Campo del Moro

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Los personajes históricos

En Campo del Moro hay personajes que tienen un referente real, como Edmundo Domínguez, Juan Negrín o Dolores Ibárruri, que surgen con barniz literario aun cuando Aub tenía claro que «No es lo mismo inventar personajes un poco a lo que salga, que saber –de cierto– que Julián Besteiro falleció en el penal X, el día Z, a la hora H. Y sacarlo a relucir vivo, sin ser el propio Besteiro» (ms. 2, f. 46v). A pesar de que el estatuto ficcional les confiera inmortalidad en la literatura a los personajes históricos, no deja de resultar agradecido saber quiénes fueron en la vida real para comprender mejor una novela en la que Aub buscó la objetividad de los hechos, implicando a tantos hombres y mujeres cuya existencia podemos verificar en numerosas ocasiones. Unos actúan porque responden a la recreación literaria de acontecimientos históricos que provocaron o en los que participaron; otros son mencionados por elección del autor para crear la atmósfera de historicidad de su obra. El hecho de que los personajes históricos, al igual que tantos acontecimientos, no jueguen sino un rol secundario permite la reconstrucción de la Historia dentro de la trama; y es que tales personajes, siguiendo una fórmula que Galdós probó con éxito en los Episodios nacionales:

[N]o importan tanto para el desarrollo de la acción como para la reconstrucción de ese pasado. En general, el novelista inventa los protagonistas principales para poder jugar así con distintos sentimientos y pasiones, ya que el carácter de los personajes históricos está fijado de antemano, y si el novelista los situara en primer término de su obra, correría el riesgo de convertir la novela histórica en historia novelada (Mata, 1995: 52).

Respecto de que Aub cite acontecimientos y personajes históricos e imaginarios, coincido con Soldevila (2001b: 106) en considerar relevante su conocimiento cuando uno lee esta narrativa histórica, aunque resultara secundario para Aub, quien suponía que los lectores futuros de su novela, con el tiempo, «la leerán sin preguntarse sobre la identidad real o imaginaria, o sobre la coincidencia o no de los nombres ficticios con los personajes que los inspiraron, cuestión inevitable cuando se trata de novelas históricas». En este sentido, además, frente a otros de la contienda, Aub aborda un decisivo acontecimiento que no vivió, como Francisco Ayala le apuntó en una carta el 31 de octubre de 1963:

Recibí, y leí sin pérdida de tiempo, tu Campo del Moro, con que redondeas la presentación insustituible que has hecho de la guerra española. Me llama la atención que hayas procurado un acercamiento más «factual» a un episodio no vivido por ti. Desde luego, quienes conocemos los acontecimientos y –más o menos– a las personas, no necesitamos leer el libro con notas al pie de página. Me pregunto si los extraños o los más jóvenes no las echarán de menos a veces. Con notas o sin notas, el libro es estupendo, y te felicito por haberlo escrito (Soldevila, 2001b: 105).

En su respuesta, el 5 de noviembre del mismo año, Aub le decía: «¿No crees que el día de mañana lo mismo da que García Pradas se llame García Pradas o Gómez Prado, Rodríguez Vega, Campo Martínez?» (Soldevila, 2001b: 107). Sobre esta cuestión volvería en las «Páginas azules» de Campo de los almendros: «¿Qué fue de Largo Caballero? ¿De Besteiro? ¿Qué fue de Sanjurjo? ¿Qué de Azaña, de Juan Negrín? ¿Qué fue de Mola? ¿Qué de los vencedores que algún tiempo anduvieron luciendo sus nombres y apellidos por las placas de plazas y calles? Fueron, en su tiempo, importantes. Los demás desaparecieron antes, pero solo antes» (Aub, 2002b: 400-401). En Campo del Moro, leemos en un diálogo entre Templado y Riquelme (I/7):

