Cita con el arte

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CAPÍTULO 4

sentido de pertenencia

PdM ¿Supone alguna diferencia encontrarse en la misma ciudad en la que fue creada una obra? Es una pregunta que cabe plantearse en Florencia, pero también en París, Roma o Brujas. Esta mañana, en el Bargello, y a pesar de que muchas de las esculturas que estábamos viendo se encontraban antes en otros emplazamientos de la ciudad, en cierto modo las mirábamos con ojos florentinos. Tras unos días en Florencia, se adquiere un sentido de pertenencia, se acaba imbuido de su aura y su sabor. Eso ocurre con más fuerza aún cuando la asociación entre el arte y la ciudad, la densidad y visibilidad de los monumentos, es especialmente elevada. Por eso me he referido a Roma y a Brujas.

MG A veces, durante la Bienal de Venecia, me he escapado para visitar la iglesia de San Giobbe, del siglo XV. No va casi nadie, está en un extremo del canal de Cannaregio, en un barrio poco frecuentado. Pero es un sitio llamativo, porque una vez dentro puede verse el marco original, bellamente tallado, del retablo de Giovanni Bellini. El cuadro en sí es una de las obras más conocidas del renacimiento temprano en Venecia. Formó parte durante mucho tiempo de la colección de la Galería de la Academia de la ciudad, que visitan a diario miles de turistas. Es normal sentir que la han arrancado de su contexto natural.

PdM Eso es bien cierto, pero también existen otros factores, y no puede darse por sentado que todo traslado sea gratuito; a veces intervienen motivos de conservación y preservación, que tienen que ver con la humedad del edificio, las velas encendidas o la seguridad ante los robos, y que impiden ser excesivamente categóricos. Ya hemos cruzado el Rubicón, y aquí el público tiene una mentalidad más secularizada, valora las obras por sus cualidades artísticas, y no tanto como objetos de culto, incluso en el caso de que se encuentren dentro de una iglesia. Son muchos los que entran en un templo, digamos en Venecia, como lo harían en un museo, y por eso es más probable que el primer folleto que te encuentres sea una guía artística, y no un misal o un himnario.

MG ¿Si tuvieses un mando dictatorial sobre todos los museos del mundo, habría alguna pieza que cambiarías de sitio?

PdM Hay muchos ejemplos, si nos centramos solo en los que están cerca. No alteraría radicalmente las vicisitudes de la historia para ponerme a desmantelar colecciones y trasladar los objetos a grandes distancias. Han tenido muchas vidas, y cada uno de sus momentos tuvo un significado o un propósito. En cualquier caso, tu pregunta era puramente hipotética, así que mi respuesta solo puede ser fantástica; hay demasiados asuntos políticos, legales e incluso prácticos involucrados. Pero, siguiendo el juego, empezaría por Venecia y Milán, de donde cogería varias obras de la Accademia y la Brera para llevarlas a su emplazamiento original, no muy lejos. Así no les negaría a los visitantes el acceso a las obras, y además adquirirían un sentido más apropiado de sus funciones y contexto originales. Con todo, lo que hay que entender es que, en esta época de los museos, hemos desarrollado una «mirada» museística (pobre sinónimo de la palabra francesa regard), por la que consideramos las pinturas religiosas (que es de lo que se trata en esta hipótesis) como parte de una narrativa histórica y cronológica, una historia del estilo, que enfatiza el papel del artista, del creador. El retablo que devolviésemos a su iglesia recobraría su contexto arquitectónico, hasta cierto punto, pero no tanto el religioso, ya que la intensidad de la fe ha decaído, y el valor de la pintura como explicación de la Escritura para una congregación, en su mayoría analfabeta, se ha perdido.

MG Aún así, ¿le prestas más atención a una obra solo porque has viajado expresamente para verla?

PdM Sin duda, y aquí volvemos al tema del tiempo. Lo que hemos venido a ver es ese cuadro o ese objeto, por él hemos realizado un esfuerzo especial, y por lo tanto le dedicaremos más tiempo.

MG La Asunción de Tiziano es un ejemplo magnífico, porque la composición del cuadro recuerda a la curvatura superior de los arcos góticos, y eso es algo que solo puede percibirse plenamente en el altar mayor de la iglesia del Frari en Venecia, para la que se pintó. Parece que siempre ha estado aquí, pero no es así, desde luego.

