El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque

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La danza folclórica como folclorismo colombiano actual

El estudio y la delimitación de lo folclórico han sido objeto de la obra de muchos autores que han ido adecuando su teoría y señalando de manera cada vez más específica sus ámbitos de intervención y objetivos investigativos. En particular, las danzas han recibido gran atención y se han tipificado

como persistencias arcaicas […] en una cultura cuyas estructuras formales han cambiado, han perdido su significación original, careciendo de funcionalidad presente. El folclore indaga el inconsciente colectivo étnico; y, en su deriva como folclorismo, se ocupa de la identidad étnica a salvaguardar, a rescatar del olvido o a potenciar como nacional, insistiendo al efecto en las singularidades y las diferencias. (Fernández de Larrinoa 1998, 195)

Esta perspectiva contribuye a la labor de ordenamiento de la memoria del pueblo que asumen los folcloristas. Al asumir de este modo la danza tradicional del pueblo, se desconocen las cualidades del presente danzario en entornos como el colombiano, donde aún se generan manifestaciones vivas en contextos rituales y de la vida cotidiana paralelos a las escenificaciones de los folclorismos y a los espacios de circulación de lo cultural que afectan de otra manera la experiencia de los sujetos y que demuestran que es un fenómeno vigente, cuyo devenir obedece a una compleja dinámica de lo cultural que está más allá del propósito culturizador hegemónico.

Hacia finales de la década de 1990, Néstor García Canclini, en el desarrollo argumental de las Culturas híbridas, evidencia la polarización moderno-culto-hegemónico vs. tradicional-popular-subalterno que ha caracterizado la división del poder, que destina unos al rol de visionarios modernizadores y a otros a la condena de la subalternidad. El folclore emerge allí como una de las corrientes que teatralizaron las posiciones clásicas que, en apariencia, legitimaban el lugar de lo popular, junto con las industrias culturales y el populismo político. En los tres casos, lo popular aparece “más que como preexistente, como algo construido”, como una trampa que impide aprehender y problematizar al respecto, pues se le asume como una “evidencia a priori” que retarda la aparición de estudios y políticas que lo visibilicen (García Canclini, en Ospina 2012, 158).

El folclore surge, al decir de García Canclini, como una respuesta de los pensadores románticos de finales del siglo XVIII y comienzos de siglo XIX, quienes se preocuparon por conocer las costumbres populares de quienes hasta entonces solo interesaban como “legitimadores de la hegemonía burguesa [e incomodaban como] lugar de lo in-culto por todo lo que les faltaba” (García Canclini 1999, 194). De esta forma, el trabajo folclórico se fue constituyendo en “un movimiento de hombres de élite que, a través de propaganda asidua, se esforzaban por despertar al pueblo e iluminarlo en su ignorancia” (Corso, en García Canclini 1999, 195). Los folcloristas veían con nostalgia la disminución de la transmisión oral ante la lectura de diarios y libros, frente a lo cual expresan el otro elemento de su tarea: “la aprehensión de lo popular como tradición” (196). Este elemento tiene su máxima expresión en la creación de museos de tradiciones populares donde se almacenan las supervivencias y se reducen así las tradiciones al lugar de los restos de una estructura social que se apaga.

Al decidir que lo específico de la cultura popular reside en su fidelidad al pasado rural, [los folcloristas] se ciegan a los cambios que la iban redefiniendo en las sociedades industriales y urbanas. Al asignarle una autonomía imaginada, suprimen la posibilidad de explicar lo popular por las interacciones que tiene con la nueva cultura hegemónica. El pueblo es rescatado, pero no conocido. (García Canclini 1999, 196)