–El futuro se puede adivinar o predecir, pero ¿quién el presente? Te explico: es lo que es, está ahí como lo veo, como lo ves. Mas ¿cómo será para un historiador dentro de uno, dos, diez siglos? El pasado es siempre lo que dictaminan los presentes; en el futuro el pasado será el presente. Así se escribe siempre la historia. ¿Qué vivimos?, ¿esto de ahora o lo que dirán que fue dentro de cincuenta, cien, mil años? Guerras hubo perdidas que aseguran ganadas; los ingleses dan por victorias sobre los franceses algunas de las que estos tienen por suyas. Ciertos malos pasos vergonzosos se borran en un idioma mientras son recordados con gloria en otros, sin contar que las historias –no hay historia sino historias– suelen escribirlas los vencedores. ¿O crees que en Covadonga, si hubo la tal batalla, sabían que principiaban la Reconquista? ¿Quién sabe si empezó ahora otra guerra de treinta años? No se sabe nunca lo que se hace, ¡figúrate si podemos saber qué estamos haciendo para las entendederas de los de mañana! Sin contar con que la enorme mayoría no hace nada –haga lo que haga– porque nadie ha de acordarse no digamos del santo de su nombre sino de nada de lo que les rodea.

Algunos de estos personajes participan activamente en el relato, como Negrín, Casado o Miaja, mientras que otros conforman el ambiente epocal del Campo, anónimos frente a los nombres de primera fila. Como lectores, cuando damos con activos personajes observamos que Aub inserta datos suplementarios al de su papel desempeñado en la vida real, bien vinculándolos con personajes inventados o deformados, bien mencionando sus peripecias en el relato. Por ello, más que en el papel que desempeñaron en la Historia, a muchos los vemos como Aub los vio, retrato físico e impresión personal (Soldevila, 1973: 300). Así también, en el entrecruzamiento de personajes verificables con otros en rigor inventados, lo mimético y lo diegético se funden, haciendo que un personaje ficticio asista a acontecimientos reales y viceversa.

De todos ellos, Aub proporciona peculiaridades de su biografía y menciona, por ejemplo, la úlcera que padecía Segismundo Casado al comienzo de la novela (I/1), o su desmejorado aspecto en VI/I: «Déjame decirte que le encontré sin afeitar, cosa rarísima en él […] me recibió en la cama por encontrarse enfermo», tal como González Moreno, personaje deformado, lo describe tras encontrarse con él. Así, la referencialidad de lo narrado desvela un modelo de mundo real, mas también otro imaginario, verosímil en el desarrollo de las acciones de tantos personajes ficticios. Por consiguiente, la mayoría de los personajes históricos integran la puesta en acción de los inventados, figuran en la construcción de su etopeya e incluso, como he destacado, participan en la acción. Pongamos por caso al cenetista Melchor Rodríguez, el Ángel Rojo, quien se topa con González Moreno a la salida del despacho de Segismundo Casado, un encuentro en el que participa otro histórico, José García Pradas:

Al llegar al sótano, González Moreno se extraña de ver salir del despacho del Jefe del Ejército del Centro, con ancha sonrisa, a Melchor Rodríguez, dirigente de la CNT, y hablarle a García Pradas, un jovenzuelo de historia turbia, que dirige uno de los periódicos anarquistas de la capital (I/5).

Así las cosas, muchos de los personajes reales aparecen identificados y viven situaciones verídicas entremezcladas con las ficcionalizadas, y no pocos, como González Moreno, son trasunto de otros y deformaciones de un tipo concreto. Por tal motivo, al subrayar esta capacidad inventiva de Aub, Tuñón de Lara (1970a: 20) escribió:

Personajes típicos unos, originales y fuera de serie otros, poblando un mundo a la vez imaginario –porque es criatura del autor– y real, porque lo tomó y lo esculpió de la arcilla humana palpitante de todos los días. Por eso hay que hablar del mundo imaginario-real de la obra de Max Aub; de ese mundo, ni un solo personaje es «inventado» partiendo de cero, pero ni uno solo es calcado del modelo que sirvió de inspiración.

Los personajes inventados y transfigurados, más que ficticios, se imponen al lector y aparecen en primer plano sobre las figuras históricas y, en cierto modo, «representan a esa colectividad que luchó por defender un proyecto en marcha de sociedad frente a la violenta reacción de quienes recurrieron a la fuerza» (Soldevila, 2003: 82). En suma: estos personajes pueblan el universo ficcional como verdaderos protagonistas de cuantas historias interesaban al autor.

III. LA NOVELA COMO ARTEFACTO DE HISTORICIDAD

Vistas así, a ojo de buen pájaro, estas narraciones pueden dar una idea de lo que fue la lucha y la derrota de lo mejor que tenía España en 1936. Por lo menos con esa intención de cronista las escribí. Si queda, además, mi nombre, aparezca en una esquina baja como el retrato del pintor, en un retablo medieval, perdido entre tantas caras, ojalá vivas.