PdM Claro, y además durante un siglo ni siquiera estuvo en el Frari; lo llevaron a la academia a principios del siglo xix para adelantarse a los franceses y que no se lo llevasen al Louvre, pero después vino el Congreso de Viena, tras la derrota de Napoleón, y el cuadro acabó en la capital austriaca tras la ocupación de Venecia por parte de ese país. Cuando la ciudad pasó a formar parte de la Italia unificada, en 1866, se devolvió, no al Frari, sino a la Accademia. Después de la Primera Guerra Mundial, la colocaron tras el altar principal del Frari. Las obras de arte pueden tener muchos hogares, muchas vidas.

MG Viajan desde los lugares de culto —iglesias, mezquitas, templos— hasta los museos, y a veces vuelven. Debo confesar que me gustaría en parte, al menos al cincuenta por ciento, ver el retablo de Bellini de nuevo en San Giobbe.

PdM A mí también. Paul Valéry, ya en 1923, se quejaba en Le problème des musées de que hemos despojado al objeto de su madre, la arquitectura. Las muestras e instalaciones intentan reconstruirla, pero hay demasiados altares a los que les falta un nivel de significado, precisamente porque no se idearon como unas tablas sueltas o como algo independiente. El cuadro, el marco y lo que le rodea son parte integral de la composición. Hay numerosos ejemplos en los que la perspectiva y la luz, las baldosas y la disposición de las figuras, todo está diseñado para interactuar con la arquitectura circundante.


Tiziano. Assunta (La Asunción de la Virgen María), 1516-18, iglesia de Santa Maria Gloriosa dei Frari, Venecia. Foto Scala, Florencia.

Esto mismo ocurre con los tres cuadros de Caravaggio de la capilla Contarelli en San Luigi dei Francesi, en Roma. Al crear las fuentes de luz de esos tres lienzos, Caravaggio tuvo en cuenta la forma en la que la luz real penetra en ese espacio.

Sin embargo, con respecto al traslado de un retablo de vuelta a su iglesia, no todo tiene que ver con la reintegración espacial, porque el elemento temporal se ha perdido para siempre. No somos italianos del siglo xv o del xvi, y no podemos siquiera imaginar lo que significaba vivir en el norte de Italia en esa época.

Se ha subrayado muchas veces que existe un modus vivendi cultural con respecto a los museos: en otras palabras, un enfoque total que los diferencia de otros lugares, y que estimula esa mirada museística de la que hablaba. Esa visión está tan presente en nuestros tiempos que la arrastramos incluso hasta los espacios que no son museos, como las iglesias. Tomemos como ejemplo a los miles de visitantes que entran en el Frari para ver la gran Assunta de Tiziano y su retablo de Pesaro. Esas personas no van allí a recibir la Comunión, sino a observar las obras maestras del siglo xvi.

MG Lo cierto es que me gustaría ver de nuevo el retablo de Bellini en San Giobbe, pero es porque siento que ese es el mejor lugar para apreciarlo y comprenderlo realmente como una obra de arte. Pienso en él desde un punto de vista estético y, por lo tanto, en la iglesia como en una enorme exposición museística.

PdM No podría estar más de acuerdo, y creo que has dado en el clavo. Hay una fotografía de Thomas Struth de la iglesia de San Zacarías, en Venecia, con un retablo de Bellini, y frente a él personas que lo contemplan, desde luego no para rezar, sino para admirar su presencia arquitectónica intencional.

MG Las obras de las que hablamos son lo que en el arte contemporáneo se denominan obras para un lugar [site specific], y que se cumple en algunas de las mejores series: las de Miguel Ángel de la capilla Sixtina, las de Rafael de las Estancias Vaticanas, las de Mantegna en la Camera degli Sposi de Mantua…

PdM Esa clase de composiciones no pueden reproducirse. Tal vez los jóvenes sean capaces de recrear su atmósfera con unos programas tridimensionales informáticos nuevos e increíbles, pero no hay nada que pueda sustituir a la experiencia, a la mera sensación física de hallarse rodeado y envuelto por el espacio real.

MG Y eso, excepto en el caso de unas pocas obras relativamente recientes, jamás ocurre en un museo.

