo contrario.

Agustín Mijares

No tenía miedo, no le temblaba la mano, no fallaría. Quería hacer lo que iba a realizar, lo veía de frente y no al sesgo como el hombre que saldría por aquella puerta – el 18– al que iba a matar de cuatro tiros.

Agustín Mijares, con sus trece años, empuña la pistola con seguridad y piensa en el chasco que se van a llevar su hermano y sus compañeros. Amanece; la campana de los Dominicos tañe una vez. Deben ser las seis y media. Los árboles de la Gran Vía del Marqués delc Turia67 pierden algo de su sombra y reflejos amarillos de la tristona luz municipal. Los macizos se recortan sobre la tierra apisonada. El viento despierta con el día, estremece levemente las ramas altas de los plátanos de Indias, sin fuerza para mover las duras hojas puntiagudas de las palmeras plantadas de trecho en trecho. Un sereno se recoge. A lo lejos, un portal se entreabre, sale una vieja con manto. El día próximo da una primera lechada al cielo. Quedan pocas estrellas. Agustín es capaz de ver todo menos esto. Enfila el paseo, fija la mirada en las aceras. Huirá por el descampado de la avenida Victoria Eugenia, atravesará la calle de Ruzafa y, tan pronto como llegue al mercado, estará a salvo. Por otra parte, a estas horas, el peligro de que le alcancen es casi nulo. Se meterá en un tranvía; llenos, desde las seis, de obreros que van a trabajar al barrio de Sagunto. Si le persiguen echará la pistola en el solar contiguo a la casa de don Rafael Recasens. Pero no cree que sea necesario. ¿Quién sospechará de él?

El portal es alto, ancho, con una hermosa verja garigoleada. El timbre luce su cobre en un círculo de mármol verde veteado de blanco. Tras el hierro forjado, un grueso cristal. Don Rafael Recasens sale a las siete de la mañana para ir a la fábrica. Va a pie. Todavía de buen ver.

En casa de Agustín Mijares, mejor dicho: en casa de su hermano, han estado discutiendo durante la noche los detalles más nimios del atentado. Seis esperarán al patrón apostados cerca de la verja de la fábrica. Le siguen los pasos desde hace quince días. Agustín, pegado a la puerta de su cuarto, oyó el orden, si no del día, de la madrugada, y decide hacer él solo lo que tanto trabajo parece costar a seis bragados de la FAId;68 primero porque le parece sencillo, luego por ver la cara que pondrá su hermano Manuel al enterarse.

Su primer atentado. Sabe que no será el último. Le parece natural. Lo es, para él.

Agustín nació el 8 de abril de 1907, en la calle de En Banye.69 Su padre murió diez años más tarde a manos de la Guardia Civil –a manos y a pies–:f su madre con un balazo en la frente. Manuel, su hermano, mayor de doce años, lo llevó a rastras; vivieron en Barcelona. Hace poco han vuelto a Valencia. Manuel es del ramo de la madera, como lo fue su padre. Trabaja de cuando en cuando si no anda escondido, que es casi siempre, o en la cárcel, que es muchas veces. Entonces Agustín queda al cuidado de algunos de sus compañeros. Recuerda tres casas en Barcelona, una en Granollers, otra en Castellón. El mundo está formado por patronos y obreros; los patronos en combinación con la policía y la Guardia Civil (el Gobierno en lo alto) matan obreros a mansalva; estos se defienden como pueden. Como son más y tienen razón acabarán por vencer, no importa que caiga el que sea.70

Lo que Agustín no acaba de comprender es cómo siendo tantos los obreros, y teniendo tantas razones para hacerlo, no se levantan todos a la vez y arrasan en un momento a sus enemigos. Le parece que falta organización. Cuando sea mayor y le escuchen pondrá orden en todo. El problema se puede resolver en veinticuatro horas si cada pobre se encarga de acabar con un rico. Y sobrará tiempo. Después, la vida será fácil y agradable.