Si bien en la actualidad la danza folclórica se evoca como expresión de la identidad esencial colombiana, por otro lado, es manifestación de una tradición dinámica que se transforma de acuerdo con las interacciones y construcciones de su tiempo. El devenir de la manifestación danzaria es ejemplo actual de una identidad móvil que se transmuta adaptándose para persistir, dado que el hecho identitario “no es algo que ya exista, trascendiendo el lugar, el tiempo, la historia y la cultura” (Hall 2010, 351). Observar el hecho vivo de la danza, desde la cotidianidad hasta los escenarios contemporáneos, nos obliga a ver que la identidad cultural es un asunto de “llegar a ser” así como de “ser” (Hall 2010, 351). La práctica danzaria de pueblo evidencia en los intercambios corporales la memoria de lo acontecido a las personas, sus creencias y construcciones y, al mismo tiempo, sus anhelos y búsquedas adaptativas. La danza folclórica, así vista, pertenece tanto al futuro como al pasado, dado que las identidades culturales están ubicadas en el devenir espacio-temporal de los pueblos, tienen historia. Como constitutiva de estas identidades, está sometida a constantes transformaciones, no está eternamente fija en un pasado esencial, se halla sujeta al juego continuo de la historia, la cultura y el poder, pues

lejos de estar basadas en la mera “recuperación” del pasado que aguarda a ser encontrado, y que cuando se encuentre asegurará nuestro sentido de nosotros mismos en la eternidad, las identidades son los nombres que les damos a las diferentes formas en las que estamos posicionados, y dentro de las que nosotros mismos nos posicionamos, a través de las narrativas del pasado. (Hall 2010, 351)

En esta dirección, la danza de los folclorismos, al igual que toda forma de danza, está en construcción permanente y refleja las dinámicas que la han configurado en pasado y en presente. El mero ejercicio de escenificar y poner a circular la danza tradicional colombiana en los escenarios de los folclorismos contemporáneos implica acciones de transformación tanto de las corporeidades danzantes como de las estéticas escénicas signadas por las innovaciones y nuevas tecnologías. Circular una obra o un repertorio danzario implica transformar los códigos de acuerdo con los requerimientos de públicos acostumbrados a “ser sorprendidos” y de industrias culturales que proponen e imponen formatos de consumo simbólico que atraviesan el ritual, el carnaval y la fiesta. Por ello, este ejercicio de ver la danza folclórica a la luz de un análisis teórico crítico busca examinar la intervención mecánica en la puesta en escena del espectáculo de lo popular y suscitar nuevas reflexiones y perspectivas que inciten a transformar la visión monocromática a través de la cual se relacionan cotidianamente los cultores con el oficio de hacer danza tradicional popular en Colombia (interpretar, crear, formar, promover).

La danza tradicional popular colombiana ha experimentado un crecimiento en el número de cultores y en la cantidad de trabajos escénicos a todos los niveles. Cada vez más se incorporan dentro de los bienes folclóricos los circuitos comerciales, tales como festivales y ferias y su respectiva difusión a través de los medios masivos. Este tipo de difusión se ha desarrollado transformándose, por lo que no podemos hablar de ella asumiendo que su sola realización en los folclorizados escenarios constituye un ejercicio de rescate de una tradición inalterada. Hoy, su realización no puede suponer una mera continuidad histórica, una supervivencia del pasado que garantiza directamente la persistencia identitaria en la contemporaneidad. Por ello, se debe asumir más bien el análisis de sus transformaciones y adaptaciones en interacción con las fuerzas de la modernidad. Interesarse por sus actores, por las personas que la realizan, es necesario para desviar la fascinación por los productos que suscita el descuido de los procesos y agentes sociales que los engendran (García Canclini 1999, 197).

En un país y una época de grandes movilidades sociales, “Las culturas campesinas y tradicionales ya no representan la parte mayoritaria de la cultura popular. […] Aun en las zonas rurales, el folclor no tiene hoy el carácter cerrado y estable del universo arcaico” (García Canclini 1999, 203). La danza tradicional se desarrolla de múltiples formas a través de relaciones versátiles con la vida urbana, con respecto a la violencia, las migraciones, el turismo y las opciones simbólicas disponibles. Se reinstala en los escenarios y en los sistemas complejos e internacionales de circulación cultural al punto que no es posible hoy comprender su quehacer sin comprender su innovación (de Carvalho, en García Canclini 1999, 203). Por ello, convertir la práctica danzaria popular en esencias que se estudian como si fuesen objetos detenidos en el tiempo y con forma concluida distrae de la posibilidad enriquecedora de su estudio como producto dinámico que podemos, más que observar, vivenciar hoy para comprender la riqueza de su creadora interacción sensible. Encontramos que

lo popular no se concentra en los objetos […] lo popular no se ha “congelado”, no es en ningún caso una “fuerza estática e inmutable”. La danza tradicional popular en lugar de ser una “colección de objetos” (repertorios) o “costumbres objetivadas”, es resultado de un “mecanismo de selección, y aún de invención, proyectado hacia el pasado para legitimar el presente”, es la representación “dinámica de la experiencia colectiva”. (Blache, en García 1999, 204)