PdM Sí, hasta el siglo XIX no empezaron a crearse objetos pensando en los museos, cuya presencia allí es hoy, por lo tanto, casi correcta. Entre las pioneras se encuentran algunas como la Balsa de la Medusa, de Théodore Géricault. Es un cuadro enorme, que se exhibió en el salón oficial con la idea de que fuese adquirido por el estado para, posiblemente, colgarlo en el Louvre. Así que su contexto real son, esta vez sí, los grandes salones del museo parisino.

En adelante, y hasta hoy, ha habido artistas creando para los museos, confiando en que sus obras acabasen allí, y realizando instalaciones. Pero en su mayor parte las instituciones muestran obras que no se crearon con ese fin. Así que, por el momento, los contenidos proceden de un contexto completamente distinto o, con frecuencia, de contextos múltiples.

MG Muchos especialistas, sobre todo arqueólogos, dirían que, en la medida de lo posible, los objetos deben mostrarse en su lugar de fabricación o emplazamiento originales, y si no en las cercanías.

PdM Que también es distinto, casi siempre, del «lugar del hallazgo», del sitio arqueológico, esencial para recabar información, especialmente si nos referimos al material prehistórico, del que no hay textos. El lugar del hallazgo es en realidad el último momento en la vida de un objeto, uno de sus muchos contextos. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los tesoros enterrados, que a causa de las guerras o las migraciones suelen encontrarse lejos de donde fueron creados.

 

Cuadriga de bronce de la fachada oeste de San Marcos, Venecia, c. 1930. Foto akg-images.

Es el caso del tesoro de Vettersfelde, por citar un ejemplo que conozco bien después de haber negociado su préstamo, hace mucho, para una muestra de objetos escitas. La identificación no se logró examinando el lugar en el que se habían encontrado por azar, cerca de Berlín, sino porque esos objetos de la Escitia del siglo V a. C., en la región del Mar Negro, guardaban similitud con otros de la misma cultura, especialmente los que se conservan en el Hermitage. En el caso de los túmulos funerarios, por supuesto, el último contexto sí que suele ser el más importante.

Otro ejemplo de contexto, cargado de significado, es el de los caballos de San Marcos, y sus variados y dramáticos peregrinajes, de un puesto triunfal a otro, hasta el momento en el que pasaron a ser un simple recuerdo. Estos animales, atribuidos generalmente a los romanos del siglo II, fueron llevados a Constantinopla por orden del emperador Constantino unos 200 años después de su fabricación. Durante ocho siglos se mostraron, triunfales, en la capital del Imperio Bizantino, en lo alto del Hipódromo.

En 1204, durante la Cuarta Cruzada, el dogo Enrico Dandolo capturó la ciudad tras un asedio sangriento y destructivo, en el que se fundieron un número dolorosamente alto de bronces de la Antigüedad para fabricar cañones y monedas, y de los que esos caballos fueron unos de los pocos que, por algún motivo, se salvaron. Los llevaron a Venecia y se colocaron primero, no en la fachada de la basílica de San Marcos, sino frente al Arsenal, también con la intención de fundirlos. Un embajador florentino, al verlos, maniobró para que no se destruyesen, y para que se colocasen en Venecia como celebración de la victoria contra Bizancio, que representaba el triunfo del cristianismo occidental sobre el oriental.

Las esculturas abandonarían su atalaya de San Marcos en dos ocasiones. La primera fue en otra marcha triunfal, en 1797, cuando Napoleón se los llevó a París como botín de guerra, tras su primera campaña italiana y la victoria en el Véneto. Entonces se montaron en el arco de triunfo del Carrousel, junto al palacio de las Tullerías.

Los caballos solo descansaron en lo alto del arco hasta el Congreso de Viena de 1815; después de esa cita se devolvieron a Venecia, y fueron instalados de nuevo en la fachada de San Marcos. Mientras tanto, en París, el escultor François-Joseph Bosio, que había sido el escultor oficial de Napoleón, recibió el encargo de replicarlos, y terminó de hacerlo en 1828.

Paradójicamente, los que dejaron de considerarse claros símbolos de conquista fueron los originales, después de que los desalojasen una segunda y definitiva vez de San Marcos, en los 80. Acabaron en un interior por meras razones de conservación, ya que el brillo y la pátina del bronce se estaban deteriorando rápidamente al aire libre, y entonces asumieron una nueva función, primordialmente como esculturas romanas. En la fachada se colocaron unas copias.

Aunque la decisión fue la correcta, el resultado es, visualmente, una desgracia. Parecen unos caballos gigantescos de chocolate envueltos en papel de plata. Con el simulacro se ha desvanecido cualquier noción de triunfo.