En el manuscrito, como he apuntado con antelación, constan reflexiones de Aub, textos autocríticos como este fragmento escrito en el ms. 1 (f. 6r). En ellos destaca la labor de cronista con que el autor definía su escritura del Laberinto. En este sentido, en una entrevista sobre Campo del Moro publicada en Siempre! el 31 de julio de 1963, acerca de las dudas históricas del texto Aub aseveró: «No hay hechos rigurosamente históricos. Acaso, únicamente, los de bulto: fechas y ociosidades de ese tamaño. El novelista es un ser arbitrario que ordena y explica los acontecimientos según sus propias inclinaciones» (Carballo, 1963). No obstante, el orden y las «ociosidades» de la novela son rigurosos y también Aub dijo: «como las otras que componen el ciclo, está sentada sobre hechos históricos –los que, en lo posible, son exactos».60

Por ello, en su Introducción a El Laberinto Mágico, Tuñón de Lara (2001: 101) ya señaló que la circunstancia histórica apenas requiere explicación porque Campo del Moro también es un libro de Historia, con todo el rigor de la palabra, y apostilló: «Es un libro de historia auténtica, pero desde lo más hondo de la conciencia de los hombres» (110). En este sentido también se expresó Mainer (1973: 6):

 

Pocos escritores ha habido en España tan conscientes de su propia «historicidad» como Max Aub y la consecuencia inmediata de ello es que pocos resultan tan internacionales a la hora de aplicar estos baremos a la literatura peninsular contemporánea. (Pensemos, por otra parte, que lo que llamo «historicidad» de una obra artística no es solo un ingrediente que agradecemos los críticos de cierta cuerda, sino que, con frecuencia, es el sistema circulatorio que confiere al producto literario su honda validez humana).

Los textos laberínticos constituyen, como Campo del Moro, una clave fundamental para la elaboración de la historia total, por dar vida a personajes portadores de los estigmas de un tiempo, por ser testimonio de decisivos episodios del mundo en que nacieron y expresión de la mentalidad de ese mundo. En ellos la Historia tiene cabida en la medida en que se representa en el hombre, en una encarnación subjetiva que confiere «valor atemporal a las novelas y relatos de El laberinto mágico […] vigencia y actualidad, en tanto que son reflejo de unos hombres que viven una tragedia histórica» (Quiñones, 1994: 21).

Por otra parte, «la “objetividad” de la visión de la Historia en la obra narrativa de Aub no puede ser otra cosa que autenticidad» (Soldevila, 1973: 306-310). El propio Aub se planteó su labor y escribió:

¿Cómo contar –si de historia trata– lo que no vi? Y, sin embargo, estas historias son, para mí, la historia de la Guerra Civil española. Si llegan a serlo para los demás será por casualidad o porque así fue, en el futuro. Sobran documentos, memorias acerca de estos acontecimientos. Entonces, ¿a qué estos? No lo sé. Nací para escritor, no he intentado serlo. La guerra me dio tema para mal de todos (ms. 1, f. 6r).

Clarificador ejemplo de la búsqueda de esa autenticidad y la reconstrucción de lo no vivido es el recurso al testimonio de diversa índole. En la escritura de Campo del Moro, y por extensión del Laberinto, Aub se sirvió de memorias, fuentes documentales, testimonios orales, epístolas, intertextos de obras de carácter histórico, literario o filosófico, a veces trasladados literalmente a sus creaciones. Además, su preocupación por cuanto acontecía en España y fuera de ella61 es conocida. Tuvo excepcionales corresponsales como José Luis Cano, en Madrid; Esteban Salazar Chapela, en Londres; y Manuel Tuñón de Lara, en París primero y luego en Pau, quien, del mismo modo que Aub se documentaba con su ayuda, en la bibliografía de su ensayo La España del Siglo XX (1966) mencionó una selección de obras aubianas y de otros autores que consideró fuentes basilares para el análisis histórico. En otro lugar Tuñón (1972: 36) corroboraba cómo obraba su amigo: «Puedo testimoniar de la minuciosidad con que Max Aub recogió centenares de testimonios orales y documentos, con que leyó textos y prensa, antes de escribir una línea. Todos los Campos […] están hechos así. […] Y es que Max Aub se apoyaba en fuentes de primera mano». El propio escritor llegó a afirmar que, «desde el punto de vista histórico, El laberinto mágico es de una total exactitud» (Rodríguez Monegal, 1968: 3). Aub selecciona un acontecimiento histórico determinado, pero ahora estrecha su probable dispersión al poner el foco en el momento final del Madrid republicano. Campo del Moro cumple así las condiciones de felicidad necesarias para que una novela histórica se realice. Como expuso Oleza (2000: 90),62 estas son la presuposición de historicidad de los acontecimientos, reconocida por el autor y el lector; el respeto a su sucesión cronológica dentro de una lógica conscientemente evenemencial o facticia; la ficcionalización del argumento limitada por el nivel de referencialidad reconocido por los lectores; la lógica del relato como la lógica de lo público, donde se engendran los conflictos y se genera la energía que arrastra a personajes históricos o ficticios; y la dimensión colectiva de la tragedia.