Diríamos entonces que la danza tradicional popular se manifiesta mejor en las dinámicas que la contienen hoy que en las danzas inertes, objetivadas. Ejemplo de ello es la movilidad del folclore danzado en distintos lugares de práctica y de creación: aunque se le haya vinculado históricamente a un sector social popular, en palabras de García Canclini, ya “lo popular no es monopolio de los sectores populares” (1999, 204). Un mismo bailarín se vincula a múltiples grupos folclóricos, a diversos “sistemas de prácticas simbólicas: rurales, urbanas, barriales, fabriles, microsociales y massmediáticas” (205). Es claro entonces que “No hay un conjunto de individuos propiamente folclóricos; hay, sin embargo, situaciones más o menos propicias para que el hombre participe de un comportamiento folclórico” (Blanche, en García Canclini 1999, 205).

 

La vivencia de la danza folclórica como una mera remembranza nostálgica de algo que ya no está, propia de algunas cruzadas mesiánicas que anuncian que se está perdiendo la memoria, encuentran su respuesta en las manifestaciones actuales en las que el pueblo recrea a través del humor y la sátira y recurre al diseño caricaturizante de su realidad para tener un trato menos agobiante con su pasado y con su presente. En las fiestas y el carnaval, desde la comparsa o la danza satírica, el pueblo sigue renovándose, invirtiendo el orden social, como lo ha hecho en diferentes ámbitos históricos (Ospina 2012, 160-161).

Por otra parte, y dada su condición de mercancía que compite en los circuitos comerciales, el evento folclórico danzario se transforma, la mayoría de las veces de forma irreflexiva, en función de lo que el mercado exige:

El modelo neoliberal para la cultura trabaja con la premisa de que el régimen de co-producción entre artista y empresa puede funcionar bien en un vacuo político, ideológico e histórico. Si ese es el caso, lo que ocurre es que el artista empieza a adaptar su producto estrictamente para las necesidades del mercado. Dentro de esa lógica, las formas artísticas marginales —tanto las tradicionales como las experimentales— están siendo sofocadas por la presión para convertirse en “mercancía ventable”. (de Carvalho 2002, 3)

En medio de acciones folclorizantes que procuran rescatar y mantener vigente la memoria corpo-oral danzaria a través de intenciones que la pretenden estática, las prácticas danzarias tradicionales-populares se transforman para legitimarse en función de las estéticas hegemónicas y en arreglo a las lógicas imperantes del mercado de lo cultural.

Una práctica danzaria tradicional popular afrocolombiana como el bullerengue es parte del inventario de danzas, rituales y festivales folclóricos de Colombia. Es un fenómeno cultural complejo que, en su manifestación, involucra la tradición viva y la escénica pasando por todo tipo de prácticas y procesos de reproducción y transformación en este contexto en el que sus símbolos “circulan a través de instituciones socioculturales de horizontes históricos y políticos muy diversos” (de Carvalho 2002, 3), manifestándose simultáneamente su multiplicidad y diferencia, “de un modo que se tornan prácticamente inconmensurables entre sí, rompiendo la dicotomía occidental de tradición y modernidad, mundo pre-moderno versus mundo moderno” (3). El bullerengue es hoy un ritual danzario, propuesta escénica de los folclorismos, síntesis gestual-corpo-oral del pueblo afrocolombiano, estudiada y apropiada por artistas e intérpretes y es práctica cultural mediada por las políticas e industrias del consumo simbólico y la mediación de los medios masivos de comunicación; pero es, ante todo, experiencia de intercambios sensibles en los que el pueblo actualiza su identidad y sus sentidos de vida en un contexto de Estado-nación.