Antes de que los descolgaran con poca ceremonia para guardarlos en el interior, asumieron una vida más, otra identidad, al protagonizar una exposición en el Metropolitano, al otro lado del océano, donde el contexto histórico artístico y el romanticismo de Venecia sustituyeron a la idea de triunfo o de conquista.

MG Déjame que te pregunte algo. Sé que te has opuesto muchas veces a la restitución. ¿Por qué, entonces, no te preocupa el hecho de que los caballos de San Marcos fuesen devueltos de París a Venecia? ¿No significaba eso borrar una parte de su historia?

PdM En ese caso, el factor crucial fue el tiempo. La década y media que pasaron los caballos en París no fue suficiente para que se empaparan de la cultura francesa, si se lo compara con los ocho siglos que permanecieron sobre la puerta principal de San Marcos, el orgullo de los venecianos.

Por otro lado, resulta interesante que Bosio, aunque enriqueció el motivo de la cuadriga al añadir un carruaje con la figura de la Paz, acabó creando esculturas tan vinculadas con su modelo veneciano que, en mi opinión, jamás asumieron una identidad propia como obras de un escultor neoclásico francés. Echa un vistazo a lo alto del arco de triunfo del Carrousel y te acordarás de los caballos de San Marcos. El significado de la cuadriga de Bosio no puede desentrelazarse de la historia de su antiguo modelo ecuestre.

CAPÍTULO 5

el ejemplo de la madonna de duccio

Había llegado el momento de dejar atrás Florencia y acercarse más al siglo XXI. Al fin y al cabo, Philippe se ha pasado gran parte de su vida al frente de instituciones muy relevantes, descendientes lejanos de colecciones aristocráticas como la de los Medici, grandes duques de Toscana, o de otras cívicas, como la del Bargello. El Museo Metropolitano de Arte contiene abundantes objetos preciosos que pertenecieron antes a los príncipes mercaderes de Nueva York, quienes los depositaron allí. A estos se han añadido muchos más, para la edificación, el placer y —seamos sinceros— la gloria de la ciudad. Pero el Met, comparado con el Palazzo Pitti o el Bargello, se ha vuelto tan descomunal como globalizado. En lugar de reunir obras de una época y un lugar concretos trata de mostrar las de todos los tiempos, países y soportes.

Philippe y yo dedicamos otra mañana a recorrer su antiguo feudo, donde sigue siendo una figura familiar como director emérito. Al entrar por la puerta los recepcionistas le recibieron con un inmediato «Buenos días, señor de Montebello» (más tarde, en otras instituciones y para desconcierto y diversión de Philippe, su tarjeta de director del Met contribuyó a romper el hielo con las personas que atendían las taquillas con mayor facilidad que mi carné de prensa).

Recorrer el Museo Metropolitano con Philippe es como hacerlo con una estrella de cine. En las galerías dedicadas al arte islámico, que entonces acababan de reabrir, la gente se presentaba ante él y decía: «Señor de Montebello, déjeme estrecharle la mano». Había sido el director de la institución durante 31 años, desde 1977 hasta 2008. Según la Wikipedia, eso le convertía en el «director más longevo de todos los museos importantes del mundo».

Cuando se lo señalé, típico de él, puso reparos. Me indicó que olvidaba a Irina Anonova, directora del Museo Pushkin de Bellas Artes de Moscú durante 52 años, desde 1961 hasta 2013. En cualquier caso, en el ámbito internacional de los museos, Philippe ha sido una figura central durante mucho, mucho tiempo.

A la hora de recorrer museos, el Met no es mal punto de partida. Pertenece a ese grupo de cinco instituciones enormes, repartidas por Europa y Estados Unidos, que pueden presumir de ser «universales», esto es, de contar con colecciones que muestran la cultura humana al completo (o al menos un gran porcentaje de lo que se puede tomar, conservar y exhibir). Los otros cuatro gigantes de su especie son el Hermitage, el Museo Británico, los Museos de Berlín y el Louvre. E incluso entre ellos, el Met puede considerarse uno de los más amplios.

