Campo del Moro

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El aparato crítico de variantes textuales

La edición crítica de Campo del Moro presenta el texto, pues, tras una rigurosa reconstrucción. Ante nuevas ediciones o documentos autorales que viabilicen la revisión del texto, como en este caso, toda edición crítica no deja de ser una ilusión de estabilidad, una hipótesis de trabajo al cuidado de un lector, del filólogo que restituye la forma genuina del texto original, o la más acorde con la voluntad creativa del autor, a través del proceso crítico por el que se elabora una edición como esta. Reflejo de la voluntad compositiva del autor, en el aparato crítico de variantes textuales el dinamismo del proceso creativo de la novela lo evidencian aquellas en forma de supresiones (eliminación de elementos), adiciones (aumento de elementos léxicos o, por ejemplo, la división de una secuencia en dos) y transformaciones (sustituciones y cambios de lugar y orden de los elementos).

Por un lado, el aparato crítico recoge variantes genéticas cuando estas modifican el texto de [1963] o avalan ciertos cambios. Además, en no pocas notas a pie de página del texto se exponen variantes de autor si benefician la lectura de la novela. Pongamos por caso en I/2: «la artillería y la aviación» [1963], [2002] y [2019], que el manuscrito especifica: «la artillería y la aviación enemigas» [ms. 1, f. 49r]. Al no ser esta una edición propiamente genética, de las variantes aludidas se han seleccionado aquellas imprescindibles para editar e interpretar este Campo aubiano. En su totalidad, la colación entre el texto último del manuscrito y el de [1963], de Mortiz, ofrece el esfuerzo del escritor para redactar esta novela.98 En suma, esta edición rescata Campo del Moro atendiendo a los criterios de la colección Obras completas de Max Aub, de ahí que, pese a contar con el manuscrito, no reproduzca las miles de variantes que este ofrece respecto a la primera edición, sino una selección, bien a pie de página, bien en el aparato crítico.

Por otro lado, constan las variantes editoriales de las ediciones impresas existentes. El texto base de esta edición parte del texto de 2002 ([2002]), que a su vez tomó el primero ([1963]), a fin de cotejarlo con el resto de testimonios, incluido el manuscrito. La edición de Andorra ([1969]) originó diversas reimpresiones en Alfaguara ([1979], [1985] y [1998]), Planeta [1996] y Suma de Letras [2004], todas con erratas y cambios puntuales –no justificados por los editores– (se incluyen algunas variantes para ejemplificar estas modificaciones). A estos testimonios de la fase editorial se añade el relato aubiano Un atentado, génesis del capítulo I/4, publicado en Ínsula, n.º 195, en febrero de 1963, e incluido después en El zopilote y otros cuentos mexicanos (Barcelona, Edhasa, 1964). De igual modo se maneja la última edición de la novela ([2019]), de Cuadernos del Vigía. Según su «Nota a la edición», el texto procede del cotejo de ediciones precedentes, incluida [2002],99 mas no se indican los cambios ni se aclaran en nota alguna aquellas «erratas que se han ido manteniendo (o se han introducido) en las distintas ediciones» (299).

En la secuencia individualizada de cada variante, [1963] suele coincidir con la lección escogida aquí, generalmente compartida con [2002] y a veces con [2019], por lo cual en muchas variantes se mencionan ambas ediciones. [2019] no es coherente porque sigue una u otra edición y cuando hay modificaciones no se indican, en un texto que se dice editado, el cual coincide con el nuestro siempre que no se refieran variaciones. Al parecer, [2019] surge de la colación entre [1963], [1969] y [2002], pero no ofrece más detalles acerca de este proceso. Ello justifica la necesidad de mencionarla junto a [1963] y/o [2002], pues así se puede saber cuándo mantiene una determinada propuesta editorial.