Los folclorismos en la “nación imaginada”

Fundador de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle, en Colombia, el antropólogo, semiólogo y doctor en filosofía Jesús Martín-Barbero ha dedicado gran parte de su vida al estudio de la cultura y de los medios de comunicación en el ámbito latinoamericano. Su mirada cultural a las mediaciones, a la par con el análisis de la globalización desde la semiología y la relación medios-públicos, ha sido uno de sus aportes más importantes al ámbito intelectual crítico de América Latina. Su obra De los medios a las mediaciones—situada en la trama cruzada entre las modernidades y las discontinuidades culturales— es central para nuestra reflexión, en cuanto indaga en las mixturas de “formaciones sociales y estructuras del sentimiento, de memorias a imaginarios que revuelven lo indígena con lo rural, el folclor y lo popular con lo masivo” (2010, XXXVI), guiando nuestro propósito de establecer distancias y deferencias para la comprensión de la práctica danzaria popular en sus variados formatos.

Su discurso plantea la urgente necesidad de pensar las estructuras de producción de la información que se destina a las personas, desde los procesos económicos transnacionales y desde las estructuras de poder, en cuanto dispositivos de relación entre tecnologías, mercado y rutinas productivas, sistemas de operaciones tecno-discursivas que materializan un modo de ver y contar lo que se ve, e intenta convertir en investigación las otras formas de comunicación en las que pueda liberarse de nuevo el habla de los grupos dominados, donde lo verdaderamente importante era la creatividad popular y no el medio. Para Martín-Barbero (2010), lo popular se entiende como la memoria de otra economía, diferente tanto política como simbólicamente, que en suma constituye la memoria de otra matriz cultural negada, cuyas formas comunicativas cotidianas y festivas se empobrecen de forma casi radical como consecuencia de la mercantilización de la vida, coadyuvada por las mediaciones de la información y sus intencionalidades, distribuidas por los medios.

Dichas mediaciones son evidencia de un poder mediático que acompaña —y causa— las mutaciones culturales contemporáneas manifiestas en las movilidades de los sujetos, más allá del espacio o el tiempo en la forma de “migraciones y flujos” (Martín-Barbero 2003) que, a nuestro juicio, producen y evidencian no solo el desplazamiento de los cuerpos, sino las movilidades y nuevas estructuraciones de las sensibilidades y sus manifestaciones.

Martín-Barbero describe la temporalidad moderna como aquella en la que la dinámica y peso de la historia se hallan enteramente volcados hacia el futuro en detrimento del pasado. En ella, se enfrentan la mirada romántica (recuperar y preservar) —que, en nuestra reflexión, la asume el discurso folclórico académico y sus prácticas folclorizadas— con la mirada ilustrada, “que legitima la destrucción del pasado como lastre y hace de la novedad la fuente de la legitimidad cultural” (Martín-Barbero 2003, XIII), vista aquí como la obligatoriedad de la originalidad en la creación de la obra de arte. Juntas, ambas miradas suscitan la experiencia de “tiempo homogéneo y vacío” de la que habla el autor, en la que se cristaliza la moderna experiencia del tiempo en la forma de progreso convertido en rutina, donde “la novedad nada tiene de revolucionario ni turbador” (XIV). En esta perspectiva, folclorismos y arte danzario se han encargado de producir en los sujetos contemporáneos la experiencia de un tiempo estancado en la forma de objetos folclóricos repetitivos o rutinarias búsquedas de novedad, convirtiéndolos en moda y desechando o coleccionando las expresiones creadoras del pueblo como archivos de la memoria que toman la forma de inventarios (banco de datos), repertorios de danzas, coreografías de autor o de búsquedas frenéticas de novedad. Esta experiencia contrasta con la forma viva y comunitaria de la danza, cuya vivencia induce los estados, sensaciones o afectaciones intersensibles que la disposición cambiante del encuentro y la improvisación del ritual causan.