Ramón de Bonifaz 71

Solía acabar sus conferencias en los Ateneos libertarios diciendo, sin hacer gracia:

«El hombre es un ser bastante despreciable. Lo echa todo a perder, no comprende nada; desagradecido, poco admirador de lo que vale la pena. (De mí, pensaba; si todos me rindieran la pleitesía que merezco, no habría problemas.)

Así pues: vengan guerras. ¿Qué razón hay para que no las haya? Siempre fueron, una tras otra y, a veces, a la vez. ¿Entonces? ¿Es que el hombre es mejor, es que mejora, es que alguien ha notado la mejoría? Si fuese así, me gustaría saberlo. No, compañeros, no: todo está como estaba, solo que multiplicado. Hay más imbéciles, más idiotas, más gente despreciable, más envidiosos, más gente haciendo el amor porque no piensan por qué lo hacen, más brutos, más animales, más hombres crueles. En cambio, el número de sabios no aumenta, el número de genios es constante. Solo la bazofia se multiplica. ¿Tenéis algo que decir?».

 

Nadie replicaba. Don Ramón de Bonifaz, envolviéndose en una especie de toga, salía, superiorísimo. Al llegar a su casa le pegaba la tunda correspondiente a doña Berta y dejaba sin cenar a sus hijos más pequeños –a veces tres, a veces cuatro– sin más razón que la que aprendieran cómo es el mundo y la justicia de los hombres.

Muy mirado, escrupulosamente limpio, gran admirador de Inglaterra, avaro y hasta guapo. Protestante, desde luego.

Nacidog el 85, estuvo en Alemania de 1905 a 1908, pensionado los últimos meses por la recién fundada Junta de Ampliación de Estudios.72 A indicación de Julián Besteiro, que se la recomendó, se acomodó en una pensión berlinesa (la misma de la que salieron casados Luis Araquistáin, Julio Álvarez del Vayo y Agustín Viñuales,73 que tanto fueron con la República);74 vivió un gran amor, desgraciado por su afán y respeto del dinero. Nunca lo perdonó, ni a Besteiro ni al capital.

–A Besteiro lo arrinconaron; en la Presidencia de las Cortes, pero lo arrinconaron.

Ramón de Bonifaz sabe muchas cosas; anárquicamente, pero las sabe. Griego, latín, sánscrito entre otras mil. Confuso, le gusta la confusión. Escribe de todo, poco, pero variado. Empezó colaborando en El País, el periódico republicano de la época. Luego fue deslizándose hacia los ácratas. Ha publicado dos novelas cortas, con seudónimo, haciendo la apología del amor libre, que no practica.

Los anarcosindicalistas le respetan. Dio clases particulares de economía, derecho comparado y esperanto. Con la guerra se descubrió un subconsciente castrense y facultades estratégicas. Ha rodado por varios Estados Mayores confederales con suerte varia, sin dejar de escribir en los periódicos de la Organización. A su regreso de Alemania había hecho, sin éxito, oposiciones a cátedras.

Enrique Almirante

–En el mundo, comprendes, hay algo que está mal hecho. De raíz. Desde el principio. ¿No has visto nunca esas manadas de bueyes o de terneras o de corderos que llevan al matadero para que al día siguiente estén convenientemente abastecidas las carnicerías? Imagen espantosa de la muerte.75 ¿Qué daño han hecho estos animales? Y van a morir para ser comidos. ¿Hay algo más horrible? Mírales los ojos. Ya sé, dicen: «Es la vida», por no asegurar, por miedo, lo contrario. Lo que hay que hacer –para darse cuenta de lo que somos capaces– es mirar los ojos de los hombres… Desde un punto de vista moral la vida es una porquería. Defendemos a un perro, a un niño, a un caballo para comérnoslo mejor. No tiene el menor sentido.

Madrileño, vendedor de cordones para los zapatos y de horquillas para el pelo, anarquista desde antes de nacer, se ha enternecido con los años y la mala vista que le enrojeceh crónicamente los párpados. Al principio, en una patrulla de control, hizo algunas cosas que quiere olvidar.