De convergencias o diferencias se informa en cada variante: mientras no se indique lo contrario, cuando solo consta [1963] significa que [1969] comparte su lectura (y por tanto el texto de Alfaguara, Planeta y Suma de Letras). Algunas variantes muestran [1979] o [1996] independientemente, pues, aunque derivan de [1969], en ocasiones los respectivos editores –sin anotación alguna, como [2019]– modificaron el texto con acierto. Algunos de esos cambios se han aceptado en esta edición filológica de Campo del Moro. Asimismo, dado que [1969] es una edición censurada, las coacciones en forma de modificaciones y supresiones se presentan en cuantas secuencias incorporan una C inicial.

En resumen: los distintos estadios del texto se recogen mediante una secuencia cronológica que muestra la «lección escogida» –entrecomillada y en primer lugar–, identificada y seguida de posibles variantes y notas explicativas de las decisiones adoptadas en esta edición. Cada secuencia revela así qué ediciones respetan o no la voluntad autoral. Las ediciones se citan entre corchetes, tal y como han sido presentadas en párrafos previos. Por ejemplo, en I/3 encontramos:

«treinta y tantos» [1969], [2002] y [2019]. treintaitantos [1963].

C «sublevadas» [1963], [2002] y [2019]. franquistas [1969].

«a su nueva» [1963], [2002] y [2019]. a la su nueva [1969].

Max Aub

CAMPO DEL MORO

Edición crítica

de Javier Lluch-Prats

ÍNDICE

I. 5 de marzo de 1939

II. 6 de marzo

III. 7 de marzo

IV. 8 de marzo

V. 9 de marzo

VI. 12 de marzo

VII. 13 de marzo

Pero lo que no dicen los historiadores, ni consta de ninguna manera, es que dichos monarcas hicieran su residencia en el Alcázar, ni se trata de él como mansión real, sino solo como defensa formidable en todas ocasiones; ya contra las acometidas que, a los pocos años de la reconquista, hizo contra Madrid en 1109 el rey de los Almorávides Tejufin, y que resistieron victoriosamente los habitantes, encerrados en el Alcázar, rechazando al ejército marroquí que había llegado a sentar sus reales en el sitio que aún se llama el Campo del Moro; ya en las funestas revueltas interiores de los reinos sucesivos, hasta la misma guerra fratricida de don Pedro y don Enrique.

RAMÓN DE MESONERO ROMANOS: El antiguo Madrid, paseos histórico- anecdóticos por las calles y casas de esta villa.

Madrid, 13 de marzo de 1939.– La artillería nacionalista reanudó sus esporádicos bombardeos. Un obús destrozó un coche fúnebre cerca del Cementerio del Este, hiriendo y matando al acompañamiento.

El Universal (Cable de la I. P.)1

I
5 de marzo de 1939

1

–Señor, le llama el presidente del Consejo.2

El ayudante cierra la puerta. Bernardo Giner de los Ríos toma el audífono.

–Don Juan…3

–Habrá Consejo de Ministros esta tarde, a las seis, en la posición Yuste.4 El gobernador de Madrid tiene las órdenes necesarias, y el avión, para proceder al traslado de los ministros que están ahí… Le ruego traiga al general Casado. El general Miaja viene por carretera, de Valencia.

Lujosas, heladas habitaciones del hotel Palace,5 que hizo preparar para el primer embajador soviético:6 hace años que no funciona la calefacción.

Cañoneo. Vibran aire y cristales. Gris y frío.

–Comuníqueme con el general Casado, en la posición Jaca.7

La carretera de Aragón, la alameda de Osuna, la espléndida finca –el ministro está viendo la tapia que bordea la carretera, la reja de entrada– que fue antes Cuartel General del general Miaja.

–Hola, general.

–Coronel, y gracias.8

–¿Desde cuándo?

–No habiendo firmado mi nombramiento el presidente de la República, y no habiendo ya presidente de la República, es anticonstitucional.9

–Me sorprende, Segismundo. Pero, en fin… ¿Cómo está?

–Mal, muy mal.

–¿Qué le pasa?