La mayoría de los museos europeos nacieron en unas circunstancias históricas particulares. El punto de partida del Louvre fueron las colecciones de la dinastía borbónica en Francia, el Británico surgió tras una ley de su Parlamento, etcétera. Las potencias coloniales del siglo XIX dominaban sobre unos territorios específicos, por lo que sus museos imperiales terminaron por disponer de unas colecciones de arte especializadas en ellos. El Hermitage posee magníficos objetos de la cultura escita, procedentes de las costas del mar Negro, los museos de París son ricos en arte indochino, y demás.

En Estados Unidos, tal y como afirma Philippe, hacen las cosas a su manera. Desde luego, es un país distinto, pero es que su historia también difiere crucialmente de la europea. Si las ciudades americanas se levantaron sobre un trazado urbanístico racional, mientras las europeas mostraban ese patrón caótico propio de lo que ha crecido orgánicamente, el Met ha evolucionado de un modo distinto al de sus homólogos europeos.

PdM En Europa se tiene a veces la sensación de que se han seleccionado los objetos a partir del reparto de una herencia dinástica, o del botín de una guerra o de una colonia, para aplicarles más tarde un raciocinio conservador. En Estados Unidos se empieza ab initio. Los museos americanos, grandes y pequeños, suelen ser enciclopédicos, estén en Toledo, en Minneapolis o donde sea, porque comenzaron de la nada, y a partir de la premisa de que les gustaba tener un poco de todo: un par de objetos chinos, unos pocos medievales, etc.

Entre los museos de América también hay diferencias, pero existe una similitud en sus principios rectores y en los criterios que se aplican a las adquisiciones. Si se viaja por Estados Unidos se encontrará una mezcla similar de civilizaciones a la vista. Las grandes disparidades solo se perciben en los museos de mayor tamaño: Boston, Chicago, Filadelfia, Nueva York.

Los museos son organismos en constante cambio, y normalmente en expansión. Las colecciones crecen, avanzan hacia lugares nuevos y, en pocas ocasiones, se liquidan: los edificios se adaptan y engrandecen. En una institución tan enciclopédica como el Met, con el tiempo acaban naciendo nuevos departamentos y áreas de interés. Si los hombres de negocios que fundaron el museo, ilustrados, con la mente puesta en el público, y que abrieron sus puertas en 1870 con su primera adquisición —un par de sarcófagos romanos y algunos cuadros europeos—, volviesen hoy, no solo les asombraría que su criatura albergase tantas obras fundamentales de civilizaciones que habrían considerado inaccesibles, sino también que incluyese entre sus tesoros objetos tales como unas máscaras africanas y de Oceanía, vestidos o instrumentos musicales.

Como muchos otros museos, el Met ha contribuido incesantemente a ampliar el canon, aquello que consideramos digno de atención y respeto, lo que refleja a su vez la forma en la que la cultura occidental, considerada en su conjunto, ha expandido sus límites, y ha aprendido a valorar por sus propios méritos objetos muy lejanos en el tiempo y en el espacio.

Para el público, visitar un museo forma parte de este proceso de aprendizaje, pero para Philippe, cuyo trabajo se ha convertido en una forma de descubrir y aprender, también ha sido así.

PdM He descubierto que si me obligo a mirar —normalmente con la ayuda de los conservadores— hacia aquello que, en un principio, me era indiferente e incluso me repelía, acabo descubriendo que, con algunos conocimientos, lo que antes se me ocultaba de pronto se vuelve evidente. Te pondré un ejemplo. Durante mucho tiempo, me he acercado a las galerías de vasijas griegas con una sensación de temor, porque me parecían todas iguales, fuesen sus imágenes negras o rojas. Parte de la culpa recae en los museos, que suelen enseñarnos demasiadas. Así que me acostumbré a entrar en una de esas salas, echar un vistazo y buscar la salida. Pero hubo una conservadora del Met, Joan Mertens, que me dijo que me fijase en unas vitrinas en las que solo había fragmentos. Se colocó detrás de mí y me pidió que los mirase como si estuviesen dibujados en un papel.

Entonces me di cuenta de que podía verlos así, olvidándome de que eran fragmentos de un objeto tridimensional con un uso concreto. Eso me permitía concentrarme en el dibujo, la línea y la composición, y en lo maravillosos que eran. Pero la epifanía llegó cuando fui capaz de unir la decoración y la forma de la vasija, viéndolas como un todo. De hecho, esta es la única forma correcta de hacerlo. En Ática, en los siglos IV y V a. C., el alfarero era tan importante como el pintor, y son muchos los casos en los que ambos firmaban la obra. Mediante este proceso complejo fui capaz, por fin, de descubrir la forma en la que la decoración abrazaba el contorno, y cómo juntos producían un efecto maravilloso.