Las experiencias suscitadas por los folclorismos son, por definición, experiencias separadas de la vivencia construida en el habitar de los espacios y territorios que las originaron, que abandonan el espacio primigenio de los cuerpos —el “nicho-hogar” del que habla Martín-Barbero— para representarlo ante otros en tiempos distintos a aquellos de los usos comunitarios que los generaron. El lugar del fuego en el que se cuidó y dio forma a la vida de los sujetos, creando su “cuerpo propio” y su espacialidad habitada, es ahora representado, evocado esquemáticamente como sobrevivencias de un pasado que ya no es. La representación escénica remplaza el “tiempo que hace” —tiempo de los ritmos del día y de las etapas de la vida—, al que dan forma los mitos de origen y los ritos de iniciación, y suple el “espacio habitado”, que deviene territorio de labor y supervivencia en la comunidad hecha de proximidad y pertenencia donde se estrechan, renuevan y dosifican los lazos ligados por los rituales. Por otro lado, las competitivas e individualizantes experiencias de los folclorismos danzados remplazan el “espacio producido” por las dinámicas colectivizantes de las comunidades que las originaron y producen un nuevo tipo de espacio y de experiencia sensible, diferente de las vivenciadas en la comunidad matriz que ofrece “formas de contrarrestar el aislamiento de los individuos y las familias posibilitándoles unos mínimos vínculos socioculturales” (Martín-Barbero 2010, XVI).

Las prácticas folclorizadas y su escenificación rutinaria —siguiendo a Martín-Barbero— contribuyeron desde la modernidad a configurar el espacio imaginado que nombra la “comunidad imaginada” sobre la que se constituye la “sociedad-Estado”, cuando la tupida red de lazos de la sociedad moderna substituye la comunidad “orgánica” premoderna (Martín-Barbero 2010, XVII). Dichas prácticas y sus mediaciones en los folclorismos contribuyeron a consolidar el espacio imaginado, clave de la modernidad política y de la cultura, legitimador histórico del Estado en clave de patrimonio y que define la nación-patria traducida en frontera e identidad.

FOLCLORE: ENTRE LO MASIVO Y LO POPULAR

Folclore como concepto y ciencia y folclorismo como ideología y práctica configuradora de sujetos se gestan junto con la disposición de lo popular y del sujeto pueblo en los modernos Estados nación. La llamada cultura popular, escindida de la alta cultura, entra en la lógica de los discursos de producción y dominación, en cuyo montaje las mediaciones han sido y siguen siendo relevantes. El discurso mediático nos manipula al punto de imponernos la lógica de la dominación como una ideología que nos penetra en los mensajes. Este discurso nos identifica a los países latinoamericanos, en los que, al decir de Martín-Barbero (2003), la verdad cultural es el mestizaje, entendido no solo como el hecho racial, sino como “la trama hoy de modernidad y discontinuidades culturales, de formaciones sociales y estructuras del sentimiento, de memorias e imaginarios” (XXVIII) que mezclan lo indígena y lo negro con lo campesino, lo rural con lo urbano, el folclore con lo popular y lo popular con lo masivo. En estos países, la comunicación se volvió “cuestión de mediaciones más que de medios, cuestión de cultura y, por tanto, no solo de conocimientos sino de re-conocimiento” (XXVIII) o desconocimiento, así como de resistencias en la recepción, un asunto de apropiación desde los usos. Posteriormente, se torna en reconocimiento de la historia, en “reapropiación histórica del tiempo de la modernidad latinoamericana y su destiempo” (XXVIII). Allí los usos, desde la persistencia de los modos propios de ser y hacer culturales, establecen una brecha con la “tramposa lógica con que la homogenización capitalista aparenta agotar la realidad de lo actual” (XXXVIII). Latinoamérica nombra como cultura la vigencia, densidad y pluralidad de las culturas populares, lugar de conflicto profundo y de insoslayable dinámica cultural.

El concepto de pueblo emerge de una ilustración que designa —más que al sujeto de un movimiento histórico, más que a un actor social— a aquella generalidad que es la condición de posibilidad de una sociedad:

A la noción política del pueblo como instancia legitimante del gobierno civil, como generador de nueva soberanía, corresponde en el ámbito de la cultura una idea radicalmente negativa de lo popular, que sintetiza para los ilustrados todo lo que estos quisieran ver superado, todo lo que viene a barrer la razón: superstición, ignorancia y turbulencia. (Martín-Barbero 2003, 4)

De manera que, en el planteamiento del autor, el pueblo es fundador de la democracia no en cuanto población, sino solo en cuanto “categoría que permite dar parte, en tanto que aval, del nacimiento del Estado moderno” (Mairet, en Martín-Barbero 2003, 4). El pensamiento ilustrado “está contra la tiranía en nombre de la voluntad popular pero está contra el pueblo en nombre de la razón” (Martín-Barbero 2003, 4), evidenciando así el dispositivo central del paso de lo político a lo económico: inclusión abstracta y exclusión concreta que legitima las diferencias sociales.