–Lo de siempre: la úlcera. No me deja moverme.10

–El presidente desea que venga usted con nosotros esta tarde a la posición Yuste. Hay Consejo de Ministros.

–Lo siento mucho, pero no me es posible.

–No será tanto.

–Lo mejor sería que Negrín viniese aquí. Ya sabe cómo están las cosas. Si falto de Madrid no respondo de lo que pueda pasar.

–Es cuestión de horas.

–Por eso mismo.

–Por lo menos venga a comer con nosotros, al Gobierno Civil.

–Yo no como.

El ministro se impacienta, da aristas al tono.

–Aunque no coma, venga a tomar café, y no me diga que no lo toma, sin contar que no hay.

Vuelve a entrar el ayudante, cuando se está haciendo el nudo de la corbata.

–Le llama don Julián Besteiro.11

 

–Hola, Julián.

–Quisiera verte. ¿A qué hora puedo pasar por el Ministerio?

–No te molestes. Iré por tu casa.

–Me harás un favor, tengo fiebre.

–¿Algo de cuidado?

–No, calenturiento. Lo de siempre. Nada.

Son viejos amigos, compañeros de la Institución Libre de Enseñanza,12 así Besteiro sea mayor. Ambos liberales, espigados, altos, distinguidos, buenos mozos, muy aficionados al sexo contrario. Julián Besteiro, hostil al Gobierno del que forma parte Giner de los Ríos, preside la Junta de Saneamiento y Reconstrucción de Madrid por insistencia y afición al ministro de Comunicaciones y Obras Públicas.13

El hotelito de Julián Besteiro está en la Colonia del Viso, cerca de la Residencia,14 pasando el Canalillo. Por allí, como por el barrio de Salamanca, no bombardean. Puerto libre.

–He querido verte para que sepas, de mis labios, que todos los rumores que corren acerca de mi participación en un movimiento en contra del Gobierno, son falsos.

–Me alegra mucho oírtelo porque hay gran cantidad de noticias contradictorias acerca de eso.

–Ahora bien, también te digo que si fuese requerido por una autoridad competente para acabar la guerra, podríaa contar conmigo.

–¿Autoridad competente? El Gobierno…

–El Gobierno no puede hacer nada, entre otras cosas porque precisamente carece de autoridad.15

–Eso dices tú…

A las tres de la tarde, en la calle de Juan Bravo, casi esquina con la de Velázquez, en el palacio de Medinaceli, el coronel Casado, jefe del Ejército del Centro, precisa:

–No puedo moverme de Madrid. Todos están pendientes de mí. Si desaparezco se armará un jaleo espantoso. Ahora bien, estoy a la disposición del Gobierno. Después del Consejo, si el presidente considera necesario que vaya, iré. No tiene más que hablarme –dice a Giner de los Ríos. A todos: –¿A qué hora salísb?

–Ahora mismo, a las cinco tenemos que estar en Barajas.

–¿En qué hacéis el viaje?

–En un Dragón. A ver si no nos fríen, al despegar, desde el Cerro de los Ángeles.

Despegan. Desde que toman altura, ven la línea que parte España: Fuencarral, nuestro; Aravaca, de ellos; Vicálvaro, nuestro; Carabanchel, de ellos; Vallecas, nuestro; Villaverde, de ellos. Ellos, que están a punto de ganar.

216

Desde el 7 de noviembre de 1936, en que le trajeron la guerra a las puertas de su casa, Fidel Muñoz dispara cada mañana unos cuantos tiros contra los fachasa;17 luego baja al recibidor de lo que fue entresuelo, única habitación con techo, come lo que hay – que suele ser lentejas sin adobo–, oye los partes de la radio –no pasa casi nada desde que se acabó, hace un mes, lo de Cataluña–, vuelve a su observatorio.

Intentaron evacuarlo varias veces, sin lograrlo. Entre la artillería y la aviación,18 que tumbaron las casas de parte de la calle de Hilarión Eslava y otro poco de la de Gaztambide, le dieron la vista, tantos años soñada, de la Casa de Campo y de la Ciudad Universitaria.