–¿No ha visto nunca camiones de terneras yendo al rastro? ¿No ha visto nunca sus ojos? ¿O corderos? ¿O conejos? ¿No se ha fijado nunca en los ojos de los perros? Claro, usted se los come –le suele decir don Manuel, el Espiritista.

–¿Y queréis que esto tenga arreglo? Mientras alguien coma carne, mientras se sacrifiquen animales, el mundo no irá a ninguna parte.

Magro, desorbitado, el cuello de la camisa siempre sin abrochar, más bien sucio.

–Eres un idiota –le retruca Vila–, te confundes con tus carneros. Ellos no saben que van a morir.

–Eso crees tú, que no tienes ojos para ellos. Si no lo saben, lo sienten, lo huelen; míralos. Los animales son mucho más inteligentes que los hombres: nunca se confían de buenas a primeras. Hay que demostrarles las intenciones. Y luego, según…

Rafael Vila y Ramón Bonifaz trabajan en la redacción de CNT,76 Juan Banquells ha venido a ser policía, Agustín Mijares fue capitán de la división que manda Cipriano Mera, Enrique Almirante cambalachea, consigue víveres, a veces los revende.

–Claro que nos levantamos en contra de Negrín –clama García Pradas–. ¡En contra de Negrín y de los comunistas! ¡Claro que sí! ¿Qué defienden? ¿Qué querían implantar aquí? ¡El retorno puro y simple de lo que era España antes del 18 de julio! Aunque solo fuera por eso tenían que fracasar.

(–¿Qué eras tú entonces? –piensa preguntarle Bonifaz, pero se calla. ¿Para qué discutir con intransigentes cuando se está seguro de estar en lo cierto? Además, ¿qué importa lo que fuera?)

–¿Y qué crees que se proponen tu Casado y tu Besteiro? –indaga Mijares.

–Por lo pronto no dejar a un comunista con mando. ¿Te parece poco? Cuando el pueblo se dé cuenta de que hay de nuevo esencias revolucionarias que defender…

–Supongo que lo que quieren Casado y Besteiro es llegar a un acuerdo con Burgos.

–Tú, déjalos.

–Ya están dejados.

–De la mano de Dios –estalla Mijares.

–¿Qué te traes tú? –sigue García Pradas–. Negar a la lucha su carácter revolucionario equivale a desmoralizar a los combatientes. Los comunistas han hecho gastar al pueblo casi tantas energías para oponerse a sus propósitos dictatoriales como las que le ha costado enfrentarse a Franco. Su enemiga a la revolución no ha servido más que de apoyo a la burguesía internacional para boicotear a la República.

–Me parece una frase un tanto confusa –apunta con sorna Bonifaz–. Y, sin embargo, concedo que así es.

–Sin hablar de la movilización «de guerra».77 ¿Movilización de qué, cuando no hay fusiles para un treinta por ciento de los soldados y tenemos más de cien mil en holganza forzosa? Frente a este desatino de la «unión de todos los españoles contra la invasión fascista», nosotros, los anarcosindicalistas, recabamos lo que hemos dicho siempre: sometimiento de los rebeldes y expulsión de los invasores. A ultranza.78

A Agustín Mijares le brillaban los ojos:

–¡Así se habla!

–No se trata de hablar sino de hacer –recalca Val.

Ninguno duda –Bonifaz, aparte– de que, con estas consignas, el pueblo les va a seguir con renovado entusiasmo y que «del otro lado» los obreros y los campesinos no dejarán títere con cabeza.

–Y nada de «levantar la moral», sino otra cosa, compañeros.

–¿Y quién va a formar gobierno?

–El Frente Popular,79 menos los comunistas, claro.