En cuanto al posible deslinde entre historia y ficción, hechos certificados o verificables y hechos posibles, Aub afirmó al ser entrevistado por Campo del Moro:

No existe una diferencia tajante entre historia y ficción. Toda historia que se repite da cabida a la ficción, del mismo modo que yo doy en mis novelas y cuentos cabida a la historia. Todas las novelas, las buenas novelas, son históricas. Es imposible reconstruir la realidad objetiva e imparcialmente porque todos la vemos e interpretamos de manera distinta. Un historiador es siempre un novelista y, por supuesto, un novelista auténtico se parece en muchos aspectos a un historiador. No me refiero a los eruditos, que nada tienen que ver con la historia, ni con la novela. […] Desde un punto de vista ideológico veo los sucesos y los personajes de acuerdo con mis ideas republicanas. Lo que yo hago en esta novela y en las otras que tratan de la Guerra Civil, puede calificarse, históricamente, como la «visión de los vencidos» (Carballo, 1963).

Aub muestra el caos en que viven los personajes en un espacio y un tiempo históricos mediante una obra que desgrana la traición capitaneada por Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, y sus efectos: un señero episodio bélico que se venía gestando desde meses atrás… Tras la caída de Cataluña a finales de enero de 1939, a principios de marzo la guerra estaba prácticamente perdida para las fuerzas republicanas. El bastión heroico de Madrid resistía, pero militarmente poco podía hacerse, excepto buscar una estrategia de negociación de una paz honrosa.63 Entretanto, una caótica y multitudinaria caravana de españoles huía hacia Francia,64 incluidos políticos como el presidente Azaña, quien moriría en el exilio en Montauban.

En cambio, al gabinete de Negrín le quedaba la tarea de organizar la evacuación, conseguir alguna concesión de Burgos a través de mediaciones diplomáticas65 y, sobre todo, resistir y esperar algún apoyo a la causa republicana. Sin embargo, Franco se mostró intransigente: la rendición debía ser incondicional. En el seno de las fuerzas republicanas, esta actitud se interpretó como la decisión de no negociar la paz con los comunistas, cuya consigna era la resistencia a ultranza.

En Madrid se conspiraba sin reparo. Casado organizó un complot como golpe de Estado al Gobierno de Negrín. Mantuvo contactos con socialistas y anarquistas –Cipriano Mera, entre ellos– y atrajo a Julián Besteiro, socialista sin una notable actuación política durante la contienda. Los conspiradores decidieron actuar en la madrugada del domingo 5 de marzo de 1939: Casado obtuvo el apoyo de Miaja66 y proclamó una Junta de Defensa como representante del poder en la zona republicana: el del Ejército.67 Así, a las 19:30 horas de aquel 5 de marzo, fecha también de la última reunión del Consejo de Ministros del Gobierno de la República en Elda (Alicante), como expuso Cervera (1998a: 406), Casado se sublevó y trasladó su Cuartel General de la Alameda de Osuna (Posición Jaca) al Ministerio de Hacienda, en la calle de Alcalá. Formó entonces el Consejo Nacional de Defensa, cuya composición fue la siguiente: general Miaja (Presidencia), Besteiro (Relaciones Exteriores), Casado (Defensa), Wenceslao Carrillo (PSOE, Gobernación), Gonzalo Marín (CNT, Hacienda), Eduardo Val (CNT, Comunicaciones y Obras Públicas), Antonio Pérez (UGT, Trabajo), Miguel San Andrés (Izquierda Republicana, Justicia) y José del Río (Unión Republicana, Educación); como secretario actuó José Sánchez Requena (Partido Sindicalista). Por la noche, en un manifiesto radiaron la ilegitimidad del Gobierno de Negrín, a quien Casado le comunicó la sublevación por teléfono.