–Ahora que el edificio vale lo que nunca ¿queréis que lo deje? ¡Ni pensarlo!

Partida por la mitad, incólume la escalera, aspillera lo que queda del desván, la casa tiene, a su juicio, aire de inexpugnable fortaleza. A fuerza de la costumbre los sucesivos comandantes del sector han respetado su tesón, porque Fidel Muñoz es hombre de buena historia socialista (–Mi limpia ejecutoria… –empieza diciendo).

Cuida el fusil del que se sirve como lo más preciado que posee; lo alcanzó el 18 de julio en el cuartel del Conde Duque; munición no le falta: en El Socialista19 se la proporcionan.

Fidel Muñoz acaba de cumplir sesenta años (–Como los buenos –dice sin saber por qué–): la calva zapatera, lo cano amarillento, la enjutez del hambre que se pasa desde hace casi tres años en Madrid; aunque nunca le sobraron carnes.20

Vive solo en los restos de la casa que, en julio de 1936, todavía no acababa de pagar. Su mujer está en Alacuás, en la provincia de Valencia, con los hijos más chicos, de trece, once, ocho y siete años. El mayor, que tiene veinte, está en Cartagena –en la Marina–; el que sigue, de diecinueve, pasó a Francia, con el Ejército de Cataluña; el de diecisiete sirve en el frente de Extremadura.

¿Qué diría Clara si viese cómo está la casa? ¿La ganaría el gusto del paisaje descubierto (año tras año diciendo: «–Si no estuviese este caserón ahí enfrente…») o la furia por la destrucción? Su casa. ¡Tantos años pagándola!

–No a todo el mundo le traen el frente a la cama, como si fuese el desayuno, ¿lo iba a perder?

Dejó su trabajo en el periódico el 18 de julio.21 Se echó a la calle, subió a la Sierra, disparó por primera vez en su vida –de joven no sirvió al Rey:22 le tocó un número superior, de lo más bajo, y se libró–. Se dio cuenta queb había nacido para defender la República con las armas en la mano, pero sin ascender; no era quien para mandar ni obedecer. Tuvieron que dejarlo por imposible.

–Yo peleo. Lo demás son zarandajas. Si todos hicieran lo que yo: en Burgos, pasado mañana.23

Nadie le contradice.

–A mí, dejadme de garambainas. Me las arreglo y compongo solo. Cuando me hace falta munición la encuentro, y del suministro yo me encargo.

Exageraba, pero no mucho.

–Te has vuelto anarquista.

–¿Yo? ¡Vamos, anda! Pertenezco al Partido Socialista Obrero Español – enfatiza– desde antes quec mamaras la primera leche de tu señora madre. Lo que pasa es que tengo un conocimiento exacto de mis posibilidades. Para obedecer me sobra sangre, y me hierve si me dicen que haga algo que me parece idiota. Y mandar… Mandar, nunca me ha salido de aquí…

Señala al azar su pecho, no sabiendo ya a ciencia cierta dónde tiene el corazón. Se acuerda de los ocho hijos de la Clara –suyos, pero más de la Clara–; de su hermana – que en paz esté–; de su primera mujer que, esa sí, seguro, descansa en la gloria en la que creyó: un ángel; de su hija mayor a quien la sublevación cogió en La Coruña, con su marido, y de los que nada sabe.24 Todas esas mujeres a las que nunca supo imponer su voluntad, él, tan hombre de bien.

La llegada de las tropas franquistas a las goteras de Madrid le reafirmó en sus designios; más cuando tuvo su casa por talanquera. Esta era la suya. De ahí no le iba a sacar nadie, y puestos a ir mal las cosas –lo que no le cabía en la cabeza– como nicho tampoco era de despreciar.

–De aquí no me saca nadie.

Se sentía seguro, frente a tanto enemigo. No era de veras la primera línea, pero la sobrepasaba, allá a sus pies, siguiendo el Manzanares.