Bonifaz opta por callar una vez más. Sabe, por Besteiro, al que ve de tarde en tarde, de sus conversaciones con el cónsul inglés. Están mintiendo: todos. Se mienten a sí mismos. Esa es la política. Pero que lo hagan los anarquistas y entre ellos: he aquí lo nuevo.

–Supongo –le dice a García Pradas– que no haréis públicos estos designios.

–¿Cuáles?

–Lo de la resistencia a ultranza, por ejemplo.

–¿Por qué?

–Volverían a bombardearnos como cuando supieron que Negrín había vuelto aquí.

La noche de aquel día –hacía diez– murieron doña Berta y dos de sus hijos, hechos literalmente papilla.

Val y García Pradas dejan solos a los cinco compañeros. Casado les espera.

–Quietos aquí, os vamos a necesitar; con lo que haya llamaremos; no vayáis a salir.

–¿Es para esta noche?

–Es posible. Aunque estas cosas, a veces, a última hora… Ni una palabra a nadie, por si las moscas.

–¿Por quién nos has tomado?

Banquells se tiende a dormir en un sofá ajado. Mijares mira por la ventana.

–¿No juegas un tute?

–No. Luego.

Se sientan, alrededor de la mesa, Vila, Almirante y Bonifaz.

–Si se deciden ¿a qué hora crees que sea?80

–Después del parte.

Está cayendo la noche.

–Corre las cortinas.

Almirante enciende la luz macilenta. Tienen más de cinco horas por delante. Entra Victoriano Terraza,81 alto, derecho, escuálido, con el pelo blanco; no parece los sesenta años que tiene.

–Hola.

Vila le pregunta, con tal de molestar:

–¿Vienes de ver a tu hijo?

Su hijo, coronel,82 comunista, hecho en la guerra.

–Che, calla. Me ha dicho González Marín que espere con vosotros. Ahora sí, va en serio. Vamos a ver quién es quién.

Durante años, su hijo fue su orgullo, buen sostén de su vanidad: (–¿Sabéis que ese tan sonado es mi hijo?… ¿Sabéis?… ¿Sabéis?…) músico de nombre, que ha viajado por todo el mundo, saliendo retratado en cien revistas y habla francés, alemán, inglés, italiano y, ahora, ruso. Víctor Terrazas, por su buen oído, excelente para los idiomas, su buena memoria, entró, en septiembre de 1936, al servicio de la delegación soviética. Con su facilidad para adaptarse a lo que fuera se hizo a la guerra como se había hecho a todo, y bien. Un día –hacía un año– cuando empezó a sonar su nombre de guerra: el Comandante Rafael, Victoriano Terraza fue a verle.

–Soy tu padre.

No se conocían.

–¡Ah!

El militar, reticente, no le hizo el menor caso.

–¿Quiere algo?

–No.

–¿Entonces?

–Nada.

Victoriano Terraza, viejo pistolero de la Confederación, abandonó a su mujer – difunta hacía ya muchos años– cuando el muchacho era muy niño. Luego, huyendo de la policía de la dictadura de Primo de Rivera,83 recusado, vivió algún tiempo en el sur de Francia. Regresó con los primeros tiros. Organizó enseguida una patrulla de control en Valencia, luego lo mandaron a comprar armas a Bélgica con otro compañero, al que despachó limpiamente al otro mundo cuando se dio cuenta de que exigía una comisión para él. ¡Victoriano Terraza! Si hubiera sido únicamente para aquel triste Federico Morales,84 bueno, había visto otras, pero ¡para él, paradigma de honradez anarquista! Le ordenaron quedarse en París, de enlace con los sindicatos. Se cansó. Un día, hacía un año, se presentó en Madrid, con la idea de que lo que convenía era ir a Burgos, o a donde fuera, a organizar atentados contra los jefes rebeldes. No logró lo que se proponía, al principio porque no lo creyeron factible, luego, porque, vuelto a Francia con tres compañeros para pasar la frontera por Irún, dos de ellos desaparecieron, en Bayona, la noche anterior al día señalado para entrar en España.

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