 

Mirar es algo que se puede aprender, y que debe hacerse, para dejar de lado los prejuicios y las reacciones puramente negativas. En mi caso fue un proceso lento, y puedo suponer que, para la mayoría de los visitantes, tampoco será fácil. Por eso me impaciento frente a los que tratan de convertir su museo en una diversión. Disfrutar del arte exige una implicación radicalmente distinta de la gratificación inmediata que producen casi todas las muestras de cultura popular, y los museos tienen la responsabilidad de ayudar a los visitantes a que lo consigan.

MG Uno de los mayores placeres de esta vida como consumidor artístico consiste en descubrir de pronto lo que otras personas ya veían, y que hasta entonces nos era indiferente. Ampliar la sensibilidad es un proceso, y también una experiencia maravillosa.


Fragmento de cílica (copa) de terracota, atribuido al Pintor del Beso, periodo Arcaico, c. 510-500 a. C., griego, Ática, figura roja, dimensiones: 15,3 x 12,2. Museo Metropolitano de Arte, Rogers Fund, 1907 (07.286.50). Imagen del Museo Metropolitano de Arte.


Joven cantando y tocando la cítara, reverso de un ánfora de terracota, atribuido al Pintor de Berlín, periodo Arcaico Tardío, c. 490 a. C., griego, Ática, figura roja, a. 41,5. Museo Metropolitano de Arte, Fletcher Fund, 1956 (56.171.39). Imagen del Museo Metropolitano de Arte.

PdM Estoy totalmente de acuerdo. El repertorio de objetos de los que pensamos que nos gustan es limitado, y nos sentimos atraídos hacia ellos. Sin embargo, hay una razón por la que los museos albergan y muestran otros, y nos corresponde a nosotros descubrirla. Esto no significa que abandonemos en la puerta nuestras facultades críticas con el paraguas. Tenemos derecho a que no nos gusten algunas piezas, o a que nos resulten indiferentes, por supuesto, pero debemos hacer, por lo menos, el esfuerzo.

Philippe ha estado al mando del Met a lo largo de un periodo que abarca entre una cuarta y una quinta parte de la historia del museo, y ha sido miembro de su personal durante 42 años, así que una gran fracción de su vida se ha quedado entre las colecciones y las muestras. Mientras recorríamos el museo, estábamos contemplando tres décadas de sus decisiones y logros: las galerías dedicadas al arte clásico de Grecia y Roma, ampliadas y reorganizadas, las salas repletas de arte de África, Oceanía y la América primitiva, o las nuevas y magníficas muestras de arte islámico. Ante ellas, me pregunté cómo habrían acabado en el Met un número tan elevado de artefactos y objetos artísticos.

Finalmente, nos sentamos en un banco, muy cerca de la adquisición más afamada de Philippe: la pequeña y exquisita Madonna con el Niño del maestro del siglo XIV de Siena, Duccio, que aún es la compra individual más cara del museo. ¿Cómo llegó a tomar la decisión de adquirirlo?

PdM Cuando el Duccio salió a la venta tuve que sopesar, como director, si ese cuadro valía la enorme suma que tendría que reunir para comprarlo, y para ello tuve que calzarme distintos zapatos. En primer lugar, los del amante del arte educado, el amateur francés, con los que me centré en sus trazos líricos y seductores, en la armonía cromática, en la coreografía feliz de manos y pies, y en la maravilla del contacto humano, en consonancia con una cierta distancia en la formación de esos personajes, que no dejan de ser divinos. También tuve que calzarme mi doctorado en historia del arte, para tener en cuenta que el de Duccio era uno de los primeros cuadros que marcaron la transición desde la imaginería medieval hasta la renacentista, lo que supuso un momento crucial en la ruptura con el hieratismo de los modelos bizantinos para pintar una humanidad más accesible.

Por ser más concreto, y no es un detalle recóndito, observa cómo el parapeto de la parte inferior conecta el mundo sagrado e imaginario del cuadro con el mundo temporal del observador. Esta idea tan importante, y muchas otras, son del conservador Keith Christiansen, que me las señaló mientras examinábamos la pintura en Londres. Todo ello le llevó a concluir que Duccio tuvo que haber visto los frescos de Giotto que ilustran la vida de san Francisco en Asís, en los que el marco imaginario, que incluye el parapeto, pone en relación la escena narrativa con la arquitectura de la iglesia.