–¡Cualquiera lo hubiera dicho cuando compramos la chabola!

A veces invita a algunos compañeros a disparar contra los rebeldes. El hambre es mucha pero, de cuando en cuando, cae alguna bota de vino.

–¿Tú qué crees?

–Que las cosas van mal.

–¡Qué han de ir mal! Cuando peor se pongan, mejor. Los franceses no pueden dejar que aquí ganen los alemanes. El día menos pensado se descuelgan con material y verás lo que es bueno.25

–¿Por qué dejaron que nos echaran de Cataluña, y, yendo más atrás, de Irún?

–No es lo mismo.

–Dicen que Besteiro está en tratos con los de enfrente.

–Mira, Silvio, tengamos la fiesta en paz. No porque te haya dejado mi asiento frente al linotipo te vas a creer con derecho a venir aquí, a mi casa, en mi casad, cara a cara, a insultar a don Julián. Será lo que sea, y ya sabes tú lo que me costó irme a última hora con los de Largo Caballero;26 pero don Julián, es don Julián.27

Tres estampidos de cañón.

–Ya hacía días que no entraban en danza.

Aviones –tres.

–Nuestros.28

–¿Vuelven?

–No sé.

Los pájaros dan vueltas sobre Madrid.

–¿Qué pasará?

Un tiro suelto, cerca. No se ve a nadie en la parte contraria: las suaves lomas – los árboles desnudos del invierno, talados por la metralla–, la planicie, parecen desiertas.

Fidel Muñoz no puede suponer que los suyos –los buenos, los leales, los que defienden la España con honra, los republicanos– pierdan la guerra. No cabe en cabeza humana que los rebeldes –los sublevados contra la legalidad, los fascistas, los reaccionarios, los clericales– se instalen en Madrid. Eso, ni se discute. La razón será siempre la razón –como el progreso–, y la razón y el progreso están con los republicanos. Se perderán batallas, terreno, gente, pero lo que es ganar la guerra, ¿quién lo duda? Él, desde luego, noe.

La casa está hecha polvo: de acuerdo, pero los escombros sostienen lo que queda. Parece hecho adrede: los cascajos llegan hasta el primer piso, frente a la Casa de Campo, resguardando el interior, dejando libre «el observatorio». Allí ha alineado sacos terreros que por fuera no se ven, dejando unas aspilleras «de cojón de mico». Se tiende frente al paisaje enemigo y a poco que algo se mueva, dispara. Tumbado, apuntando, el señor Fidel Muñoz se siente seguro. ¿Quién dijo miedo?, y, menos, ¿quién duda de la victoria final?

A veces pasa a charlar con él Vicente Dalmases, del Estado Mayor de la VIII División del Segundo Cuerpo de Ejército29 –que está en el Pardo–, enlace con la VII que guarnece parte de la Casa de Campo. Le coge de paso. Suele dejar su moto en lo que queda del comedor.

–Aquí está segura –dice palmoteándola como si fuese el anca de un caballo.

Vicente, veintitrés años, gran nariz, nervioso, parece mayor. A veces, si hay con qué, comen juntos. ¿Qué les une con tantos años de por medio? Cuando Vicente – fumando cuanto puede, que no es cada día– habla de Asunción –que está en Valencia hace cuatro meses– al señor Muñoz le parece que le habla de su hija mayor.30 Sin pensarlo siente que le hubiera gustado un yerno como Vicente, a pesar de su comunismo.

–No nos damos cuenta de cómo nos hemos amoldado a vivir entre ruinas. Antes las paredes tenían esquinas, ahora todo está hecho polvo, todo son curvas, porquería, desecho, basura y, sin embargo, nos parece natural.

–Porque lo es, como la guerra. Hay más guerras que longanizas. Siempre hay guerras.

–Y las habrá, ¿no?

–A usted lo que le gusta es la guerra en sí.

–¿Qué dices, condenado?

–A usted le tiene sin cuidado quién gane.

–El que se va a ganar una buena eres tú.