Fig. 5. Recortes de las portadas del diario ABC, Madrid, 7 y 8 de marzo de 1939. Fuente: <http://hemeroteca.abc.es>.

Buena parte de los órganos de poder del Frente Popular, excepto el Partido Comunista, se alinearon con la Junta. Negrín se reunió ese día con sus ministros en la denominada Posición Yuste, cerca de Elda. Miaja opuso varios pretextos para no asistir, tal como hizo Casado, quien no consideraba prudente abandonar Madrid, si bien dispuso un vuelo hacia Elda con los ministros que había en la capital. Al quedar interrumpida la reunión gubernamental por la cena, se escuchó a Augusto Fernández, locutor de Unión Radio, quien introdujo a Besteiro. Como portavoz de la Junta, este presentó la ilegitimidad del Gobierno. Luego tomaron la palabra Mera y Casado. Fue entonces cuando se comunicó el Manifiesto del Consejo Nacional de Defensa, denominación del organismo constituido aquella noche (Tuñón de Lara, 2000: 818-820).

Tras enterarse de la rebelión en Madrid, Negrín decidió no actuar, aunque los comunistas madrileños sí lo hicieron. En las calles de la capital se desató una guerra interna al desencadenarse enfrentamientos armados entre partidarios de uno y otro sector,68 mientras los fascistas aguardaban a fin de tomar una ciudad que se les había resistido durante tres años. Finalmente, junto con su Gobierno, Negrín emprendió el viaje del exilio y en Madrid continuaron los combates entre republicanos, aunque, tal como Aub expresó a través de un escueto diálogo (Campo del Moro, VII/1), fechado el 13 de marzo de 1939, Casado y Besteiro terminaron reconociendo su fracaso. Con su actuación, pues, el Consejo derrumbó los últimos vestigios de legitimidad republicana para nada, y «la historia de la sublevación, en toda su absurda inutilidad, ya cabe en cuatro líneas» (Soldevila, 1973: 98):

Sale un militar del despacho de Casado. Entra Besteiro. Están solos.

–¿Y de Burgos?

–Parece que no quieren saber nada como no sea la rendición incondicional.

Este golpe a la República sigue siendo objeto de estudio para historiadores que indagan tan dramático episodio. Es el caso de Paul Preston, quien, en El final de la guerra. La última puñalada a la República (2014), comienza sintetizando así el acontecimiento referido:

Esta es la historia de una tragedia humanitaria evitable que costó muchos miles de vidas y arruinó decenas de miles más. Tiene numerosos protagonistas, pero se centra en tres individuos. El primero, el doctor Juan Negrín, víctima de lo que se podría llamar una conjura de necios, trató de impedirla. Los otros dos fueron responsables de lo acontecido. Uno, Julián Besteiro, actuó con ingenuidad culposa. El otro, Segismundo Casado, con una sorprendente combinación de cinismo, arrogancia y egoísmo. / El 5 de marzo de 1939, el coronel Casado, un eterno insatisfecho que desde mayo de 1938 era comandante del Ejército Republicano del Centro, lanzó un golpe militar contra el Gobierno de Juan Negrín. Irónicamente, así provocó que el final de la Guerra Civil española fuese casi idéntico al comienzo. Como habían hecho Mola, Franco y los demás conspiradores de 1936, Casado dirigió a una parte del ejército republicano en una revuelta contra su Gobierno. Aseguraba, como habían hecho los anteriores, y también sin fundamento alguno, que el Gobierno de Negrín era una marioneta del Partido Comunista y que se avecinaba un golpe de Estado inminente para instaurar una dictadura comunista […] Nada apunta que fuera así («1. Una tragedia innecesaria»).

En Campo del Moro, el relato histórico se entreteje con otros ficticios también trufados por signos de la traición –tema principal–, el amor, la solidaridad, la vida y la muerte. De esta manera, los hechos bélicos verificables se alternan con aquellos propios de personajes cuyas relaciones sirven de bisagra entre lo histórico y lo ficcional: Lola Beltrán y Vicente Dalmases, Rosa María Lainez y Víctor Terrazas, Manuela y Carlos Riquelme, Mercedes y Julián Templado, o la presencia del socialista Juan González Moreno, una configuración magistral.69