Martin, ¿quieres saber la verdad? Todas estas consideraciones son, en gran medida, irrelevantes, cuando llega el momento de decidir si hay que gastarse unos 45 millones de dólares en un cuadro. Para eso necesito mis zapatos de director del museo. La valoración cuantitativa se basa en distintos criterios. El primero y más importante, las anticuadas nociones de calidad, habilidad y destreza. ¿Grita la pintura? ¿Hace que me detenga y atrae toda mi atención? ¿Me cuesta alejarme de ella?

Interiormente, sin embargo, todo lo relacionado con su importancia relativa y su calidad no dejaban de abrirse paso. No bastaba con que la obra fuese hermosa y estuviese ejecutada de un modo admirable. No en esas circunstancias. También debía ser significativa, excepcional en todos los sentidos, y extremadamente inusual. Si existiesen tres o cuatro similares, eso supondría que el precio de salida tendría que ser inferior.

Y luego había otra cuestión, la del precio de este panel comparado con el que tendría —si saliese a la venta— la predela que falta de la Maestá de Duccio en Siena, porque la Madonna era, y es, una obra independiente, una pintura devocional que no forma parte de otra mayor, en la que el conjunto sería parte de su belleza y de su importancia. En esta pintura está contenida toda su historia, y eso le da un valor añadido.


Duccio di Buninsegna, Madonna con el Niño, c. 1290-1300. Temple y oro sobre madera, dimensiones con marco 27,9 x 21, superficie pintada 23,8 x 16,5. Museo Metropolitano de Arte, compra, Rogers Fund, donación de Walter y Leonore Annenberg y The Annenberg Foundation, donación de Lila Acheson Wallace, donación de Annette de la Renta, Harris Brisbane Dick, Fletcher, Louis V. Bell, y Dodge, legado Joseph Pulitzer, donación de varios miembros del Consejo, donación de la fundación familiar de Elaine L. Rosenberg y Stephenson 2003 Benefit Fund, y otras donaciones y legados de donantes, 2004 (2004.442). Imagen del Museo Metropolitano de Arte.

Además, como conservadores, debemos tener en cuenta la materialidad de la obra. Al fin y al cabo este objeto, que puede sostenerse en una mano, tiene un peso y un grosor, y es vulnerable a los estragos del tiempo. Me decidí a comprarlo, en parte, porque pude tenerlo entre mis manos durante casi una hora, y le di vueltas, miré el reverso, sentí su peso y medí su anchura. Poseía una realidad corporal que era, por recurrir a una paradoja, casi mística.

Sin estar limitado ya por la simple imagen, como si mirase una fotografía o lo contemplase desde lejos, me concentré en las profundas marcas ennegrecidas del pie del marco, huella evidente de las velas, que me confirmaron su carácter devocional. Un examen más cercano me reveló otros detalles, de los que su estado impecable no era el menor, algo infrecuente en las pinturas sobre dorado del Trecento, que han sufrido mucho con el tiempo, y no pocas veces, me temo, a manos de restauradores. Cualquier estudioso del arte italiano puede pensar en la colección Jarves de Yale, en la que numerosas pinturas del Renacimiento temprano están totalmente echadas a perder. También confirmamos que no se trataba de una obra incompleta, parte de un díptico, por ejemplo, porque no había marcas de bisagras y, además de otros indicios, había un agujero en la parte superior que indicaba que había colgado de una escarpia.

A continuación, por descontado, estaba el asunto del origen y de la historia de sus poseedores, que es una cuestión central para los historiadores del arte por lo que puede revelar sobre la obra. En este caso, empezó siendo, evidentemente, una obra devocional para un mecenas desconocido, que acabó en manos de dos de los principales coleccionistas europeos: el conde Gregori Strogonof a finales del siglo XIX y, más tarde, el banquero belga Adolphe Stoclet, en su mansión de Bruselas, obra maestra de la [escuela artística] Wiener Werkstätte. El Duccio también había sido prestado para la gran exposición de Siena de 1904, en la que recibió abundantes elogios, hasta el punto de que una historiadora del arte, Mary Logan (esposa de Bernard Berenson) lo consideró la mejor obra individual de la muestra.

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