–Para usted la perra gorda,31 don Fidel.

Vicente le habla de usted por la edad. A veces se divierte molestándole, sin más razón que la ternura.

El viejo se siente impotente frente al mozo, entre otras cosas por la inteligencia, la agudeza, el entusiasmo y porque Vicente Dalmases da muy cerca del meollo de sus reacciones. ¡Qué tino! –se dice Fidel Muñoz–, olfato de mastín…

–El día de mañana, cuando hagamos la revoluciónf32

A ninguno se le ocurre que están haciéndola o intentando hacerla, defendiéndose.

–A usted le importan Besteiro, Prieto, Negrín o Largo Caballero.

–Como a ti los tuyosg.

–No es cierto. A mí me interesa la revolución.

–Te cogí, mozuelo: ¿cómo compaginas eso de mis preferencias personales con mi satisfacción por la guerra en sí?

–Contradicciones del gusto. Niégueme que se encuentra bien aquí…

–A ver si te crees que estar listo a recibir un zambombazo en cualquier momento…

–No me contesta.

–Sí te contesto.

–Tome una lata de sardinas.

–Se agradece.

Vicente no se acuerda de su padre ni de su casa ni de la Escuela de Comercio de Valencia ni del fútbol ni de sus siete hermanos, de los que sabe poco. Su padre, el registrador,33 debe haber pasado a Francia. ¿Cómo? ¿Dónde? No lo sabe. La guerra tiene de bueno que no se piensa en nada. Solo en Asunción, pero tampoco piensa en ella: se acuerda, la siente, la necesita, la quiere.

 

–Me han prometido que iré dentro de tres días.

–¿A Valencia?

–Sí.

–¿Una semana?

–¡Quiá! Cuarenta y ocho horas y gracias. Y porque tengo que llevar unos papeles.

Con el índice derecho se ensancha el cuello de la camisa antes de hacerlo con el izquierdo. Suena un tiroteo. ¿Dónde?

–Oye, tú…

Les llama la atención: por el oído parece que estuvieran luchando en la retaguardia. Rectifican. Ven visiones.

–¿Qué pasará?

Miran el cielo cubierto.

–Son los de antes, nuestros, dando vueltas.

Vicente prefiere no decir nada. Ha aprendido a no discutir.

–Me voy.

–Pero…

–Me esperan.

No le esperan pero sabe que le van a necesitar. Tras echar un vistazo al frente, quieto, muerto, Fidel Muñoz acompaña al joven hasta los Bulevares. Cuando Vicente Dalmases monta y dobla la primera esquina, el viejo linotipista regresa a su casa.34

3

Antes de ir al Pardo, Vicente decide pasar por casa de Lola. Huele lo que va a pasar y duda de que pueda volverla a ver antes de mucho tiempo.

Con la motocicleta tardará cinco minutos. La cuestión: que esté. Vive en la calle de Luchana. ¿La volverá a ver? Oye el tiroteo lejano. Lola y la guerra. Lola y los últimos días de la guerra. Firmes los manillares 35 en las manos. Las sacudidas, los baches. Despedirse de ella. ¿Despedirse de ella? No. Despedirse, sin que se dé cuenta. Algún día tendrá que ser. Va demasiado de prisa.

Desde que llegó a Madrid, los primeros días de noviembre de 1936, Vicente casi no ha salido de la capital: dos meses en el frente de Extremadura con Julián Jover,36 ya comandante, que se empeñó en llevarle de comisario político. Su poca facilidad de palabra, que su amigo le aseguró sin importancia, y no pudo vencer, le hizo renunciar a un puesto que, por otra parte, le gustaba. Estar en contacto directo, constante, con los hombres, resolver sus problemas, a los veintidós años, le hacía sentirse mayor; algún viaje a Valencia para llevar y traer órdenes; lo demás ha sido ir de una parte a otra de la capital: del Campo del Moro al Jarama, de Carabanchel a Villaverde, del Puente de San Fernando a la Marañosa, de la Ciudad Universitaria a Las Rozas, de Vicálvaro a Vaciamadrid, de todas partes al Pardo, oficial de enlace, teniente hacía un año, capitán desde anteayer.37

–Para ascender hay que ser comunista –le dijo, amargo, Rigoberto Barea.38

Asunción había estado con él hasta que el Partido Comunista determinó enviarla a Valencia para organizar una colonia de refugiados. No valieron las reiteradas intervenciones de uno y otra.