 

Las categorías de lo culto y lo popular se gestan cuando la invocación al pueblo legitima el poder de la burguesía en la medida exacta en que esa invocación profiere su exclusión de la cultura. El concepto popular signa, en relación con la totalidad, lo inculto negado de una identidad refleja, “la de aquello que está constituido no por lo que es sino por lo que le falta. Definición de pueblo por exclusión, tanto de la riqueza como de lo político y la educación” (Martín-Barbero 2003, 5).

“El concepto de folklore surge con los románticos y su puesta en juego de ‘la valoración de los elementos simbólicos presentes en la vida humana’” (Morande, en Martín-Barbero 2003, 9), a partir de lo cual la pregunta por la cultura se convierte en la pregunta por la sociedad como sujeto. Allí, folklore capta ante todo un movimiento de

separación y coexistencia entre dos mundos culturales: el rural, configurado por la oralidad, las creencias y el arte ingenuo, y el urbano, configurado por la escritura, la secularización y el arte refinado: es decir, nombra la dimensión del tiempo en la cultura, la relación en el orden de las prácticas entre tradición y modernidad, su oposición y a veces su mezcla. (Martín-Barbero 2003, 8)

En este concepto —continúa Martín-Barbero— se mistifica la relación pueblo-nación, de forma que pueblo se piensa como ‘alma’ o ‘matriz’, por lo que es una entidad no analizable socialmente, “no atravesable por las divisiones y los conflictos, una entidad por debajo o por encima del movimiento de lo social” (Martín-Barbero 2003, 10). Es un concepto que define una comunidad orgánica, constituida por lazos biológicos-naturales, sin historia. Así, la originalidad de la cultura popular “residiría esencialmente en su autonomía, en la ausencia de contaminación y de comercio con la cultura oficial, hegemónica” (Martín-Barbero 2003, 11). Y al negar la circulación cultural, lo de veras negado es “el proceso histórico de formación de lo popular y el sentido social de las diferencias culturales: la exclusión, la complicidad, la dominación y la impugnación” (Martín-Barbero 2003, 11). Esta negación de sentido histórico hace que lo rescatado acabe siendo una cultura que no puede mirar sino hacia el pasado, cultura-patrimonio, “folklore de archivo o de museo en los que conservar la pureza original de un pueblo niño primitivo” (Martín-Barbero 2003, 12).

Culturas campesinas, indígenas, afromestizas, constituyen hoy lo popular actuante que se da a la par con el proceso histórico de construcción de lo masivo: acceso, visibilidad, presencia social. La emergencia histórica de las masas no exterioriza lo popular, es decir, solapa tramposamente la memoria popular con el imaginario de masa. Por ello se hace necesario desenmascarar las formas de presencia del pueblo en la masa mostrando su rostro en el entrecruzamiento (interfluencias) en lo masivo de lógicas distintas, no solo obedientes a las lógicas del mercado, sino en la presencia permanente de una matriz cultural, de un “sensorium que asquea a las élites mientras constituye un ‘lugar’ de interpelación y reconocimiento de las clases populares” (Martín-Barbero 2003, XXX). Esta mezcla de lo popular como expresión matricial que define el rostro de los pueblos con las lógicas y formas de lo masivo, produce un solapamiento de las expresiones matriciales como folclorismos, al tiempo que se frustra en su intención dado que las expresiones populares como totalidades se camuflan sagazmente para permanecer. El folclore habita el lugar absoluto del saber del pueblo como totalidad. Sin embargo, en la forma de los folclorismos, lo que porta es la versión oficializada de un pueblo negado en su totalidad expresiva e incluido como serie de fragmentos escindidos de sus maneras, funciones, valores, sinergias y sentidos de origen.

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