–Asunción es valenciana.

–Yo también.

–Tú haces falta aquí; tu mujer, allí.

–Pero ¿es que no puede ir otra?

–Con sus condiciones, no.

Había dado pruebas de su eficacia en un refugio instalado primero cerca de San Andrés, trasladado luego a la Castellana.

–Para lo que os veis…

Vicente no contestó, le hubiera escupido. Verdad que se veían poco, pero se sabían cerca. Asunción vivía en un cuarto abuhardillado, desde cuya ventana se enfilaba la ancha hermosura del Paseo de la Castellana, sus árboles heridos de la guerra. Pasaron allí las noches completas de las que ambos pudieron disponer. Pocas, en dos años; suficientes para aprender de consuno lo que era el amor. Pero raro fue el día en que, a una hora u otra, aunque solo fuera un instante, no pasara Vicente a verla.

El pelo, casi albino, de la muchacha había venido a dorado, igual que su timidez tomó, inesperadamente, un tono de mando. Maduró en pocos meses –en todos los sentidos–. La guerra es un abono como hay pocos. Un bache. Otro, más duro. No es momento para componerlos. Ni ahora ni nunca, tal como están las cosas. Asunción. Lola. Si no está le dejaré recado a don Manuel, al que, quieras que no, tienen medio escondido.

Don Manuel, el Espiritista, calvo, con acento francés, de origen, nunca volvió a pisar su tierra natal ya que así se lo ordenó, hacía mil años, don Germán, su Ángel de la Guarda, hablando en cristiano.

A los treinta y tantosa años, don Manuel, representante de jabones, afeites y perfumes, de la casa Pivert, de París, tuvo la Gran Revelación que le llevó, por diversos vericuetos, a chamarilero y vendedor de libros esotéricos. Su conversión data de la desencarnación de su mujer, en 1913, en una fonda de Granada, cuando la difunta, en la soledad del velorio, se le apareció para consolarle y hacerle partícipe de la Verdad y le presentó a su protector.39

–A todo recién nacido –le explicó este–, por el hecho de haber visto la Luz, le acompaña un desencarnado, su homólogo espiritual, en su caso, un servidor –Germán Groseille–. A la edad que sea –días, años o siglos después– recibe la Luz verdadera, por orden de Jesucristo, y otro protector más instruido. Cuando el segundo protector recibe orden de reencarnarse, su protegido se convierte automáticamente en protector de alguien que acaba de recibir la Luz, pero de grado espiritual inferior así hasta la consumación de los tiempos.

Le iban a fusilar, con todas las de la ley, el 6 de enero de 1938. Según don Manuel, su puesta en cobro40 se debió a la intervención de los Reyes Magos, aunque, en verdad, fue a consecuencia de tres personas que poco tenían que ver con la divinidad; en primer lugar Félix Moreno, que contó el caso en la Alianza de Intelectuales.

–¡Qué bárbaros!

–¿A quién se le ocurre ser espiritista durante la guerra?

–La verdad es hija de Dios –dijo Bergamín.41

Don Manuel, denunciado como espía, no negó estar en relaciones muy seguidas con personas del otro mundo, lo que bastó a la patrulla que le detuvo. En el juicio no intentó defenderse. No le importaba desencarnarse teniendo en cuenta que hacía dos meses don Germán se mostraba renuente. Intentó, eso sí, como era su deber, convencer al Jurado Popular:

–Jesucristo es el único ser que posee el poder de la divinidad sobre la materia –le espetó cuando le preguntaron si tenía algo que añadir a lo alegado por su defensor de oficio que, con buena fe, intentó hacerle pasar por demente–. Si Dios hubiese conservado para nosotros nuestra pureza original habría creado un mundo perfecto y sin objeto, cuando, por el contrario, su meta es purificarnos, con la obligación personal de reconquistar la perfección, que solo conseguiremos a base de sucesivas trasmutaciones. Inútil me parece decir al respetable Jurado cuánto les agradeceré que apresuren mi próxima encarnación, aun indigno de tan inmediata y grande felicidad.

Los doce jurados –Rodolfo Martínez, cuarenta años, convaleciente de un cólico nefrítico, capitán de milicias y exfontanero; Paula Ortiz, de la Cava Baja; Enrique Ramos, estudiante; Solón Gutiérrez, arquitecto y grado 33, de setenta y ocho años; Luis Peral, del ramo de la madera –así, en general–, manco de Brunete; Sofía del Toro, lavandera; Rodrigo Aleixandre, músico a lo que decía; César García Olmos, camarero retirado– se dividieron: seis teniéndole por majareta, los otros por simulador.42

–O lo echamos a la calle o lo fusilamos. Aquí no hay términos medios.

–Ni aquí ni en ninguna parte –aseguró el carpintero, que era de ideas bien establecidas.

–¿Por qué? Con tenerlo en la cárcel hasta que se acabe esto…

–¡Ah, sí! Y mantenerlo: como si sobrara comida en Madrid.

–Con la gazuza que tengo –comentó Sofía, flaca reciente, de noventa kilos en tiempos floridos.

El pronunciado acento francés43 del enjuiciado ayudó a decidirse a algunos indecisos, sobre todo a Solón Gutiérrez, que tenía muy presente el 2 de mayo.44

–Tanta jerigonza de Dios y el alma –dictaminó Rodolfo Martínez, Primer Jurado que hacía las veces de presidente– evidencia su concusión con los fachas. A lo mejor es cura.

–No lo creo –adujo Paula Ortiz.

–¿Por qué? –preguntó Enrique Ramos, que no había abierto el pico, sobrecogido por la ocasión primera que se le ofrecía de juzgar a un semejante.

–Es calvo.

–¿Y eso qué tiene que ver?

–¿Y la barba?

–Para despistar.

–No conozco ningún cura calvo.

–Debe haberlos.

–¡Ninguno! Algún pastor protestante, no digo que no.

–A lo mejor lo es.

–Lo que yo creo es que ese tío nos está tomando el pelo que no tiene.

Félix Moreno contó el suceso a Vicente Dalmases, este a Rigoberto Barea, comisario político de la brigada de Cipriano Mera, pelirrojo, anarquista, andaluz, vegetariano, con sus pujos de ensayista, todavía convaleciente de un famoso combate cerca de Boadilla del Monte cuando el ejército republicano perdió Húmera, Pozuelo y Aravaca. Fue de los que restablecieron la situación gracias al coraje que, de pronto, transformó la huida en determinación de no dar un paso atrás.45 Allí se quedaron con entereza. Rigoberto contribuyó en cuanto pudo, insultando a los que se batían –es un decir– en retirada.

–¿Es que no sois hombres? –se desgañitaba con su cara pecosa de panquemado, plantado en la cuneta, pistola en mano, con el vozarrón que heredó de su madre, vendedora de pescado–. ¡Maricón el que no se plante a mi lado!

Conocía a don Manuel. Llegó a tiempo para hacer revisar rápidamente la causa, a la que concurrió como testigo. Al salir le presentó a Vicente.

–A este joven le debe la vida.

–Ya lo sabía.

Los ojos azules claros de don Manuel se fijaron en los oscuros de Vicente.

–¿Por qué no se defendió? ¿Por qué no negó ser espía de los fachas?

–¿Para qué? Nadie respeta los mandamientos de la Ley de Dios. Los hombres lo perdieron todo con la inocencia.